Premio FIL de literatura en lenguas romances
Encarnación
Peter Schlemihl debe su nombre a un acoplamiento burlesco entre cristianismo y judaísmo. El nombre de Peter está tomado de San Pedro, uno de los primeros apóstoles de la Iglesia. Oriundo de Galilea, en Tierra Santa, y allegado a Jesucristo y a su hermano, San Pedro se enfrentó a San Pablo, judío helenizado de Tarso, quien se había vuelto el visionario animador del internacionalismo cristiano y de la conversión de los gentiles. Pedro sostenía que, para llegar a cristiano, uno debía primero ser judío, como él mismo y como el Redentor. Pablo abogaba, con fervor propagandista, a favor de abrir de par en par las puertas de la Iglesia ante quienquiera que lo deseara.
El apellido de Schlemihl puede rastrearse en el capítulo sobre Moisés, del Talmud babilónico, y en hebreo significa «amado de Dios», pero también trae una connotación bufonesca, tal y como lo quería igualmente el autor del famoso cuento romántico, Adalbert von Chamisso, un francés exiliado en Alemania, quien decía sentirse a sus anchas sólo entre exiliados como él. El nombre de Schlemihl remite, pues, a un patán desatinado y perdedor, un cómico dechado de torpezas, el perfecto hazmerreír de la comunidad. Una especie de palurdo inocente y de payaso circense.
La tradición judaica asigna, sin embargo, atributos sagrados al bobo y memo, a este «idiota» dostoievskiano y no dostoievskiano, a quien hay que mirar con indulgencia y hasta proteger. El Talmud refiere que el pobre Schlemihl se involucró en comercio amoroso con la mujer de un rabino, lo pillaron y lo mataron. Lo que otros, probablemente, se habían granjeado sin dificultad y más de una vez, a Schlemihl, símbolo del judío perseguido y errante, un payaso del fracaso, le salió mal. De Shle-umil, su nombre en hebreo, se derivó más tarde, en jerga yídish, la del exilio, el vocablo schlim-mazel (desventurado, afligido, des-afortunado), vale decir un Schlemihl.
Inicio de la ficción
Érase una vez, como tantas otras, el despertar matutino.
Un ojo abierto, el otro cerrado. Veía o entreveía la puerta. Y un sobre amarillo.
Últimamente dormía demasiado, despertaba con dificultad y no del todo, recaía pronto en la nada. Estaba habituado al dilatado sopor. Cerró su ojo abierto o entreabierto, volvió a dormirse, despertó, el sobre amarillo asomó de nuevo. Y reiterados golpes de pájaro carpintero en su puerta.
Estaba impaciente el carpintero. La puerta pintada de rojo lo irritaba. El dormilón la había pintado de rojo, el color oficial, para causar irritación o asco o miedo a los inoportunos.
En la entrada, el mensajero enclenque, con el sobre amarillo en la mano. Llevaba un traje gris, de buen corte, lleno de oropeles y un cinturón de turista, de hebilla grande, verde. Era esbelto y su traje estaba ceñido al cuerpo. Tenía el cabello negro, tupido y alborotado. Gastaba un bigotito fino y negro, brillante, diríase que untado con betún. Se volvió hacia la puerta, la abrió apenas y susurró hacia alguien que estaba cerca, al otro lado del umbral: «No se levanta. Es un gandul».
—¿Quiénes sois y qué queréis?, preguntó el dormilón.
—Ya lo sabrás, contestó el gemelo de la puerta. Ya lo sabrás, sí sí, así suena la orden, lo sabrás.
El lirón se bajó de la cama, en calzoncillos y camiseta, se dirigió hacia el cuarto de baño, pero en la puerta del baño estaba, ahora, el mismísimo gemelo que había entrado, cuándo, cómo, por la puerta abierta. En su mano tenía una hoja con muchos sellos.
—No te agites. Quédate en casa, no puedes salir. Estás bajo arresto. Domiciliario. Así se llama esto, arresto domiciliario.
El flacuchento de traje gris apuntó con su dedo la puerta abierta del cuarto de baño donde el gemelo esbelto, de cabello negro y alborotado y de bigotito untado con betún negro, trajeado igual, se había sentado en la tapa del inodoro, concentrado en la lectura de un texto. En sus rodillas, otro sobre amarillo. Se levantó, ahora estaba de pie, junto al otro, ambos idénticos, con idénticos sobres amarillos en la mano, contemplando con insolencia los calzoncillos rotos, pero de lino fino, del cautivo.
¡Detenido sin motivo alguno! Y justamente ahora cuando, recién despierto, esperaba que su hermanita le trajera, humeante, el café con leche y un croissant recalentado en el microondas. Tamar, quiso llamarla, pero el miedo le acogotaba. Pero si estamos viviendo en una república popular, constitucional, la paz y la armonía reinan en todo el mundo, por doquier la gente ama las leyes y las acata, los agresores no tienen derecho a irrumpir así, sin ton ni son, en la morada legal de un ciudadano pacífico, quien tiene su alquiler pagado al día e igual las cuotas filatélicas, en buena regla.
