«Luck Be a Lady»
1948. La guerra. Fui herido. De regreso a casa, quedé postrado durante días y luego comencé a pintar. Sobre los muros. Porque había matado a las gentes antes de haber besado a una muchacha. Un día, después de haber bebido una copa en el café Pilz con mi amigo Ménachké Baharav, que tocaba allí y me dedicó la triste canción «En las llanuras de Neguev», salí a dar una vuelta sobre el antiguo paseo del malecón. De pronto, una presencia muy próxima me detuvo. Un olor fuerte y edulcorado. Arriesgué una mirada de reojo, que se topó con un perfil de mujer. Lentamente, nos fuimos acercando y, sin decir una palabra, nos abrazamos. Como yo tenía todavía la pierna enyesada, tuve que arrastrarme detrás de ella a lo largo del parque London hasta el Excélsior, un sombrío hotel para soldados. Subimos a un cuarto donde había una pequeña cama y algunas manzanas podridas. En la ventana, el mar. La luna llena. Ella gritó en alemán, abrazó mis zapatos, me confundió con la Gestapo. Fue amable, esta mujer. Me enseñó de todo. En la mañana nos miramos. Preguntarnos de repente cómo nos llamábamos se había hecho imposible, así que nos quedamos ahí, de pie, cara a cara, calle Ben Yehouda. Comimos un beiguélé. Ellame cubría con una mirada llena de amor, yo la contemplaba sin saber qué decir. Enseguida, atravesé la calle Bougrashov y volví a subir hacia el norte, hacia el domicilio de mis padres, la calle se llenó de carretas, de autobuses, de bicis, muy pocos autos, y de pronto comprendí que yo quería a esta mujer. De lejos, ella me seguía con la mirada, dolorosamente, luego volteó los talones y se fue, vencida entonces por este nuevo país que era el mío. El olor que emanaba de ella, de su ropa, un olor de otra parte, remontaba mis fosas nasales. Traté de alcanzarla, pero cojeaba. Desapareció en la agitación matinal, párpados caídos, como de culpabilidad. Después encontré a una chica. Antes de mí, ella había frecuentado a un tipo que se había muerto entretanto, pero ella se encontraba sin embargo con que tenía que mantener el rol de novia desconsolada cerca de la familia en duelo. Desaparecíamos en el parque público para estar juntos, ella se sentía terriblemente culpable y acabó por abandonarme… por uno de mis amigos.
¡Qué arrogancia ir a golpearse la cabeza contra el Muro de los Lamentos! Yo dejo ese placer a otros.
Simha dio nacimiento a Sarah, Yossef y Alexander. Mordekhai engendró a Moshé y Bluma. Su abuela, una reina judía, se había lanzado al galope, en ropas de Eva, en un caballo para traer la salvación.
En 1970 H. dijo, Dani está muerto, Bill está muerto, he ahí que nuestra generación vuelve a empezar a morir.
Cada vez que iba a enterrar a un amigo al antiguo cementerio, Sarah, mi madre, evocaba ese día de 1921 cuando fueron depositados en el patio de su escuela los cuerpos despedazados de Yossef Haim Brenner y sus amigos. Eran veintidós, habían sido torturados. Yo, me decía ella, cubrí con sábanas sus cadáveres lacerados. Fueron enterrados juntos porque había sido imposible determinar cuál pedazo pertenecía a quién. Aquí tienes la herencia que te dejo, perdóname.
