Hay costumbres que uno mantiene por fidelidad a las ilusiones de la juventud, como un mendigo que se aferra a su abrigo andrajoso. Así es mi costumbre de ir a buscar aventuras al cine Cosmos a la salida de la oficina. La contraje en mis años de gloria, cuando era un efebo con cara de ángel perverso, copete ondulado con vaselina, cintura de avispa y un quiebre de caderas que dejaba a los hombres babeando de lujuria. No exagero, si alguien lo duda puedo enseñarle mi álbum de fotos. Guapo y temerario, me bastaba una seña, qué digo una seña, una miradita de reojo, para tener bramando a mis pies a los mejores cueros del arrabal. En una sola tarde podía cogerme a tres o cuatro chavos, sin averiguar siquiera sus nombres. ¿Para qué, si nunca más los vería en mi vida? Las orgías en los rincones oscuros del cine me dejaban exhausto, efervescente de orgullo, con raspones en las piernas y mordiscos de vampiro en el cuello. Cuanto más rudos eran más me gustaban. Maltrátame, papi, así, más duro. Ahora, a los 58, calvo, flácido, craquelado por las arrugas, con bolsas oculares y una barriga de bebedor que ni aguantando el aire puedo disimular, ningún chavo caliente se fija en mí. ¿Por qué no me retiré a tiempo, si ya no queda en el cine Cosmos ninguna loca de mis tiempos? Por necia, no tengo otra explicación. Soy como esas mulas que se van a su querencia con los ojos cerrados, aunque el jinete las quiera llevar a otra parte.
Sé que no voy a ligar nada, y de hecho, hasta me duelen las miradas compasivas de algunos jóvenes incómodos por mi presencia. Pero simplemente no me apetece volver a casa tan temprano. Si viera la televisión desde las siete hasta las once, como mi pobre tía Concha, que en paz descanse, terminaría volviéndome loco. Yo por lo menos me entretengo con la lectura, y gracias a eso tengo mi culturita, pero de todos modos, no soporto la soledad. Es como un hacha de seda que te degüella despacio, sin dolor y sin hemorragia. A la hora de la cena necesito poner el radio para escuchar una voz humana, de lo contrario siento que el silencio me ahoga. Quién te mandaba ser puto, pienso a veces, cuando veo en los restoranes a las parejas de viejitos que se hacen compañía. La culpa es nuestra por rendirle tanto culto a la juventud y a la belleza del cuerpo. Después de los 40, los bugas siguen teniendo pegue, se divorcian de sus viejas y agarran chavas más jóvenes. Nosotros, en cambio, tenemos que jubilarnos o pagar chichifos, una humillación intolerable para las que alguna vez fuimos reinas. Pues cásate y sienta cabeza, me dicen algunas locas cuando les cuento mis penas. ¿Pero a quién voy a encontrar a estas alturas? ¿A otro joto viejo como yo? Está de moda el lesbianismo, pero yo estoy chapado a la antigua, qué le vamos a hacer. Nunca he sido ni seré gay, es más, aborrezco esa palabrita blandengue. Los nuevos estilos de vida homosexual no van con mi carácter ni con mi libido. A mí me gustan los hombres de verdad, mayates, desde luego, pero varoniles y, de ser posible, con el encanto canalla de los bajos fondos. Claro que en esa clase de ligues una corre riesgos. No es una vida recomendable para la gente débil de carácter. Y cuanto más envejeces, más te la rifas. Cualquiera se siente con derecho a faltarte al respeto por andar puteando entre chamaquitos, ¿no le da vergüenza, viejo cochino? Yo he tenido en la vida muchas experiencias desagradables, pero ninguna como la de ayer. Ahora sí me retiro, me cae de madres, después de esto a tejer chambritas.
