Nina, Roma

Cristina Sandu

(Helsinki, Finlandia, 1989). Éste es un fragmento de la novela «El equipo de natación sincronizada» (Tres Hermanas, 2022).

6:15 A.M.

Nina se prepara un desayuno rápido en la cocina y vuelve a su habitación, donde se acurruca entre las sábanas aún calentitas y mordisquea un poco de pan. Mira el crucifijo negro que hay colgado en la pared, un mapa enmarcado de Roma y una estantería de metal llena de novelas italianas; sus acompañantes silenciosos y carentes de significado. Sus ojos se quedan enganchados a los títulos como moscas atrapadas en pegamento. Se levanta de la cama, abre uno de los libros al azar y empieza a leer. Se da cuenta de que no sólo el texto sino también sus propios pensamientos están en un idioma que no es el suyo.

7 A.M.

Los clientes salen en tropel mientras Nina mantiene la puerta de la cafetería abierta. Las frases no se deslizan junto a ella sino a través de ella. Incluso la gente parece diferente hoy. Ahora el movimiento de sus labios, los arcos de sus cejas, las expresiones de sus ojos y la subida de sus hombros armonizan con lo que dicen, y sus rasgos se han afilado. Nina pide un capuchino, pone su bolso en el mostrador y saborea las palabras en su boca.

—La temporada turística empieza pronto, ¿verdad?

El camarero pone los ojos en blanco de forma dramática.

—Ni lo menciones —se ríe mientras golpea el colador contra el fregadero.

—En mi país no hay turistas —dice Nina.

—Ah, pensé que eras de aquí. ¿Eres del sur, entonces?

—¡No! No soy italiana, en realidad.

—¡Guau! ¿Dónde aprendiste italiano? —pregunta el camarero con sorpresa.

Nina coge la espuma con la cuchara y la chupa, rápidamente, como borrando un secreto. Sonríe e inclina la cabeza. La puerta está abriéndose y cerrándose constantemente. Las tazas tintinean, alguien quiere azúcar moreno. Busca una respuesta, pero lo único que consigue es reírse.

Sus labios, que desde su llegada a este país se han acostumbrado al silencio, ahora se sienten elásticos. Las palabras no le llegan desde fuera sino desde dentro, completas y preparadas. Los artículos caen en su lugar sin esfuerzo: no la hacen balbucear, sino que se le derraman de los labios. El final de las palabras, siempre distintas en su lengua materna, se enderezan. Los diminutivos, que normalmente están por todas partes, se desvanecen.

—El café es muy fuerte. Sólo le he dado un sorbo y ya estoy completamente despierta —se ríe Nina.

Bebe el café como si fuese un espresso y pide otro. Se le desliza por la sien una gota de sudor. Es muy fácil estar aquí y pausar la mañana un rato. Ahora incluso puede reconocer la ironía:

—Haga lo que haga, señorita, no permita que se le enfríe el café —le dice el camarero, y ella contesta del mismo modo, haciendo que las palabras giren alrededor del mensaje intencionado.

Apoya los codos en el mostrador, se coloca el pelo corto detrás de las orejas y juguetea con la taza vacía. Está totalmente alerta. Cree que falta algo y se da cuenta rápidamente de que es una pena. Pone el billete debajo de la taza y se apresura hacia la parada de bus.

8:15 A.M.

Nina desconoce en gran medida lo que ocurre en el almacén; sólo sabe de sus tareas. Valeria la ayudó a conseguir el trabajo como operadora logística. Las cajas que manejan los operadores contienen bebidas y comida que permanecen inmutables durante años: galletas de queso, palomitas dulces, patatas fritas y refrescos.

Deja su bolso dentro de una taquilla marcada con su nombre y se pone un chaleco amarillo de seguridad. Ve un destello de la permanente pelirroja de Valeria en la oficina acristalada. Valeria habla por teléfono muy exaltada y no la ve. Se pondrán al día más tarde. Nina tuvo suerte de conocerla inmediatamente después de mudarse a Italia. Valeria la ayudó a establecerse en la vida italiana, se lo enseñó todo y le explicó lo que tenía que hacer para encajar. Eso fue hace un mes. Incluso aunque Valeria no sea del mismo lugar que Nina, comparten su lengua materna.