Luego, me inscribí en un barco de inmigrantes. Al llegar a Nápoles, fui víctima de burlas porque, en lugar de precipitarme como todo el mundo a la Sesenta y Nueve, el mejor burdel de la ciudad, preferí ir al museo. Por doquier, ofrecían los niños el paseo por diez cigarros. My sister, clean, shaved young,me dijo una joven que llevaba de la mano a su hija. Le di dinero pero yo preferí continuar hasta el museo, la vi caer de rodillas frente a una Madona, un cura descalzo, que recogía excremento de caballo para calentarse, había puesto al lado de la estatua una lámpara de alcohol, y la Madona lloraba. En el museo, después de haber admirado los frescos de Pompeya, sentí que tenía hambre, divisé a un hombre muy flaco, una gran cacerola colgada al cuello, que vendía espaguetis. Le pedí una porción ¿Con o sin?, inquirió él. Con, respondí. Sacó dos botellas de su bolsa, tomó un trago de cada una, los mezcló haciendo gárgaras y lo escupió sobre la pasta. Yo me alejé varios pasos, y en cuanto estuve fuera de su vista me deshice del paquete. Una nube de niños se arrojó encima. Tragaron hasta el papel periódico. Tomé un taxi viejo, alcancé a mis amigos en la Sesenta y Nueve, fui recibido con las mismas burlas, ¡mira, un socialista que desembarca en plena podredumbre capitalista! Había una mujer desnuda que giraba, sentada sobre un taburete de piano, y muchachas excesivamente maquilladas que proponían sus encantos haciendo muecas. Un amigo me presentó a una joven señorita, flaca y asustada. Está aquí desde el martes, me aseguró. La llevé afuera y le pagué las joyas de pacotilla de la vitrina delante de la cual ella se detuvo. Le compré incluso zapatos y un abrigo. En esa época la lira valía cuatro dólares, todos nos sentíamos ricos como Crésus. Fui con ella a un restaurante a Santa Lucía donde decenas de establecimientos vacíos atendían hipotéticos clientes, la invité a comer, ella se arrojó sobre la comida como una tigresa. Noté que los meseros, cuyas mangas estaban manchadas, vigilaban nuestra comida masticando el vacío, entonces los invité a ellos también. El chef apareció, lo invité junto con su aprendiz. Invité también al patrón del restaurante, un tipo que, sentado en su silla, aterrorizaba a todo el mundo supervisando los lugares como un caporal, pero como tenía hambre se juntó con nosotros. Bebimos. El Vesubio resplandecía bajo los proyectores de un barco. Di un paseo con la chica. Me llamo Angelina, me dijo antes de pedirme que le comprara agujetas para zapatos, lo hice. Se las amarró entonces de extremo a extremo, luego ató un extremo a mi mano, soy tu perro, declaró, no me abandones. Los migrantes esperaban ya en el barco. Yo regresé al Pan York y Angelina permaneció sobre el muelle, en lágrimas. Después mi abuela murió. Los otros abuelos murieron. Pasé un año en Jerusalén ocupando ilegalmente el techo de la escuela antigua de un convento en el patio del cual crecía un inmenso árbol. San Jerónimo, a saber, se sentaba bajo su follaje.
Luego un año en París. A pintar. A frecuentar el Café du Dôme. Algunas aventuras amorosas, una relación con Flora. ¿Por qué justamente Palomas blancas y señores villanos (en inglés, Guys and Dolls), esa película que volví a ver en mayo de 2002, calle Bilu en Tel Aviv, en un edificio apenas un año más viejo que yo? ¿Por qué justamente esa película donde cantan «Luck Be a Lady»jugó el rol de catalizador que me ha empujado a emprender el presente viaje en el tiempo?
