Amigo del alma (apunte) / A. B. Yehoshua

 

Mi único hijo tiene un amigo del alma que no es de mi agrado. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Dos espíritus jóvenes se unieron durante el servicio militar obligatorio y, a pesar de que ha transcurrido ya cierto tiempo, su relación no hace más que fortalecerse.

     ¿Será como la camella que en el desierto se nutre de su joroba como esa amistad se alimenta de la fuerza que le confirió el servicio militar? ¿O tendrá nuevas fuentes?

     ¿Por qué me sentiré yo amenazado por esa amistad? El amigo del alma de mi hijo es un ser culto, delicado y de buenos modales que tiene la acariciadora voz de una mujer lejana. Siempre que me lo encuentro en la habitación de mi hijo se yergue como un cervatillo asustado y me dirige una mirada esperanzada. ¿Será posible —me digo a media noche, dando vueltas en la cama— que sea precisamente ese refinamiento cultural, que se mueve entre el temor y la esperanza, lo que enciende en mí la fuerte animosidad que siento hacia él? Y es que por puro empeño me niego a borrar de la memoria el rostro moreno y agradable de la chica de pueblo que murió una noche de luna, cuando unos jóvenes soldados, con la leche del periodo de campamentos todavía en la comisura de los labios, cercaron con sigilo el pueblo de ella.

     Pero resulta que lo mismo mi hijo que su amigo del alma juran y vuelven a jurar que fue sólo porque temieron por sus vidas por lo que abrieron fuego contra la «figura» que apareció ante ellos a la entrada del pueblo. Y aunque hasta ahora no han conseguido explicarles ni a sus comandantes, ni a los investigadores del caso, ni tan siquiera a sus padres, qué características exactamente tenía esa «figura» que tanto los preocupó, todos nos vemos obligados a creer que no fue por diversión ni por un instinto animal por lo que acribillaron a tiros la casa en penumbra de la muchacha.

     Cuando pusieron en funcionamiento sus fusiles apenas si se conocían. Eran dos simples reclutas que habían coincidido en la misma guardia. Así es que quién sabe, pienso torturándome, mientras la suave luz de la aurora acaricia la ventana de mi dormitorio: si esa joven del pueblo no hubiera muerto en su cama, puede que una amistad tan fuerte como ésta no se habría llegado a dar de una forma tan duradera, ni seguiría ahora fortaleciéndose día a día.

     Además de que nunca llegaremos a saber quién de los dos era el dueño del fusil desde el cual fue disparada la crítica bala. Los aldeanos se apresuraron a enterrar a la chica y no accedieron a que el enemigo que la había asesinado fuera encima a serrarle el cuerpo para hurgar en él, y después quién sabe si incluso a aprovechar la ocasión para poderla difamar y decir que uno de ellos la había matado por una cuestión de honor familiar. Y así, a los pocos días de que se hubiera abierto el expediente judicial, éste se cerró. ¡Qué se le va a hacer! En estos casos, respetar la voluntad de nuestro enemigo supone también respetar su honorabilidad. Sólo que en lugar de ir silenciando poco a poco el asunto y ser fieles a su creencia de que nuestras investigaciones no iban a ser limpias, los testarudos dolientes enviaron una fotografía de la chica enterrada a uno de nuestros periódicos matutinos más importantes. De modo que una mañana, en primera página, en medio del artículo de uno de nuestros más furibundos «alertadores de conciencias», apareció de repente la cara morena y hermosa de una joven vestida con el típico vestido bordado de los pueblos, y en lugar de llevar la cabeza cubierta con el esperado pañuelo, la cabellera le caía sobre los hombros al tiempo que sus ojos de gacela seguían sonriéndole confiadamente a un mundo que ya había perdido.

     Incluso a mí, que sé muy bien lo astutas que pueden llegar a ser las personas, me sorprende la rapidez y la eficacia con las que nuestro terco y atolondrado enemigo prepara las fotografías de sus muertos. Todavía no se ha secado la sangre derramada cuando ya las fotos de los muertos, grandes y a todo color, resplandecientemente enmarcadas con su cristal y todo, son llevadas en sentida procesión y agitadas ante las cámaras. A veces hasta se diría que allí, en los pueblos y las aldeas del otro lado de la frontera, los jóvenes preparan con antelación unas fotografías bien grandes y buenas de sí mismos, que las enmarcan con tiempo para que las lleven con orgullo en sus entierros, con la esperanza de que esos retratos puedan llegar a hacer mella en el corazón del enemigo que, mientras cena, le lanza una fatigada mirada al televisor.

