Señor: perdónala Tú,
   perdona a la mujer que hizo tamales al marido. 
A la mujer que no lloró
   y, antes bien, se dobló de placer
   al hundir los dedos en la masa 
   y la manteca.
Perdónala:
   era sólo una golosa
   y en todo caso, una arrebatada,
   una delirante.
¿Quiénes somos nosotros para juzgar su locura
   cuando los tamales estaban buenísimos?
Perdónala:
   no es poca cosa lograr delicia
   de una carne embrutecida y vil.
No la juzgues a ella,
   juzga su obra: la mezcla perfecta
   de la carne del cerdo con la salsa dulce y picante del morita.
¡Perdónala! ¡Perdónala!
Retén su gesto de Verónica
   cuando los periodistas llegaron
   y le pidieron, para la foto,
   que blandiera el cuchillo como una trágica.
¡Temblaba, Señor, temblaba
   porque los olores la transían aún,
   y ella iba abriéndose a las intuiciones de su lengua
   como un gusano ebrio de sal!