Salí a las seis de la oficina, después de entregar el presupuesto que me ordenó mi jefe, el licenciado Balcárcel. En la empresa nunca he dado motivo de queja en mis 35 años de auxiliar contable. Comedido, eficaz, hábil para resolver problemas operativos, jamás le miro la bragueta a los compañeros de trabajo, aunque todos sepan de qué pie cojeo. Me despedí de Rita, la recepcionista, elogiando con entusiasmo su horrible tinte de pelo, y en la calle me detuve un momento, indeciso entre tomar el metro de vuelta a casa o detenerme un rato en el cine Cosmos. En el cruce de Ribera de San Cosme y Gabino Barreda, los voceadores anunciaban a gritos el destape del candidato a la presidencia Miguel de la Madrid, y los automovilistas detenidos en el semáforo les arrebataban los diarios, ansiosos por conocer al nuevo rey de las ratas. Un anochecer prematuro empurpuraba el cielo, y al contemplarlo tuve un rapto de melancolía, como si el fantasma de mi cercana decrepitud me hubiera salido al paso con una mueca burlona. Cuidado: si volvía a casa en esas condiciones, podía agarrar una borrachera solitaria oyendo mis viejos discos de Chelo Silva, y los vecinos ya estaban hartos de mis desmadres. Necesitaba un poco de sexo, no digo tenerlo pero cuando menos olerlo, acercarme un poco a las brasas del incendio. Caminé rumbo al cine con el paso garboso que todavía conservo, vencido por la tentación o quizá debería decir, por el masoquismo, pues desde hace más de cinco años, jubilado a mi pesar, el destino me ha asignado el papel más desairado de este submundo: soy el clásico vejete sentado en la última fila de la galería, junto a la salida de emergencia, que se conforma con mirar a hurtadillas cómo se agasajan los chavos ocultos en el rellano tenebroso de la escalera y les «echa aguas» cuando los judiciales vienen a hacer redadas.
Para atenuar un poco mi formalidad oficinesca, entré al cine sin corbata y me desabotoné el cuello de la camisa. El boletero, un viejo miope con cara de avestruz, adicto a los diarios deportivos, me saludó, como siempre, con un lacónico «buenas tardes», la única aproximación a la amistad que se ha permitido en más de 30 años. Él y todos los empleados del cine Cosmos han sabido siempre a qué vengo, pero fingen ignorarlo por conveniencia. Si no fuera por los putos, la clientela más importante en los días flojos de la semana, este cine de piojito ya hubiera cerrado hace tiempo y ellos se quedarían sin chamba. Subí por la escalera en espiral mirando con repugnancia los fotomontajes de la película en exhibición, Virus, un bodrio de terror sanguinolento que ya había visto tres veces. «Grite si la náusea no se lo impide», prometía la cínica frase publicitaria, junto a la repulsiva imagen de un banquete caníbal. Recargado en el barandal del balcón interior, un adorable golfillo moreno y correoso, a quien había bautizado con el mote de Kid Azteca, por su parecido con el boxeador de los años cuarenta, se acariciaba los huevos en actitud retadora. No debía tener más de 25 años, pero una cicatriz a la altura de la patilla derecha le había borrado cualquier traza de inocencia. Admiré la pelusa negra de su mentón, la contundencia de los pectorales insinuados bajo la playera roja, el hoyuelo encantador que se le abrió en la mejilla cuando correspondió a mi saludo con una sonrisa cómplice. Sólo una vez habíamos cruzado palabra, cuando él me pidió un cigarro en los urinarios, pero desde entonces se había convertido en mi novio secreto. Porque debo confesarlo aunque suene cursi: yo, la puta corrompida, la devoradora de hombres que en sus años de esplendor sólo creía en el sexo puro y duro, me había enamorado románticamente de ese torvo galán. Más aún: llevaba meses suspirando por él. Y al verlo en el barandal, dándose a desear como un halcón ávido de pleitesías, entendí que sólo por él había venido a ocupar una vez más mi puesto de vigilante, que necesitaba protegerlo desde la sombra, sin aspirar siquiera a un mendrugo de amor, para sentir que mi vida no era del todo estéril.
