El archivo Lázaro. Una lectura de cuatro relatos documentales mexicanos [Primera parte]

Julián Herbert

(Acapulco, 1971). Uno de sus títulos más recientes es Ahora imagino cosas (Literatura Random House, 2019).

Quiero hacer una lectura contextual y comparada de cuatro relatos documentales mexicanos publicados en años recientes. Los enumero en orden cronológico: La casa del dolor ajeno (Literatura Random House, 2015), de mi autoría; El incendio de la mina El Bordo (Periférica, 2018), de Yuri Herrera; La Compañía (Almadía, 2019), de Verónica Gerber Bicecci; y Autobiografía del algodón (Literatura Random House, 2020), de Cristina Rivera Garza. Me interesa de ellos, además de la manera en que trabajan con el archivo y la retórica, la problematización de cuatro conceptos recurrentes en los discursos políticos/estéticos de principios del siglo XXI: territorio, identidad, propiedad y género. Intento poner estos textos en relación (entre sí y con el contexto de su recepción) a partir de tres nociones: la poética cognitiva; la idea de legitimidad o pertinencia; y la estética formativa: la opinión crítica (heredada de Luigi Pareyson por Umberto Eco)[1] de que el arte es ante todo un proceso fabril; una técnica aplicada a un conjunto de materiales. 

Para integrar este escrito, me valdré de herramientas híbridas (como han hecho por su parte los relatos que abordo): la reseña, la poética autorreferencial, la entrevista, la hermenéutica y la glosa. Asimismo, utilizo conceptos de narratología propuestos por Gerard Genette[2] (focalización, distancia narrativa, etcétera); la intuición (explorada entre muchos otros por Walter Benjamin, Sergei Eisenstein y José Revueltas) de que el registro de la realidad implica una suerte de edición dialéctica por parte del artista; y el concepto fabulación crítica propuesto por la académica Saidiya Hartman para referirse a determinadas estrategias narrativas de los estudios culturales.[3] Finalmente, recurro a conversaciones con mi amigo y compañero de lectura Luis Fernando Bañuelos, estudiante de doctorado en NYU y alumno del seminario Archival Theory through Queer/Colonial/State Archives, impartido por Zeb Tortorici en 2020.

Si utilizo de manera informal un conjunto tan diverso de fuentes y me permito explorar tantas tesis probables sin consolidar ninguna de ellas es porque no me interesa circunscribirme a los límites del discurso académico. Lo que intento es más bien un reportaje de crítica literaria.

Lo argumental

La casa del dolor ajeno se describe a sí misma en el subtítulo como una crónica, declara en su página inicial ser un western, y confiesa en su primer capítulo el empleo de técnicas compositivas provenientes de la novela. El libro narra de manera principal (aunque no exclusiva) la masacre de trescientos tres inmigrantes cantoneses avecindados en Torreón, Coahuila: un hecho sucedido entre el 13 y el 15 de mayo de 1911, durante la primera toma militar de la plaza por parte de los ejércitos de la Revolución mexicana al mando de Emilio Madero, y con la participación de los habitantes de la ciudad sitiada. En torno de este evento, La casa… incorpora historias adyacentes (la fundación de Torreón, la diáspora china, el auge del cultivo del algodón en el noreste de México merced al trazo ferroviario, la conformación paulatina de las tropas revolucionarias, la política exterior del país durante y después del conflicto) que intentan contextualizar un momento de violencia dentro de un marco más amplio de producción de capital y de discursos.

El incendio de la mina El Bordo es descrita por su autor como una «narrativa histórica». Como su título establece, relata un incendio registrado el 10 de marzo de 1920 al interior de la mina El Bordo, en Pachuca, Hidalgo. A partir de declaraciones judiciales, fotografías, notas de prensa e informes de peritos, Herrera recrea este evento poniendo énfasis en los (al menos) ochenta y siete decesos que ocasionó; enumera los múltiples indicios de que el siniestro pudo ser causado por negligencia de parte de empresarios y autoridades; y, sobre todo, rastrea las estrategias de silenciamiento histórico a las que fueron sometidos los familiares de las víctimas y los mineros sobrevivientes.

La Compañía es un relato documental transdisciplinario dividido en dos secciones. La parte «a» es descrita en la cuarta de forros del volumen como una fotonovela. Incluye una serie de fotografías en blanco y negro y alto contraste tomadas en el poblado San Felipe de Nuevo Mercurio, Zacatecas; fotografías de estudio de piedras encontradas en las minas de dicha comunidad; y fotografías de archivo de tambos contenedores de desechos tóxicos ubicados en este mismo lugar. Las imágenes han sido intervenidas con fragmentos pictográficos de La máquina estética (1975), de Manuel Felguérez, y subtituladas con una reescritura del cuento «El huésped», de Amparo Dávila, donde, además de sustituir algunos sustantivos («el huésped», «Guadalupe», «marido») por otros («La Compañía», «máquina»), Gerber cambió el tiempo verbal de pasado a futuro y la voz narrativa de primera a segunda persona. La parte «b» del libro alberga una crónica polifónica y bilingüe (inglés y español) que da cuenta del modo en que fueron explotadas las minas de cinabrio de San Felipe de Nuevo Mercurio, para posteriormente ser convertidas en albergue de desechos tóxicos transportados a México desde Estados Unidos. Los pasajes de la crónica han sido confeccionados con fragmentos de documentos oficiales, grabaciones, textos históricos, y también con algunos materiales extraídos de internet.