En 1952, en la inauguración de mi primera exposición organizada por la galería Feigl en Nueva York, calle 57, una mujer llamada Beulah compró una de mis telas. Nos hicimos muy amigos desde entonces, pero en esa época yo no la conocía. Exaltado por los doscientos dólares que tenía en la bolsa, persuadido también de que, si había vendido un cuadro el día de la inauguración, vendería muchos otros durante las dos semanas de la exposición, esperé el final de la velada, me encontraba con una decena de amigos, todos ebrios con el vino que la adorable señora Feigl(la misma galerista que descubrió a Kokoschka en Praga) había generosamente servido e invitaba al grupo a un restaurante libanés, vacío la mayor parte del tiempo. Si los clientes entraban, el dueño, Anton, aportaba el menú, escuchaba el pedido, lo anotaba con cuidado, iba a plantarse delante de la ventanilla abovedada que atravesaba el muro, gritaba la lista de los platillos, entraba enseguida a la cocina, pasaba detrás de los hornos, gritaba el pedido a medida que lo preparaba, después volvía a salir, tomaba el platón que había puesto de antemano sobre el borde de la ventanilla, venía a servir luego, discretamente, regresaba a lavar la vajilla. Al final del servicio, era él quien limpiaba las mesas. Cenamos, enseguida yo compré los boletos para Palomas blancas y señores villanos, que era la última, después de años en cartelera. Esta velada me costó todo lo que había recibido por la venta de mi cuadro. ¿Pero la vida no es una comedia musical? Divertida, tiernamente humana, tramposa. A las once y media de la noche, nos encontramos en la calle 42. Había un cine que sólo proyectaba películas cómicas. En el vestíbulo, justo frente a la entrada, una serie de espejos deformantes recibía a los espectadores. Hicimos primero una ronda con la botella de bourbon que Cyril Johnson, el percusionista, había comprado, luego nos paramos frente a la inmensa sinfonolamecánica que ahí se encontraba. La máquina chirriaba, giraba sobre ella misma, había flechas que la traspasaban arriba, ella petardeaba y lanzaba terribles carcajadas, pese a que Cyril exclamó, soy un Marciano, ¿qué hace una chica tan hermosa en un lugar como éste? No me acuerdo qué película vimos, en realidad dos películas, pero yo no recuerdo nada de la segunda. Hacía frío, la nieve comenzó a caer, nos fuimos todos a nuestra casa —lo que no quiere decir en absoluto que tuviéramos una verdadera «casa nuestra». Sé que cantamos «Luck Be a Lady», después me metí a la cama con o sin pareja, olvidé esta parte de la historia.
Al día siguiente en la mañana, bajé a comer en un drugstore, en la esquina de la Sexta Avenida y la calle 8. Tomé huevos overeasy preguntándome quien pudo haber inventado un nombre tan original para definir el significado de los huevos estrellados volteados sobre sí mismos. Observé a un hombre viejo sentado en otra mesa, bebido a pesar de la hora matinal, se esforzaba en vano por encontrar su boca con su mano para meterse su pequeño pan. Le ayudé a comer. Me pidió un cigarro, que le di después de habérselo prendido. La sinfonola tocaba «Moonlight in Vermont». El hombre me dijo que seguramente yo era un pintor de mierda. Yo le conté de la inauguración de la víspera porque no tenía a nadie más a quien contárselo. Había tenido una pareja, había ella compartido mi cama, lo que haya sido, incluso si yo hubiera tenido una, ella se evaporó en la madrugada sin que nos hayamos podido hablar. Él trataba de interesarse en mi historia, me preguntó cuánto dinero había despilfarrado, doscientos dólares, le respondí, y de pronto, recordé que tres años antes, en París, Katia Granoff, dedicada en cuerpo y alma a Soutine, había expuesto varios de mis cuadros en su galería, calle Seine. Un norteamericano había entrado y había comprado una tela. En esta época, pasábamos días enteros en el Dôme en torno a un vaso de agua y a dos miserables tazas de café. De improviso, me encontré con treinta mil viejos francos en la bolsa, lo que equivalía al salario mensual de un funcionario. Me acerqué a un taxi estacionado a medio bulevar Montparnasse y, una vez instalado sobre el asiento trasero, le dije al chofer, ¡en marcha! Lancé la frase como un gran señor. Perplejo, me preguntó a dónde quería ir. Lo tomo por todo el día, le respondí. Circulamos y vi París con los ojos de un millonario norteamericano. Compré vino y queso para el chofer. Me cantó canciones con una voz áspera de dudosa musicalidad, pero era simpático y generoso. Le pagué las horas de corrido. Nos detuvimos frente a Maxime y empujamos la puerta. El botones trató de impedirnos la entrada —no nos parecíamos a su clientela habitual— pero París era entonces una ciudad pobre, no había más que un solo semáforo (en Trocadero), deslicé un billete de cien francos en la mano del mesero, nos hizo sentar y comimos por algunos miles de francos más la comida más fastuosa de mi vida. El chofer del taxi rozaba la apoplejía, cuando veía pasar a sus colegas en la calle, gritaba, ¡eso es, América, América! Pasamos sobre y bajo los puentes, hicimos una parada en el Café de la Ópera, donde se nos sirvió café y pasteles y no regresamos al Dôme sino hasta entrada la noche. Salí del coche, el chofer me apretó calurosamente entre sus brazos bajo los ojos atónitos de mis amigos y, una vez sentado con ellos, me di cuenta de que no me quedaban ni siquiera cinco céntimos para pagarme un espresso. Mi comprador era un norteamericano rico. Había desembarcado en París con un Cadillac importado de los Estados Unidos, el primero que pudieron ver los franceses. Trajo con él a su mujer y a su hija, la grande Risa.