Entré a la sala semivacía y subí despacio la escalera lateral de la galería, pegajosa por falta de aseo, hasta llegar a la última fila. Antes de sentarme en mi butaca de siempre, me asomé por la cortina de la salida de emergencia para ver cómo andaba la trastienda: nada excepcional, sólo un joto tempranero mamándosela a un conscripto. Buen provecho, criaturas. La parejita ni se inmutó al verme, ya sabían que yo era gente de confianza. Me senté en la butaca dispuesto a ver lo menos posible la pantalla, donde los muertos vivientes, supurando un líquido verde por las llagas abiertas, irrumpían en un patio escolar y devoraban a los alumnos. Si una mamada no le hace daño a nadie, ¿por que se tiene que hacer a escondidas y en cambio está permitido ver cómo le sacan las vísceras a un escuincle?, pensé con indignación. Deplorando el cretinismo de la moral pública, procuré ver la pantalla lo menos posible y dirigí la mirada hacia el pasillo central de la galería, por donde ya comenzaban a subir los jóvenes arrechos que seguramente habían ligado en los urinarios, y ahora, puestos de acuerdo, subían cada quien por su lado rumbo a la zona roja bajo mi custodia. Algunos eran de nuevo ingreso, pero ninguno tenía facha de policía secreto, lo sabía por mi larga experiencia en esas lides. Los judiciales, por más discretos que pretendan ser, andan con la cabeza erguida y suben los peldaños con pisadas fuertes, para dárselas de machotes en un territorio comanche que les infunde pavor. Yo puedo reconocerlos a diez kilómetros de distancia. Lo digo con orgullo porque gracias a mi vista de lince muchas veces he salvado de golpizas y extorsiones a las pupilas de este burdel. No soy una hermana de la caridad: me excita ver a los chavos trenzados en orgías campales. Pero a cambio de esa pequeña recompensa, yo también les daba algo valioso: un seguro de vida para que pudieran refocilarse a gusto. Por desgracia ya no puedo preciarme de ser un vigilante infalible. Ni siquiera me queda la satisfacción del deber cumplido, porque esa tarde cometí la fatal negligencia de quedarme dormido.
Fue una siesta corta, de apenas media hora. Soñé que paría un hijo en la taquilla del cine, asistido por la empleada de la taquilla, una matrona de nariz bulbosa, con rollizos brazos, y el boletero con cara de avestruz, que me ponía compresas con alcohol en la frente. Echado en el suelo con las piernas abiertas, sentía las contracciones desgarradoras abriéndome el coxis, pero mitigaba mi dolor una dulce ansiedad por ver al fruto de mis entrañas. Entre jadeos, mientras resbalaban por mis sienes gruesas gotas de sudor frío, rogaba a la Virgen de Guadalupe que me diera fuerzas para ser una buena madre. Cuando por fin lograba dar a luz, la taquillera cortaba el cordón umbilical, envolvía al bebé en una sábana y se retiraba sin dejármelo ver siquiera. Yo estaba al borde de un desmayo, demasiado débil para protestar. Sólo veía entre las brumas del mareo que la taquillera cuchicheaba con el avestruz humano, negando con la cabeza en señal de reprobación. Como ambos han sido siempre hostiles conmigo, creí que tramaban algo en mi contra. Quiero ver a mi hijo, gritaba, tráiganlo para acá. Entonces la siniestra taquillera destapaba al recién nacido, y al entregármelo declamaba con voz cavernosa: «Grite si la náusea no se lo impide». El bebé era un engendro de piel azul pálida, con la carne purulenta y los ojos inyectados de sangre, como los cadáveres insaciables de la película. Cuando abrió las fauces para darme un mordisco desperté sobresaltado. Tardé un buen rato en desperezarme y en delinear las imágenes de mi campo visual. Entonces descubrí que la realidad era peor que mi sueño, peor incluso que la película de antropófagos: Kid Azteca bajaba por el pasillo lateral entre dos corpulentos matones de pistola al cinto, trompicándose en la escalera por los empujones del tipo con gorra de beisbolista que iba detrás. ¡Mi caballero águila en manos de la tira porque yo no le había dado el pitazo para salvarlo del apañón!
Nunca he sido valiente, desde la escuela tuve fama de cobarde porque prefería aguantar un trato soez que liarme a golpes con mis compañeros, pero esta vez tuve un espasmo de culpa tan violento que me levanté de la butaca y corrí escaleras abajo. Cuando llegué acezando al balcón de la galería, el Kid y los dos tiras ya casi habían llegado al vestíbulo de la planta baja. Me apoyé un momento en el barandal, sofocado por el esfuerzo. Entonces el Kid alzó la cabeza y me dirigió una mirada implorante. No podía dejarlo morir solo. Yo era el responsable indirecto de su desgracia y si le hacían daño esos hijos de puta no podría perdonármelo nunca. Pronto, debía alivianarlo de alguna manera. Con la irreflexiva temeridad de la pasión, bajé los peldaños de dos en dos, a riesgo de rodar por las escaleras, y salí como tromba por la puerta principal ante la mirada perpleja del boletero. En la banqueta, como a cincuenta metros de la escalinata del cine, los secuestradores subían al Kid atenazado por el cogote a un Dodge Dart color hueso. Hice un sprint final y logré alcanzarlos cuando mi amado ya tenía medio cuerpo dentro del coche.