     El periódico lo dejé en mi estudio. No por la foto, sino por el nombre de mi hijo, que era citado allí como uno de los sospechosos de aquella muerte. Aunque la publicación no nos hacía quedar nada bien que digamos, también es cierto que no todos los días aparece el nombre del hijo de uno en el periódico.

     El amigo del alma de mi hijo vio el periódico en mi mesa de trabajo y me pidió permiso para llevárselo prestado con el fin de enseñarle a su padre enfermo la foto de la hermosa muchacha que había visto interrumpido su sueño por una bala anónima. Pero yo me negué a que el periódico saliera de mi estudio.

     —¿Tan enfermo está tu padre que no puede salir a comprarse un ejemplar? —le espeté con dureza, sin obtener respuesta.

     Y, al cabo de unos pocos días, el periódico despareció. Aunque el amigo del alma de mi hijo jura y perjura que él no lo tocó, todas mis sospechas recaen sobre él. Además, ¿qué es eso de entrar en mi estudio y fisgonear lo que tengo encima de la mesa, como si fuera uno más de la familia?

     El caso es que el periódico desapareció, lo robaron o fue destruido, y aunque podría conseguirme otro, ya no estoy con ánimos, y sólo me esfuerzo por conservar en la memoria la imagen de la muerta, pero no su nombre. Hasta ahí podíamos llegar. Si olvidamos los nombres de los nuestros, cuando tan cruelmente son asesinados, ¿por qué vamos a tener que recordar los nombres de los muertos del enemigo? Aunque el nombre del pueblecito cercado sí lo guardo en la memoria, si no por mí, por los nietos que puedan venir. Pero por mucho que me esfuerzo en enseñarles la pronunciación correcta del nombre del pueblo a los dos amigos, ellos, envueltos en una especie de extraña arrogancia, se empeñan en pronunciarlo mal, según parece, a propósito, ya que cada vez lo llaman de una manera diferente.

     ¿Creerán que así podrán borrar de su memoria la muerte de esa joven virgen, que, aunque asesinada en su lecho, quién sabe si no tendría oculto bajo la almohada el dulce sueño de cometer un atentado suicida contra nosotros? Pero el expediente ha sido cerrado sin que tampoco se haya descifrado la identidad de la «figura» aparecida aquella noche de luna, y mientras, aquí sigue floreciendo con fuerza esta íntima amistad.

     Una amistad que me intranquiliza. Por las noches, en lugar de torturarme con preocupaciones de mayor importancia, me dejo arrastrar por la confabulación de cómo destruirla, ahora que mi único hijo ya no vive bajo mi potestad porque se ha mudado con su amigo del alma a otro piso.

     Por eso no les advierto de antemano de mis visitas, sino que me presento a las horas más intempestivas. Pero como mi hijo es vigilante en un centro comercial la mayor parte del día para poderse pagar en un futuro los estudios de Derecho, en el piso me encuentro solo al amigo del alma. La delicada y sensible criatura parece preferir pasarse el día encerrado entre cuatro paredes, quizá por miedo a encontrarse por la calle a un interrogador militar que no lo haya investigado todavía.

     Sea como fuere, ahí está ante mí en el pequeño piso, con un delantal, envuelto en una suave y excelente música mientras se ocupa de las tareas del hogar. Friega los suelos, guisa, lava los platos, hace la colada, plancha, y cuando se siente iluminado, hasta cose los botones que hayan podido caérsele a la ropa de mi hijo.

     Me recibe con un entusiasmo asfixiante. Tanto, que resulta difícil saber si me teme o si más bien se alegra de verme. Al instante extiende un mantel sobre la mesa y se apresura a querer hacerme probar el guiso que le ha preparado a mi hijo. Pero yo rechazo la invitación, y no sólo por temor a ser envenenado, sino para que no vaya a creerse que su mediocre talento como ama de casa me puede llegar a parecer sustitutivo de una nuera para mi hijo.