Al día siguiente, fue ella quien vino a recoger el cuadro de su padre. Viendo el estado de deterioro de mi cuarto, bajó a conversar con la conserje, quien vociferó, no hay cobija para él, ¡no tiene que taparse más que con las chicas que trae! Risa, que me tomaba por uno de esos artistas que uno veía en el cine, fue a comprar vino y algo de comer, pasamos juntos un día y una noche, su cuerpo expresaba a la vez una gran dulzura y rabia, una especie de rabia retroactiva. Hice su retrato en carboncillo. Su padre no supo nada de esta relación. Su madre, sí. Una mujer con el rostro anguloso, con una nariz pequeña, una cabellera opulenta y una mirada de lechuza. No tuve que esperar mucho tiempo para encontrarme también compartiendo su cama. Durante muchos días, alterné a la madre y la hija. No es que yo no tuviera cierto orgullo, pero en esta época (y durante muchos años), mis escrúpulos eran siempre suplantados por una necesidad aguda de estar con mujeres, solteras, viudas, jóvenes y menos jóvenes. Madre e hija acabaron por cruzarse en mi casa, hubo gritos y lágrimas, lo que no les impidió unirse para obligar al padre a comprarme otro cuadro. Ese hombre atravesaba la ciudad al volante de su Cadillac, únicamente para saborear el placer de ver a esos franceses (que él detestaba y llamaba «collabos» desde que había estado en la armada norteamericana en París) babear frente a su coche.
Encontré el rastro de la grande Risa (era muy grande, como casi todas mis mujeres) en Nueva York, pero ella rechazó verme, por el contrario su madre aceptó, aunque me hizo comprender bien que ella me consideraba como a un joven tierno y sin nada en común con ella. Decía que sentía por mí un profundo dolor, un gran apetito y un deseo de aventura. Tuvimos algunas citas en hoteles que ella escogía, nos injuriábamos, ella me detestaba, a mí me agradaba su compañía, me compró tres camisas bonitas y un abrigo de invierno, luego, un buen día, desapareció. Su hija no quiso ni siquiera contestarme el teléfono.
En París también estuvo Flora, que me hacía pensar, por su aspecto y su manera de moverse, a Arletty en Les enfants du paradis. Arletty, increíble actriz (no de las más virtuosas, ciertamente), quien, en el curso del proceso que intentaron esos hipócritas de los franceses, declaró, en un arranque de cólera porque se le reprochaba sus relaciones con los alemanes, mi corazón es francés, pero mi culo no pertenece más que a mí.
Un día, entré a un bar en Montparnasse, un bar en el cual sólo quien estaba triste tenía el derecho de eternizarse. Flora parecía ciega a su propia belleza. Yo la miré. Ella me miró. Algunos días después, ya sabía que se apellidaba Flora. Tenía una sonrisa tímida pero una especie de frialdad escondida marcaba su rostro. Las simientes de una tristeza desconocida salpicaban sus ojos y entre nosotros se levantaba un muro de problemas. Hice varias tentativas torpes, por lo que fue ella quien salvó nuestra historia arreglándoselas para que nos encontráramos en los brazos uno del otro sobre el muelle del Sena. Luego a mi cuarto. Venía en el día, desaparecía en la noche. Mientras estaba conmigo, un Rolls Royce esperaba abajo del edificio con un hombre viejo sentado en el interior, con arrugas marcadas, vestido con un abrigo de piel. A intervalos regulares, un chofer con una gorra salía del vehículo, levantaba la cabeza hacia la ventana de mi cuarto, luego se volvía a sentar dentro del coche. Ella me explicaba que el señor era su prometido, que debía casarse con él a causa de algo que se remontaba a un pasado lejano, no cesaba de pedirme que le ordenara quedarse, invocaba secretos, lazos oscuros, hablaba de golpes, de heridos, de muerte.
