Ser muxe está de moda

Carlos Rodríguez

Ciudad de México, 1984. Actualmente trabaja en la traducción de una obra de la cineasta Chantal Akerman, como parte de una residencia en Seneffe, Bélgica.

A unos pasos de la casa de Serge Gainsbourg en la Rue de Verneuil, en el séptimo distrito de París, una pequeña vitrina llama la atención. «Un muxe à Paris», se lee en letras rojas en una de las ventanas; debajo de la frase, la fotografía de una persona —¿es un hombre o una mujer? — con un vestido ampón de plumas amarillas que despuntan en el escote y se desbordan hasta alfombrar el piso; de fondo, una poética cortina azul que, como en un acto de magia, enmarca y encubre. Del otro lado, en el otro escaparate, el nombre del fotógrafo: Nelson Morales. Se trata de la primera exposición de la galería Lodo, fundada por la italo-mexicana Loredana Dall’Amico, que durante septiembre exhibió la obra de Morales, quien nació en Unión Hidalgo, población que forma parte del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca. Ya desde el escaparate se intuye algo particular y estimulante en una ciudad que es toda gris y verde con sus edificios haussmanianos y hermosos jardines y parques. Resuenan las palabras de una mexicana que fruta no vendía sino gallardía: «Esto es una fiesta mexicana, esto es un éxito mexicano. ¿Y cómo quieren que me sienta? Porque china no soy, soy mexicana. ¿O qué soy? ¡China poblana!» La ingeniosa frase de María Félix reviste bien la propuesta fotográfica de Morales, pero hay que ahondar en ella para adentrarse en un fenómeno que parece estar de moda: el de las políticas de identidad. «¿Quién soy?», «¿qué soy?» Son preguntas que ahora, más que nunca, se formulan, quizá porque la humanidad atraviesa un periodo de adolescencia con hondas dudas que requieren, más que respuestas, el ensayo de las mismas.

El atractivo de los muxes o las muxes es internacional. Tanto reportajes como documentales comprueban la fascinación que, de un tiempo para acá, despierta el tercer género en la cultura zapoteca del Istmo de Tehuantepec, una manifestación antiquísima e incluso ignorada en México. Las producciones más recientes son las de la DW de Alemania y la RTVE de España que, a su manera proponen una lectura sobre todo antropológica para entender quiénes conforman esta comunidad, cómo se articula y de qué manera participa en las dinámicas sociales y sexuales de esta región enclavada en el sur de México. La palabra muxe es mujer en zapoteco. Más que ciencias sociales, se invoca aquí a la poesía para dibujar un panorama de la muxeidad, echando mano de los versos de Elvis Guerra, poeta y traductor muxe, que en el poema «Un muxe’ es…», publicado en su libro Ramonera (Círculo de Poesía Ediciones, 2019), desgrana la riqueza y complejidad de su universo, ave difícil de enjaular en una taxonomía:

Muxe’ es un salto a la boca del abismo.

Muxe’ es una sonrisa siempre deslumbrante.

Muxe’ es un indígena que se sueña princesa.

Muxe’ es un cuerpo de hombre con voz de mujer.

Muxe’ es una burla en la escuela,

una carcajada en la calle,

un payaso para todos.

Muxe’ es un universo poblado de hombres.

Muxe’ es estar desnudo en una calle llena de miradas.

Muxe’ es un sí a todo y a todos.

Muxe’ es retar al otro,

al que odia, al que nunca supo amar.

Muxe’ es una enagua preñada de flores bordadas a mano.

Muxe’ es una casa siempre abierta.

Muxe’ es el que nunca dice «no».

Muxe’ es mirar a quien te desprecia con los ojos.

Muxe’ es soñar que te casas con un hombre.

Muxe’ es llegar al altar del brazo del padre que no supo quererte.

Muxe’ es el que fue golpeado por sus hermanos.

Muxe’ es el niño que juega con una muñeca de palo.

