Ciudad de México, 1957). Uno de sus libros más recientes es Para una política del texto (Ediciones Sin Nombre, 2019).
Escribir ahora sobre Eduardo Lizalde, cuando ya no está entre nosotros como persona, hace difícil encontrar un tono adecuado. La misma frase «ya no está entre nosotros», porque su presencia afectiva y sobre todo lírica sí lo está… Da hasta un poco de temor abrir sus libros para releerlo: ¿y si lo que uno recuerda ya no está ahí?
¿Se ha modificado en nuestro recuerdo,
o se ha ido con su partida?
Y él, que se declaraba a veces ateo, a veces no creyente, a veces agnóstico, aunque yo no dudaría en calificarlo como un hombre de fe, ¿a dónde se va? ¿En dónde nos espera? Como la escritura tiene siempre una resma de retórica, mejor asumirla: se va a la página, a los ojos (y oídos) de sus lectores, que es un posible paraíso. No, no, no. Volvamos a empezar: Eduardo Lizalde ya no está entre nosotros… ¿De verdad? ¿Ya no? Recuerdo las muchas y diversas lecturas que a lo largo de mi vida he hecho. Sabemos que una de sus pasiones fue la ópera, de la cual sabía mucho, y que le gustaba cantar. Eso me lleva ahora a pensar que su poesía tenía algo del tono de la canción ranchera: despecho, desamor. Y que ese tono se modificaba en su voluntad de hacer sentir los ecos de la poesía antigua, de los epigramas griegos o las raíces precolombinas: la mitología del héroe derrotado.
En cierto sentido, la poesía de Lizalde se puede ubicar en una curiosa tradición iconoclasta en el centro de una columna clásica. Pienso, por ejemplo, en ese poeta a quien he llamado «un Contemporáneo extraño», Renato Leduc, y su diálogo con los escritores del archipiélago de soledades. Situar a Lizalde generacionalmente no es difícil: digamos, entre Rubén Bonifaz Nuño (1922) y él mismo, nacido en 1929. En medio, poetas como Jaime Sabines, Jaime García Terrés, Manuel Durán y Tomás Segovia, enriquecidos además por un importante número de voces femeninas: Dolores Castro, Rosario Castellanos, Enriqueta Ochoa. Hacer, sin embargo, una taxonomía que los ubique como grupo es más difícil. Por ejemplo, la religiosidad de las mujeres mencionadas es muy distinta de la que tienen —porque sí la tienen— poetas a veces broncos, como Bonifaz, Sabines y Lizalde, o cultistas, como García Terrés o Segovia. Tal vez lo que más los une es una voluntad formal de la expresión, así sea iconoclasta, pues la pinche piedra es tan parte de la forma como la luz de Eros.
Lo que resulta atractivo en Lizalde es la manera en que se manifiesta el dolor, con humor e ironía, pero también con cierto desparpajo, pues sus dardos van casi siempre contra sí mismo: San Sebastián que se flagela. Sin embargo, en Lizalde hay elementos que apuntan al futuro. Su ritmo y dicción son más rápidos, y por eso es comprensiva su fugaz pero importante paso en los años cincuenta por el movimiento poeticista, una vanguardia fallida. En cierta forma, las vanguardias en español de la segunda mitad del siglo —además del poeticismo en México, el nadaísmo en Colombia, el Techo de la Ballena en Venezuela y el vorticismo en España— no entendieron que estar al frente significaba en ese momento situarse en la guerra de guerrillas de la lírica iconoclasta. En México, el símbolo es Sabines; en América Latina, Nicanor Parra. Pero no quiero dar pie a confusiones: Lizalde no escribe antipoesía, aunque haga de la negación un arma —es un contreras, diríamos en lenguaje popular—. Y esa designación, contreras, es a la vez también una manera de decir que su poesía escucha la calle en sus ritmos y en su violencia, en su cruel condición y su mucha inventiva: ser un Contreras —apellido muy común— es ser un cualquiera.
Y en esto hay que tomar en cuenta también el paso por movimientos políticos de izquierda no dógmáticos —participó en el espartaquismo—, y el hecho de que fue muy amigo de José Revueltas, como lo fue después de Octavio Paz. Porque ser un cualquiera significaba más ser todos que ser un don nadie. Cosa curiosa que no cayera en la tentación de la poesía política y comprometida, sino que revindicara siempre la condición del poeta como David frente a Goliat. Y es que un cualquiera es sobre todo alguien que quiere, y en su querer pierde su identidad para recobrarla después en la instauración de un sentido: por eso de ese poema conceptual que es Cada cosa es Babel salen los animales que poblarán su poesía: la zorra y el tigre. Cambia la orientación zoológica de los poetas en sus nahuales simbólicos, frente al cisne de Darío, los loros lopezvelardianos y el búho de González Martínez, el cocodrilo de Efraín Huerta y el tigre lizaldiano. Y también cambia el hábitat: el tigre y la zorra nos devoran las entrañas hasta comerse el alma. No es la zorra de Isaiah Berlin ni el tigre es Shere Khan. Más de setenta años de escritura, desde sus primeras apariciones en los años cincuenta. Su primer título, La mala hora, casi parece tomarlo prestado de Sabines, pero luego de la aventura poeticista se sumerge en otra vía, la del extenso poema reflexivo que caracteriza a la lírica mexicana del siglo xx. Entre estos dos extremos, el poeta despliega un amplio abanico de tonos y colores e incluso de géneros (prosa reflexiva, narrativa), que impide limitarlo a un solo registro, por ejemplo el de la poesía del despecho.