Autobiografía del algodón es descrito en su cuarta de forros como una novela. Su número isbn y código de barras la catalogan como «Biografía y autobiografía / Literaria». El relato, escrito en una variedad tonal que va desde el costumbrismo decimonónico hasta la digresión derridiana, pasando por la crónica, la novela moderna, el road trip, el ensayo literario y la microhistoria, toma como punto de partida la posibilidad factual de un encuentro ficticio, durante la huelga de jornaleros de 1934 en Estación Camarón, entre José María Rivera, abuelo de quien cuenta la historia, y José Revueltas, joven activista y futuro autor de la novela El luto humano. A partir de esta premisa, Rivera Garza reconstruye e imagina una historia genealógica, reflexiona acerca de la migración y la familia, revisita temas literarios revueltianos como la muerte niña o las huellas —geológicas, cósmicas— que habitan el paisaje, y traza la ruta que su avatar literario de primera persona recorre en automóvil; el territorio físico y simbólico de una frontera de guerra que continúa activa y cuya historia se remonta más de quinientos años atrás: el desierto chichimeca.

El fotograma inicial: legitimidad y territorio

«Es fácil entender cómo llegaron Cristina, Yuri y tú a la historia que cuentan. El proceso de Verónica me parece menos claro, más revelador». Eso observó mi compañero de lectura Luis Fernando Bañuelos en una de nuestras charlas. Dicho en un soplo: Cristina Rivera Garza nació en Tamaulipas y vive en Texas, y su novela inicia con un fallido proyecto agropecuario desarrollado en los años treinta en la frontera entre México y Estados Unidos; la historia narrada por Yuri Herrera sucede en Pachuca, ciudad de la que el autor se asume originario 
—aunque su semblanza biográfica lo declara nacido en Actopan—; yo soy coahuilense por adopción: vivo desde la adolescencia en Saltillo, ciudad hermana-enemiga de la comarca lagunera donde ocurrió la masacre de chinos de 1911. El caso de Verónica Gerber es distinto, al menos en apariencia: como explicaré más adelante, su contacto con el territorio zacatecano proviene de una invitación a participar en una bienal.

No voy a obviar la tentación chovinista de adjudicar al territorio —en el sentido tradicional de lo que designa esa palabra— una importancia cardinal en los primeros tres relatos que me ocupan. Cuando le pregunté a Yuri Herrera cómo había llegado por primera vez a su historia, respondió: 

«Las minas organizan la ciudad vieja, el lenguaje de los mineros está inscrito en el lenguaje de los pachuqueños, los alimentos de los mineros, o una versión de ellos, son los alimentos típicos de la ciudad. Además de eso, en mi casa había frecuentemente gente que trabajaba o había trabajado en las minas, y mi mamá colaboró por años con Liberación Minera, el ala disidente de la Sección 1 del Sindicato de Mineros. […] Los recuerdos más lejanos de la historia del incendio de El Bordo me vienen de mi hermano Tonatiuh, probablemente cuando ambos éramos adolescentes, y desde entonces me quedó dando vueltas en la cabeza».

Como narré en las páginas iniciales de La casa del dolor ajeno, mi primer acercamiento a la historia de la masacre torreonense sucedió de manera similar: durante la adolescencia, a través de la voz de un amigo del barrio. Sin embargo, creo que los elementos decisivos para que yo contara esa historia tienen que ver, más que con la cercanía territorial, con tres momentos de lenguaje. El primero: me pregunté por qué, contra el más elemental sentido de la cronología, prosperó la especie de que había sido Pancho Villa quien mandó asesinar a la comunidad cantonesa. La respuesta es simple: rara vez la razón o la evidencia han sido rivales solventes frente a los sobrenaturales poderes del chisme y la voz popular. El segundo momento de lenguaje, subsidiario del primero, es mi convicción de que existe tal cosa como la gran novela del taxi: un relato secreto y más o menos ficticio, pero también enciclopédico, de todo lo que es y ha sido una ciudad; una historia cuyos legisladores embozados son taxistas, prostitutas, afanadoras, mensajeros, enfermeras: personas que viven en tránsito, anónimas, a deshoras. El tercer momento de lenguaje tiene que ver con lo que llamo el fotograma inicial: un fragmento de realidad (puede ser una imagen, un rumor, una combinación de fonemas) insuficiente para revelar toda la historia, pero lo bastante poderoso como para convertirlo a uno en detective y excavador de premisas. En mi caso, ese lugar lo ocupa el intento de linchamiento del doctor J. Wong Lim en la plaza principal de Torreón: una turba intenta sacar a golpes de un automóvil a un hombre de rasgos asiáticos que porta en el antebrazo un distintivo de la Cruz Roja, hasta que la providencial llegada de otro individuo a caballo salva al cirujano de la muerte. Me parece una escena de western y melodrama-transcultural-sublime: una épica psicológica donde el jinete (el pacto evolutivo entre el humano y otra especie) rescata al hombre de ciencia del desastre primordial (la turba) que ha despertado su visión de futuro (el automóvil).

