A la sombra de dos gatos por uno / CARMEN BOULLOSA

De noviembre del 70 a julio del 71 me tocó en turno mi temporada en el infierno. Me pareció tan larga que creí que así sería el resto de la vida. Tenía 13 años, me había vuelto mujer apenas (no sé por qué entonces las niñas tardábamos más en crecer), eran mis primeros pasos enfundada en un cuerpo medio de adulto, llegué a dar por hecho que esto era lo que me compraba el boleto.
     Nada hacía sentido. Y cuando digo nada, quiero decir nada. Por ejemplo: los vecinos tenían un gato que yo a menudo veía desde la ventana de mi recámara, relamiéndose al pie de la puerta de vidrio de su jardín, tomando el sol. Era blanco y negro, de ahí su nombre, Vaca. Vaca tenía su temperamento, en la cuadra decíamos que era su gato guardián porque atacaba a la menor provocación por igual a perros, niños, señoras, barrenderos o gatos. A partir de ese noviembre, veía a Vaca donde siempre y, a poca distancia de él, adentro de la puerta de vidrio, a otro gato idéntico, tendido sobre la alfombra tomando la siesta. Cuando pude, pregunté a la vecina —que tenía mi edad— «oye, ¿ese otro es hijo de Vaca?, porque es igualito». Me contestó «cómo crees, no tenemos otro gato, con Vaca no puede uno, ya lo conoces», y me vio como si estuviera loca. Desde la ventana, yo veía a los dos gatos (o a los dos Vacas) en espejo, uno era el gato durmiente y el otro el minino relamiente. Sin duda el que yo viera un doble gato no era un asunto que tuviera que ver con Vaca o con los vecinos, sino conmigo. Así iba la cosa, para mí cualquier gato tenía ocho patas.
     Navidad no fue lo peor, sino parte del síndrome de los dos gatos por uno. Desde entonces le tengo tirria a la nochebuena y a la dichosa navidad, aunque ya que lo estoy diciendo me la quito de encima, voy a festejar la siguiente con árbol, esferas, foquitos, a su pie cajas envueltas con papeles de colores brillantes, pavo y bacalao, cantaré villancicos, y hasta voy a poner nacimiento. Todo yo solita, para celebrar mi vida de solterona como Dios manda. No voy a invitar a nadie, no vaya a ser que arruinen la fiesta.
    
Llegó el momento de la cena navideña, 24 de diciembre de 1970. Teníamos que sentarnos todos alrededor de la mesa de mi mamá, redonda, pesada, la había elegido sabiendo que cabríamos los ocho holgados, diez cómodamente y catorce apretaditos. Era una mesa para conversar, pasar un buen rato, comer con placer y tratar de ser felices. Había sido el mejor lugar de la casa. Hoy de nueva cuenta éramos ocho a la mesa, los seis hijos de mi mamá (infelices), y dos (felices), el par de pichoncitos enamorados formado por mi papá y su nueva esposa, una jovencita de 18, casi la edad de mi hermana mayor, le llevaría cuando mucho doce meses.
     Mi mamá estaba en su tumba en el Panteón Francés, o en el cielo, según quien contara la historia. En mi versión, ni uno ni otro: mamá estaba en la casa deambulando de aquí para allá, no salía ni al jardín. En la noche, cuando todos dormían, encarnaba vestida en pijama y bata de franela, era otra vez de tres dimensiones. Sus pasos sonaban en el corredor. Nos visitaba de cuarto en cuarto, de cama en cama, a los seis hijos. Nos quería decir palabras de cariño, pero no le salían de la garganta, hablaba como si se ahogara, hacía ruidillos, crujía. Estaba muy triste. Era terrible estar muerta, lejos de nosotros, y encima lo que había hecho mi papá, tan pronto —al año y un día de su entierro, porque de que la sepultaron no cabe duda, haya o no vida eterna. A mamá no le importaba que se hubiera casado, de hecho ella misma se lo había pedido desde su lecho de muerte (eso sí tuvo, la pobre, un lecho de muerte), ¿pero por qué con esa muchachita así, de mala entraña, sin gracia, pobre como una chinche, ignorante, que no sabía ni los modales más elementales, y que no tenía ningún interés en ninguno de los hijos de «su» Manuel? Porque mamá seguía creyendo que Manuel, nuestro papá, era suyo. Se equivocaba. Ahora era un poseso, estaba como un loco, se había convertido en quién sabe qué; ya no era de nadie. Lo azotaban continuos ataques de ira; hablaba distinto; ya no leía, ya no jugaba ajedrez; se inscribió a un club deportivo y tomaba clases de tenis. Todos sus hábitos habían cambiado de golpe.
     Pero ya me estoy desviando de la navidad del 70. Los ocho sentados a la amarga mesa. Perdón por lo de amarga, sé que es cursi, pero es la pura verdad. Tres días atrás, la madrastra había dado un palo maestro. Corrió a Luz, la cocinera, que también hacía de nana de los dos más pequeños, y a Felipa, la mucama. Tenían trabajando con nosotros ocho años, habían visto nacer a tres de mis hermanos, nos daban lo poco de afecto materno que restaba adentro de esas paredes, y esto a los seis, aunque en vida mamá las había tenido a raya, dejando claro que eran empleadas; las respetaba, les tenía ley (era recíproco), pero no eran de la familia. La madrastra había comenzado por acorralarlas, hostigándolas con tonterías, y digo tonterías porque la astucia no era lo suyo, aunque en su honor hay que decir que tenía el tino destructor de los tontos. Después, para ganar territorio, despidió a la lavandera (eso no sorprendió, la tercera en servicio era por natural mudable, porque Luz y Felipa hacían un bloque impenetrable, sus pleitos y complicidades sólo eran para ellas) y la reemplazó por una más boba que ella, más fea que ella, más joven que ella y de origen más humilde que ella (ni Luz ni Felipa cumplían con todos estos requisitos). La tipa se llamaba Laura, era gorda, la apodamos «el tanque de guerra» por su cinturita, por su actitud, y por el color que se traía, parecía más verde que otra cosa. Después, ya con Laura entrenada, corrió a Luz y Felipa de golpe, justo antes de navidad para echarles chile que arda. La boba Laura trajo de inmediato a la novia de su hermano, de ésa no me acuerdo el nombre. Otra casi como Laura, pero menos fea y todavía menos avispada, que seguía a la madrastra como un perro.
    
Hoy, frente a la mesa de nochebuena, lo que nos duele más es que en la casa ya no estén ni Luz ni Felipa. Las muchachas nuevas sólo tienen oídos para las órdenes de la esposa de mi papá. La mesa es ahora el territorio de la madrastra. Las tres la adornaron de la manera más extraña. Manteles de distintos tamaños, colores y adornos, sobrepuestos uno al otro, los platos de diferentes vajillas aventados en franco desorden, y una comida a todas luces repugnante, servida toda de golpe.
     —¿Nopalitos con qué? —pregunta Julio, el mayor de los varones, anda por los ocho años. Su pregunta es sin malicia, quiere la respuesta. Él siempre le ve a todo lo mejor .
     —¿Y eso otro qué es? —pregunta Male, la que sigue de mí, con un tono crítico prematuro a sus nueve.
     Todo nos da ascos.
     —¡Coman!
     Papá da la orden con un asomo de furia que pasa muy pronto, porque los pichoncitos están felices. Se dan picoretes entre bocados, y no se sueltan la mano sino para tomar la servilleta y pasársela por la boca. ¿Qué se limpian? ¿Las babas de sus besos o las salsas de esa comida tan oscura y tan asquerosa? Porque es definitivamente asquerosa, viscosa; ya la probé. ¿Dónde quedó el bacalao y dónde el pavo de nochebuena? Los dos se fueron por piernas, con Luz, con Felipa.
     Mónica, que apenas va a cumplir tres años, empieza a llorar. Julio brinca de su silla a consolarla y yo hago el gesto de seguirlo.
     —¡Déjenla en paz! —dice papá, dejando a un lado su cara de pichón—. ¡A sus lugares! ¡No se levanta uno a media comida! ¡Y menos en navidad! ¡Coman! ¡Mónica: come! ¡Ni te atrevas a hacer un berrinche, o te voy a cuerear!
     ¿Cuerear? ¿Qué es cuerear? Ni siquiera sabe Mónica qué es eso, yo sí porque lo he oído en la escuela; mamá nunca lo habría permitido, ni que se usara la palabra para amenazar, ni mucho menos que se practicara el acto. «¡Cuerear! ¡Qué ocurrencias!», pienso.
     No sigo con los detalles de la cena, que es encima de todo larga. Cada que alguien de los niños quiere hablar, papá lo calla, ahora con ánimo festivo:
     —El que come y canta, como loco se levanta —repite, no sólo pichón sino también loro, perico.
     El árbol de navidad que puso la madrastra es artificial y blanco, por querer parecer nevado salió albino. Nada parecido a los enormes pinos perfumados que compraba mamá. Al pie del arbolete hay sólo dos cajas, una para cada uno de los dos pichoncitos. Él para ella, y ella para él, con sus tarjetas. Las revisamos por la tarde, antes de que nos llamaran a cenar, aunque esté prohibido tocarlas.
     Nos vamos a dormir apenas levantarnos de la mesa, sin cantar villancicos ni abrir regalos. Tampoco los pichoncitos abren los suyos, «Son para la mañana», le dice ella a él, que está impaciente por verla abrir su cajita. Lo poco que cenamos se mueve de un lado al otro de nuestros estómagos, sin encontrar acomodo; se diría que el bolo alimenticio se acicala a sí mismo, como hace Vaca, el gato de los vecinos. Clarito sentía los lengüetazos de la comida yendo de un lado al otro de mi panza.
     Los pichoncitos quieren arrullarnos haciendo raros ruidos en su cuarto. Mi hermana mayor nos convoca al cuarto de las más pequeñas (me dice al oído: «aquí no llega el sonar de sus arrumacos»), y empieza a cantar: «Pero mira cómo beben los peces en el río», su villancico favorito, «pero mira cómo beben por ver al dios nacido». Mis otros hermanos cantan con ella. Yo no puedo, no me sale la voz. Pienso en mis primos, en mi abuela, en sus guisos, sobre todo en sus postres, en las luces de bengala y las piñatas y los regalos de otras navidades, y en los juegos que nos organizaban mis tíos. Nunca creímos en Santa Clos. Mamá no contaba mentiras, jamás. Los regalos se abrían en nochebuena, con toda la familia en pleno, la materna, porque era la nuestra. Para este día había sido puesta a raya por mi papá, «tenemos que estar solos, es un momento para consolidar», lo oí decir por teléfono a mi tío Óscar un par de semanas atrás. Estoy segura de que ellos tampoco imaginaron la nochebuena que nos preparaban los amorosos. La verdad es que yo creí que iba a haber una sorpresa especial para esa noche, regalos formidables, o uno común para todos —¿una casa en la playa, como la que habíamos tenido y papá perdió en algún mal paso de la fábrica?
     Así que mis hermanos cantan mientras a mí me ataca la melancolía. Julio y Javier sacan la plastilina del cofre que está adentro de la caja de juegos, donde ya todo es un revoltijo, Felipa era quien lo ordenaba. Con Male, se ponen a moldear las figuras de un nacimiento. «Mira, la Virgen», «yo hago el burrito». Dejo a un lado mis pesares y cavilaciones cuando están haciendo al niño. Es de plastilina verde.
     —¡Verde no! —objeto—. Va a parecer hijo de Laura.
     —¿Del tanque de guerra? —dice Male, burlona.
     Mi comentario les da risa a mis hermanos, y a mí se me espanta la melancolía.
     —¡Cómo crees! —dice Javier—. Este verde está bonito, es verde planta, no verde naca.
     En lugar de cara le pone Javier un botón blanco, y a todos nos ganan las carcajadas, los hoyitos para el hilo le sirven de ojos y nariz, le pintamos con plumón rojo la boca. El Jesusito no tiene brazos, «pero no importa, mira, es un tamal, como es recién nacido lo envolvieron en su cobija». Cantamos «entre un buey y una mula, Dios ha nacido», y nos vamos a dormir, con las manos oliendo a plastilina, las uñas negras de ésta, sin lavarnos tampoco los dientes. Yo me quedo en el cuarto de las pequeñas, quiero dormir en la cama de Male, le ofrezco una fracción de mi domingo para que me deje dormir con ella, pero se niega. Mónica ve su oportunidad, me convida a acostarme en su cama, quiere que alguien la abrace para conciliar el sueño y pasarse la noche entera así. A mí no me deja dormir eso de los abrazos, pero como tengo miedo de la visita nocturna de mamá, le prometo que la voy a abrazar «todita la noche». El miedo que tengo me avergüenza. A fin de cuentas, es mi mamá, la extraño, quiero verla. Me gana el horror de la muerta, por más que yo trate de convencerme de que qué más da, mejor así que de ninguna manera. ¿Qué quiere uno?, ¿que lo abandone su mamá sin decir ni pío, o que regrese aunque no pueda hablar? Ahora es ella, mi mamá, la que en las noches parece de mentiras, como un santaclós.
    
A las cuatro y media de la madrugada me despertó el fin del mundo. Intermitentes luces muy intensas rompían la noche. El mundo se iluminaba rojo, blanco, rojo, blanco. Uno de los caballos del Apocalipsis rechinaba muy agudo. Oí otro de los jinetes llegar, éste montado en una vaca, me parecía. No como el gato de los vecinos, ésta debía ser una vaca totalmente negra. Mugía; aullaba. Gritos. Portazos. Golpes. Voces. Hasta creí oír el timbre. Ya venían por nosotros. Aterrada, con el corazón prácticamente afuera del pecho, apreté los ojos. Temblaba de miedo.
     Mi hermanita Mónica se despertó.
     —¿Qué pasa?
     Eso sí era demasiado. Que yo sola oiga a mamá, pasa; que sola muera de miedo en las noches, es soportable; pero que no sean sólo para mí mis pánicos nocturnos, de verdad es intolerable.
     Saqué fuerzas de flaqueza. Me dije que mi terror se le había contagiado a Mónica. Porque yo temblaba. Contuve lo más que pude el pánico. La abracé fuerte. Le puse la mano sobre los ojos, cerrándole los párpados.
     —No pasa nada, chiquita. Duérmete. Sh, sh, sh.
     La arrullé cantándole que si la Santa Ana, que si llora el niño por una manzana que se le ha perdido, que si San José y otras cosas. Por fin la escena apocalíptica pasó. Regresó la oscuridad total y se dejaron de oír jinetes, caballos, pasos y gritos. Se acabó el crujir de dientes. Mónica se durmió y yo tras ella.
    
A la mañana siguiente no había quién nos hiciera el desayuno. Papá ya no estaba, nos asomamos y no vimos su coche en el garaje. Abrimos una caja de cornflakes y nos la comimos a puñados. Nos la acabamos. La madrastra por fin apareció, con mala cara (con peor, sería más preciso). Pero de pronto se animó. Una sonrisa iluminó su fealdad. Explicó, como si fuera lo más divertido:
     —¡Quién la viera tan mustia, andaba ya de cusca!
     Empezó con esto. Yo no sabía qué era cusca, ni tampoco mis hermanos, y Mónica preguntó por la primera que pescó de oídos:
     —¿Qué es mustia?
     La madrastra ignoró su pregunta, ni siquiera le plantó la vista encima, y empezó a contarnos lo que aquí sigue, feliz, feliz, como si fuera el chiste del año:
    