Me cantó un himno nacional (ucraniano quizá), declaró que lamentaba amarme, mencionó también un lugar donde se disparaban balas reales, perros de caza, un hombre que la habría comprado. En cuanto a mí, no comprendía nada porque estaba persuadido, tras mi pasaje en el movimiento de la juventud laborista, de que el amor debía ser explicado, de lo contrario cantado. ¿Cómo podía yo darle órdenes? ¿Qué sabía de los secretos que crecían en el drenaje de una historia tumultuosa y oscura? Le dije que yo no podría amarla nunca, aun menos darle órdenes. Me pidió enseñarle a decir en hebreo «mi lobo» (zeevi) y «No pondrás bozal al buey que trilla» (Al tahsom shor bedisho).
El París de 1950 consagraba un verdadero culto a la Unión Soviética. «Cuando se cortan los árboles, hay siempre virutas que caen», se justificaba muy seriamente cada vez que alguien se sumaba al medio millón de víctimas masacrados por el pequeño padre de los pueblos. Representábamos a Thorez como el líder que traería la revolución a Francia, a Stalin como paloma de la paz y al realismo socialista como la cultura de vanguardia. Flora, ella, creía en la astrología, mentira fatal de un capitalismo depravado cuyo fin no podía más que estar cerca. Desprendía un olor a podredumbre, los gatos negros traían desgracia, no había que sentarse sobre una maleta, ensayaba sin cesar la palabra zeevi, y repetía el versículo sensual que le había enseñado, Al tahsom shor bedisho. Un buen día, se plantó vestida con prendas gruesas y un abrigo de piel, zapatos de charol, se puso a hablar del destino, del dinero como garantía de libertad, de su aversión por las masas trabajadoras, de su desprecio por los ociosos, exigió una respuesta, parada ahí al centro de mi pequeña habitación en forma de buhardilla, dijo que era el momento de mandarla. ¿Estás loca? ¿Cómo quieres que humille a alguien? Todo ser humano es la imagen de la creación, traté de hacerla entrar en razón. La sentí de pronto desconcertada, luego el desprecio brotó de sus ojos y se apartó de mí. Estaba demasiado abrigada para este día de verano, julio, partió, descendió las escaleras, salió a la calle Rennes y comenzó a caminar. El Rolls Royce la siguió, ella aventó su abrigo de piel al interior. Y mirándola así desde arriba, tuve una revelación, recordé el poema más triste de Bialik:
Una planta creció en la ventana
Todo el día contempla el jardín
Donde crecen sus amigos
sólo ella permanece arriba atrapada
En un destello de lucidez, sentí un olor mezclado de cebolla y rosas, vi como un velo y comprendí súbitamente que la amaba. Que sí, podría yo explicarle el porqué. Entendí que ella era el buey al que no se podía estorbar mientras trillaba. Bajé rápidamente las escaleras pero ya la había perdido de vista, corrí hasta Saint-Germain-des-Prés, como con la joven inmigrante encontrada en Tel Aviv cerca del mar, como en la última escena de Les enfants du paradis, esa escena trágica e inolvidable donde Jean-Louis Barrault pierde a Arletty entre la muchedumbre. La vi finalmente y grité, pero un desfile colorido arrancó en boulevard Saint-Michel, era el 14 de julio, ella no me escuchó y desapareció. La busqué enseguida por todo París, incapaz de olvidar su mueca de desprecio divino. Como el de Arletty. Ella no tocaba las cosas, no, quedaba siempre un espacio entre ella y el objeto sobre el cual ponía la mano, me amó con resignación y cólera.