La premisa de Yuri Herrera, formulada con poética sencillez en la segunda página de su relato, es ésta: «El silencio no es la ausencia de historia, es una historia oculta bajo una forma que es necesario revelar».[4] Una de las emulsiones que el autor utiliza para revelar este silencio es un kiosco inaugurado unos meses después del incendio de El Bordo y situado en el Parque Hidalgo de Pachuca. La placa conmemorativa que acompaña la edificación dice: obsequio-de-la-colonia-americana-al-gobierno-del-estado. septiembre-16-de-1920. La hermenéutica con la que Herrera interroga al silencio me resulta extrañamente afín a los códigos dramáticos de Samuel Beckett (una lectura personal a la que volveré más adelante en este ensayo), por eso no me sorprende que coloque un kiosco —un escenario— en el centro de su extrañeza ante el lenguaje. Un kiosco cuya apariencia esconde un pliegue enigmático: la evidencia del mudo soborno cultural que una trasnacional pagó a las autoridades locales por haberse hecho cargo de invisibilizar un evento de negligencia criminal. 

Cuando lo interrogué acerca de cómo llegó a esta lectura del acervo arquitectónico, Yuri me dijo: 

«No había reparado en el significado de ese kiosco, aunque hubiera estado en él múltiples veces. Uno va al kiosco, no a mirar la placa. Le puse atención hasta que, al estar haciendo la investigación para la tesis,[5] me puse a recorrer la ruta por donde tendría que haber pasado el cortejo fúnebre [de los ochenta y siete mineros atrapados en la mina] que no fue autorizado, y puse atención a los monumentos del parque, que son una forma de establecer la memoria histórica».

En el caso de Cristina Rivera Garza, me parece evidente desde el título un pliegue corporal, existencial y genealógico en la elección de su relato. La interrogué al respecto, y esto fue lo que escribió:

«Si me permites, la respuesta más humilde: influyó, muy al inicio, que mis padres están envejeciendo y mi hijo está dejando la adolescencia atrás para convertirse en un adulto en un país que nos ha expulsado y bienvenido a lo largo de muchas generaciones. […] El nomadismo, la migración y mi adicción a la frontera han sido parte sustancial de mi trabajo hasta ahora, pero nunca de una manera tan denotativa-¿traumática? […] Mi creciente interés por las relaciones entre cuerpo y territorio, dentro de o como parte de un contexto hecho de conexiones inter-especie fuera de un foco antropocéntrico, me ha llevado a trabajar de formas más cercanas con la no ficción. Pero, dentro de la no ficción, me interesa apartarme de nociones también convencionales de memoria o autobiografía, e incluso autoficción, para llegar a una especie de heterografía (así se iba a llamar este libro, pero el terminajo era, lo decían bien los editores, muy obtuso)».

Es en este marco —un territorio signado no tanto por la pertenencia geográfica sino por la pertinencia cognitiva: la habilidad de los autores para construir analogías y metáforas— donde quiero situar La Compañía, de Verónica Gerber Bicecci. 

En una charla sostenida en redes sociales con Alexandra Saavedra,[6] Gerber explicó que su interés inicial en Nuevo Mercurio surgió de una invitación, por parte de Daniel Garza Usabiaga y Willy Kautz, a la Bienal femsa celebrada en Zacatecas entre octubre de 2018 y febrero de 2019. En esa misma charla, Verónica pone en relación La Compañía con otras dos de sus obras: Otro día… (poemas sintéticos) (Almadía, 2019) —reescritura del clásico libro de haikus de Tablada— y La máquina distópica, instalación y página webdesarrollada a partir de La máquina estética de Manuel Felguérez. Sería un poco largo detallar cada aspecto de estas obras (y éste es uno de los pocos reproches que me atrevería a hacer al trabajo de Gerber Bicecci: más que conceptuales, algunos de sus procesos me resultan en ocasiones manieristas). Sin embargo, puedo enumerar lo que me parece más relevante para el enfoque de mi ensayo. Primero: se trata de obras que parten de una lectura crítica del paisaje romantizado, feminizado por la voz masculina del poeta occidental. Segundo: enfatizan la cultura extractivista y pretenden (o así lo plantea Alicia Sandoval en una reseña) «reflexionar acerca de la crisis ecológica a la que indiscutiblemente hemos llegado».[7] Tercero: en el caso de La Compañía, los procesos de investigación y confección han sido casi simultáneos, pues la autora declara en su charla que originalmente pensó trabajar con el agua contaminada (al tratarse de un proyecto financiado por una embotelladora de refrescos), pero en algún punto encontró un documento que hablaba del caso olvidado de Nuevo Mercurio: lo que yo llamo el fotograma inicial. Cuarto: tanto La Compañía como Otro día… (poemas sintéticos) son libros-registro, documentaciones de proceso: parten de un producto previo, que en ambos casos fue una exposición en una galería o museo. Verónica señala (en su charla con Saavedra): «Pensé que iba tener que hacer el libro cuando me di cuenta de que había un montón de información que no iba a poder meter en la expo». Quinto: en ambos productos, la autora trabajó mediante procesos transtextuales muy específicos: sendas reescrituras de Tablada y Amparo Dávila, así como la incorporación de pictogramas realizados por Manuel Felguérez (en La Compañía). Sin embargo, Verónica Gerber prefiere no emplear para describir su método la palabra apropiación, por considerarla heredera de la propia cultura extractivista a la que cuestiona. En nuestro intercambio epistolar, habló de «costuras y remiendos» para describir el proceso. Y en otro momento de este ensayo recurre a la (a mi juicio muy afortunada) metáfora formativa de «compostaje».