El tigre de Borges, y en parte el de Blake, son todo oro y rayas, mientras que el tigre de Lizalde es todo fauces. Pero también el tigre es un milagro expresivo, un poema. La zorra de Lizalde tiene, en cambio, otra tesitura: es ladina y astuta, pero abandona lo primero en nombre de lo segundo, y hace, como el poeta, de la astucia una forma de la valentía. Más que animales son nahuales, trasuntos de una futura encarnación. Y, como señala en uno de sus libros más célebres, habitan la casa, el ámbito personal, la entraña, el alma. Los años en que Lizalde empieza su obra están dominados por el deslumbramiento de El laberinto de la soledad, El arco y la lira y Libertad bajo palabra, pero Lizalde se alimenta más de la «Declaración de odio» de Efraín Huerta o del «Prometeo» de Leduc. Será después de Cada cosa es Babel que Lizalde entenderá a cabalidad el alcance y la importancia de la obra de Octavio Paz.
Sería demasiado sencillo ubicarlo en la dialéctica de tradición y modernidad que Paz plantea como paradoja: la tradición de la ruptura. Lizalde es un poeta moderno, pero su modernidad no rompe con ninguna tradición, no porque la ignore, sino porque la transforma y la vuelve también un elemento moderno. Por eso, por ejemplo, no alcanza a entrar en Poesía en movimiento, pero es, junto a Gerardo Deniz, quien mejor encarna la idea de ese movimiento en los años futuros. Veámoslo así: el matrimonio entre tradición y cambio puede ser un acuerdo de conveniencias, y eso Lizalde no lo acepta: quiere vivir ese amor de forma apasionada. De ahí que en Tabernarios y eróticos asuma tonos muy cargados. Ese libro culmina la búsqueda de El tigre en la casa, La zorra enferma y Caza mayor. Me ocuparé ahora de Tabernarios y eróticos para tratar de entender su condición de bisagra en el paso a una tercera época en el poeta. La transformación, rápida pero firme, de la voluntad experimental y el ímpetu innovador, pasa por el momento reflexivo y desemboca en un saludable escepticismo, condición desde la cual puede aceptar la veleidad del amor. La condición desnuda y directa de sus libros de los años setenta se transforma al asumir su condición de lenguaje en el tiempo, mismo que, sin embargo, intenta escapar a la temporalidad a través de la forma y así toma conciencia de lo que ese tiempo transcurrido significa. Si el poeta, según Rimbaud, siempre debería tener veinte años, el poema en sí mismo no debería tener edad.
La afición a la ópera nos puede dar una pista. Lizalde tenía plena conciencia histriónica de su voz en la manera en que leía públicamente sus textos. Era «operático» —las comillas en el término responden a la necesidad de entenderlo más allá de su sentido de grandilocuencia—. Digamos que Cada cosa es Babel y Tercera Tenochtitlán tienen esa ambición, mientras que los epigramas y poemas breves, a veces procaces, a veces violentos, de Tabernarios y eróticos son lanzados desde la tribuna sobre el escenario. Frente a la ópera, la opereta, o hasta la zarzuela, ese género tan español. El escenario es también espacio para la ironía en el género bufo. Es esa condición iconoclasta la que convierte sus poemas narrativo-reflexivos en óperas. Tercera Tenochtitlán —como, por otro lado, Anagnórisis, de Tomás Segovia— sería idóneo para ponerlo en escena, para «representarlo», auto sacramental moderno que canta desde el altivo lugar del derrotado, del vencido.
La musicalidad de la ópera es muy distinta de las de otras formas sonoras. Para empezar, parte de la voz: el músico trabaja sobre un libreto. De la misma manera que ocurre con la lírica antigua y con la música pop, la ópera humaniza a la música al encarnarla en personajes. Por eso, también, importa menos su realidad física que su realidad espiritual: la hermosa mujer o el gallardo pretendiente son una particular forma de la realidad física: voces. De ahí su uso del tigre como emblema: el tigre es histriónico en su belleza, lo son todos los felinos (como a Gerardo Deniz, le gustaban los gatos). Las imágenes de las ruinas romanas habitadas por gatos se volvieron arquetipo, y los gatos pueden ser vistos en su orgullo herido como reencarnaciones de los bardos ya olvidados. El poeta habita siempre las ruinas de sí mismo.
Así, ahora que Eduardo Lizalde ha muerto entiendo la literalidad de su poesía: «La madre verdadera de las artes / la única, es la muerte». En ese mismo poema llama a los ángeles «estériles, perfectos y tediosos»: esos que, desde los ámbitos celestes, no escuchan nuestro canto. Los novelistas Rosa Chacel y Gabriel García Márquez imaginaron, cada quien a su manera, una imposibilidad: un ángel viejo, torpe, derrotado. Por eso, a su manera también, Segovia dijo en un poema: «Cumplir años es no ser como un ángel». Todos ellos, todos, saben que no lo son, y sin embargo se dibujan alas y se imaginan en vuelo hacia ninguna parte, sólo por sentir sus alas, por sentir la caída. Los ángeles que caen son luzbeles de feria, diablos de pacotilla, poetas que presumen su caída. Y en ella encuentran su redención, figuras rotas de cerámica en el piso. Esa juventud del poeta se debe a que siempre está recomenzando, como el mar de Valéry.
A lo largo de esta nota de despedida a su persona he ido glosando algunas de las ideas presentes en su lírica. No sabemos si dejó obra inédita, textos en esos baúles mágicos que nos permitan seguir leyéndolo. No importa: su relectura es inagotable, pues también el que relee lo hace por primera vez. Por eso quiero terminar este texto citándolo:
Todo poema
es su propio borrador.
El poema es sólo un gesto,
un gesto que revela lo que no alcanza a expresar.
Los poemas
de perfectísima factura,
los más grandes,
son exclusivamente
un manotazo afortunado.
Todo poema es infinito.
Todo poema es génesis.
Todo poema nuevo
memoriza el futuro.
Todo poema está empezando.