     No es de extrañar, pues, que tras una de esas visitas me despierte a media noche, me ponga el abrigo y salga corriendo hacia la entrada del centro comercial para sacarle al vigilante la respuesta a una sencilla pregunta:

     —Por favor, dime, ¿tu amigo del alma es, además, tu amante?

     Pero mi único hijo, que tiene junto a los libros de Historia del Derecho una metralleta y un cargador, me tranquiliza con voz cansada:

     —No, papá, mi amigo del alma es sólo un amigo.

     Además, no van a vivir siempre juntos, bajo el mismo techo, porque su amigo, como cualquier otro soldado que se haya licenciado, quiere purificar su alma en países lejanos, sólo que su padre está muy enfermo y va a esperar a que muera antes de marcharse.

     Me da miedo indagar sobre la enfermedad de su padre porque me supongo cuál es la pena que la ha provocado. Pero como no hay que confiar en que ese tipo de enfermedades acaben en muerte, me propongo, en la siguiente visita al piso, animar al amigo del alma a que salga de viaje sin esperar a que su padre muera.

     —Allí, al otro lado del mar, en esos lejanos países, todavía no te conocen —le digo, paseándome muy nervioso de un extremo al otro del salón mientras señalo con el dedo hacia el crepúsculo en el horizonte—, y por eso tu existencia allí será mucho más fácil y segura, incluso sin el consuelo que te proporciona la música que ahora te pones. Si te quedas aquí esperando que tu padre muera, quién sabe si la figura que se te escapó aquella noche de luna no se volverá a acordar de ti y te persiga luego hasta el Himalaya.

     El sonrojo virginal que resplandece en el rostro del amigo del alma de mi hijo testimonia lo mismo que mil testigos lo bien que mi fusil sabe dar en el blanco. No pasan más que unos pocos días hasta que llena una gran mochila, se la echa a la espalda y sale hacia lugares lejanos.

     Su partida me da una gran tranquilidad. El mundo de la moralidad se recompone y recobra su equilibrio, hasta el punto de que incluso mi único hijo decide cambiar de rumbo y dejar los estudios de Derecho por los de las Ciencias del Comportamiento. Aunque en mi opinión, más le valdría aprender a defenderse a sí mismo en un juicio, por si se le ocurriera volver a abrir fuego indiscriminadamente contra cualquier figura que se le pueda aparecer. Y eso que quizá en la nueva facultad le enseñen a dominar mejor sus instintos y sus miedos. Además de que seguro que allí, en las aulas, acabará por entablar amistad con alguna estudiante de espíritu más complejo y rico que el de su amigo del alma, que se acuerda muy de tarde en tarde de enviarle a su amigo una que otra tarjeta postal.

     —¿Y qué te escribe tu amigo? —tanteo con cautela a mi hijo.

     Pero resulta que es muy poco lo que aquél le escribe en esas postales en las que por lo general aparecen unas impresionantes a la vez que espantosas imágenes de dioses y diosas locales.

     —¿Y el padre enfermo? —continúo con el interrogatorio, como quien no quiere la cosa—. ¿No ha mejorado desde que se fue su hijo?

     Parece ser que no, que ha empeorado y que echa de menos al hijo.

     Pero yo no lo echo de menos. La vida amorosa de mi hijo me tiene ahora en vilo. Tal y como era de esperar, el lugar que ha dejado vacío su desaparecido amigo del alma se lo disputan ahora varias estudiantes a cual más espabiladas, y una de ellas hasta se muda a vivir con él, medio de compañera de piso medio de novia, y a pesar de los muchos exámenes y trabajos de los que debe rendir cuentas, incluso tiene tiempo de dar a luz en el piso a una especie de niñita que según parece es de mi único hijo, ya que de vez en cuando me llaman para que les haga de canguro por la noche.

     Se trata de una criatura diminuta que me observa con una mirada luminosa e inteligente, hasta el punto de que a veces me parece, y eso sí que es una completa alucinación, que me guiña un ojo como si compartiéramos algún secreto. Por eso, cuando rompe a llorar a gritos con la esperanza de que le den leche, me la llevo a la terraza y levanto su cuerpecito hacia la luna para que se calme con su luz. Y la verdad que al sentirse bañada por la pálida luz del astro se queda petrificada como si intentara recordar algo.

     ¿Pero de qué va a poder acordarse, teniendo una vida tan corta? Yo me admiro y le meto el biberón en la boca, más pendiente de ella que de la televisión, que lo llena todo de muertos, de destrucción y sobre todo de engreídos charlatanes. Y como la bebé no tiene todavía respuesta para mis preguntas, envuelvo el silencio que nos rodea con la música que ha dejado allí el amigo del alma de mi hijo. Así, a pesar de que no lo añoro, me cuesta no pensar en él últimamente. Su padre ha empeorado mucho, me cuenta mi hijo, así que estará de vuelta en cualquier momento para despedirse definitivamente de él.

     Enjugo las gotitas de leche sobrante de los labios de la bebé, la acuesto en la cuna y le pongo una almohada en la cabecera. ¿Estará soñando con lo que experimentó en el vientre de su madre, que se ha ido, porque al día siguiente tiene un examen, a buscar los resúmenes de unos artículos y unos libros que nunca ha leído? Y yo, que ya he hecho todos los exámenes que debía hacer en la vida, vuelvo a verme asaltado por la preocupación: ¿y si al amigo que regresa a la patria le resulta desagradable ver a su padre tan enfermo y triste y prefiere por ello aterrizar aquí, en el piso, convencido erróneamente de que todavía goza de un estatus en casa de su amigo?

     Y ya la respiración se me corta al oír el ruido de la llave que ha vagado por países lejanos, cruzado ciudades, ríos y pantanos, que ha subido y bajado por los montes hasta penetrar y clavarse en este momento en la cerradura de la puerta de entrada de mi hijo. ¿Pero será la figura que se escabulle callada ante mí la misma que la del amigo del alma de antes, o no estará asomando aquí una figura distinta, jovencísima, delicada y esbelta, cubierta por una especie de túnica oriental bordada, de tez oscura y morena por el viaje, con el cabello muy crecido cayéndole sobre los hombros y los ojos de gacela abiertos de par en par, requiriendo con confianza un mundo que no ha perdido sino que existe?

     En lugar de la mochila de viaje, deja caer el amigo del alma a los pies de la cuna un macuto pesado y alargado, me lanza una mirada arrebatada y con una voz que se ha hecho todavía más matizada y culta acaricia mi tembloroso ser:

     —Ya ve, he vuelto a usted con vida.

     —¿A mí? ¿Por qué a mí? ¿Allí, en el lejano y amplio mundo, ya no les interesas?

     —No —responde él con una carcajada entre desesperada y arrogante—, allí están ya hasta arriba de diosas y dioses que se han inventado a sí mismos. No necesitan ningún dios nuevo.

     —¿Y tu padre? —prosigo yo con ansiedad.

     —Ha dejado este mundo antes de que me haya dado tiempo a despedirme de él, y usted tiene la culpa de ello. Me tentó para que saliera de viaje sin advertirme de que mi padre podía llegar a morir en mi ausencia. Por eso, ahora, ocupe su lugar y hágame de padre.

     Por fin ha desenfundado el cuchillo de la vaina de la maldita amistad del alma. Ahora sé qué era lo que me torturaba durante mis insomnios nocturnos.

     —¿Que te haga de padre también a ti?

     Le observo horrorizado la delicada cara que se ha vuelto muy oscura, la larga cabellera que le cae sobre los hombros, el bordado del vestido de pueblo que le cubre el cuerpo hasta los pies.

     —Jamás. Me basta con un hijo asesino.

     Él se queda lívido, hasta el punto de que temo por su vida. Y como nunca habría imaginado que yo fuera a ser capaz de pronunciar finalmente la verdadera palabra, permanece mudo y quieto. Cuando comprende por mi silencio que no me voy a retractar, levanta lentamente el macuto cerrado que ha dejado caer antes a los pies de la cuna, se lo carga al hombro, recula y se marcha. Y a pesar de que sus movimientos son silenciosos y educados, la bebé se despierta y abre los resplandecientes ojos, todavía sin llanto, sólo pensativos, como si hubiera oído nuestra conversación y ahora fuera a intentar también llegar a entenderla.

    

     Traducción del hebreo de Ana María Bejarano

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