Hay otras metáforas que me vienen a la mente al poner en relación estos cuatro relatos: la minería (central para las piezas de Yuri y Verónica y lateral en el caso de Cristina) o el auge algodonero (central para las historias que narramos Cristina y yo) y su relación con la ingeniería civil: presas, ferrocarriles. Tampoco me parece del todo arbitrario que, para hablar de propiedad y explotación en crisis, los cuatro hayamos elegido un mismo ecosistema (el Desierto Chihuahuense, que se extiende desde el sur de Estados Unidos hasta el norte del estado de Hidalgo) y un mismo período histórico: el proceso modernizador del primer tercio del siglo xx en México. Sin embargo, me interesa insistir en que la legitimidad de estos textos no depende tanto del territorio o la postura política como de la identidad cognitiva: la preocupación estética: la formulación de una retórica que se pretende subversiva. Esto me parece aplicable tanto a la politización del territorio geográfico como a los discursos de género, las preocupaciones raciales o cualquier otro avatar de eso que José Revueltas llamó «Los Monstruos del Bien». La literatura no depende tanto de sus reivindicaciones sociológicas como del poder de sus metáforas. Cristina Rivera Garza lo dice mejor que yo:

«Uno quisiera creer que goza de más control del que tiene. Contrario al mantra que aconseja a escritores escribir de lo que saben, yo suelo escribir de lo que no sé. Escribir no es mi manera de despejar un enigma, sino de protegerlo (Eduardo Gruner dixit). Para escribir se necesita tener una gran tolerancia por lo incierto. No es fácil encontrarse inerme frente a materiales que se empeñan en volver todo muy complicado. Si uno se acerca lo suficiente, los materiales siempre complican las cosas. Y supongo que eso es escribir —no encontrar un camino sino construir un pasaje e invocar una suerte de acompañamiento durante el proceso».

Identidad cognitiva

Lo que llamo identidad cognitiva es el lugar donde se sitúa la conciencia autoral respecto de dos fenómenos narratológicos: la elección del punto de vista y el grado de detalle que se elige para hacer la representación verbal de una realidad perceptible; la focalización y la distancia narrativa. Se trata de fenómenos muy complejos, y en ello radica, a mi juicio, parte de la pobreza que exhibe la crítica literaria contemporánea: los simplifica. El punto de vista no se limita a la elección entre narrar en primera o tercera persona, sino que incluye distintos niveles de intimidad, desapego, extrañeza, incluso antipatía respecto de la materia que se narra. La distancia narrativa no se limita a la mimesis o la diégesis (que, por otra parte, casi nunca aparecen en estado puro en un relato: son graduales); incluye también aspectos de edición temporal: frecuencia, prolepsis, analepsis, digresión, elipsis… Por no hablar del archivo (fundamental para construir relatos como estos que me ocupan), el architexto, la memoria retórica, la teoría de los géneros. Se trata de un proceso estético y político, pero sobre todo neurobiológico, que ha sido problematizado de manera constante por la literatura al menos desde el siglo xix —si no es que desde siempre—. En el presente, la discusión acerca de la identidad —en un sentido psicológico y sociológico— ha cobrado especial importancia. Me parece ingenuo, sin embargo, abordar ese sentimiento de la realidad desde la literatura aplicando una perspectiva gremial o militante o académica y no hacerlo, en cambio, problematizando la identidad cognitiva, las elecciones materiales y las relaciones con el acervo cultural de las personas que escriben. 

Intentaré abordar con brevedad y cierto orden la presencia de esta dinámica en los relatos documentales que me ocupan.

El punto de vista

Yuri Herrera narra El incendio de la mina El Bordo en primera persona, pero con un nivel de encarnación muy débil: según mi lectura, sólo asoma con claridad en la segunda y en la última página de su relato. El resto del tiempo, la voz subyace embozada en las ironías y repeticiones de palabras con las que parece poner en itálicas el servilismo de la prensa y los funcionarios públicos frente a la empresa propietaria de la mina. Es una voz transtextual y al mismo tiempo fársica: hay en ella una suerte de oxímoron teatral que le permite evidenciarse en la medida en que no está.

«Para mí ésta era una exigencia de la historia misma», me explica Yuri por e-mail. «Es ingenuo pretender que logré extraerme por completo del texto, eso es imposible […]; no hay una pretensión de objetividad, sino de asumir que mi subjetividad, en tanto pachuqueño, en tanto persona que ha sabido de esta historia como parte de mi relación con la ciudad, con los poderes de la ciudad, con los trabajadores de la ciudad, es también una forma legítima de conocimiento».

