Nocturno esplendor

María Cecilia Barbetta

(Buenos Aires, 1972). Éste es un fragmento de la novela «Nocturno esplendor» (Emecé, 2023), que en 2018 fue finalista al Premio Nacional de Literatura Alemana en la Feria del Libro de Fráncfort.

El lunes primero de julio de 1974, Valentino Acuña estaba sentado dentro de su puestito de diarios, rodeado de noticias frescas que de pronto se marchitaron, como si la fina garúa que caía sobre la ciudad de los buenos aires, mezclándose con el aroma de los jazmines, las alverjillas y las santa ritas, arrastrara consigo una inaudita catástrofe natural que se propagaba hacia el resto del país, sin que uno de sus más informados habitantes tomara nota de su presencia. Ese día histórico, sumergido en la lectura de una tira cómica por entregas, Valentino Acuña se enteró, con asombroso retraso, del infarto mortal que había sufrido el presidente Juan Domingo Perón, gracias a un fragmento de charla que voló hasta él largo rato después del anuncio oficial de las dos y diez. La revelación, proveniente de un transeúnte alarmado que cruzó de prisa por delante de su puesto como una sombra fugitiva, se convirtió en un globo de diálogo expresionista, una nube dibujada que, al levantar Acuña asustado los ojos de la revista, hizo que se evaporara todo lo que él había expuesto en el panel delantero y a los costados, convencido de que por la candente actualidad o por la atemporalidad de su contenido hallaría comprador.

Extremadamente inquieto a causa del dato fúnebre, Acuña puso candado a su negocio, franqueó a grandes trancos el asfalto mojado, abrió de golpe la puerta del local de Celio y se encontró con el peluquero del barrio bañado en un mar de lágrimas.

También los hombres lloran. También los hombres pueden venir al mundo con una predisposición natural por lo líquido, como Celio Rachello, criado en el pintoresco barrio-puerto de La Boca, donde intrépidos marineros curtidos por el viento, el agua salada y el sol eran arrastrados asiduamente a tierra. Entre los húmedos paredones de un derruido conventillo, del que entraban y salían a intervalos regulares los bravíos jinetes de las olas y los océanos, mientras que otras personas, con las que estaban en contacto, ansiaban establecerse de una buena vez en la Argentina. La madre de Celio ocupaba por entonces una pieza, chica como un pañuelo, que compartía con una desconocida, porque la miseria era grande y ella no podría haber afrontado sola el alquiler. Así fue cómo aconteció lo que tenía que acontecer: con el tiempo, ese barrio de inmigrantes resultó incluso para la descendencia un terreno que requería piel gruesa. El joven soñador de rasgos suaves y pantalones cortos, al que tanto le gustaba jugar a la batalla naval al aire libre, andaba constantemente con las rodillas en carne viva y los ojos llorosos. Antes de acostarlo, su madre debía atender los pequeños rasguños en las sienes y las mejillas, que el roce al dormir le volvía a abrir. Cuando una noche su compañera de cuarto no retornó al hogar y la espera de un mensaje suyo empezó a hacer efecto en el monedero, Laura, la madre de Celio, tuvo que asumir las consecuencias y darle un vuelco completo a su vida. Dos meses más tarde, llegaba a Ballester con una valija liviana en la mano derecha y un tierno muchachito en la izquierda.

Este barrio había visto crecer a Celio y transformarse en el hombre que era hoy. Se había teñido las primeras canas con maestría y se resaltaba diestramente los ojos con un delineador verde liquen sobre la línea de agua. Cuando una clienta le preguntaba la edad, respondía:

—¿Cuánto me das, estimada?

El juego de adivinanzas tomaba el carril de costumbre: el peluquero descartaba halagado el número con la mano, le daba la espalda por un segundo a la curiosa y se dirigía a su madre:

—Vos la oíste, mamma. ¿Qué me contás?

Laura Rachello era incapaz de comunicarse. En algún momento había renunciado al habla. Celio, que de por sí consideraba el peliagudo dato etario como un secreto profesional, se había resignado a su mutismo y hacía de ello una virtud.