—Un momento, señores, no se lo lleven —traté de impedir con el brazo que cerraran la puerta—. Por favor, denle una oportunidad.
—¿Y a ti quién chingados te llamó? —el judicial más bravucón, de pelo crespo y ojos achinados, con un fuerte tufo alcohólico, me cogió por la solapa del saco—. La bronca no es contigo, ruco, pero si la haces de pedo te puede ir mal.
—Éste ha de ser su jefe —dijo su compañero, un gordo con gorra de beisbolista, que tenía una grotesca mancha de vitiligo en la mitad de la cara—. Tú controlas a los raterillos del cine, ¿verdad? ¿Cuántos putos trabajan para ti?
Miré confundido al gordo con mal del pinto. Su acusación enardeció al borracho de pelo crespo, que me soltó un rodillazo en los huevos.
—Mételo al carro, Tacho —ordenó a su compañero—, vamos a ver si de veras es tan machito.
Obligado por el cañón de un revólver subí al asiento de atrás, junto al borracho que daba las órdenes. Tacho tomó el volante y Kid Azteca, esposado de las manos, ocupó el asiento del copiloto.
—¿Pa dónde voy, Ramiro? —preguntó el gordo cuando arrancamos chirriando llanta por la lateral del circuito interior.
—Jálate para la cabeza de Juárez.
Como la cabeza de Juárez está rodeada por grandes terrenos baldíos, utilizados a veces como tiraderos de basura, temí que los judiciales tuvieran la intención de asesinarnos. ¿O sólo querían darnos un susto, para elevar el monto de la extorsión? Sí, pensé, por eso acusan de ratero al Kid Azteca. Por faltas a la moral no le pueden quitar mucha lana, pero si le inventan un robo sacan el triple. Tenían todo bajo control y sin embargo Ramiro estaba demasiado tenso. No se comportaba como los hampones con placa que yo había tratado hasta entonces. Con un rictus de dolor en el rostro, no tanto de enojo, sino de contrición, parecía refrenar a duras penas un impulso homicida. Descarté mi primera conjetura, pues era evidente que tenía algo personal contra Kid Azteca.
—Ahora sí te va a llevar la chingada, por pasarte de lanza —dijo con voz estomacal—. Yo no tengo nada contra los putos, me cae, pero lo que le hiciste a mi primo no tiene madre.
—Yo no le hice nada a su primo —se atrevió a murmurar el Kid.
—¡Cállate, puto! —Ramiro le dio un jalón de cabellos tan violento que por poco le arranca el cuero cabelludo—. Le robaste la cartera mientras se la estabas mamando, y ahora te haces pendejo. El pobre llevaba todo el sueldo de la quincena y me tuvo que pedir prestado.
El Kid Azteca ya no se atrevió a chistar, ni yo tampoco. La indignación de Ramiro parecía genuina, y después de todo, yo apenas había cruzado palabra con mi amante platónico. ¿Sería de veras un raterillo? Bien podía serlo, ¿y qué? No por eso iba a arrepentirme de haberlo querido ayudar. Ambos vivíamos al margen de la ley, condenados por la sociedad, y nadie podía culparlo por contravenir un orden social podrido. ¿Qué les ofrecía la sociedad a los parias como él? Un desprecio helado y una patada en el culo. Desde niño simpaticé con los perseguidos que viven al filo de la navaja, y ante mis ojos, la sospecha de que el Kid pudiera ser un hampón lo envolvió en una aureola de romanticismo. En medio de un silencio electrizado por el rencor y el miedo, tomamos el eje Flores Magón en dirección al oriente. A mi lado Ramiro daba sorbos largos a una anforita de Don Pedro, eructaba con ruidosa vulgaridad y se limpiaba los labios con la manga de la camisa. En el radio sonaba una canción de José José: «He rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida…». La melodía debió de tocarle alguna fibra sentimental, porque de pronto se puso a canturrear al borde de las lágrimas, con la voz quebrada por la emoción: «Al fin te lo han contado, amor, bueno, ya conoces mis defectos, que anduve con éste y con aquél, con ésta y con aquélla, con esto y con aquello….». No me atreví a mirarlo, por miedo a que me soltara un balazo. La experiencia me había enseñado que era gravísimo presenciar la catarsis lacrimógena de un machote.
—¿Qué pasa, compadre, te sientes mal? —le preguntó Tacho.