(Dicho al paso, algo que observamos mi compañero de lectura Luis Fernando Bañuelos y yo es que muchos autores y autoras contemporáneos parecen estar libres de la bloomiana angustia de las influencias, pero padecen una pronunciada angustia de las legitimidades).

«Intenté utilizar un lenguaje seco», continúa Yuri, «consciente de que los hechos, liberados del sesgo legaloide, serían suficientes para comunicar la brutalidad de lo que sucedió. […] De lo que se trataba era de confrontar al discurso del poder (el poder legal, el poder mediático) con sus propias reglas; de analizar cómo, a partir de su propia retórica, podía demostrarse que estaban construyendo una mentira. Éste fue un procedimiento muy importante para mí porque implicaba simplemente dejar que los propios discursos del expediente judicial y de los medios mostraran cómo se estaba construyendo la impunidad».

La forma fragmentaria en la que está dispuesta la sección «b» de La Compañía incorpora no sólo múltiples voces, sino diversos niveles de intimidad o distancia con la materia del relato, incluso en lo idiomático, lo que da riqueza y plasticidad al tono. «Originalmente, quería escribir una crónica en primera persona», dice la autora, «pero cuando intenté hacerlo me pareció que ese camino no era el que conviviría mejor con la parte “a”. La estrategia tenía que aproximarse de un modo parecido, así que decidí escuchar al archivo y proponer recortes y costuras en los documentos que encontré en mi investigación».

La voz narrativa de la parte «a» de La Compañía es provocadora a nivel iconográfico y simbólico, aunque también genera, a mi juicio, un curioso loop de lectura. Y es que, ya de por sí, el cuento «El huésped», de Amparo Dávila, comparte cierto espacio de la imaginación (un escenario cerrado y la intromisión ambigua de una entidad amenazante en el ámbito cotidiano) con al menos dos historias escritas por Carlos Fuentes: «Chac Mool» y Aura. Al transformar la primera persona en segunda, y trasladar el tiempo narrativo a futuro, Verónica Gerber inserta en el relato de Dávila los mismos componentes gramaticales que utiliza Fuentes en el segundo de sus textos. Esto es lo que me respondió Verónica cuando la interrogué al respecto: 

«No, no lo había notado. Carlos Fuentes no está, digamos, en las referencias y genealogías que me llevaron a realizar este proyecto. Discrepo un poco de la idea de que, por usar la segunda persona, ya estoy dialogando automáticamente con Carlos Fuentes. Me parece que la segunda persona es un registro que también puede asociarse a la ciencia ficción, por ejemplo. O con una voz oracular, de ahí también que revisar la pieza que te menciono arriba [La máquina distópica][8] me parezca pertinente».

Me resulta llamativa la mención de lo oracular: la razón por la que Fuentes utiliza la primera persona potenciada (una segunda persona que se habla a sí misma) y la conjugación en futuro es porque la voz que narra Aura es la del difunto general Llorente, de quien el protagonista masculino (Felipe Montero) es la reencarnación. Por supuesto, no creo que el diálogo con la obra de Carlos Fuentes sea un resultado «automático»: sólo digo que el texto de Dávila, transformado por Gerber y visto desde una perspectiva autónoma y comparatista, admite esa lectura. Y la admite no sólo a nivel conceptual: a nivel puramente gramatical y argumental, que me parece el más cercano a cualquier lector promedio. Éste es uno de los aspectos que me interesa señalar de la identidad cognitiva: su manera de trasmitir significado escapa al control de las intenciones autorales, tiene también un punto ciego, y una de las funciones de la crítica literaria es encontrar ese gap.

Lo que intenté hacer en La casa del dolor ajeno fue entrelazar la voz en primera persona del periodismo gonzo con el nivel narrativo encarnado de la novela de detectives. A diferencia de Yuri Herrera, quien procura extraer el yo de su relato, a mí me interesaba construir y evidenciar ese doble escenario: las relaciones cardinales entre la violencia del pasado y la violencia del presente. Por eso parto de una tesis semejante a la de Yuri (desmontar los instrumentos jurídicos de una «verdad histórica» que se construyó con el objetivo evidente de preservar la impunidad de los asesinos) y la confronto no sólo con el archivo escrito: también con la indagación de campo y la inestabilidad formal propias del reportaje. Éste es, quizá, un aspecto técnico en el que difiere mi libro de los otros tres que comento: su retórica está menos vinculada a la academia, la memoria familiar o las artes, y es más cercana al periodismo. No está en mis facultades señalar hasta qué punto haya logrado lo que pretendía: yo también tengo un necesario punto ciego que tendrá que ser hallado (o no) por otros críticos. Me limito a describir las herramientas, no su efectividad.

