Los bordes

Angelo Tijssens

(Blankenberte, Bélgica, 1986). Éste es un adelanto de la traducción en proceso de la novela «Los bordes», que será publicada por Editorial Dos Bigotes a finales de 2023.

para Twinkles

Oh, no no no, it was too cold always

(Still the dead one lay moaning)

I was much too far out all my life

And not waving but drowning.

— Stevie Smith, «Not Waving but Drowning»

It’s the disease of the age,

It’s the disease that we crave

— Placebo, «Protect Me From What I Want»

Notas sabor a sangre y hueles estuco mojado. Antes, hoy mismo, con un cubo medio lleno de agua tibia y una esponja vieja, has empapado los bordes del papel pintado, porque así es más fácil despegarlo de la pared con una espátula, teniendo cuidado de no arrancar trocitos de yeso sin querer. Olerás muchas veces más el estuco mojado, te notas el sabor en el fondo de la lengua. Todavía cambiarás de casa nueve veces más. Perderás todo lo que ahora posees. Todo lo que parece valioso desaparecerá. Algunas cosas las perderás de vista poco a poco; otras las empeñarás a consciencia para comprar comida o cigarrillos; otras las quemarás, las regalarás, las dejarás atrás. Quieres gritar pero no puedes porque una mano te rodea la garganta. La misma mano te aprieta la cabeza contra la pared. Caen azulejos de plástico negro, las viñetas más nocturnas de un cómic se desmoronan ante tus ojos. Ves los recuadros más oscuros, restos de pegamento en el dorso, restos de pegamento en la pared (y el tiempo que se escurre lentamente entre ellos, humedad y restos de jabón). A los anteriores habitantes de la casa, una pareja mayor que nunca tuvo hijos, les pareció buena idea quitar las baldosas anticuadas de su baño en tiempos de progreso y optar por el material del futuro: el plástico. Encima pusieron un papel pintado azul suave que tú acabas de arrancar de la pared, décadas después. Te corre sangre por el labio y la barbilla, y a ella, entre los dedos. Oyes el eco de su voz en el espacio en que las baldosas se caen. No tienes nada, no llevas nada puesto y no eres nada. Ella no para de repetirte esto último, en voz bien alta: no eres nada. El baño resuena, y ahora también se vierte agua por encima del borde de la bañera. No sabes qué has hecho mal, pero ya no tiene importancia. Le agarras la muñeca, apretando tanto como puedes, pero parece que te aprieta todavía más fuerte alrededor del cuello. Cada vez oyes menos, pero ves que abre y cierra la boca. Hueles cigarrillos, y también sientes el sabor cuando te escupe en la cara, soltando un poco el agarre, de modo que inhalas con fuerza y justo después te das en la nuca con el borde de la bañera. Intentas con todas tus fuerzas no llorar cuando tu madre sale furiosa por la puerta, atraviesa tu habitación, baja las escaleras, sale a la calle, se mete en el coche, se aleja hacia la calle, hasta que se hace el silencio. Hasta que empiezas a sollozar, jadeando, con la garganta llena de estuco, las baldosas traidoras flotando en el agua, que ya se ha enfriado, conchas vacías en agua estancada. Haces un cuenco con las manos y te lavas la cara. Con un dedo, te palpas el labio, el interior del labio. Constatas que no estás sangrando, de modo que lloras aun más fuerte. Calientas sopa sin encender la luz. Te duele la laringe al tragar, pero comes sin hacer ruido; nunca se sabe. Te tumbas, la bella y la bestia bailan encima de tus sábanas pero tú finges que duermes y esperas que todo acabe pronto.

            II

Esta época del año los días se acortan y los estorninos se reúnen en los árboles que van quedando pelados y en los cables que cosen las torres de alta tensión como una cremallera gigante a través del paisaje. El viento sopla la tierra hacia el mar y la arena hacia los pólderes, corren faisanes por los bordes de los campos, hay erizos chafados en la carretera.

Uno de los árboles no sobrevivió a una tormenta y yace caído en un campo. Se ven las raíces, como una copia de la copa; hiedra alrededor de la corteza, como si la tierra quisiera devorarlo de un bocado.

En el centro de jardinería que hay un poco más adelante, el invernadero está a oscuras y también lo cubre la hiedra; hace años que los cristales rotos dejan entrar la humedad y el frío y el calor, dando campo libre a las malas hierbas, sus trazos como braille contra las ventanas.