—No es nada, lloro de coraje. Me da rabia que mi primo haya caído tan bajo. Es un esposo cumplidor y un buen padre de familia, te lo juro por Dios. Cuántas veces le he dicho que se aleje de la mala vida. Pero él no entiende, ya le gustó chapotear en las aguas negras. Para mí que estos maricones lo pervirtieron.
Temí que en vez de sacarnos dinero quisiera matarnos. Era, sin duda, un psicópata y tal vez entró al cine en busca de cualquier sospechoso para lavar el agravio de su familia. Mi amor a Kid Azteca arreció con más ímpetu que nunca y decidí cerrar filas con él. Cuando cruzábamos la avenida Guerrero esgrimí una defensa:
—A lo mejor hubo un malentendido. En la oscuridad del cine es difícil reconocer a las personas. A lo mejor su primo se confundió o no le dio bien las señas del ladrón.
En un intempestivo salto de la tristeza a la cólera, Ramiro me soltó un tremendo codazo en la cara.
—¡Y encima lo defiendes, hijo de puta! ¿Cuánto te pasa por cada robo?
Nuevo silencio, más largo y escabroso. Con el labio sangrante y un diente flojo, el dolor evaporó la rabia que me bullía en el pecho. Di por seguro que al día siguiente hallarían mi cadáver en un terregal, entre cascajo y bolsas de basura. Hasta me imaginé el encabezado en Alarma: «Dos lilos muertos a balazos. La policía cree que fue un crimen pasional». Kid Azteca callaba con los ojos cerrados, tal vez encomendando su alma al Señor. Empecé a rezar mentalmente un Ave María.
—Oye, Ramiro, ¿y no será bueno que tu primo identifique al puto que le robó? —preguntó Tacho—. Así vamos a la segura.
—No hace falta, me dijo que tenía una cicatriz en la cara.
—Pero a lo mejor no es él —señaló a Kid Azteca—. ¿Qué tal si dejas libre al verdadero ladrón? Vamos a que lo vea y así salimos de dudas.
—Yo no tengo ninguna duda, no creas en los cuentos del ruco —Ramiro carraspeó con incomodidad—. Mi primo me lo describió con pelos y señales.
—Pero es que a lo mejor… —insistió Tacho.
—¿A quién le crees? ¿Al puto o a mí? —lo paró en seco Ramiro.
—A ti.
—Pues entonces hazme caso, güey. Esto lo quiero hacer a mi modo.
El Kid Azteca y yo cruzamos una mirada de suspicacia por el espejo retrovisor. Los dos habíamos adivinado ya quién era el misterioso primo de Ramiro, pero nos callamos para salvar el pellejo, o al menos, para retrasar un poco la ejecución inminente. Obligado a echar mano de cualquier recurso, por desesperado que fuera, cuando ya habíamos llegado a Eduardo Molina me atreví a intervenir de nuevo.
—Si es por dinero, nos podemos arreglar. En la casa tengo un guardadito.
—No quiero tu piche dinero —Ramiro me abofeteó con el dorso de la mano.
—Con todo respeto, compadre, yo sí quiero esa lana —se insubordinó su compañero—.Ya sé que esto es un asunto de honor, pero un billete nunca cae mal.
Empezaba a crearse una división en las filas del enemigo que me infundió una leve esperanza. Ramiro meditó largo tiempo su respuesta, trabado de cólera por la desobediencia de Tacho
—Está bien, vamos a la casa del ruco —refunfuñó—, pero con una condición: que este puto reconozca primero que le robó la cartera a mi primo.
Kid Azteca guardó un atribulado silencio. Supuse que el pobre vacilaba entre admitir la acusación o negarla, pues de ambas maneras se arriesgaba a recibir un tiro.
—¿No me oíste, imbécil? —Ramiro le asestó un cachazo en la cabeza.
El golpe me dolió tanto como al Kid y quise creer que también él se condolía por el codazo en mi boca. El placer nunca me había unido tanto a un hombre como ahora nos unía el sufrimiento.
—Es verdad, yo fui —dijo el Kid, con un hilillo de sangre escurriéndole por la nuca—, pero este señor no es mi socio. Yo trabajo solo.
—¿Entonces por qué se metió a defenderte? —preguntó Tacho, incrédulo—. ¿A poco es tu camote?
—Ni siquiera nos conocemos —me apresuré a aclarar—. Vi que se lo llevaban y quise ayudarlo, eso es todo.