Muxe’ es la vestida que llega a una fiesta.

Muxe’ es una flor en la boca.

Muxe’ es un incendio en la montaña. 

En la comunidad muxe hay variantes significativas. De manera somera se puede decir que existen muxes hombres y muxes mujeres; todos y todas aceptan y viven su parte femenina. A veces se cree que el Istmo de Tehuantepec es el paraíso de la performatividad de género, para ampararse en el pensamiento de la filósofa estadounidense Judith Butler, el cual ha sido determinante en las políticas de identidad, pero no es así; quizá esa es la inquietud, atractiva y espinosa, que habita a escondidas en las palabras del poema de Elvis Guerra. La raíz violenta de los problemas que enfrentan las muxes roza la trama de Carmín tropical (2014), quizá la mejor película mexicana de los últimos diez años, donde una chica muxe que regresa a Oaxaca se propone encontrar al asesino de su amiga, otra integrante de la comunidad. El filme de Rigoberto Perezcano no es un thriller; evade con sensualidad las lecturas de noticiero amarillista. En realidad es una obra casi cinestésica —donde el color es un estado de ánimo erótico y somnoliento que amenaza con despertar— sobre el deseo. Nelson Morales se hizo cargo de la fotografía fija de Carmín tropical, es decir, las imágenes que se toman durante la filmación. Sobre esa misma línea sensual se desplaza el fotógrafo oaxaqueño, que va tras los pasos de personajes cuya belleza elaborada descubre su autenticidad y que, al posar frente a la cámara, le arrebatan un disparo. Aunque los inicios de Morales como fotógrafo datan de la preparación de Carmín tropical, es ahora que su labor encuentra un lugar a cabalidad en la producción internacional; sus imágenes pertenecen a una corriente artística que recupera y reclama otras formas de belleza, aluden al canon estético y también lo rebasan —aquí vuelven a resonar las palabras de Guerra en las que Muxe’ es un indígena que se sueña princesa. Este atrevimiento artístico, que viene de las protestas del racismo que fundamenta la desigualdad, así como también de internet y del diy (do it yourself), se acompaña incluso de un estilo musical; suena la voz de, entre otras, la cantante dominicana Tokischa: «ser perra está de moda / es tendencia nacional / pasarela de bellacas / estilazo sexual». 

Si el escaparate de la galería parisina era sugestivo, el interior confirmaba que efectivamente las fotografías de Morales son como aves del paraíso detenidas en una postura, un gesto, un golpeteo, un retumbe. Por ejemplo, la chica que desciende de un mototaxi que parece impulsado por su melena al viento y el vestido del color de una llamarada. Una verdadera visión en un paraje anodino, unos arbustos y un cielo con algunas nubes, y más que eso, su presencia es una fuerza, un motor que pone en marcha todo lo que la circunda. En otra fotografía un muchacho desnudo, de párpados azules y boca rosa, yace sobre una lancha en la playa: su pose altiva es casi sobrehumana, como las divas de la música y el cine; es un ensueño, una venus que quiere rozar con su mano la espuma del mar.

Las puestas en escena articulan la dramaturgia fotográfica de Morales, en su práctica la identidad es una representación. Como el autorretrato en el que aparece por entero semiacostado en un sillón, sólo vestido con la enagua y el torso desnudo, un espejo descubre su perfil, como si fuera una invitación a mirarlo de otra forma, desde otro lado. Morales cree en el atrezzo como catalizador de la verdad, por eso abundan cortinajes, enaguas preñadas de flores, joyas. La saturación manifiesta la irreductible identidad de sus modelos, que se transforman frente a la cámara, pero también en su ausencia. El quién soy y qué soy no queda resuelto en las fotografías de Nelson Morales, pero en esa búsqueda la constante es la belleza, la infatigable labor de capturarla, elaborarla, guardarla, apropiársela, meterse con ella, ser ella.

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