Coincido con Cristina Rivera Garza: «heterografía» no es una palabra bonita, pero creo que trasmite muy bien el sentido de la identidad cognitiva que la autora cultiva en su relato. La elección del punto de vista de Autobiografía del algodón me parece uno de sus mayores aciertos formales (a pesar de que facilita una cierta distensión dialéctica del relato a la que volveré un poco más tarde): una primera persona antes testimonial que autorreferencial que, casi sin transición, puede volverse encarnada y hasta omnisciente (por ejemplo: describe con precisión los nombres de las plantas que va viendo un jinete poco familiarizado con la flora local) cuando penetra la conciencia de sus personajes situados en el tiempo histórico. Creo que se trata de una formulación del punto de vista menos rígida que las elegidas por Herrera, por Gerber o por mí, y al mismo tiempo (y no sin cierta paradoja) es más tradicional: me recuerda el inicio cuasi ensayístico de La insoportable levedad del ser o la forma autobiográfica de escribir biografías que practicaron Stefan Zweig con Magallanes y Millicent Dillon con Jane Bowles. Se trata, insisto, de una formulación menos preocupada por el control (autoral o procesual) y la tesis, y más interesada en explorar qué cosas son el «adentro» y el «afuera» de una conciencia narrativa. Cristina lo refiere así: 

«Me canso de leer una tras otra esas formas de biografía poco veladas (¿poco no-veladas?) que pasan por ser novelas, casi todas ellas concentradas en las experiencias, otra vez, de las clases medias urbanas y sus mundos así llamados interiores. Trabajar de cerca con comunidades analfabetas, por ejemplo, obliga a adoptar perspectivas que no parten de una noción de yo interior (el que emite lenguaje escrito porque domina el lenguaje escrito), obligándonos a recurrir al registro institucional, aunque incompleto siempre, del archivo que nos engarza con ese gran afuera que es el Estado. En todo caso, el trayecto nos invita a entender que ese adentro y ese afuera son menos claros de lo que parece, y mirarnos desde afuera es una lucha que hay que dar».

Al menos en uno de sus puntos («adoptar perspectivas que no parten de una noción de yo interior»), esta descripción me parece aplicable a los trabajos de Yuri Herrera y Verónica Gerber Bicecci.

Distancia narrativa y edición dialéctica

La mimesis (la representación verbal, sonora o visual de la realidad perceptible) es un amplio campo de los estudios literarios, y su influencia abarca desde la poética aristotélica hasta los estudios marxistas o la escritura digital. En su ensayo clásico «La cicatriz de Ulises»,[9] Erich Auerbach plantea con claridad esquemática, por ejemplo, la diferencia entre la distensión narrativa que hay en el detallismo de la tradición grecolatina y, en contrapartida, la severa ausencia de escenario —la preponderancia de la diégesis— en los textos bíblicos. Entre estos dos extremos se desarrolla, de manera gradual, lo que llamo distancia narrativa: una técnica formativa que posee valores culturales y cognitivos, pero también políticos. José Revueltas llamó realismo dialéctico a la capacidad de los artistas para organizar el flujo de la realidad en estructuras discernibles desde un punto de vista no sólo racional, sino también social y simbólico. Intentaré hacer una breve reseña (a múltiples voces) de la distancia narrativa que emplean los relatos que me ocupan aquí. Empezando por las fotos.

Cuando entrevisté a Verónica Gerber, mencioné —y ahora pienso que me equivoqué— la condición «descontextualizada» de las imágenes que integran su fotonovela intervenida. La autora me hizo ver que el proceso compositivo es más elaborado que una mera falta de contexto:

«Yo diría que las fotografías están en un estado ominoso. Me interesaba colocar al lector en México y al mismo tiempo en otro planeta, dado que el nombre del lugar donde se encuentran las minas [Nuevo Mercurio] lo sugiere. […] Llevo algún tiempo construyendo ideas respecto a la escritura del compostaje y creo que ahí, en la composta, es donde se vinculan todos esos elementos. Por otro lado, intento dejar las nociones nominalistas y categóricas sobre el archivo y los documentos afuera del estudio cuando trabajo con los materiales que tengo frente a mí. Accionar la escucha con los materiales y dejar la multiplicidad de voces del archivo es un intento por no iconizar la historia de Nuevo Mercurio, pero, al mismo tiempo, un intento por contar esa historia».

En el caso de Autobiografía del algodón, hay una serie de cinco imágenes a color que aparecen a la mitad del libro y que, aunque son descritas en uno de los pasajes, no guardan relación subordinada con el relato en prosa. Rivera Garza lo explica así: 

«No me interesa la incorporación del material visual como ilustración del material escrito. Creo que su lugar es mucho más dinámico —una traducción, si lo quieres ver así—. En este caso, las imágenes son resultado de la colaboración: Vega Sánchez Aparicio, una académica de Salamanca, rescató la letra manuscrita de Revueltas de algún documento que compartí con ella, hizo lo mismo con imágenes de Estación Camarón y screenshotsde Google. Luego me pidió que sostuviera eso frente a una cámara para que quedara una huella también de mi corporalidad. Todos esto lo hicimos a través del Atlántico, viajando por las pantallas. La última imagen es un experimento con el risógrafo y el algodón: coloqué un capullo sobre la platina del risógrafo, puse tinta dorada y luego tinta negra en los tambores, e hice varios intentos. Me quedé con las imágenes en que el algodón parece el mapa casi circular de una ciudad —como eran las ciudades del algodón en ese entonces, por cierto».