—¿Ni siquiera lo conoces y hasta ofreces lana para salvarlo? —se burló Ramiro con una mueca amarga—. No te hagas pendejo. Tú manejas a estos puñales y te quedas con la mejor tajada. Pero ya se te acabó el negocio. ¿Dónde vives?
Les di mi dirección: Doctor Erazo 234, departamento 105, en la colonia Doctores. Paradojas de la vida: iban a desvalijar mi casa y sin embargo estaba ecuánime, casi feliz, pues la generosa intervención exculpatoria de Kid Azteca, una justa recompensa por haber corrido en su auxilio, me había inundado el alma de gozo, y ahora existía entre los dos un vínculo espiritual que ni la muerte lograría romper. Después de tanta lujuria desalmada y vacía encontraba por fin el secreto de la plenitud amorosa: renunciar a la propia seguridad para saltar al vacío. Salvando la diferencia de edades, el Kid Azteca me amaba como Aquiles a Patroclo. Y por eso, durante el trayecto a mi casa, mientras el radio de la patrulla transmitía las monótonas instrucciones de la jefatura («en la esquina de Municipio Libre y Avenida Cuauhtémoc hay un dieciséis cuarenta, diríjanse hacia allá las unidades del sector»), me sentí fuerte y ennoblecido a la vez, como un estoico paladín de la renuncia amorosa. Me preocupaba, sin embargo, la agresividad de Ramiro, que seguía ensañándose con el Kid:
—Ratero y maricón, qué poca madre tienes. Mejor ponte una tarifa, cobro tanto por una mamada, pero no te aproveches así de los pendejos que se meten contigo —dio un sorbo largo a la anforita y se dirigió a Tacho—. Mi primo Luis dice que este hijo de la chingada mama muy bien, tan bien que ni siquiera notó cuando lo esculcaba. ¿No se te antoja una soplada de corneta, compadre?
—¿Qué pasó? Yo no le hago a eso, luego son siete años de salación.
—Tampoco yo, ¿cómo crees? Nomás estoy vacilando —reculó Ramiro, con una mueca de disgusto que denotaba molestia por el traspié cometido.
En el zaguán de mi humilde edificio, un triste vejestorio de cinco pisos, donde pago renta congelada, los cuatro bajamos del carro, ellos apuntándonos por detrás y nosotros con las manos en la nuca. Al vernos, la vecina del 104, que regaba unas macetas en el corredor, cerró con espanto la puerta de su vivienda. Mi departamento estaba en completo desorden, porque sólo hago el aseo los sábados.
—Esta casa huele a meados —me regañó Ramiro y pasó el dedo por un librero empolvado—. Mira nomás cuánta mugre, vives en una pocilga, ni siquiera los trastes lavas, pinche puerco. ¿Dónde tienes el dinero?
—Voy por él a mi cuarto —quise entrar a la única habitación, pero Ramiro me tomó del cuello
—¿A dónde crees que vas? Yo te acompaño.
Abrí la vieja cómoda heredada de mi tía Concha y saqué del tercer cajón la cajita de música donde guardaba todo mi patrimonio: tres mil pesos ahorrados con grandes esfuerzos para comprar un equipo de sonido nuevo.
—¿Esto es todo? —Ramiro contó los billetes, decepcionado—. No te hagas güey, búscale bien.
—No tengo más, pero si quiere se puede llevar la tele.
—Ya viste, Tacho, nomás tiene tres mil. ¿Para eso nos hiciste venir aquí, pinche puto?
Su patada en los riñones me arrojó de bruces contra la esquina del buró y el golpazo en la frente me sacó un chipote que todavía tengo inflamado.
—Te lo dije, ¿para qué vinimos aquí? Los hubiéramos llevado derechito a la cabeza de Juárez.
Entre los dos revolvieron todos mis cajones, vaciaron el armario, tiraron por la ventana los viejos escapularios de mi tía Concha y pisotearon con saña mi colección de fotos de boxeadores. Yo miraba con fijeza a Kid Azteca para darme valor y él me sostenía la mirada con un ardor fraternal que me colmaba de gozo. Bienvenida la muerte si con eso me hundía para siempre en el abismo de sus pupilas. Ni modo, hice lo que pude, hubiera querido decirle, pero las palabras sobraban en ese epílogo trágico, porque la inminencia de la muerte nos comunicaba por telepatía.
