El negocio del chocolate / [fragmento]

 Llega por fin el tren, más grande y más lento a medida que se acerca, aquí está por fin. Los vagones se vacían y el andén alquitranado se llena, la multitud arrastra bultos, se saluda y se apura hacia las puertas de salida visibles a lo lejos. Iluminadas. Como antes. Como siempre.

     Un hombre desciende. Él también. Lleva una pequeña maleta en la mano. Alto. Algo encorvado. De traje gris. Es el último en bajar. ¿Espera a alguien? ¿Tiene un reloj en la mano? Luego da vuelta a la derecha y camina lentamente detrás de los que se apuran, retaguardia solitaria, bajo la inmensa bóveda de cristal y metal, rota aquí y allá.

     Sale. Ante él, la plaza inundada de sol. Cierra los ojos. Los abre. Su nombre no es conocido para ninguna de las personas que van y vienen por la explanada pavimentada con piedras oscuras.

     En general, los nombres no se leen en las caras, salvo en las de la gente más o menos importante.

     Él no es nadie importante. En su rostro, que ha cambiado mucho debido al tiempo que pasa y a las penas, se conservan algunos rasgos notables. En él se distinguen algunos restos de dignidad, la esperanza de cualquier reconocimiento. Lleva ropa que le han regalado. ¿Qué se esconde en la pequeña maleta? ¿Qué podría estar escondido en ella?

     Saca del bolsillo de su abrigo una cajetilla de cigarros, baratos, evidentemente, y prende uno. Y permanece plantado ahí como un extranjero, o como si se encontrara ahí por error, ensordecido por el tráfico. Permanece inmóvil. Lo que inclina a pensar que no está locamente feliz ni adormecido. Aparentemente, todavía no ha decidido qué dirección tomará. Aprovecha su derecho a oscilar entre diversas posibilidades. Los edificios grises, los árboles en flor, los hombres, sus esposas, la palidez azul del cielo.

     ¿Cuánto tiempo puede, un hombre como él, permanecer plantado así, sin suscitar asombro o desconfianza? Pero la ciudad es grande, atareada. Él no es más que un punto perdido.

     El tiempo pasa. A menos que no haya decidido transformarse en estatua o monumento, se espera de su parte un movimiento, una acción, sin la cual se arriesga a desmoronarse, a atraer en unos segundos un círculo de curiosos dubitativos que se dispersará a la llegada de los camilleros.

     Aprovecha hasta el límite de lo posible su derecho a permanecer ahí, silencioso, hasta el momento en que se decida. Se desplaza entonces hacia el puesto de periódicos, cerca de la vieja muralla gris, carcomida por el tiempo. Compra cigarros y un diario. Buena señal. Luego gira a la izquierda, camina y continúa caminando en el aire embriagador, a esta hora tardía de la mañana. Y desaparece.

     Regresa seguido ahí. Sin duda busca a alguien. ¿Será el hombre que no lo esperaba en el andén? ¿Por qué regresa, qué hace? Sus gestos al hojear el periódico parecen más lentos.

     Se salta los gruesos titulares de la primera plana, las noticias concernientes al destino del mundo, y se demora largamente en las numerosas páginas de anuncios y las columnas de objetos perdidos en letras diminutas.

     A juzgar por la hora y la siguiente que transcurren y pasan sobre el lector silencioso inclinado sobre su periódico, él lo encuentra de gran interés.

     Ahí está. En este momento, por ejemplo, está sentado en una banca de piedra. No pide nada, nadie le pide nada. Pasa una hora. Otro hombre se acerca al puesto de periódicos —gorra, gabardina gris—, compra una cajetilla de Admiral. Paga. Toma un cigarro. Voltea a la izquierda. El hombre que tiene un periódico en las manos dejó de leer. Deja que le caiga en las rodillas y mira. El otro hombre se detiene, vagamente intrigado. Se paraliza: un segundo, espera… pasa un largo momento.

     Se acerca a quien deja la banca de piedra y viene a su encuentro. Está muy pálido. Pregunta con una voz en sordina:

     —Perdóneme, señor, ¿de casualidad no es usted Robi Kraus?

     Antes de que los transeúntes comprendan qué es lo que sucede, los dos desconocidos se abrazan como dos poderosos luchadores. Forman un bloque enlazado, petrificado. Que se podría titular «El reencuentro».

     —Robi —dice llorando el que no tiene nombre.

     Luego de un silencio largo como una vía, el desconocido pregunta:

     —Robi, ¿estás vivo?

     Y el que se supone que se llama Robi, responde:

     —Lo estás viendo.

     El desconocido quiere cerciorarse, asegurarse de lo que ve, de lo que le parece increíble. Al mirarlo, uno creería que sueña. Hace una rápida investigación. Se despierta y se aparta ligeramente, da un pequeño paso para atrás. No se permite hacer más.

     Examina al hombre que esta frente a él como si no lo hubiera visto desde hace mucho tiempo. Lo sabe. Cierra los ojos por un instante. Los vuelve a abrir. El hombre sigue delante de él. Ve otra cara en lugar de la suya. Pero el nombre es el mismo. Entonces es él. Sin duda es él. Después de todo, él. Yo pasaba por casualidad. Quise comprar cigarros: qué buena suerte. Él leía el periódico. Mostró su rostro por azar. Yo podría haber seguido mi camino. Qué buena suerte. Verdaderamente. Quién lo hubiera creído. Aquí. Así. En esta banca. ¿Qué hacía él? ¿Cómo había llegado a esta banca? Es curioso. Un verdadero milagro. Te lo aseguro. Pasaba por casualidad.

     Robi espera a que su interlocutor regrese de su largo viaje.

     —¿Cómo te va? —pregunta el desconocido.

     —Me va —dice Robi.

     El reloj de la estación marca las doce treinta.

     —¿Cuándo llegaste?

     —Hace como un mes.

     —¿Qué vas a hacer ahorita?

     —Nada.

     —¿Vamos a comer algo?

     —Por qué no.

     Se levantan y se van juntos. Así es. Juntos. Conversan entre ellos. Uno aún no ha hecho preguntas, el otro no responde nada que lo evidencie, todo a su debido tiempo.

     —Hay un restaurante no muy lejos de aquí —dice el amigo.

     —Lo conozco.

     —¿Has ido ahí?

     —Lo conozco.

     Cuando ha tenido suficiente de esto, el amigo dice:

     —He pasado por casualidad.

     Luego agrega algo así como «el dedo de Dios».

     —Un buen restaurancito.

     —Sí.

     —Kosher.

     —Poco importa.

     Más tarde, se dice el amigo, más tarde.

    

     Entran juntos al pequeño comedor popular de la calle de Los Murciélagos, no lejos de la estatua de la Peste Negra, obra de arte y de la memoria erigida en la calle principal de la ciudad real.

     El restaurante es una gran sala llena de mesas y de gente. A primera vista se parece a cualquier restaurante, pero de hecho muy pocos lugares se le pueden parecer: los meseros saben de antemano lo que los comensales desean. Lo que les evita el desplazamiento superfluo para tomar la orden, y el de regreso para gritarla en la ventanilla que da a la cocina.

     Se ve una única y enorme olla humeante, de color azul y oro, y a su lado una chica de mejillas enrojecidas. Y un tráfico en un solo sentido cargado de sopa y pan en dirección de los que esperan en silencio o platican en voz baja. No, hay que decirlo con pesar, no se ven las siluetas nobles, alargadas y estrechas de las botellas de vino sobre manteles blancos como la nieve.

     Los comensales no se demoran. Aparentemente tienen un lapso que se les concede, más o menos, eficaz, y que hace pensar en instituciones parecidas para los necesitados.

     A los parroquianos no les gusta demorarse aquí más que en invierno, cuando un viento glacial barre la ciudad, los transeúntes resbalan en la superficie helada y sucia, el cielo está negro y la penumbra gris no se deja penetrar por la luminosidad de los arbotantes.

     Debido a la estufa de carbón puesta en el centro de la sala, debido al vapor.

     Pero ahora está comenzando el verano.

    

     La cuchara de Robi se pasea distraídamente en el plato de sopa. Aparentemente no quiere. Su cabeza reposa en su puño.

     —Come —le dice su buen amigo—, ¿no tienes hambre?

     —Frío —dice Robi—. La sopa está fría.

     El amigo sonríe.

     Robi enciende un Admiral.

     Se escucha entonces el fiero clamor de las trompetas, preámbulo desgarrador del majestuoso himno de los vencedores. Instante de terror sagrado.

     —Llegamos tarde. La sopa se enfrió —dice el amigo—. Debimos venir a mediodía. Ya casi son las dos.

     Robi empuja el plato de sopa. Luego apaga su cigarro en él y la colilla ennegrecida flota en la papilla espesa y fría de alubias y tallarines.

     —Bueno, ¿y cómo te va, Mordi?

     Pero Mordi está hechizado. Los himnos se extinguen a lo lejos, majestuosos en el silencio. El asombro permanece. Levanta los ojos y ve a Robi.

     Algunos piensan que a partir de este punto comienza la otra era. A decir verdad, no es así. Un hombre se permite rechazar un plato de sopa porque se enfrió. La cultura, dicen los especialistas, se mide entre otras cosas con el rasero de lo superfluo que ella puede ofrecer. Lo que es seguramente un logro loable. La mirada penetrante del amigo descubre lo que sucede y sus ojos se velan.

     Él mismo frecuenta desde hace poco esa zona que autoriza un principio de rechazo o de elección. Apenas en abril dejó de lamerse las heridas y de estar infinitamente agradecido por todo lo que se le ha concedido. En un primer momento, él se limita a lo esencial, trata de poner un poco de carne entre piel y huesos, de enriquecer aunque sea un poco la pobre composición de su sangre.

     Apenas alcanza el nivel de los pudientes que se permiten rehusar o preferir. Se repite en silencio una especie de cogito personal: «Escojo, luego soy Mordi».

     Después llega la calma. El adormecimiento continúa, interrumpido por repentinos rayos que florecen y se extinguen en seguida. Después llega otra calma cuya consecuencia es el comienzo de la zona peligrosa. El día que, por primera vez, él se permite rehusar una parte del menú destinado a incluirle entre aquellos que continúan caminando, él también comienza a caminar.

     Como los testigos mudos de una soberbia victoria, él deja tras de sí el séptimo paso, el octavo paso. Incluso si la hazaña es digna de alabanza, él no es hijo único y no recibe un rosario de cumplidos. Después se adosa al muro húmedo y musgoso, al pie del gran edificio de piedra maciza como un cuartel. Por piedad, se permite rechazar las preguntas que suben muy lentamente en él. Atravesé las altas montañas nevadas.

     Finalmente, algo en él decide con lasitud que tiene la fuerza de hacer espacio para los otros, para aquellos que en esta desdichada lista son más débiles que él. Se levanta y comienza a caminar. Ahora él es suficientemente fuerte para no desfallecer. Por eso no desfallece. Él sabe de dónde viene y dónde está. Le es difícil responder la pregunta fatídica: adónde va. Pero camina y se va. Y así llega a esta ciudad.

     Al poco tiempo, como una infiltración militar, Robi también llega a la región. Él mira a Robi con cierta fraternidad particular propia de los inválidos o de los convalecientes y con lo que le queda de corazón: «Qué suerte tienes».

     —Cerramos —dice el viejo mesero.

     —Vámonos —dice Mordi

     El comedor popular está vacío. Las mesas, un campo de batalla desierto. Las sillas tienen las patas al aire.

     —¿Conoces la ciudad? —pregunta Robi.

     —Más o menos.

     —¿La calle de los Pequeños Hermanos está lejos de aquí?

     —¿Por qué?

     —Un familiar mío vive ahí.

     —¿Cómo lo sabes?

     —Acabo de recordarlo. Es un familiar mío. El abogado Salomón. ¿Lo conoces?

     —No

     —Es abogado famoso. ¿Nunca has escuchado hablar de él?

     —No.

     —Su mujer es la hija del doctor Hirsch. Debes conocerlo.

     —No.

     —Es verdad, tú no eres de aquí. Si tú fueras de aquí, lo sabrías. Todo el mundo los conocía.

     —¿Quieres ir ahí?

     —Es un pariente, su mujer es la hermana de mi padre.

     —¿Un tío, pues?

     —Sí. Pero hace mucho tiempo que no nos vemos. Espero que me reconozcan. Algunas veces íbamos a su casa, otras iban ellos a la nuestra. Tenían una hija que se llamaba Rosi y un hijo, Yosi. Rosi era de la edad de mi hermana, y Yosi tenía mi edad. ¿Su calle está lejos de aquí? ¿Crees que me reconocerán?

     —¿Por qué me lo preguntas?

     —Porque quiero ir.

     —No vayas. No es el momento. No vayas.

     —¿Por qué?

     —Espera un poco más. Mándales un recado. Diles que estás en la ciudad, que te gustaría visitarlos. Pregúntales cuál es el momento propicio. Te responderán en uno o dos días, tú sabrás cuándo ir, qué día y a qué hora. No se toca así la puerta de la gente. Tanto tiempo ha pasado desde entonces.

     —¿A qué dirección quieres que me respondan? No tengo domicilio ni apartado postal.

     —Pueden responder a mi dirección.

     —¿Tienes dirección?

     —Sí.

     —Tengo una dirección.

     —No creo que tú tengas una dirección.

     —Tengo una dirección.

     —No digo que no tengas dónde dormir, pero una dirección es otra cosa.

     —La tengo, la tengo. […]

    

     Traducción de Víctor Ortiz Partida,

     a partir de la traducción del hebreo

     al francés de Rosie Pinhas-Delpuech

 

 

 

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