En el almacén hay un zumbido constante: ordenadores, aires acondicionados, lámparas. Las baldas de acero se elevan como gigantes. Las lámparas son invisibles: su luz blanca se derrama entre el techo y las baldas superiores. El chaleco de seguridad hace frufrú mientras Nina empuja el carrito hacia la primera balda, cuyo destino está escrito en la lista de tareas del día. Cada vez que se mueve, el chaleco de seguridad exuda el hedor de años de sudor.

No hay nada que no pueda decir en ambas lenguas, piensa, y se agarra a las asas del carrito. Nada permanece dentro de una lengua. Cada pensamiento, como el de que finalmente se volverá insensible al olor del almacén, engendra a su doble.

10:22 A.M.

La furgoneta de reparto espera en el aparcamiento en un silencio recio. Acaba de llegar una. La puerta se abre y aparece Angelo. Es el único conductor que saluda siempre a Nina con un encantador «hola», que es la razón por la que ella ahora se dirige hacia él, con los labios preparados con una frase para entablar conversación. Cuando le pregunta «¿Cómo está hoy, señor Angelo?», hay una emoción inocente en su cara.

Está concentrado buscando algo en sus bolsillos y parece sorprendido, como si esta mujercita hubiese salido de debajo del asfalto.

—La primavera ya está aquí, ¿verdad, Angelo?

Puede sentir esa nueva entidad que está ausente en su lengua materna: los copulativos «ser» y «estar». Con qué naturalidad se colocan en su lugar, igual que la lluvia en un arroyo seco.

—¡Un día encantador! —dice mientras el pánico se desliza sigilosamente en su voz.

Unas gotas de saliva salpican las gafas de sol de Angelo. Endereza su espalda, sonríe divertido, se toca la coleta y, mientras hace tintinear las llaves, dice en inglés:

—¡Muy bien, señorita! ¡Muy buen italiano!

El tatuaje del final de su cuello se mueve. Es la mitad de un pez espada que ha atravesado a un topo peludo con el pico. Angelo balancea las llaves en el aire, ve algo, y empieza a caminar en esa dirección. En la puerta del almacén hay una mujer. Enciende un cigarrillo para ella antes de hacerse uno para él. La mujer coge el cigarrillo con mal humor y mira a Nina.

—¿Quién es ésa?

Angelo mira a Nina y resopla. Estira los brazos, mientras el cigarrillo humea hacia el cielo, y dice:

—Oh, no es nadie, sólo una rusita.

Las palabras, como una piedra lanzada de repente, pillan a Nina desprevenida, y casi se desploma. Él levanta la mano y la saluda, sonriéndole.

12:30 P.M.

Nina se abre camino por entre las mesas para comer hasta el final del comedor, donde están sentadas Valeria y Mia. Ambas trabajaban en atención al cliente. Al principio, cuando a Nina le dolía la espalda a diario, la consolaban con la perspectiva de un ascenso. Algún día, cuando el italiano de Nina fuese lo suficientemente fluido, se sentaría en una silla cómoda y sólo se ocuparía de contestar el teléfono.

—¿Cómo estás, amore? —le pregunta Valeria.

Nina ha estado esperando desde esta mañana para contarles a ellas, sus únicas amigas, lo que ocurrió. Quizás cambiará directamente al italiano y quizás comparta la noticia como si nada, permitiendo que la sorpresa colonice sus caras para recibir después sus histéricas preguntas. Después, cuando se hayan calmado y hayan digerido la situación, comenzarán una nueva conversación en italiano, sin esfuerzo, ellas tres, cabeza con cabeza, en confianza. Estoy bien, dice Nina en inglés, jugueteando con sus pendientes. Sonríe tímidamente, como una niña delante de otros jugadores, y abre el táper con las sobras del día anterior.

Las mujeres asienten animadas y vuelven al italiano. Mia, de Nápoles, parece aliviada, como si hubiese pasado de meterse en una piscina fría a una caliente. Le cuenta a Valeria su viaje a casa del fin de semana siguiente, pronunciando la palabra «casa» con ensoñación, como si fuese mucho más que un simple viaje en tren.

Cuando Valeria desenvuelve su sándwich, el olor a jamón lo invade todo y en uno de los lados de la nariz de Mia aparece una arruga. Nina cierra su táper: la pasta está muy pasada y los tomates aguados.

12:45 P.M.

En apariencia, es un día como cualquier otro. El polvo aumenta en las esquinas de la habitación con las primeras moscas muertas de la primavera. No se ve el sol, pero su luz se refleja en la superficie de las furgonetas y se cuela en la estancia por las ventanas.