Casi es oscuro cuando paso con una bicicleta prestada por la carretera, el viento en contra. Ya se ha acabado el momento en que los pájaros cantan, justo antes de que el sol se ponga del todo. Los animales tienen miedo de que la luz no vuelva nunca, y ahuyentan el miedo con ruido, hablando, charlando sin parar entre ellos y los unos para los otros. Ahora están en algún lugar de las copas medio desnudas de los árboles, en silencio, al abrigo del viento. Se respira lluvia en el ambiente. Los pájaros lo saben.

Donde antes estaba el taller mecánico, ahora hay un parque infantil cubierto. La fachada del edificio blanco está pintada de un color tierra indeterminado. El supermercado está cerrado. En el aparcamiento, una bolsa vacía de patatas fritas baila al viento. La tienda de electrodomésticos está cerrada. El bufete libre de costillitas, también. Desde hace tiempo, ya, por lo que parece: las plantas de los alféizares están marrones, las ventanas sucias. «Se traspasa», pone. Entre la mesa y el cristal de la ventana hay restos de moscas de al menos cuatro estaciones. Veníamos de vez en cuando, a hartarnos a comer. Tablas de madera relucientes de grasa, olor a carne asada y carbón, patatas con piel envueltas una por una en papel de aluminio manchado de ceniza, cubos de acero inoxidable en los que desaparecían las costillas roídas, contenedores llenos de restos animales. Debe de hacer diez años que no he estado. Un cartel desconchado con forma de cerdito sonriente nos dice que la sugerencia (sangría) cuesta sólo cuatro euros.

Me pregunto si voy a sudar de mala manera, en este chubasquero, en esta bici, pedaleando contra el viento de este modo.

Hay charcos que reflejan las farolas, algún coche de vez en cuando que me recuerda que éste no es lugar para ciclistas. A la luz de sus faros se ve la llovizna; nada más. Me pregunto qué voy a decir. Me pregunto qué dirá y cómo irá la cosa, qué aspecto tendrá, a qué olerá. Me pregunto si falta mucho; en mi recuerdo no estaba tan lejos, y ya llevo al menos media hora avanzando a duras penas contra el viento. Quizá es por eso, por el viento. No es culpa mía, hago lo que puedo para avanzar, no quedarme quieto, pedalear pedalear pedalear, sudando como un cerdo.

Reconozco el cruce; la carretera que va al pueblo de al lado, donde el carnicero hacía las mejores salchichas y cada tres meses se organizaba una donación de sangre en el polideportivo. Entre las líneas brillantes del suelo azul, bajo las canastas de baloncesto, se instalaban camas de campaña. Aprendí que si estiras el brazo se ven mejor las venas, que algunas personas se desmayan cuando ven sangre (yo no) y que los gays no pueden donar porque existe la posibilidad de que estén enfermos y mueran otras personas que no son gays. Al lado del polideportivo había una panadería.

Pasado el cruce, pasada la última hilera de sauces desmochados, la carretera se ensancha, suficiente para que un autocar lleno de niños pueda dar la vuelta. Giro. Me detengo.

Le envío un mensaje para decirle que he llegado y lo espero en la puerta, que está cerrada con candado. Sujeto la bicicleta prestada. Un perro ladra. No veo nada. La luz naranja de la carretera no llega hasta aquí, hasta esta verja tras la cual empieza un camino oscuro, un gran agujero negro, listo para engullirme. Los cristales de mis gafas se llenan de vaho, me cuelgan gotas de las pestañas, de la nariz. Siento el sabor del ozono, los pinos. Me pregunto qué va a decir. Estás aquí, dice, y entonces lo veo, una sombra que hace sonar un manojo de llaves. Veo sus dedos delgados en el candado. Lleva un chubasquero que parece enorme, como un fantasma de color verde musgo. El perro salta hacia él con entusiasmo mientras abre. Tranquilo, le dice, tranquilo, y yo repito sus palabras en mi cabeza. Aquí estoy, digo en voz alta, y la puerta se abre con un chirrido. No le veo la cara, pero espero que esté sonriendo, así que yo también sonrío. Por un momento, me veo allí plantado, con mi sonrisa boba y los cabellos mojados. Aferro el manillar con los dedos fríos. Cierra la verja detrás de mí mientras el perro olisquea la bici, las bolsas, mis piernas, mis manos. Ven, dice él al perro y yo asiento y lo sigo hacia la oscuridad, zigzagueando entre los charcos, y él repite: estás aquí. Sí, digo. No ha sido fácil. Con este viento, dice. Sí, digo, con este viento, y me callo que una hora atrás, después de ducharme y afeitarme, pensaba que no iba a ir. Que no podría.