Tanto en La casa del dolor ajeno como en El incendio de la mina El Bordo aparecen fotografías históricas. No se les muestra impresas, sino a modo de écfrasis: representaciones verbales de una representación visual. En mi caso, me interesaba dar a esa técnica un cariz doblemente político: contradecir la especie conformista de que «una imagen dice más que mil palabras», y recalcar el hecho de que la fotografía histórica ha sido manipulada —mediante alteraciones verbales del contexto, subtítulos, poses, cambios de fechas, descripciones llenas de adjetivos abstractos— para glorificar la Revolución mexicana.

Cuando le pregunté a Yuri Herrera si pensaba algo parecido, respondió: 

«Pensé en incluir las imágenes que están en el expediente, no porque fueran autoexplicativas sino porque es uno de los restos 
de la tragedia y como tal podía ser una de esas piezas que confrontara los límites de mi propio relato, podía ser un elemento extra para que los lectores lean esa otra parte de la verdad del texto, es decir, mi subjetividad al trabajar con las fuentes. Y porque mi intención es que ésta no fuera una versión clausurada de la historia; pero tampoco quería que fuera una especie de muleta para legitimar el texto. De cualquier manera, las fotografías, rescatadas por el fotógrafo Heladio Vera, pueden consultarse en los sitios de las editoriales que han publicado el libro».

En el caso de La Compañía, hay un momento evidente y material en el que la distancia narrativa cobra un sentido dialéctico, y es la aparición del bilingüismo en el relato «b».

«Los textos en inglés están en inglés», dice Verónica Gerber, «porque es el idioma original de ese documento, y me parece que eso dice mucho de la relación con Estados Unidos en esta historia […]: son una visión desde el imperio».

Lo mismo puede decirse de la selección y edición de los fragmentos, donde (como sucede también en el caso de Yuri) aparece por momentos una suerte de sorna documental confeccionada (para ahondar en la metáfora costurera propuesta por Gerber). Un detalle que me hizo notar Luis Fernando Bañuelos es que en La Compañía aparece un mapa de Zacatecas donde están marcados los meteoritos que afectaron geológicamente a la entidad, provocando la existencia de las minas de cinabrio. En la representación, pareciera que los impactos cósmicos hubieran respetado un cierto orden formal, lo que pone de manifiesto la voluntad cognitiva de construir patrones que comporta todo tipo de discurso. Y —como observa lúcidamente la propia Verónica Gerber al revelar la devastación geológica de Nuevo Mercurio— no hay discurso que sea políticamente neutro; ni siquiera el rastreo de meteoritos.

Autobiografía del algodón consta de siete capítulos que son, sobre todo en lo que atañe a su edición dialéctica, el escenario de una gozosa (y de vez en cuando fatigosa) desmesura. No conforme con combinar lo histórico y lo imaginario, la memoria familiar y la vox populi, el archivo histórico y los papeles privados, Rivera Garza se detiene a explorar poéticamente la etimología, a la manera de Anne Carson; debraya (en particular en su segundo capítulo, mi menos favorito) al estilo del posmodernismo francés; o cuenta, con una nitidez que recuerda la mejor prosa de Sandra Cisneros, la memoria de comerse una sandía.

«La potencia de la experiencia fronteriza», dice Cristina —habla de territorio, pero también de estilística—, «radica en la capacidad de producir prácticas capaces de cruzarla. El poder impide; la frontera, permite. Ahí donde se erige un muro, la frontera es pura fuga. Eso se puede llevar a cabo desde los aspectos formales de la escritura (el cross-genre), hasta la investigación (la interdisciplina o la transdisciplina), pasando, por supuesto, por poner el cuerpo ahí en el territorio. Bueno, todo eso es fundamental. Y traer siempre pesos y quarters en el monedero».

Del vasto repertorio de distancia narrativa empleado por la autora, prefiero (no por nostalgia o conservadurismo, más bien porque la forma fugada del contexto lo re-dimensiona) el más tradicional: aquel que dialoga de manera evidente con la prosa de Revueltas. En particular, los conmovedores pasajes que hablan de la muerte de los niños o del sufrimiento infantil en general; hay ahí, me parece, una lectura architextual del episodio de la muerte de Bandera, la hija de Fidel y Julia en Los días terrenales. También a ese registro pertenecen los fragmentos donde el paisaje parece fundirse con la percepción de los personajes; por ejemplo, cuando José María baja al interior de una mina.

«A Revueltas», dice Rivera Garza, «se le ha leído (a veces bien) ya demasiado en una clave ideológica. Aquí me interesaba mucho rescatar al Revueltas geológico —ese autor interesado por igual en los dramas humanos y los dramas [del territorio]—. Creo que, como pocos, Revueltas entendió muy bien que no hay dramas humanos per se, sino que toda historia que valga la pena se produce en esa red inextricable que enlaza lo humano y lo no humano. Siempre fue, quiero decir, un escritor materialista en el sentido más radical, e incluso más contemporáneo, del término».

En El incendio de la mina El Bordo hay tres pasajes que me tomaron por sorpresa, y que considero un giro —un tropo— fundamental para internalizar el sentido dialéctico de la historia. 

