Interés restringido

Valeria Rueda

Acapulco, Guerrero, 1992. Su publicación más reciente es el ensayo «Contra la vergüenza impuesta de señora». (Revista Catástrofe, vol. 9, 2022).

Ayer me dormí a las tres de la mañana, confiesa mi abuela mientras nos encontramos en la sala de estar, todas mujeres, alrededor de la criatura que hace dos meses salió del vientre de mi hermana por su diminuto canal cervical. La escuchamos, pero cada quien sigue en lo suyo. Mi hermana baila con su bebé haciéndose la chistosa, yo la abucheo, las dos nos carcajeamos.

—¿Y por qué te dormiste a las tres de la mañana? —pregunta, al fin, mi madre.

Mi abuela, que no podía esperar a que le hiciéramos caso, ya un poco aburrida del niño, se apresura a responder que estuvo viendo Tribunal implacable, que qué cosa, que qué barbaridad.

—¿Y es coreana?

—Sí.

No dice más porque seguro recuerda que varias veces le han pedido diferentes personas que no acapare la conversación con un tema que es únicamente de su interés. Le piden autorregular sus ganas de hablar de lo que ama, como a las personas con autismo, porque si fuera por ella seguiría contando una escena tras otra, enlistando al modo de Perec cada detalle, medio en broma, medio en serio, señalando siempre la pulcritud de los hombres coreanos.

Sus hermanos, sus hijos y algunas de sus amigas, sin ponerse de acuerdo, le impusieron esa medida porque unos meses atrás no hablaba de otra cosa más que de un tal Vicenzo, una tal Yoon, y otros personajes que según ella eran terriblemente encantadores. Decía, cuando descubrió el mundo de los k-dramas, que no había visto nunca nada igual a pesar de ser fanática de las telenovelas desde hacía muchos años. Para mí son la misma cosa. Una fórmula que funciona pero que no por eso deja de ser menos chafa: personajes ridículamente peinados y maquillados con gestos que van más allá de lo sobreactuado, dando vida a una historia boba centrada en la atracción totalmente irreal entre los dos personajes principales, por lo general provenientes de mundos opuestos (pobre/rico, feo/bonito, introvertido/extrovertido). Desde que soy niña recuerdo a mi abuela viendo telenovelas, la entretenían. También le gustaban las películas europeas, oscuras, independientes, que veía sola en el Cineforo, hasta que tuve edad para interesarme en esas salidas misteriosas de ella y acompañarla. En la vida de mi abuela lo que verdaderamente tiene valor es encontrar los puntos medios. Para ello, ha de verlo todo. Su teoría es que no hay que abusar ni de una cosa ni de otra, ni jugarle sólo al intelectual ni quedarse con puro producto popular: su misión es conquistar la variedad.

En los inicios de la formación de su nueva filia era divertido verla enganchada con temas de adolescentes, principales víctimas de la influencia de la cultura pop coreana. Saludaba con un annyeong de entonación forzada y se despedía haciendo la seña del corazón con el dedo índice y el pulgar en las dos manos. Me resulta admirable que encuentre la forma de estar a la vanguardia, enterada de las nuevas tendencias y, a su manera, que se atreva a adoptarlas, aunque lo haga mal, o sólo por un rato, para no aburrirse. Pero los k-dramas se instalaron en su tele durante semanas, y luego, meses. Ahora lo cierto es que sí cansa. Viki es su plataforma favorita y se acaba los episodios igual que los borrachos se empinan las caguamas, con mezcla de desespero y satisfacción. No quiere hacer otra cosa. Mi abuela es adicta a «las coreanitas» (así llama a las series), y como tal, ha de proteger su vicio siendo cautelosa en qué tanto permite que los otros conozcan sus manías. Sin embargo, los k-dramas son la punta del iceberg, el formato de moda; si lo recuerdo bien, ella ya era adicta a las historias de amor.