Caminamos, ligeramente cuesta abajo, a través de la oscuridad. Ten cuidado, dice, y yo pienso, sí, como si eso sirviera de algo. Piso un charco y quedo empapado, ahora del todo. Mi abuelo decía a menudo que la lluvia no traspasaba la piel. Me lo repito interiormente ahora que tengo la cabeza dentro de la capucha del chubasquero, que parece crear un vacío, como un fino celofán sobre una pechuga de pollo cruda. Pienso: un chubasquero mojado por dentro es lo más triste del mundo. (O bueno: también una cuna vacía, una concha rota, un guante mojado en el alféizar de una ventana).

Oigo sus pasos a mi lado, el sonido de las ruedas girando, mis pasos, mi respiración, las gotas. Lo sigo y el perro, jadeando, va unos metros por delante, marcando el ritmo. Él también quiere resguardarse. Antes de que me dé cuenta del todo, nos detenemos. La luz se enciende con un parpadeo, una bombilla con sensor de movimiento que proyecta la sombra larga de un perro sobre un trozo de hierba empantanada. Aquí, dice, es aquí, y apoyo la bici contra un árbol o contra un poste, no me fijo. Quiero dejarla en algún sitio, tanto da; quiero calentarme y verle la cara. Genial, digo y pienso: qué dices, pero lo sigo hacia el interior de la casa. La puerta es de madera vieja y tiene una ventana formada por cuatro cuadrados, un dibujo infantil de una casa, tejado a dos aguas, chimenea, árbol, mamá, papá. El perro se escurre entre nosotros, quiere entrar. Yo también. Lo sigo. Cierro la puerta. Él no se ha quitado la capucha y todavía no le he visto la cara. La casa está a oscuras. Donde estoy yo, quitándome los zapatos mojados sobre la alfombra sucia de barro, hay luz. Viene de una lámpara de la época en que esta casa, como las docenas de casas idénticas que la rodean, estaba habitada por veraneantes que querían estar cerca del lago para hacer surf y navegar y nadar durante el día, tumbarse en la playa artificial entre baño y baño y asar carne para acompañar el vino. Ahora este sitio está abandonado. Ahora hay luz en el pasillo y cuelgo mi chaqueta, pesada por el agua, en el perchero, y sigo la sombra oscura hacia el interior de la casa. Me asaltan el olor de una estufa de leña y el calor, que vuelve a empañarme las gafas de modo que todavía veo menos, excepto el fuego, a través de las ventanillas de la estufa. Naranja intenso, amarillo intenso y un azul intenso en el interior. Ven, dice, y yo me acerco a la estufa, estirando las manos hacia el fuego intenso. ¿Manos frías?, pregunta. Sí, digo y pienso agárramelas, agárramelas, agárrame las manos. Se quita la capucha, se quita la chaqueta. Lo veo, una silueta resplandeciente. Lo tengo cerca. Siento su olor. Me quito las gafas, intento limpiarme los cristales con la camiseta que llevo bajo el jersey de cuello alto, pero incluso eso está empapado. Lo tengo cerca. Lo veo, borroso. Se ha hecho mayor. Parece de mi edad, cómo es posible. En mi mente, hasta ahora, hasta el momento en que vuelvo a verlo por primera vez después de todo este tiempo, era el chico que yacía a mi lado, el chico a quien miré con la primera luz del día aquella mañana que creí que era la primera mañana de verdad. Quería despertarme siempre igual a partir de entonces, pero enseguida supe que no sería así, así que cerré los ojos y fingí que dormía. Ahora tiene el pelo distinto, más corto, menos abundante. Quiero acariciárselo, sujetarle la cabeza con las manos.

¿Qué quieres?, pregunta. ¿Un vino? Sí, gracias. ¿Blanco? ¿Tinto? Creo que sólo tengo tinto. O cerveza. ¿Quieres cerveza? Cerveza también va bien; lo mismo que tomes tú. Acabo de terminarme el último vino blanco, ¿quieres tinto o cerveza? Pues un tinto, digo. Vale, dice él, y desaparece y yo me vuelvo a poner las gafas. El frío me ha dejado las cejas agarrotadas, no sé si estoy frunciendo el ceño o no. Me pongo colorado. Debería haber traído algo. ¿Por qué no he traído nada?