Cолнышко. No es sol, sino solecito. Los labios de Nina forman los filos de la palabra, redondeando su boca como un soplador de vidrio. El hecho de que sus pensamientos hayan estado flotando a su alrededor en italiano durante todo el día se entiende ahora, pero su lengua materna, con esa elegante y juguetona solnyshka, vuelve a ella. A diferencia de su análoga italiana, la palabra hace referencia al sol de la infancia, que sisea mientras se hunde detrás del río.

Delante del escurridero hay una mujer muy joven que vacía un sobre de café instantáneo en una taza. El chaleco de seguridad se extiende por toda su enorme espalda, prácticamente estallando por los bordes, apretándola bajo los sobacos.

Mia se inclina hacia Valeria y junta las manos.

—Hablando de ballenas —dice—, no sé si habéis visto ya a nuestra nueva empleada. He oído que es la sobrina del jefe y que suspendió todos los exámenes en la Universidad Roma Tre.

Cuando Valeria frunce el ceño sus ojos se estrechan. Nina espera que Valeria le pegue un corte por su mezquindad.

—Esa es una verdadera p… —dice Valeria alegremente, y mira a la chica, que ahora está removiendo su café. Le hace señas para que se una a ellas. La chica, insegura pero contenta, camina hacia ellas sujetando la taza de café contra el pecho. Valeria nota que Nina le está frunciendo el ceño, por lo que le guiña el ojo.

—Es nueva aquí —le dice astutamente a Nina en ruso, quien se da cuenta de que acaba de hacer una traducción incompleta del diálogo.

La expresión que utilizó Valeria es jerga en italiano, que al principio suena inofensiva. Su significado, que sólo reconocen los hablantes de italiano, se refiere a mujeres con sobrepeso. Y si cambias una letra, el significado también cambia, esta vez a una palabra burlona para la vagina. Nina ahora acarrea este conocimiento en su interior. Es como un dolor de estómago.

2:17 P.M.

Si se te olvida empujar las cajas entre las piernas cuando las levantas, puedes hacerte mucho daño en la espalda. Una caja cae al suelo, junto a sus contenidos, pequeñas latas rojas de refresco. Nina las recoge despacio. En su mente sigue zumbando la increíble certidumbre de que ya puede hablar en italiano. Ve a Valeria dentro de la oficina sujetando el teléfono entre la mejilla y el hombro. Le duele darse cuenta de que no la conoce, después de todo, que la única persona con la que hasta ahora compartía aquí su idioma es una persona completamente diferente.

5:52 P.M.

El bar al otro lado de la estación de trenes está vacío. Las sillas y las mesas están dispuestas en la acera, que está manchada de chicles. Nina elige la silla que está más cerca de la carretera y se desploma en ella. Le palpitan los pies. Su ventana está en el piso superior del edificio que hay detrás del bar. Ir allí ahora parece imposible, como si la persona que volvió ayer del trabajo y la persona sentada ahí ahora mismo no pudiesen ocupar el mismo espacio.

Un enjambre de lámparas cuelga de la entrada del bar. Su luz intercepta la cara del camarero mientras camina hacia Nina. Pide un vaso de tinto de la casa, pese a que le gustaría tomarse una garrafa entera. El camarero se da cuenta de que no quiere hablar y la deja tranquila. Nota la presencia de algo superfluo, y se da cuenta de que aún lleva puesto el chaleco de seguridad. Se lo quita de un movimiento, lo hace una bola y, sin saber qué hacer con él, lo mete debajo de la silla.

Un tren atraviesa a toda velocidad la oscuridad y hace que la tarde contenga la respiración. Las cosas a su alrededor ya no las siente duplicadas sino conectadas. El vino no es más que uvas en un vaso. El abismo entre los dos idiomas ha desaparecido, dejando espacio para que, al día de hoy, sólo pueda anticipar. Se pone en una postura más cómoda en la silla y mete las manos frías entre los muslos. Aunque se haya arrastrado hasta aquí como un animal herido, de repente tiene tanta hambre que le hincaría los dientes al borde de la mesa. En cambio, se come todos los frutos secos del bol y pide más. Se quedará ahí sentada y observará los trenes y a sus pasajeros enmarcados por las ventanas iluminadas, e intentará averiguar si vienen o si se van

Traducción del finés de Ainize Salaberri.

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