—Para mí que este ruco muerto de hambre no es jefe de nadie
—reflexionó Tacho, con la lucidez de la sobriedad—. Si regenteara a los maricones no estaría en la chilla. Agarra el dinero y vámonos a la verga.
—Espérate, ni siquiera he recuperado lo que le robaron a mi primo. Llevaba cinco mil varos en la cartera.
Ramiro acercó la punta de su revólver a la sien de Kid Azteca.
—Pon lo que falta, o aquí te mueres.
El Kid se sacó del bolsillo dos billetes arrugados de a cincuenta pesos. Ramiro los miró con asco y los tiró al suelo.
—¡Hijo de puta! De mí no te vas a burlar. Ponte de rodillas, como en el cine. Mi primo dice que después de la mamada te lo cogiste y hasta le sacaste sangre. ¡Cómo te atreves a manchar así el honor de un hombre! Te aprovechaste de que estaba borracho y no se pudo defender. Al pobre todavía le duele.
Cuando iba a jalar el gatillo tuve una súbita inspiración
—Dile que tome baños de asiento y verás cómo se le pasa —dije en tono de loca estridente—. Pero no creas que lo digo por experiencia, ¿eh? Yo también tengo un primo como el tuyo y él me dio la receta.
Mi arranque de valor y sangre fría todavía me sorprende. En una fracción de segundo pensé que si de todos modos nos iba a matar, por lo menos debía darle un buen motivo, como los judíos que escupían en la cara a sus custodios nazis de camino al horno crematorio. Ramiro tembló con una mezcla de estupor y odio. Miró de soslayo a Tacho, que se tapaba la cara para disimular la risa, y al no encontrar su apoyo moral hizo un berrinche de niño malcriado, dando un puñetazo contra la pared. Iba a soltarme un balazo a quemarropa, pero en ese momento su compadre le arrebató la pistola. Forcejaron un rato, hasta que Tacho logró aplacarlo.
—Cálmate ya, Ramiro. Ni a ti ni a mí nos conviene quedar embarrados de sangre por un pleito entre putos. Luego cómo se lo explicamos al comandante. Mejor habla de hombre a hombre con tu primo. Debe hacerse responsable de lo que hace, ¿no crees?
Ramiro tuvo un derrumbe emocional y se quedó un rato abismado en su dolor, con la mirada fija en el piso, como si guardara luto por sí mismo, hasta que su compadre lo sacó del departamento a rastras, pues vacilaba todavía entre hacer de tripas corazón o una sanguinaria rabieta. Cuando por fin se largaron corrí a poner el seguro de la puerta por si acaso el primo vengador volvía a echarnos brava. Después de un largo suspiro de alivio, el Kid Azteca y yo nos abrazamos con el vértigo de los resucitados.
—Gracias. Me salvaste la vida —suspiró el Kid—. ¿Cómo te llamas?
—Fedro, ¿y tú?
—Salvador, pero todos me dicen Chava.
—Yo te digo Kid Azteca, porque te pareces a un boxeador que me gustaba mucho cuando era niño —dije, y le acaricié el cabello, enternecido hasta los ovarios, pensando absurdamente que me hubiera gustado parirlo en la taquilla del cine.
Lo demás es anticlimático, pero debo contarlo aunque me duela. Cuando terminamos de recoger el tiradero que habían dejado los trogloditas, saqué una botella de Don Pedro, nos relajamos en el sofá, puse un disco de Javier Solís y le pregunté si de veras había robado al judicial.
—Sí, ayer le bajé la cartera —me confesó—. En la oscuridad no podía saber que era tira. Pero no lo forcé a nada, él solito me dio las nalgas.