Hubo otros episodios. Un día en que estaba en el taller de Manne Katz, lo vi pintar con modelo, una mujer a la Rubens, gorda, la piel de una blancura resplandeciente, que llevaba una cruz sobre el pecho y posaba desnuda, sentada sobre una tela, que, me explicó él, era en realidad una cortina sagrada, puesta a salvo de las llamas que habían devastado una sinagoga de Lodz. Yo, que no soy religioso, no pude impedir golpearla, la mujer desnuda se puso a gritar, llegó un gran Negro, me echó a la puerta y yo me fui derecho a la casa de la escultora Channa Orloff quien vivía al lado de la Grand Chaumière. Ella trabajaba en un yeso de mi rostro, del que hizo luego un bronce. Le conté mi percance, ella se rió con toda el alma, luego me mostró un dibujo que Modigliani le había regalado, con una dedicatoria en hebreo. Ese invierno fue duro, tuve algunos malestares a causa de mi herida de guerra aún no totalmente cicatrizada, me aconsejaron ir a Nueva York porque allá, me aseguraron, esperaban todos ver a su primer soldado hebreo. Había guardado, de los tiempos cuando trabajaba en el Pan York, una tarjeta de O.S. (Ordinary Seaman: marinero de tercera clase) y me hice contratar en un barco italiano que navegaba bajo el pabellón panameño y transportaba campesinos alemanes a Alberta, en Canadá. El trabajo era duro, el mar picado. Había una veintena de pasajeros en los camarotes pues era un barco de flete, en las bodegas habíamos metido las tropas, los toros y las vacas alemanas, los marinos, italianos en su mayoría, subían por el puente superior, gritaban y orinaban sobre los alemanes ebrios, acurrucados sobre el puente inferior. En el camarote vecino al mío dormía una joven norteamericana que regresaba de París después de un amor fracasado y comía chocolate todo el día. Nos tumbábamos frente a la portilla, a ella le encantaba ver las olas romperse contra el vidrio. No era ni bella ni fea, tenía un tatuaje en las nalgas, de ésas con las que uno se siente bien pero a las que se olvida rápido. Era originaria de Minot, Dakota del Norte. El nombre de Minot, me explicaba ella, venía de la primera cabaña que había sido construida allá, con nueve orificios para defenderse mientras que ellos eran diez pioneros. Cuando los indios atacaron, uno de los hombres gritó where’s my knot (¿dónde está mi nudo?). Nunca la volví a ver, pero un día, después de haber leído en el periódico la crítica de una de mis exposiciones, ella me mandó una foto suya, rodeada de un hombre y cinco niños. Extrañamente, tuve la impresión de que no era su familia sino gente que ella había invitado para posar. Quizá le hice mal, lo que sea, me parecía que ella tenía perfectamente su lugar frente a las olas que rompían contra la portilla sin poder entrar en el camarote. Desembarqué en Tierra Nueva, me hice contratar por un barco de pesca que iba a Nueva York y llegamos a Hedboken, Nueva Jersey.
Ahí me esperaba Gandy Brodie, un norteamericano que había conocido en París. Es él quien me había hecho descubrir el Chez Inez (por el nombre de la propietaria del lugar, una cantante casada con un danés), un club de jazz donde él trabajaba. Se ganaba la vida garabateando caricaturas de gentes a quienes, la mayoría, se les hacía que el resultado no se les parecía y exigían un reembolso, pero como en el conjunto había siempre uno o dos que no se atrevían a quejarse, eso le permitía ir viviendo.
