(Granada, 1957). Su libro más reciente es la novela Odio (Fondo de Cultura Económica, 2022).
Nada despeina más la melena atusada de los ortodoxos críticos que el vendaval de la aventura. Se abre la escotilla del navío pirata, desenfunda su colt el cowboy, se emboza en su capa el espadachín, rugen los leones en la noche de los cazadores, tiritan en sus tiendas los exploradores polares… y los ortodoxos críticos literarios se apresuran a enviar el relato de turno al tranquilizador anaquel de los subgéneros literarios o de la literatura juvenil. No vaya a ser que el soplo de la fantasía venga a desordenarles el criterio. En ese anaquel andan aún las obras de Emilio Salgari. Otros compañeros de aventuras, como Stevenson o Jules Verne, han sido admitidos por fin en el selecto club de los grandes autores, con mayor entusiasmo en el caso del autor de La isla del tesoro que en el de La isla misteriosa. Pero el pequeño italiano soñador, mitómano y estajanovista de la escritura sigue siendo visto como autor menos que menor.
Lo cubren de reproches. Que su prosa está poco cuidada… pero lo raro habría sido que la cuidara más. ¿De dónde habría podido sacar tiempo para corregir las ochenta novelas largas y las ciento cincuenta novelas cortas que publicó a lo largo de sus cuarenta y nueve años de vida? Que debiera haber escrito menos… eso es fácil de decir, pero ¿quién detiene al poseído por las historias?, ¿cómo se le ponen puertas al campo de la imaginación? Y además, Salgari tenía que comer, como cada hijo de vecino, y alimentar a una familia numerosa. La vida, esa vulgaridad. Que su estilo está lleno de exclamaciones y grandilocuencia… ¡pero cómo iba a ser distinto! ¡Si nos lanzamos al abordaje! ¡Si vuelan las balas de cañón! ¡Si hay enemigos en todas partes! Su pirata Sandokán, el Tigre de Mompracem, llevaba una vida desmesurada y además no pagaba impuestos. Y sus feroces seguidores malayos estaban más ocupados manejando sinuosos cuchillos que reflexionando sobre el valor metaliterario de sus aventuras en la tradición de la literatura popular de Occidente. Y además, gritar es tan humano…
Salgari se instaló en el exceso quizá porque su vida estuvo marcada por las limitaciones. Apenas si viajó, vivió trabajando como un mulo y siempre sin dinero, perdió a las personas que más quería y terminó suicidándose en un paraje boscoso mediante un chapucero harakiri ejecutado con navaja. Eligió el momento de su muerte del mismo modo que había elegido llenar su vida de mentiras: para no limitarse a sobrevivir. Cada exclamación de sus personajes, cada grito desesperado, cada gesto tremendo, cada disparo, sablazo, cabalgata, conjura, tormenta, batalla o traición que pueblan las páginas de sus novelas y relatos, desde el Far West hasta los mares piratas o las luchas contra los turcos, son en realidad proclamas, protestas feroces de quien se niega a que su vida sea tan sólo una sucesión de días. Emilio Salgari vivió la cortedad de la existencia humana, pero supo ensancharla hasta el infinito en los dominios de su imaginación. Quizá por eso sus libros viven tan despreocupadamente de las opiniones eruditas. Porque rebosan vida y, más aún, ganas de vivir. Sus páginas se agarran a la existencia como sus personajes heridos al suelo sobre el que yacen: hundiendo en él las uñas hasta sangrar.
Sandokán pertenece ya a esa estirpe de criaturas de ficción que gozan de vida pública, transformados en seres que no parecen de papel sino de carne y hueso. Ni siquiera hace falta haber leído sus aventuras. Como sucede con Don Quijote, Robin Hood, Ulises, Cyrano de Bergerac, el conde Drácula, Simbad o Romeo, todo el mundo sabe quién es. Son criaturas de papel que se enredan en las vidas de los mortales, inmortalizándose, y van saltando de memoria en memoria, de imaginación en imaginación, ayudándonos a nombrar nuestras pasiones y el mundo. Por eso las aventuras del tigre de Mompracem han sido para sucesivas generaciones una de las grandes puertas de entrada al placer de la lectura y muchos de sus lectores quedamos marcados a fuego por sus aventuras.
Al menos así me sucedió a mí. Durante los años que pasé estudiando en vano las áridas asignaturas de la carrera de Derecho, dediqué más tiempo a la militancia clandestina antifranquista que al código civil. Entonces soñábamos y luchábamos por un mundo nuevo y mejor, lleno de salgarianas exclamaciones: ¡Amnistía y libertad! ¡Todos juntos a la huelga! ¡Ninguna barrera a la educación del pueblo! ¡Viva el 1º de mayo! ¡Obreros y estudiantes contra la dictadura! El campus de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) parecía a veces la cubierta de un bajel pirata, llena de gritos y carreras. El enemigo estaba ahí mismo, apostado en la carretera que discurría junto a las facultades: las grises camionetas repletas de grises policías antidisturbios. También estaban los traidores, los soplones, los villanos como aquel secretario de la Facultad de Filosofía y Letras, cuyo apellido si no recuerdo mal era Mesaguer, flaco y siniestro, siempre armado con un transmisor de radio con el que llamaba a la policía si descubría a alguien haciendo una pintada o colgando un cartel que exigiera «¡Disolución de los cuerpos represivos!» o «¡Fuera policía de la Universidad!». El mismo individuo que en el hall de la Facultad me amenazó con avisar a la policía para que me detuviera si yo volvía a poner los pies en ella. Pero Mesaguer no usaba exclamaciones porque los verdugos y sus secuaces prefieren el siseo del ofidio, y les gusta hablar de ley y orden o de noche y niebla, con tal de no nombrar a las cosas por su nombre. Es su manera sibilina de intentar volver aceptable lo inaceptable.
En aquella universidad convulsa y contradictoria, los militantes antifranquistas parecíamos personajes de Salgari: desmedidos y aventureros, aunque nuestra desmesura y nuestra aventura fueran un juego de niños comparadas con las de los piratas malayos. Por no faltar, no nos faltaba ni nuestra propia musa, una camarada de filosofía que se proclamaba surrealista y que, con sus vestidos a lo Janis Joplin, sus gafitas redondas, su melena rizada y sus largas piernas, nos tenía a todos hechizados. Fue Javier de Cambra, el futuro periodista y crítico de jazz al que todos llamábamos entonces «el Catalán», quien mejor acertó a definirla y lo hizo con una frase salgariana: «Ella es la perla de la UAM». Un juego de palabras que se refería al personaje de Marianna, la bella enamorada de Sandokán, nombrada en sus novelas como «la perla de Labuán». Está claro que las desaforadas páginas de Salgari estaban muy lejos de ser, para nosotros, una literatura de evasión y que, al adentrarnos en ellas, nos enrolábamos también en el barco de la justicia y de la libertad.
Bien pensado, no tiene nada de raro que a Salgari se le reproche hoy su estilo desaforado y exclamativo. A fin de cuentas vivimos tiempos en los que no se grita «¡al ataque!», «¡sin cuartel!», sino que se decretan «operaciones de pacificación» que producen «efectos colaterales». Tiempos Mesaguer. Quizá por eso a uno se le vienen unas ganas enormes de gritar: «¡Viva el Tigre!», aunque sólo sea para no perder la esperanza de que, ante tanta injusticia, terminen por alzarse los nuevos sandokanes del mundo