La vida de aquellos que no nacieron en cuna de oro y que por lo tanto tenían que inventarse a sí mismos fue y sigue siendo un desafío para equilibristas. «Hay que mirar para adelante», le había aconsejado Laura a su hijo antes de enmudecer, y él la obedecía al pie de la letra, clavando sus ojos en la pomposa pared-espejo que dividía, en el local, la zona profesional de la privada. Desde el principio había habido un Celio Rachello delante y otro detrás del espejo. Pese a todos los trucos que sabía implementar este mago, pese a todo lo que se dejaba ocultar con unos pocos retoques, pese a todo el glamour que encarnaba Celio Rachello y a todos los brillos con que se engalanaba, el peluquero ya debía andar por los cuarenta. En esa década harto pasada del siglo XX solía incluso vivir, por amor a su madre Laura Rachello, la mujer a la que Celio le debía todo. Ella, por su parte, le debía todo a Eva Duarte, la esposa legendaria de Juan Domingo Perón que les había hecho tal sombra a su predecesora y a su sucesora que era como si ambas —un antes y un después en la vida del General y de su pueblo— jamás hubieran existido. Los años felices eran para Celio, siempre deseoso de complacer a su madre, los felices años del ascenso de Juan Perón, cuando dejando atrás una vertiginosa carrera de ministro dentro de una de las tantas dictaduras militares que desde los años treinta mantenían el tranco del país a fuerza de espuelazos, el general había tomado las riendas. Laura Rachello había tocado el cielo con las manos al recibir de las mismísimas de la caritativa First Lady su primera máquina de coser. Una fotografía en la pared-espejo mostraba a la destinataria del opulento regalo justo antes de entrar en escena. Con el peinado recién hecho, se erguía rígida como un soldado delante del edificio de la Fundación Eva Perón, y a sus espaldas se veía una cola que daba vuelta la esquina. La foto en blanco y negro marcaba otro punto de inflexión en su biografía. La generosa donación le había permitido a Laura Rachello adivinarle uno que otro deseo a su hijo. Pero al cabo de unas cuantas camisas de manga corta y unos pantalones azul marino de pretina alta había tenido que admitir que él en realidad anhelaba algo más extravagante. Pesarosa y sin consultarle el próximo paso, había vendido la máquina de coser de Evita y con lo obtenido más sus ahorros había adquirido una secadora de pelo Philips usada, un aparato que funcionaba perfecto, con regulador de temperatura de cuatro posiciones y soporte ajustable sobre un trípode, que había instalado en el vestíbulo de su casa, para luego comunicarle a su hijo que había abierto una peluquería en Ballester.

El único que entretanto tenía voz y voto en Eterna Belleza era Celio Rachello. Laura, atildada y vestida pipí cucú, se quedaba sentada inmóvil en un moderno sillón cocktail que la publicidad había ensalzado como el último grito y al que Celio le había dado el zarpazo para sorprenderla en uno de sus cumpleaños redondo. Un auténtico golpe de suerte. La cuerina se limpiaba rápido, rojo era el color preferido de Laura y gracias al asiento giratorio Celio podía manejar a su madre con facilidad. Antes de encerrarse en sí misma, nada ni nadie la hubiera podido convencer de que descansara. El negocio marchaba regular, y sin embargo ella se había metido en la cabeza que una jefa, aunque estuviera en casa en la habitación contigua, no debía abandonar su puesto durante el horario de atención, pasara lo que pasase. Durante largo tiempo no pasaba ni el loro. En los desolados días sin clientela, salía a la puerta como un capitán a cubierta, que se protege los ojos del sol con la mano tratando de divisar la costa más cercana. «Persevera y triunfarás», le enseñaba a Celio, su primer y único oficial, que le devolvía un guiño para darle ánimo. «Sabés cómo pienso yo: sólo las ratas abandonan el barco que se hunde», le advertía ella, llena de desprecio por los roedores que en La Boca había visto en tropel.