Vivía en la Agrícola Oriental, en un cuarto de azotea que a veces compartía con un malabarista callejero. Sólo había estudiado hasta segundo de prepa, porque ya desde entonces le gustaba el activo y lo corrieron de la escuela por llegar atarantado a las clases. Estuvo trabajando un tiempo con su tío Melchor en un taller de carpintería pero no soportó sus malos tratos y se largó a vivir un tiempo en la calle, con los chavos banda de la colonia. En una riña a navajazos con una pandilla de Neza le habían dejado el recuerdito que tenía en la cara. Ahora, a los 27, se arrepentía de no haber estudiado siquiera una carrera técnica. Cuando dejara de ser joven quién sabe de qué chingados iba a vivir. Todo lo que ganaba con sus atracos se lo gastaba en alcohol, en mota y en los discos de rock que compraba en el tianguis del Chopo. Sólo una vez había caído en el bote, pero salió a los seis meses, gracias al paro que le hizo un amigo abogado, con quien se acostaba algunas veces. ¿Y yo en qué la giraba? Le conté con brevedad mi vida, sin lamentaciones melodramáticas. Traté de presentarme como una loca frívola, encantadora y cínica, un papel que desempeño a la perfección, no en balde ha sido toda la vida mi máscara favorita. Sus risas me animaban a jotear con desparpajo, a burlarme con finura de las cosas que más me duelen. No creí necesaria una declaración de amor, pues temí que a un golfo curtido en ácido cualquier palabra dulce le sonaría cursi. Mi conducta de esa tarde acreditaba que sentía por él algo mucho más intenso que una simple atracción sexual, y él, con su malicia rufianesca, debía saberlo de sobra. Al terminar el segundo Don Pedro, ya entrado en confianza, el Kid se levantó a revisar los discos pequeños de la consola y eligió Ladronzuelo de la Sonora Santanera. Se puso a bailar con una cadencia pélvica de stripper callejero, acercándose lentamente al sofá donde yo me había recostado. Cuando llegó frente a mí se sacó de la bragueta un miembro grueso de talla mediana, que apenas comenzaba a erguir la cabeza.
—Llégale, papá. Te lo ganaste —dijo con una sonrisa malévola.
Tras un largo periodo de sufrida abstinencia, llevármelo de trofeo
a la cama hubiera sido la gloria. Había olvidado ya el vigor atrabancado, la jugosa firmeza de la juventud en flor. Pero Kid Azteca —me niego a llamarlo Chava—no me deseaba ni me desearía jamás: sólo quería pagar una deuda. Las ganas de coger son infalsificables y aunque él parecía guardarme una gratitud sincera, su evidente desgano hirió mi vanidad femenina. Se apresuraba a cumplir un deber engorroso para quedar libre de compromisos, sin prometer siquiera devolverme los tres mil pesos. Daba por hecho que era un regalo, o quizá un pago anticipado por sus servicios. La preciosa comunión que alcanzamos en la patrulla, cuando parecía que una entrega sublime sellaba nuestros destinos, cayó repentinamente a las atarjeas del sexo mercenario. No había corrido desesperado a salvarlo por unas migajas de placer. No era eso lo que yo buscaba cuando me jugué la vida por evitar que lo ejecutaran. Yo me había envalentonado por un impulso pasional. Yo había querido abolir con un Do de pecho la sinrazón de mi perra vida. Yo había querido convertir esa comedia sórdida en una elegía arrebatada.
—Guárdate eso, ¿cómo se te ocurre? ¿No ves que podría ser tu madre? —lo rechacé con falsa dignidad.
Se subió la bragueta, desconcertado, y aprovechando su turbación le di una severa reprimenda por andar robando en los cines de ligue. Ya estaba grandecito para ser tan irresponsable, a este paso iba a terminar comido por las ratas en un terreno baldío. Tenía suerte de que yo le hubiera hecho el paro, si no, los judiciales lo truenan. Había corrido en su auxilio sólo porque me tomaba muy en serio mi tarea de vigilante, pero la verdad era que no se lo merecía. Los raterillos como él desprestigiaban al gremio de las locas, si se corría el rumor entre la clientela del cine, al rato nadie iba a querer bajarse los pantalones. No quería volver a verlo por ahí, que se largara a talonear a otra parte, o yo mismo me encargaría de entregarlo a la policía. Agobiado por el alud de reproches, el Kid caminó hacia la puerta, cabizbajo y mustio, como la oveja negra de la clase cuando el profesor lo corre del salón.
—Y a ver si dejas ya las drogas, imbécil —lo despedí en la puerta—.Te vas a quemar el cerebro antes de haberlo usado.
Contuve la respiración mientras oía alejarse sus pasos por la escalera. Una espesa quietud tiñó las paredes de gris y cuando volví al sofá me solté a llorar. ¿Pero quién entiende los altibajos de la menopausia? Esta mañana ya me levanté menos deprimido, y no descartaría que hoy por la tarde volviera a ocupar mi puesto de vigilancia en la última fila del Cosmos. ¿Qué le vamos a hacer? La madre que hay en mí me ordena proteger a esos pobres muchachos.