Es en ese club que descubrí el jazz. Un día, él me hizo escuchar un disco de Billie Holiday, diciendo que la voz de esta mujer era como el agua seca. Yo no comprendí esta expresión pero ella me gustó. Más tarde, él me envió una carta, en cuyo sobre había escrito: «A la atención de Yoram Kaniuk, ciudadano israelí en París», en la que insistía que lo alcanzara en Norteamérica. Me acogió a mi llegada y su primera pregunta fue cuánto dinero traía. Ocho dólares y cuarenta centavos, respondí, lo que lo desilusionó profundamente, pues, aunque judío él mismo, era de esos que creen que todos los judíos (menos él) son ricos. Tomamos un camión a Manhattan y de ahí a los alrededores de la calle 100 o algo así, continuamos a pie, el sol brillaba, era un bello día de otoño. Delicioso olor de café tostado y de flores. De todas las sinfonolas de los almacenes y de los restaurantes se elevaban dos canciones: «Somewhere Over the Rainbow» y «Stormy Weather». Sentí inmediatamente que había llegado a mi destino. En efecto, tuve un enamoramiento instantáneo por esta ciudad donde iba a vivir por diez años. Gandy llevaba una bufanda colorida alrededor del cuello, un joven guapo con la cabellera enmarañada y movimientos bruscos pero que, justamente por su torpeza, desprendía un estilo particular. En la época en que nació, en el Bronx, Solomon Gabriel Brodie, la miseria reducía a su padre a fajarse el cinturón, a masticarlo, a hacerlo masticar a su familia y era todo, decía Gandy, terminado el buen tiempo, la gran crisis. Niño, había sido abandonado muy pronto a sí mismo, lo que le había enseñado la fuerza, y conocía los mejores rutas de Nueva York, sobre todo las direcciones donde se podía comer barato. Tenía aventuras con mujeres mayores que le ayudaban, en consideración a su estatus de artista, y mantenía también lazos extraños, de los que no comprendí nunca la naturaleza, con un japonés que venía de vez en vez a esconderse a su casa por algunos días. Sus mejores amigos eran todos músicos de jazz. Antes de nuestro primer encuentro en París, su grupo de amigos tenía la costumbre de organizar regularmente fiestas durante las cuales hacían una colecta para enviarlo a París, la ciudad de sus sueños. Pero Gandy derrochaba sistemáticamente el dinero recolectado y no partía, hasta la fiesta siguiente… Y luego un buen día, se fue de cualquier manera, llegó a París, una mochila en la espalda, y no había ni siquiera puesto un pie en tierra cuando quiso regresarse. En ese momento fue cuando nos encontramos. Él repetía que, después de Nueva York, París era pan comido, le llamábamos Gandy por esa especie de baile simiesco que les ha valido ese apodo a los instaladores de las vías del tren. Nadie en Nueva York ejecutaba el Gandy como Gandy, un hassid preso en el cuerpo de un griego salido de algún pueblo apartado, había incluso bailado una temporada en casa de Martha Graham, pero ella le había aconsejado parar porque estaba muy pesado. Entonces había comenzado a pintar, sin saber dibujar, aunque sus cuadros eran como su gestualidad, como su increíble personalidad, con espesor, inspirados, mezclaba los colores con un suave torbellino pero con mano firme, pegaba arena sobre las telas, agregaba capas y capas de pintura. Gandy era alguien muy abierto, pero al mismo tiempo guardaba en él los secretos de un pasado del cual evitaba hablar. Se contaba que un día había estado metido en una pelea y que lo habían tratado de matar. Contaban que había tocado en la calle, que le gustaba pagar los tragos (cafés o whisky) a la gente. Una profunda amistad nos unió largo tiempo. Es él quien me guió a través de los subterfugios de la abyección humana y económica de Nueva York, él me llevó a todos los rincones apartados, hasta con los cabecillas de Little Italy a quienes les gustaba verlo bailar y arrojarle monedas. Un día, sintió la imperiosa necesidad de entrevistarse con Charlie Chaplin, y he ahí que toma un autobús Greyhound para Los Ángeles, va a Sunset, encuentra la casa de Chaplin, timbra, hola, soy Gandy Brodie de Nueva York. La sirvienta le cierra la puerta en las narices. De regreso sobre la banqueta, se siente sucio de haber caminado tanto bajo el sol, entra en un patio, se lava con un regador que se encuentra ahí, un vecino llama a la policía, en Sunset nadie se pasea a pie ni se asea en un jardín, Gandy se sorprende de ser detenido porque se lava los dientes, explica a los policías que él es Gandy Brodie de Nueva York y que tiene algo que decirle a Chaplin. Regresó a su casa contento. Pasearse a sus anchas en la calle, era como penetrar en el bar del pueblo, todo el mundo lo conocía. Si alguien le lanzaba un Hi Gandy, él trataba rápidamente de gorronearle cinco dólares, resulta, explicaba, que tengo grandes deudas en este momento. Y a veces eso funcionaba. Trabajar era un valor que no compartía, ya que no había jamás trabajado en su vida, más que en una ocasión, durante un mes. Nunca pude hacerme una idea de sus medios de subsistencia, pero lo que es seguro es que él estimaba que se le debía dar dinero dado que era un artista. El día de mi llegada, Gandy me llevó a Greenwich Village, me hizo sentar en una banca de Washington Square, me explicó que tenía obligaciones pero, no te preocupes, regreso a buscarte hoy o mañana. Me senté entonces completamente solo con un bolso que contenía las cosas que había traído conmigo de París y esperé. No conocía a nadie. La noche cayó. No estaba nervioso.