Hoy en día, aunque abstraída mentalmente, se mantenía en guardia. A menudo, como hacen los gatos, fijaba la vista en un punto determinado del espacio en el que, para otros, no había nada. Por lo demás, como si fuera un maniquí de vidriera o una muñeca de tamaño real, se dejaba acicalar por su hijo con los vestidos de cóctel que había confeccionado a fines de los años cuarenta. Allende cualquier novedad en el rubro de la moda, se mantenía quieta incluso cuando Celio, con una miríada de horquillas doradas entre los labios, se disponía a practicar los peinados más sofisticados habidos y por haber. Retorcidos caracoles y trenzadas torres se erigían equilibradamente sobre el armónico cráneo de su madre. La mujer que en La Boca se había preparado a que le naciera una hija, una Celia, a quien poder legarle en el momento oportuno sus blusas orladas por coloridas lentejuelas, sus brazaletes y collares de baquelita, se había vuelto ella misma una nena. A bordo de su barca de los sueños, Laura Rachello se dejaba ataviar y perfumar detrás de las orejas y en las muñecas, se dejaba maquillar con discreción y esmaltarse las uñas a tono con el vestuario. Como una reliquia de una era irrecuperable, reinaba en Eterna Belleza, haciéndole frente día a día a lo verosímil. Para que esta prueba crucial no le hiciera perder ni un poquito de su color —a diferencia de lo que ocurría con las fotografías de Evita en su negocio, que documentaban el correr del tiempo y a través de él la evolución de la locutora y actriz de cine a la que Laura se había entregado de pies a cabeza, puesto que en suma se había transformado en la mujer más poderosa del país, la esposa del presidente con un teñido rubio de primera, en Paco Jamandreu y Christian Dior, una verdadera dama con sombreros extravagantes de Casa Giulia y Rosé Descart, con pieles y zapatos imponentes, con rubíes en las orejas y diamantes en el cuello, con unos seguidores que llevaba de las narices—, a fin de sofocar en su origen el primer asomo de palidez, Celio agarraba el colorete y lo aplicaba con tal precisión sobre los pómulos de su madre que las clientas le aseguraban que doña Laura se volvía cada vez más joven, como Dorian Gray. No sólo Celio, también las muchas mujeres que se rendían a sus manos, confiándole además de su cabeza el alma, conversaban con ella y trataban de convencerla, como si realmente le estuviera dado participar de cuanto ocurría a su alrededor, como si Laura Rachello no se encontrara atrapada en una cápsula de tiempo que la mantenía confinada a un eterno pasado, a un limbo, un sitio intermedio que no era cielo ni tierra y en el que reinaba el azar benevolente, una instancia infantil que se interponía en el camino de la cruda realidad y se negaba a soltar a la progenitora de Celio en la libertad del aquí y ahora.

—¡MURIÓ!

Con estas palabras y una teatralidad copiada de la época dorada de las radionovelas, recibió Celio Rachello al hombre que desde hacía años les proveía a su santa madre, a las habitués de Eterna Belleza y a él, el artista del cabello, de revistas ilustradas y magazines de chimentos, pero que ahora estaba parado ahí de manos vacías. Consciente de que a la oportunidad la pintan calva, Celio aprovechó la suya para tirarse de cabeza en los brazos de Valentino, con el propósito de declararle la peor noticia posible desde la máxima proximidad. In medias res, como si no hiciera falta mencionar al muerto por su nombre, como si nadie supiera mejor que el peluquero de Ballester qué sentía el país en una circunstancia de semejante trascendencia histórica, como si de cara a sucesos tan dramáticos se hubiera quedado más o menos sin palabras no sólo el hijo de doña Laura sino la nación en su conjunto, Valentino Acuña vería reproducida la misma expresión que acababa de oír de boca de Celio a la mañana siguiente en la tapa de Crónica: en tipografía sobredimensionada, que para ilustrar el alcance de la catástrofe se expandía por toda la parte superior de la página, y con la misma concisión, que transmitía un atisbo de lo sencillamente inconcebible.

—Estoy desconsolado, Valentino —sollozó Celio, con tal de poner aun más de manifiesto su dolor.

Un día más tarde, la palabra DOLOR resplandecería en letra catástrofe en la tapa de Noticias.

—Me enteré recién. Un shock tremendo. —Mamma piensa igual.

—¡Ay, discúlpeme, doña Laura! No la saludé. Tengo la cabeza en cualquier lado. Se ve espléndida. Espero que ande bien. —Acorde a las circunstancias, caro. Mamma y yo habíamos despachado a la clientela y encendimos el televisor cuando se metió esa mujer horrible para anunciarlo. Todavía no lo puedo creer. Mamma y yo no estuvimos esperando dieciocho años a que regresara para que al término de nueve meses nos abandone otra vez. —Y esta vuelta para siempre, Celio. Nadie podrá traerlo de donde está ahora. — Apenas un par de horas desde que nos dejó y acá ya nos sentimos desamparados. Disculpame.

Celio giró la cabeza y se sonó la nariz en un pañuelo perfumado que se había escondido en la manga. Luego echó una ojeada al espejo. Su nariz estaba enrojecida de tanto llorar, el delineador oscuro se le había corrido, enchastrándole los ojos.

¡Orribile! ¡Spaventoso!

—No exageres.

—No me refiero a mí, sino a lo que nos espera. Como si estuviéramos en la película equivocada, a la cabeza del gobierno está una émula aspirante a Evita, un refrito cansado llamado María Estela Martínez. Únicamente tengo ganas de llorar.

—Hablando de películas, ¿podemos prender el televisor? Para ser sincero, fue por ese motivo que les caí de sopetón. Doña Laura, ¿nos permite?

—Claro, tesoro. También mamma quiere saber si va a ocurrir algo más. Pero te advierto: desde la aparición de la viuda sólo transmiten música de las esferas.

Celio puso el sillón cocktail en posición, acarició la mano de porcelana de su madre y se dirigió a la cómoda, en cuyos amplios cajones guardaba utensilios vitales como cepillos, ruleros, redes para pelo y hebillas. Arriba de la misma imperaba, sobre una carpetita bordada a mano, que al igual que la boa de plumas roja encima de la puerta del negocio servía secretamente de recolector de polvo, un pequeño Hitachi portátil. Tenía la antena floja y cada dos días había que acomodarla. Celio giró la perilla de encendido y comprobó decepcionado que en todos los canales seguían con la música clásica.

—Se pasan de rosca —dijo y optimizó el emplazamiento del sillón cocktail, para que doña Laura pudiera ver, sin dislocarse el cuello, la adormecedora señal de ajuste que hacía de fondo a los sonidos.

Inesperadamente sucedió algo. El sonido se fue diluyendo y quitaron la señal de ajuste, para suplantarla por el ministro de Bienestar Social. Tres segundos más tarde, su imagen era un confuso ruido lleno de rayas.

Porco cane —se enfureció Celio y le dio al televisor un golpe fuerte, que restableció el semblante del ministro en blanco y negro.

Una estatuita de la virgen que se encontraba al lado del Hitachi cayó desde un metro y medio de altura al suelo. La figura de plástico era un préstamo de Teresa Gianelli, la nieta de Berta Sanfratello, quien visitaba a doña Laura semanalmente para proveerla de huevos frescos.

—¡Madonna santa! ¡Lo que me faltaba! —chilló el peluquero histérico, acuclillándose para levantarla—. ¿Te fijaste, mamma? ¡Como si la madonnina, viendo lo crítico de la situación, hubiera cometido suicidio! Ahí tenemos la prueba, Valentino: los buenos se toman el buque.

—Con profundo pesar confirmo al pueblo argentino la infausta noticia del paso a la inmortalidad de nuestro líder nacional, el general Perón.

El ministro de Bienestar Social se había pronunciado y Celio resollaba de furia. Tras asegurarse de que la estatuilla hubiera salido ilesa, comenzó a gesticular exaltado.

—¡Qué cara más ladina! Ese hombre no me gusta nada, Valentino. ¿Por qué este Rasputín de las Pampas tiene que convalidarlo, después de que la viuda hizo pública la muerte de su marido? No hay tu tía: muerto es muerto. Como Pipino aquella vez Te acordás de Pipino mamma Pipino era nuestro pajarito en La BocaValentino un cantor de ensueño nuestro cabecita negra Tenía la testa la nuca y el cuello de un negro reluciente que contrastaba de manera encantadora con el amarillo del cuerpito Ni qué decir del tinte verde oliva y del peculiar dibujo de las alas Mamma compraba en el almacén una mezcla especial que guardábamos en una lata de polvo para hornear Una mañana…

Celio era de nuevo el de siempre. Sus lágrimas desgarradoras se habían secado y hablaba como lo había hecho toda su vida: hasta por los codos, sin punto ni coma. Ya se había olvidado del Brujo, el oscuro secretario privado de Perón en su exilio madrileño que ahora detrás de bambalinas y mediante un conjuro oculto («¡Faraón! ¡Faraón! ¡Fa-raón!») había intentado restituir al presidente muerto al reino de los vivos. Como la fórmula mágica no había surtido efecto, el nigromante había considerado necesario subrayar expresamente el fallecimiento del mandatario. Lejos de hacer público su fracaso como hechicero, López Rega le dio una vuelta de tuerca a su revés, rubricando la aparición de la recién enviudada en radio y televisión con la suya propia. Al dirigirse al pueblo como figura oficial de la esfera política, dejó en claro para aquellos que en este país sabían leer entre líneas: tras la defunción de Juan Domingo Perón, nadie que no fuera él le conferiría validez a las manifestaciones de su sucesora legal

Traducción del alemán de Ariel Magnus.

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