Cuando yo era niña me daba miedo. Siempre habló muy alto, golpeado, y nunca titubeaba antes de herir los sentimientos de los demás; minimizaba cualquier expresión de afecto con un chasquido de lengua y un «estate quieta». Nunca ha sido cariñosa con sus palabras ni con sus ademanes. No me dejaba, bajo ninguna circunstancia, decirle abuelita, solamente abuela, porque abuelita se le figuraba a viejita. Cuando le preguntaba en qué había trabajado de joven invariablemente respondía con solemnidad: artista de radio, cine y televisión. Usaba ropa estampada con animal print y rojo en los labios y el cabello. Manejaba un Tsuru color verde oscuro destartalado que adoraba. Tenía una colección de camisetas con frases para los fines de semana. Los sábados eran para la belleza con su estilista de confianza, Luz, que le hacía la pedicura por treinta pesos y, a cambio, ella soportaba las cortadas accidentales hechas con sus filosas tijeritas. Lo relataba triunfante, cómo miraba correr la sangre por su pie, inmóvil. También los sábados eran para ir al tianguis o al mercado y desayunar ahí. Para ella todos los placeres de la vida se concentran en los alimentos preparados con enormes cantidades de aceite: tostadas, pozole, enchiladas y tacos dorados. Los domingos eran para el menudo: ella, su plato grande con librillo; yo, mis tortillas hechas a mano y mi caldito. Una vez mi mamá me dijo que a mi abuela le gustaba mucho platicar conmigo, que le sorprendía lo bien que se podía hablar con una niña. No cupe de orgullo y vanidad, tendría yo unos siete años.

Por las tardes íbamos a su casa porque cerca estaba la academia de baile regional a la que nos llevaban a mi hermana y a mí, a unas cuadras del templo de la Santa Cruz. Nos íbamos caminando, de la casa a la academia, pasábamos por una fonda en una esquina que tenía los muros bajos para que los transeúntes pudieran mirar a los comensales y antojarse. Desde afuera también se alcanzaba a ver una tele empotrada en una columna. Al terminar la clase de baile mi abuela ya estaba esperándonos para volver. Nos decía que rápido, que ya iba a empezar la novela, pero siempre hacíamos una parada estratégica en la tienda de Abi por un lonche. Caminábamos a toda prisa en dirección a la casa y, al pasar por la fonda, mirábamos la tele desde la banqueta y si ya había empezado Catalina y Sebastián nos quedábamos ahí paradas hasta que iniciaba el primer corte comercial.

—¡Vámonos, niñas! —gritaba entonces mi abuela.

Todavía más a prisa recorríamos la segunda parte del camino deseando lo que nunca nadie desea: que no se acaben los comerciales. Ya en su casa gritaba de emoción cada que Catalina y Sebastián se daban un beso, y si el beso se convertía en algo más (dos personas tiesas en la cama cubiertas hasta la nariz) nos decía que nos taparamos los ojos, que seguían los arrumacos.

Cuando mi abuela dejó de darme miedo empecé a querer copiarle. Nos echamos un sinfín de telenovelas del Canal de las Estrellas y TV Azteca. Al tiempo que cumplí trece años y conocí la pena de no reconocer ni el propio cuerpo frente a la brutalidad de la adolescencia, mi abuela supo lo que se sentía ser expulsada de una casa que se heredó a otros de sus hermanos. Se vino a vivir temporalmente a la casa de mis padres. Todas las noches veíamos Contra viento y marea, con Adela Noriega y Sebastián Rulli, en el canal tres. Mi abuela, sentada al borde de su cama; yo, sentada en el suelo, recargada en sus piernas, recién salida de bañar, me cepillaba el pelo empapado y me hacía trenzas para dormir. No importaba qué tan terrible hubiera estado la secundaria, qué tan sola, qué tan vil, tenía la plácida certeza de aquel momento. De lunes a viernes, de ocho a nueve de la noche, pausa al miedo. Y soñábamos juntas, mi abuela y yo, que éramos Adela Noriega y que Sebastián Rulli nos estrujaba entre sus brazos, haciendo que nos olvidáramos de todo.

Quizá a mi abuela ahora le pase eso con los k-dramas; este año cumple ochenta. Quizá le resultan irresistibles porque conservan lo que tanto le gusta y también son novedad. Además los puede maratonear, no tiene que esperar un horario. Tiene a su disposición un repertorio de telenovelas lo suficientemente iguales como para sentirlas casa; lo suficientemente distintas (tan sólo por reflejar una cultura diferente a la suya) para traer de vuelta la emoción del inicio. Asediada por el tedio, algo más que ver.

Quiero contarle que la entiendo. Frente a su casa, toco a la puerta y no me abre.

—Está en Seúl —me dice mi madre al teléfono, mientras por su ventana alcanzo a ver los trastes sucios sobre la mesa: un platito con morusas de pan dulce y un vaso con la marca del labial rojo.

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