Desde la cocina, me pide que me siente, así que me siento. El sofá, cubierto con una manta, está hundido. Da la sensación de que el viejo mueble me va a tragar pero cambia de opinión a medias. Intento mantener el equilibrio y entonces el perro salta a mi regazo. No hace nada, dice él mientras el perro hunde la cabeza en mi entrepierna. ¿No lo reconoces? Antes de que yo pueda responder (sólo pienso en la cabeza del perro en mi entrepierna y me pregunto si apesto), me explica que el perro que conocí en su día era la madre de éste. A lo mejor te reconoce, dice, y yo pienso: no, eso es imposible. Tal vez, digo, y él trae una copa de vino y se sienta en una silla al otro lado de la habitación.

Él: ¿Tienes frío?

Un poco, digo yo.

Un nuevo leño crepita en la estufa. Las llamas lamen la corteza. La primera resina genera chispas y humo. Con lo denso que estaba ya el aire.

Me pregunta qué he estado haciendo, y le contesto y le pregunto a qué se dedica actualmente: poca cosa, disfruta de la tranquilidad. Le digo que estuvimos aquí juntos una vez, cuando en el colegio se celebraba el día del deporte, y no se acuerda, así que sonrío. Yo recuerdo cada minuto, la balsa cuadrada que sirgamos a través del lago, la tensión en sus pantorrillas, el roce de la cuerda en la palma de mi mano, entre los dedos y la muñeca, cómo se me empapó la camisa de manga larga que no me quité (aunque aquel día hacía un calor abrasador) para que no se me vieran los moratones de los brazos, y la piel cada vez más roja que quedaba a la vista entre el borde de su camisa y el principio del pelo. Estamos en silencio y él abre una segunda botella de vino. Le veo sacar la lengua cuando se concentra y pienso: está igual. Tiene los labios morados por el vino, y yo las manos rojas por el frío primero y luego el calor. Las mejillas me arden. El perro duerme y la leña se va consumiendo en la estufa. Plof, dice el corcho, y él me llena el vaso. Le pregunto cómo están sus padres y cómo les va con el negocio, y cómo está su hermana, y me dice que es padrino de uno de sus hijos. Dice que se parece mucho a él: pelo oscuro y rizado. Que es un trasto, se rompió los dos brazos en un mismo año. Me río, bebo y guardo silencio.

¿A qué has venido?, me pregunta finalmente y yo tomo un sorbo para no tener que contestar enseguida. Estaba por la zona, digo, y no digo cuánto me costó reunir el valor para enviarle un mensaje. Me había enterado por un conocido común de que ahora vive aquí, casi como una especie de ermitaño, cuidando las casitas vacías, el lago vacío, el vacío a la espera de las excavadoras que arrasarían el parque de vacaciones en primavera para dejar paso a los bloques de pisos de nueva construcción que, según el folleto, iban a ser una óptima inversión. Habrá pisos adaptados y un parque infantil y alguien lee un libro y la gente sonríe y hay una cometa sin ningún niño colgado.

¿Por qué has venido?

He pensado, hace tanto tiempo, digo.

Sí, hace mucho tiempo.

Años.

Años, sí. Me sorprendió que me enviaras una solicitud de amistad.

¿Ah, sí?

Sí, no me lo esperaba, después de tanto tiempo.

¿Tanto tiempo ha pasado? Oigo la afectación en mi voz.

Un par de años.

Un par de años, sí.

Toma un sorbo y me mira. Estás igual.

Tú también.

Qué va.

Yo tampoco, eh, digo, y sonríe.

Ah, sí, bueno. ¿Se te ha pasado el frío?

Todavía estoy empapado.

¿Quieres un jersey?

No hace falta.

Espera, dice, y sale de la habitación. El perro abre un ojo, lo cierra y sigue durmiendo. Busco una postura cómoda en el sofá, me levanto un momento y vuelvo a sentarme y noto el vino, el calor, la neblina en mi cabeza. Toma, me dice, alargándome un jersey oscuro con capucha. A ver si te pondrás enfermo

Traducción del neerlandés de Maria Rossich.

Comparte este texto: