¿Por qué escribir?

Pablo Montoya

(Colombia, 1963). Su libro más reciente es La muerte anda suelta. Cuentos reunidos (Random House, 2023).

Quisiera evocar un episodio de mi juventud en esta ocasión especial en que la Universidad Veracruzana me honra con su Doctorado Honoris Causa. Vivía en Tunja, una pequeña ciudad del altiplano colombiano. Allí realizaba estudios de música y filosofía y letras. Por aquellos días estudiaba la música romántica europea y trataba de entender las diferentes facetas de ese período que tanto me ha subyugado. Escuchaba La sinfonía fantástica de Berlioz con partitura en mano y analizaba el trazado de esa armonía y esa orquestación que toca con eficacia los relieves de lo onírico y las búsquedas del amor ideal.

Entonces irrumpió la noticia. En predios de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, la policía había asesinado a Tomás Herrera Cantillo. Tomás protestaba por lo que los estudiantes colombianos suelen protestar: por la desigualdad social, por la precariedad y el abandono que ondean en la educación pública de ese país, por las políticas económicas devastadoras del capitalismo neoliberal. Había tomado café y almorzado varias veces con Tomás. Y hoy lo sigo recordando como un hombre jovial y sencillo y, por supuesto, rebelde.

Yo no había publicado nada todavía. Tenía escritos cuentos y poemas, pero eran sólo para mí mismo y un círculo reducidísimo de amigos. Estremecido por la muerte de Tomás Herrera, escribí unas consideraciones que quise hacer públicas. Allí, apoyado en Tolstoi, me refería a la pugna secular que ha existido entre el ser que reclama la vida y la justicia y el ser militar que las reprime. Abogaba, sin vacilaciones y sabiendo los riesgos que esta certeza acarrea, por la persistencia del primero de ellos. Era un texto más que exaltado y beligerante, adolorido e indignado. Luego, lo copié en una cartulina y lo pegué en una de las carteleras de la universidad.

En este episodio se concentran, de algún modo, los pilares que han sostenido mi escritura. Por un lado, la búsqueda de los elementos, digamos racionales y técnicos, que edifican el arte, y la urgencia de atrapar, aunque sea por instantes, esa cualidad estética siempre inasible con que se forja la belleza. Y, por el otro, los ámbitos de la violencia que han atravesado mi devenir de escritor colombiano. Ahora bien, es preciso señalar que el crimen cometido en la persona de Tomás Herrera Cantillo, como miles sucedidos en mi país, ha permanecido impune. Y esta coyuntura no es desdeñable frente a la relación que yo propongo entre arte y violencia. El primero intenta conjurar o enfrentar o denunciar a la segunda a sabiendas de que la lucha es desigual y que, por lo general, triunfa la barbarie. Desde entonces he concluido que mi escritura, hoy reconocida con el título que ustedes me otorgan, no es más que la obsesiva y disciplinada construcción de una morada que sigue siendo trinchera y atalaya y también una suerte de refugio.

Estas tres nociones: refugio, atalaya y trinchera, se han manifestado a lo largo de la historia de la humanidad. Y quienes las han utilizado para proyectarse hacia los otros se parapetan en determinados comportamientos. Uno de ellos es el de estar del lado del poder. El otro, por el contrario, es evitar los beneficios que éste suele dar. Yo, por ejemplo, he sido un lector admirado de la Eneida de Virgilio. Ese libro que sigue vigente después de tantos siglos. Esa obra portentosa que define una época a partir del mito y construye en cada una de sus doce partes una poética capaz de enfrentar el cielo y los infiernos, las turbulencias de la guerra y las bondades de la paz. Pero cómo olvidar que la Eneida es también el canto a un emperador. Por este motivo, por las maneras en que la poesía se rinde ante la autoridad de un hombre que fue un gran estratega militar y también un bandido, me identifico más con la figura de Luciano de Samósata. Este último, en sus maravillosos escritos, nos enseña a reír y a entender mejor cómo se comportan los fanáticos, los intolerantes y los hipócritas. Y enseña algo que también aparece con claridad meridiana en Michel de Montaigne: ante las borrascas que provocan las pugnas humanas es conveniente practicar la abstención. Ernest Renan, agudo y certero en sus apreciaciones, definió a Luciano como un sabio extraviado en un mundo de locos.

El tiempo de los hombres parece no cambiar. Es vertiginoso y pleno de novedades por momentos. Actúa a la manera de un espejismo cuyo reflejo afirma que progresamos y que este mundo es, a pesar de todos sus desajustes, el mejor de todos los posibles. Pero, en cierta medida, continuamos dando vueltas en torno a los mismos asuntos. Celebramos la vida con el nacimiento de un nuevo ser, pero elegimos políticos que promueven y hacen la guerra. Nos asombramos ante los diversos espectáculos de la naturaleza, pero atentamos contra su equilibrio y no logramos ponernos de acuerdo para enfrentar la crisis climática. Nos sublevamos ante el crimen generalizado y las opresiones que padecen la gran mayoría de los seres humanos, esos humillados, ofendidos y condenados de la tierra, pero la dinámica del crimen y la opresión siguen campeando, toscos y altivos, por nuestra cotidianidad. Nunca he sido, ni por temperamento ni por educación, alguien que crea a pie juntillas en el porvenir radiante de la humanidad. Estoy convencido, por el contrario, de que hoy más que nunca estamos extraviados en un mundo de locos. Y que ese extravío, también ahora más que nunca, bailotea al borde de un abismo.

En estas circunstancias, por lo tanto, no resulta inútil preguntarse ¿por qué escribir? A pesar de los avances de la ciencia y la tecnología, de los logros de la medicina y los medios de comunicación y de transporte, vivimos inmersos en un «gran apagón», para emplear el concepto del filósofo español Manuel Cruz. La razón y el juicio que durante un tiempo prevalecieron sobre un mundo sumido en los conflictos bélicos de las monarquías y el mercantilismo burgués, ahora han sido reemplazados por la paranoia de las falsas noticias y la vacuidad de las redes sociales, que, en las democracias de hoy, en vez de enaltecer la existencia y propiciar la perplejidad intelectual, pasan de largo sobre ellas ridiculizándolas y tornándolas inocuas. Pero, además de esta faceta de la grosería y la ignorancia, manifestada en las relaciones públicas, están las vociferaciones de los populismos de toda índole y los peligros de la inteligencia artificial, cuyos creadores, que antes la celebraron con aspavientos, ahora pregonan sus miedos porque se han dado cuenta de que, pensándose como émulos de los dioses, han forjado las facciones de un monstruo. Y cómo desconocer, por supuesto, la gran evidencia dejada por la pasada pandemia: la crisis de un sistema económico y político que, para sostenerse en el poder, ha acudido a todos los autoritarismos, desde el sanitario y comunicacional hasta el político y militar.

Se escribe entonces, o al menos yo he tratado de hacerlo así, para enfrentar esta condición de permanente atropello. En La sed del ojo, por ejemplo, se fotografía lo prohibido, es decir, la desnudez del cuerpo femenino, en medio de la represión moralista del Segundo Imperio francés. En Lejos de Roma se escribe poesía desde un exilio impuesto por la autoridad de César Augusto. En Los derrotados se descubren las flores y sus secretos innombrables en medio de las guerras bobas pero catastróficas de la independencia colombiana. En Tríptico de la infamia se pinta el Nuevo Mundo descubierto por Europa entre el exterminio indígena y las luchas religiosas del siglo XVI. En La sombra de Orión se dibuja un mapa gigantesco de la muerte y se catalogan los sonidos dejados por una multitud anónima mientras en Medellín se ha instalado el pavor de la desaparición forzada. Al escribir estas novelas, me permito confesarlo, he sentido como si me estuviera aferrando a una de esas ramas que tienen la virtud de crecer, y sin duda florecer, al borde de los precipicios. Porque también se escribe no sólo pensando en la caída o en los efectos lancinantes del horror que el hombre le provoca a su prójimo, sino porque, además, creo en las fugaces expresiones del florecimiento que cada día intentamos sembrar en ese mismo prójimo.

No podría pasar por alto el espacio social desde donde he escrito la mayor parte de mis libros. Lo he hecho sabiéndome integrante de una comunidad universitaria, reconociéndome profesor y también el aprendiz de curiosidad insaciable que siempre he sido. La Universidad de Antioquia, en la cual trabajo, como la Universidad Veracruzana, que hoy me condecora, son de esencia pública. Singular correspondencia que me llena de orgullo y eleva en mí eso que podría llamarse dignidad intelectual. Pero que también me mantiene alerta porque estos espacios, sin duda utópicos, corren el peligro constante de la amenaza y la agresión.

Todos los aquí presentes somos conscientes de que la universidad latinoamericana es el resultado de una larga, emocionante y accidentada historia. En ella muchas veces la imposición de un conocimiento ha prevalecido y, en otras, la discusión democrática ha sido la consigna esencial para defender. La universidad tunjana donde yo publiqué, en una de sus paredes, el primero de mis escritos, y la Universidad de Antioquia, en la que soy docente, son lugares tocados por una paradoja alarmante. Por un lado, allí vamos a estudiar y a enseñar, a practicar cada día el asombro y los avances en el adiestramiento de una profesión anhelada. Y todo esto lo intentamos llevar a cabo rodeados no de las mejores condiciones, pero sí convencidos de que debemos mantener en pie el sueño que significa el desarrollo de toda educación.

Pero, por otro lado, en estas universidades se trasuntan los vacíos de un proyecto nacional. Entonces, esa maravillosa conjunción de la academia platónica y el liceo aristotélico, del jardín epicúreo y la puerta estoica, del claustro eclesiástico y el gabinete monárquico, del aula republicana y el salón democrático, de la casa madre indígena y la oralidad afrodescendiente, se ve de pronto vapuleada por los violentos de todo tipo. Se torturan y asesinan estudiantes, profesores y empleados, o se condenan sus destinos al tenebroso limbo de la desaparición forzada. Y ocurre que el estigma de la bestia afrenta una y otra vez la sabiduría de los hombres de conocimiento. Es, pues, frente a esa violencia, procedente de oscuros poderes de la política y la economía, que debemos actuar con lucidez y firmeza. Es frente a ella que cada palabra que yo escribo se levanta

Xalapa, 19 de mayo de 2023

*Discurso leído en la ceremonia de otorgamiento del Doctorado Honoris Causa a Pablo Montoya por su amplia y destacada trayectoria literaria y académica. Xalapa, 19 de mayo de 2023.

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