(Atenas, Grecia, 1972). Éste es un relato breve incluido en su novela «Un nuevo día» (Ediciones Kastaniotis, 2018).
Todo empezó el día que vio el muñeco mecánico en la juguetería de la calle Reina Ulrike, o la vez que conoció al mimo del traje de papel de plata que paseaba por la plaza como una marioneta haciéndose pasar por un robot, o tal vez, de nuevo, la noche que escaló la ruina frente al cine de verano Ekran y vio las aventuras de Luke, de Han Solo y Citripio (éste fue el que más le impresionó), o tal vez cuando vio por primera vez desde el balcón de enfrente al soldado teledirigido en manos del chavalito gruñón, una pieza reluciente que avanzaba lentamente apuntando con su arma y disparando una luz roja que parpadeaba en el extremo del cañón. Sea como sea, uno de estos acontecimientos aparentemente trivial, o todos ellos juntos, o algún otro que se me escapa, fueron la causa o la razón (diferencia imperceptible en este caso) que llevó a Roby, que se llamaba Roberto y que se irritaba cuando le llamaban Robo (se preguntarán por qué) a actuar como actuó.
Por extraño que parezca, Robo o Robie o Roberto despreciaba a los robots. Detestaba por igual la baba del caracol, las judías crudas y el olor de las uvas agrias, pero, aunque no tenía explicación para las otras rarezas, desarrolló un sólido argumento para explicar su aversión, su furia, su odio hacia los tristes humanoides mecánicos, como él los llamaba.
Es cierto que varias personas en el pasado le habían asegurado que semejante obsesión no era para tanto, que habían visto algo parecido muchas veces antes, se lo habían asegurado con énfasis, pero luego, en su prisa por alejarse de él, dieron la impresión (con razón) de que corrían a esconderse, negando, de la forma más vulgar, cualquier esperanza de una vida normal. Desgraciada o afortunadamente, todos aquellos adelantados, babosos y donnadies (que no tenían ni idea de lo que estaba a punto de ocurrir) no pasaron por su vida sin pena ni gloria y, tal vez, un psiquiatra, un investigador privado o un sociólogo documentarían que así se originó su asco a la baba del caracol. Se trata de una suposición infundada y sin mucho peso, ya que sólo se derivó de lecturas fragmentarias de psicología, semiótica, fisonomía y, por supuesto, malacología, es decir, zoología de moluscos e incluso gasterópodos.
No me ocupo de estudiar una por una sus fobias al olor de las uvas agrias y a las judías crudas, aunque tema a estas últimas quien tiene un estómago frágil, o quien tiene una nariz sensible y se ve obligado a soportar sus tristes consecuencias en la misma habitación con el descerebrado que no las temió (un atrevimiento tan imprudente sólo puede conducir a consecuencias desastrosas).
Sin embargo, Robo nunca se sometió a un psicoanálisis, y ahora que lo pienso, si alguien le sugirió alguna vez la meditación como solución, quizás esa conversación fue el motivo de lo que vino después. Hay demonios dentro de nosotros. Mejor dejar el interior intacto (ese sería el mejor consejo).
Durante un tiempo trabajó como ayudante de relojero para un viejo delgado como un alambre. En el centro del taller había una gran caja rectangular con engranajes desordenados, manecillas, espirales, muelles y muchas otras piezas de relojes muertos. Poco a poco se acostumbró a la horripilante visión y aprendió a disfrutar del placer de volver a colocarlas en el cuerpo de una máquina del tiempo para repararla. El taller abría todos los días a las siete y cerraba a las tres; a las once, el artesano y su ayudante se tomaban el café durante diez minutos exactos y a las dos menos veinte se comían un bollo redondo (un cuarto de hora de descanso esta vez).
«Siempre he vivido así, bien sincronizado», le dijo el relojero a Roby una mañana, y sin duda esta conversación jugó su papel.
Relojero fue también Pierre Jacquet-Droz, que diseñó y construyó tres autómatas con forma humana en 1774. Se podría argumentar que estos elaborados muñecos mecánicos son los antepasados de los robots, pero Roby tenía otra opinión. No sé cómo llegó esta información a sus oídos, pero durante algunos años estudió todos los autómatas conocidos de los siglos XVIII y XIX hasta que aprendió los mecanismos al dedillo. Aunque menos funcionales que los humanoides electrónicos modernos, estaban bien articulados, eran amables, encantadores e inaccesibles, en una palabra: dichosos.
Su carrera de relojero se vio bruscamente interrumpida; una mañana encontró al anciano tumbado boca abajo sobre la caja rectangular, desmadejado. Lejos de las horquillas y los engranajes no encontró forma de mantener sus manos ocupadas. Durante meses recogía relojes rotos de los contenedores y, a falta de las herramientas adecuadas para repararlos, se asentaron en silencio pesando sus bolsillos. Junto a un reloj de cuco muerto encontró un despertador roto, de esos que tienen campanas en la parte superior; agarró la aguja grande con dos dedos, la arrancó y se la clavó en la palma con un movimiento brusco. No sintió nada más que un ligero entumecimiento.
Entonces decidió averiguar si él mismo era un autómata elaborado o una lata industrial idéntica a otras miles, montada a toda prisa en una monótona cadena de producción. La verdad estaba en su interior.
No sé cómo ni por qué visitó aquel taller de hojalatero, ni cómo llegó al taller del cuchillero, pero se sentó en un rincón haciéndose el dormido, y el jefe de los taladros, no queriendo preocuparle, se colocó detrás del banco y acarició complacido las piedras de afilar (los artesanos suelen padecer obsesiones tan insignificantes). Cuando sus respiraciones se sincronizaron, Roby abrió los ojos, sacó una vieja navaja del bolsillo e imitó al desconocido que tenía enfrente. Habría sido una decepción acariciar aquella hoja desafilada que ni siquiera era capaz de rebañar un yogur. El experimentado ojo del jefe de los taladros diagnosticó inmediatamente el problema y se apresuró a afilar la inútil navaja. Luego arrastró la hoja recién afilada hasta la parte exterior de su dedo índice izquierdo y dejó una pequeña línea roja junto a una hilera de innumerables cicatrices similares. «No es nada, sólo un pequeño arañazo». Se rio y devolvió el cuchillo a su dueño. «Si es necesario me encontrarás en la unidad de desmontaje», añadió y salió de la habitación. Robert, sin poner la hoja en contacto con su piel, ensayó dos veces un corte en su muñeca izquierda (esperaba encontrar diez pares de cuerdas metálicas debajo y no un montón de circuitos taiwaneses), pero inmediatamente cambió de opinión y consideró si un corte en el estómago o en el pecho tendría mejor resultado. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero se dio cuenta y lo neutralizó.
El aire desprendía un olor nauseabundo, algo entre un pedo de judías mal cocidas y un olor a uvas podridas, y un enjambre de caracoles (de la especie Helix aspersa, según me explicó un domador de caracoles poco después) que seguían órbitas circulares desordenadas cubrió la pantalla hasta que lo perdí de vista.
No vi si finalmente se abrió las venas o el torso, tal vez se arrepintió y salió de la cuchillería entero, pero sólo la sospecha de que tal pensamiento cruzó su mente es una triste historia
Traducción del griego de Panagiota Papadopoulou.