En el baño del cuarto de servicio, Laura había dado a luz. No era gorda, sino una embarazada con faja. No sé si el nacimiento fue a tiempo o si tanto trote navideño, tanto plato y tan distinto, tanto poner un mantel sobre otro y de diferentes colores y tamaños le había provocado un parto prematuro. El niño nació con vida, y lloró. El llanto despertó a la cuñada. Irrumpió en el baño, y vio a Laura enredando el cordón umbilical sobre el cuello del recién nacido y ahorcándolo con éste.
     —¿Qué es cordón umbilical? —preguntó Mónica.
     Madrastra de nuevo la ignoró.
     La cuñada, siguió contando, había tratado de impedirlo, y debió de ser así porque con las manos llenas de sangre…
     Aquí mi hermana mayor tomó de la mano a Male y a Mónica, y dijo:
     —Vámonos de aquí.
     Madrastra dijo:
     —Nadie se va de aquí, estoy hablando.
     Y continuó: Con las manos llenas de sangre, la cuñada fue a despertar a los pichoncitos, éstos llamaron a la policía y a la Cruz Roja.
     —Y su papá —terminó, muy satisfecha— no está porque de la Delegación se fue a la oficina, había un problema en la fábrica, ¡ya ven! ¡Lo de siempre! ¡Es un inepto! —suspiró—. ¡Ni siquiera sabe bailar!
     Mi mamá adoraba a «su Manuel», lo encontraba nada menos que perfecto. No sé si la estaba oyendo decir tanto improperio enfrente de las pequeñas, pero el ataque a su adorado habría bastado para sacarle chispas.
     Pero no vi chispas. La luz del día no permitía resplandores, apagaba cualquier manifestación sobrenatural.
     Cuando madrastra acabó de hablar, nos fuimos al cuarto de las chiquitas. Después se quejaría con papá de nuestras «peladeces», de que la habíamos dejado hablando sola (mentira) y de que nos habíamos acabado «sus» cornflakes (verdad).
    
Nos urgía hacer preguntas, porque había muchas cosas que no entendíamos. Lo malo es que no había quién pudiera explicarnos. Lo del cordón, por ejemplo. En la escuela de monjas habíamos oído en clase de biología hablar del parto, bastante medio medio, como toda la educación que recibíamos (si a fin de cuentas no éramos sino niñas), pero no habíamos puesto mucha atención en el umbilical. Mi hermana mayor dijo, como muy enterada:
     —Lo importante es que nació el niño.
     —¡Pero lo mató! —le explicó Javier, que aunque tuviera cinco años había capiscado el asunto. A ella una cosa tan horrible no le podía entrar en la cabeza—. Lo ahorcó su mamá, no seas mensa —agregó Javier para que no le quedara duda.
     —No me digas mensa.
     —Disculpa.
     Male remató, antes de que dejáramos de lado el tema del asesinado de navidad:
     —Así tiene que ser para que vuelva a nacer al siguiente año, ¿si no, cómo?
    
El resto de esa navidad pasó sin pena ni gloria. Mi abuela vino a dejarnos unas deliciosas tortas de bacalao. Madrastra no la invitó a entrar. También nos traía regalos, los abrimos parados en la banqueta: vestidos, trajecitos, camisas y blusas preciosos.
     Fuera de comernos las tortas, no hicimos nada más, ni siquiera nos probamos la ropa. Nos sentíamos como si fuéramos moscas pegando contra un vidrio. El jardín de al lado estaba vacío, Vaca no apareció, ni tras la puerta su reflejo, Vaca durmiente.
     Quién sabe cómo, pero se acabó el día. A media noche me desperté en mi cama. No eran los pasos de mamá lo que me sacó del sueño. A pesar del miedo que me provocaba, hubiera preferido su presencia a eso que no sabía qué era; la sensación era peor que oír a mi muerta acercarse, peor que saberla gruñir, incapaz de modular palabra, peor que saberla triste. Me levanté de la cama, por escaparme caminé rapidito hacia el cuarto de las pequeñas. La lámpara del buró de Mónica estaba encendida, su luz caía directo sobre el Jesusito de plastilina que había hecho Javier. El botón que le había puesto en la cara ya no estaba, tampoco de su frente hacia arriba. Faltaba también la otra punta de su persona, donde irían los pies. Parecía que alguien lo hubiera mordido de arriba y de abajo, tenía marcadas huellas que podrían ser de dientes. «Qué asco», pensé. Y me metí a la cama de mi Mónica, la abracé muy fuerte, y después de mucho esperar, por fin me dormí.

 

 

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