La Islandia de Borges

María Negroni

(Rosario, Argentina, 1951). Uno de sus libros más recientes es Oratorio (Vaso Roto, 2021).

Como todo reducto imaginario, Islandia es para Borges un compendio de dones. Es el «épico invierno» y «el mar que es un desierto resplandeciente». La Edda Mayor, esa suerte de Ilíada del Norte, atribuida a Saedmund el Sabio, y la Edda Menor, de Snorri Sturluson. El censo obsesivo de kennings o metáforas escáldicas, que llaman casa de los pájaros al aire, corcel del agua al barco, o techo de la ballena al mar. Es Ulrica, la muchacha «de suave plata o de furioso oro», semejante a Brynhild, que se entrega a Javier Otálora en uno de los relatos de El libro de arena. Y también Yggdrasil, el fresno del cual pendió Odin, Lord de las Huestes y Estratega de los Poetas, durante nueve noches, para dar con el conocimiento de las runas. Y el caballo Sleipnir de ocho patas. Y la sangre del dragón en que se baña Sigurd, que será Sigfrid en el Cantar de los Nibelungos y en la tetralogía de Wagner. Y la palabra undr que significa maravilla. Y, sobre todo, la música de un sueño que perdura «desde aquella mañana en que mi padre / le dio al niño que he sido y que no ha muerto /una versión de la Völsunga Saga».

Borges se deja imantar, en otras palabras, por una sintaxis profusa que surge de un acto de arrojo y culmina en la celebración del exilio. El mito fundacional de Islandia es simple. A fines del siglo IX, uno de los señores feudales que se disputan Noruega –Haroldo, el de la Cabellera Hermosa— decide imponerse como rey. La insumisión germina. Hay velas cuadradas, de pronto, sobre el mar. Los sublevados parten. Son hombres diestros en la idea y los vicios del coraje, que prefieren la intemperie a la asfixia de la obediencia. Se instalan en la última Thule, «esa nórdica tierra inalcanzable», donde inesperadamente se dedican a escribir. Su especialidad son los conjuros, las biografías de héroes, el sudor de la muerte y los litigios que el azar dibuja y que resuenan como pequeñas piedras. El resultado es un inmenso canto de batallas. En sus rapsodias, Noruega se agiganta. También se agigantan los ruegos al centro del infortunio y así nacen las sagas que inventan la novela mucho antes de Cervantes o Flaubert, como si la creación fuera una suerte de venganza o una prueba de la complejidad inherente de las cosas.

Borges, sin duda, lo intuye: contra el boceto épico, la melancolía cobra un matiz, si cabe, más complejo: los hombres traman su epopeya como quien despliega una elegía. Hay que envalentonarse en la carencia, parecieran decir, desconfiar del espejismo del talento, del concepto equívoco de patria, de toda contundencia. Hay que sentirse de entrecasa con la muerte. Saber inventarla, como a la vida.

Un pasaje del poema sajón The Seafarer, que Borges tradujo, dice de los escandinavos que «no estaban hechos para los regalos de anillos sino para el trato con la divinidad y los altos caminos salados». La Alucinación o Engaño de Gylfi lo corrobora en clave islandesa: cuando el protagonista llega a la mansión de los dioses, conversa con ellos sobre poesía. No es poco. El afán migratorio de la estirpe rima con las sentencias filosas que pronuncian en las Eddas Odin, Baldr y Freja, y con su laconismo, que es también impaciencia por lo que ocurre afuera del clímax.

Todos los temas y figuras de Islandia pueden verse, en este sentido, como variaciones de una fuga musical imaginaria y también como lugar de re-fundación de una escritura. Absuelta de toda memoria local, en medio de un paisaje inhóspito, lejos del centro del poder, la marginalidad de estos viajeros se revela productiva: no sólo se apropian de los mitos y la historia de su país, también se atrincheran en un pequeño mundo helado que coincide con la fortaleza enorme de la escritura. Corolario: hecha de aislamiento y sedición, la Islandia del autor de Ficciones coincide punto por punto con la Tierra Díscola de la Poesía.

También es, a su modo, el famoso desierto sin camellos que imaginó al formular las premisas de «El escritor argentino y la tradición» y uno de sus modos de alentar una escritura des-territorializada, mucho antes de que la academia norteamericana inventara el concepto. Es obvio que el caso de Islandia, como antes había sido el de Guillermo Enrique Hudson —ambos por su posición «inestable, subalterna y descentrada»—, le sirven para abrir un horizonte de legibilidad a su propia obra sembrando de paso la literatura argentina de cualquier obligación de color local o, lo que es igual, de las políticas de la «identidad» que ignoran siempre lo conjetural y son, por ende, carcelarias.

En el pequeño laberinto armónico de Islandia, que desde Borges pertenece a la tradición literaria argentina, hay mucho más que un país breve, afín a un linaje de fiordos. Hay también un flirteo con lo esquivo, un contacto con lo ajeno del sentido. El impulso épico descubre, de ese modo, lo que suele velar: que, en la urgencia de entregarse a una obsesión, hay siempre un deseo de alcanzar lo más actual por lo más arcaico, lo más elusivo por la perduración del sueño, lo que no se cumplió por la tristeza que no se abandonará. El ardid consiste en la puesta en escena de un programa que, de ser interrogado, se declararía —me parece— a favor del desequilibrio, lo irreductible, y ningún proyecto en común.

Es, una vez más, invierno. La noche es una intensidad de estrellas y posibles analogías aún no descubiertas. (La soledad es un lujo.) Pero ellos, los escaldas, no lo notan. Absortos en lo oblicuo de la vida, registran las lidias de caballos sobre la arena blanca y fría, las selvas de hierro, el universo huérfano. Se preguntan en qué antro se habrá metido el océano, qué ataduras de hielo lo habrán flechado, hasta cuándo va a durar lo interminable, hasta cuándo reemplazarán la patria con palabras rojas

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