Primero: en el capítulo «El informe pericial», el perito Aurelio García exculpa por completo del incendio a la Compañía, pero se permite hacer una crítica («y esta breve crítica tangencial», anticipa Herrera, «me ha ocupado sin poder discernir por completo lo que significa») al estado en que se encuentra «un polvorín que la Compañía tiene en otra parte de la ciudad, cerca de la Hacienda del Cuesco», y que «no cumple con las condiciones del Reglamento, pues los explosivos no están separados adecuadamente de las vías públicas» ni cuenta con los medios para apagar un posible incendio».[10] Aquí la voz del narrador se aleja de lo irónico, invistiéndose con los poderes del detective.

Segundo: en el capítulo «La fosa», la voz da cuenta de una realidad alterna: describe la fotografía de un cortejo de automóviles que, según información escrita a mano en el dorso de la imagen, registra el día en que los mineros de El Bordo fueron sepultados. Sin embargo, y hasta donde se sabe, dicho cortejo fúnebre nunca sucedió. Aclara el narrador: 

pienso que es más probable que alguien haya atribuido esa fotografía al episodio pensando que era lo que la decencia hubiera indicado: tratar a los muertos como personas que merecen ser despedidas por su gente, y no como desechos que deben ser escondidos lo más pronto posible.[11]

Y tercero: en ese mismo capítulo, hacia el final, Yuri Herrera cita las palabras del magistrado Emilio Cruz, quien para referirse al incendio habla de «eventos pasados» y de «la falta de castigo de los culpables». No se trata, sin embargo, añade Herrera, de una verdadera búsqueda de justicia: «es más bien el momento de la anagnórisis, en que un personaje reconoce a otro, enuncia su historia y sus intenciones y declara que ve todo».[12]

Me parece que estos tres pasajes, junto con la reflexión acerca del kiosco del Parque Hidalgo (de la que he hablado antes), subvierten y al mismo tiempo complementan la técnica general de ironía con la que el texto opera. Le conté mi inquietud a Yuri Herrera y le pregunté si se trataba de algo calculado.

«Es deliberado», respondió. «No diría que calculado porque no estoy seguro de todos sus efectos. Es, digamos, una manera de subrayar la imposibilidad de tener bajo control esta historia, la imposibilidad de la objetividad a la hora de contarla y la decisión de hacer un paréntesis, como una especie de aparte, para hacer de manera explícita las únicas especulaciones que hay en el libro, no como información extra, sino a partir de un conocimiento de cómo funciona el poder y cómo se cuenta la historia».

Encuentro una trama oculta (consciente o inconsciente) en algunas palabras clave del proceso que envuelve la (permítaseme el exceso) puesta en escena de El incendio de la mina El Bordo. Esas palabras son: cortejoanagnórisiskiosco y aparte. En última instancia, un cortejo es una representación: una suerte de anti-carnaval. Un kiosco es un escenario. La anagnórisis, el instante de revelación, es condición fundamental del código dramático. Y, cuando Yuri me dice que en su discurso practica «una especie de aparte», no puedo sino pensar en el extraño modo en que subyace, como río subterráneo, la retórica teatral dentro de buena parte de su narrativa histórica. Al tratarse de un discurso signado por el silencio, no deja de parecerme, también, una elaboración documental de cepa beckettiana.


[1] Umberto Eco, «La estética de la formatividad y el concepto de interpretación», en ¿Qué es el arte?, Roca, México, 1991, pp. 13-34.

[2] Cfr. Gerard Genette, Figuras III, Lumen, Barcelona, 1989.

[3] Saidiya Hartman, «Venus en dos actos», Hemisferic Institute (publicación electrónica): https://hemisphericinstitute.org/en/emisferica-91/9-1-essays/venus-en-dos-actos.html (Consulta: noviembre de 2020. La referencia al texto original en inglés es: Saidiya Hartman, «Venus in Two Acts», en Small Axe, vol. 12, núm. 2, 2008, pp. 1-14).

[4] Yuri Herrera, El incendio de la mina El Bordo, Periférica, Cáceres, 2018. p. 10.

[5] «Este libro está basado en la investigación que realicé para obtener el grado de Doctor en Lengua y Literatura Hispana por la Universidad de California en Berkeley. […] Aunque he utilizado información recabada para ese proyecto, e inclusive algunos párrafos de ese texto, se trata de dos proyectos diferentes […]». Ibid., p. 112.

[6] La charla puede verse en esta página de Facebook: https://www.facebook.com/catedracarlosfuentesliteraturahispanoamericanaunam/videos/3092194884341472/ (Consulta: noviembre de 2020).

[7] Alicia Sandoval, «El arte, la naturaleza y su punto de unión», Revista de la Universidad de México, México, enero de 2020, pp. 148-151. (En línea: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/41faf2f1-e164-407d-9730-6a8d4986ded7/otro-dia-(poemas-sinteticos)-y-la-compania-de-veronica-gerber-bicecci. Consulta: noviembre de 2020).

[8] http://lamaquinadistopica.xyz/  

[9] Erich Auerbach, Mimesis, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, pp. 9-30.

[10] Yuri Herrera, op. cit., pp. 81-82.

[11] Ibid., pp. 89-90.

[12] Ibid., p. 94.

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