Un pequeño caniche chillón vino a frotarse contra mi pierna. Lo acaricié. El perro estaba vinculado a una joven de la que no recuerdo si era bella o no, pero me parece que se llamaba Gloria. Me lanzó de inmediato una mirada despreciativa, yo parecía un andrajoso, no me quedaba un centavo en la bolsa. Dije cualquier cosa, ella también, taketh me to thy pad, continué, porque en la casa de Inez en París yo había aprendido lo que llamaban en la época el bop talk, jerigonza que se fue convirtiendo posteriormente en el argot norteamericano pero era todavía el código secreto de los músicos de jazz. Dado que en el colegio había leído Julio César en inglés, mezclaba los dos registros. Mi frase agradó a Gloria, quien me preguntó qué era un pad, un departamento, le expliqué. Nunca había escuchado esa palabra, parecía divertida, platicamos un poco, nuevamente acaricié a su perro, ella me llevó a su casa, vivía cerca del parque, en la Quinta Avenida, en el número 1, piso veinte, me dio de comer, le conté cualquier cosa, que yo venía del desierto, que mi madre era pastora y que yo me desplazaba a lomo de camello: Gandy me había explicado, cuando aún estábamos en París, que los camellos eran muy cotizados en Nueva York. Le hablé de una chica que había amado en Israel y que me había dejado plantado, le dije que los miembros de mi familia trabajaban la tierra en el valle del Jordán, que habían conocido personalmente a nuestros ancestros Abraham, Isaac y Jacob, nos deslizamos en su inmensa cama, e hicimos lo que generalmente se hace en una cama, luego aseveró de pronto, podrías tomar un cuchillo y matarme, y yo debí admitir que objetivamente ella tenía razón. Subjetivamente, replicó, tú no me conoces. Tú tampoco, le dije. Se levantó, caminó hacia atrás con los ojos cerrados y no se golpeó con ninguno de los objetos que se encontraban en su recámara, a pesar del desorden de la ropa, las pelotas del perro, las sillas, el caniche amenazando, un número incalculable de zapatos desperdigados sobre el bello parquet, había una plancha, el teléfono estaba también sobre el suelo, ella continuó su caminar hacia atrás con los ojos cerrados, sin cesar de interpelarme, ¡mira cómo yo soy genial! Se durmió antes que yo y estuve contemplándola. En su sueño, estaba como un soldado listo para la revisión, obediente, sin la menor rebelión, las manos a lo largo del cuerpo, y sin embargo, sobre su rostro percibí una expresión de destreza impotente que me afectó. Mi propia desesperanza me era más que suficiente. Estuve a punto de irme, pero había en ella una soledad extraña, una soledad de vigésimo, trigésimo o de quincuagésimo piso de edificio señorial, de esas soledades que yo no conocía todavía, el teléfono sonó, ella descolgó, se sobresaltó, respondió con odio en los ojos, me pasó un billete de veinte dólares y me puso en la puerta. Entré en un drugstore en la esquina de la calle 8 y de la Quinta Avenida, pedí un desayuno, luego regresé a sentarme en la banca, en el parque. Gandy regresó, sin una palabra de disculpa, diciendo sólo que sabía que yo estaría ahí […]
Traducción de Silvia Eugenia Castillero,
a partir de la traducción del hebreo al francés de Laurence Sendrowicz