Caminó, indeciso, hacia uno de los gemelos, extendió su mano para coger el sobre, pero el oficial sólo le dio la mano y estrechó la suya, tiernamente.
—Soy Ed, susurró inclinándose el gracioso, lo que también hizo el otro, su gemelo, difícil saber de quién era la mano que acababas de estrechar, o sea quién estrechó amorosamente tu mano.
El dormilón se esforzaba por acabar de despertar, mas no estaba seguro de haberlo logrado. Un ojo abierto, el otro cerrado, como hace un momento, hace una hora o dos o quién sabe cuánto, de un tiempo a esta parte dormía demasiado, despertaba con dificultad y no del todo. Volvió a dormirse y volvió a abrir, al cabo de unos momentos, el ojo cerrado, ahora tenía los dos ojos grandemente abiertos, avistaba la puerta por debajo de la cual alguien había deslizado un sobre amarillo. Abrió sus ojos aún más, se frotó la frente húmeda de sudor, decidió despabilarse. Tamar, quiso gritar, implorando por una gota de café, pero recordó que Tamar hacía mucho ya no vivía con él, por tanto recordó, por tanto estaba despertando, por tanto estaba despierto.
La nota oficial era lacónica. Ministerio de Asuntos Interiores. Departamento de la Seguridad del Estado. Estimado camarada, Está Usted convocado a nuestra sede, C/ Arenei 27, oficina 22, ante coronel Vladimir Tudor.
Oh, sí, los últimos días tenía el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Soy Ed… Y el otro también Ed. Y ahora el coronel Tudor. Y éste, ¿quién sería? Hasta ahora sólo le llegaban mensaje de capitanes, rara vez de algún comandante, no de coroneles, y no le citaban en la sede de la temida institución, sino en viviendas de señas extrañas. No, no en la propia sede de la Institución.
El sueño, sí el sueño, no lo había olvidado, el pájaro carpitero llamando nervioso a su puerta, el texto leído en el retrete. Ed y Ed, ante el reo.
Mm, reo, se confirmaba, no era una suposición. Se confirmaba y no era una sorpresa. Las sorpresas habían perdido su prestigio, ya nada sorprendía, nadie podía ya permitirse el lujo del asombro. Unos días después de violar el sobre amarillo, había dejado de preguntarse acerca de la culpabilidad. No tenía importancia cuál de sus culpas preocupaba a los camaradas que velaban por la paz y el orden en el país. Los ciudadanos de la República escondían no pocas culpas, todos eran sospechosos, aunque elegidos para la guillotina sólo algunos.
En la ventanilla de audiencias, el oficial que atendía tenía su quepis de soslayo sobre la ceja izquierda.
—Estoy convocado ante el coronel Tudor. Para hoy, viernes, a las 16 horas, despacho 22.
El oficial enderezó su quepis y le extendió un cuadradito de cartulina azul en el que se leía, con letras de imprenta, audiencias 22.
El coronel no estaba de divisa, sino que llevaba un traje elegante color fantasía, y una corbata a juego, de seda, con motivos chinos. Bajito y rechoncho, de pelo negro, engominado. Gafas de lentes pequeños, agraciados, manos grandes, enormes.
El reo se sentía incómodo por su talle alto, así como por su cuerpo estrecho y largo, aplanado como una tabla. Tenía la cabeza afeitada al rape, vestido sin aliño alguno, con una chamarra negra de vinilo, sobre una camisa que alguna vez había sido blanca.
—¿Qué tal? ¿Te gusta mi corbata? Me la regaló la esposa de un compañero de vuelta de un viaje a la Muralla China. Me chifla todo lo que viene de Oriente. De Extremo Oriente. El tono familiar del coronel señalaba algo dudoso, ya no era la brutalidad de los capitanes o del comandante que le invitaban a pisos particulares, cada vez otros, cuyas llaves poseían para usarlas a horas que los inquilinos no estaban en casa. El chaparrito acicalado con pomadas pasará pronto, probablemente, del tú al usted y de vuelta al tú, para que uno ya no sepa qué trato darle.
El camarada coronel sacó una petaca de plata con incrustaciones orientales. Extremo-orientales. Le señaló el sillón de enfrente y le ofreció la petaca abierta.
—Gracias, ya no fumo, lloriqueó el estirado.
—Son Kent. Cigarrillos imperialistas. Deliciosos.
El convicto conocía la marca respectiva de pitirillos americanos, la preferida de las oficialidades, una especie de emblema elitista, coima para médicos, carniceros, abogados, mecánicos de limusinas y vendedores de gasolina, o sea los intermediarios sin los cuales la vida cotidiana no podía funcionar. El elegante coronel encendió un cirarrillo largo, el huésped contemplaba el ambiente amueblado con imponente elegancia.
—Claro, mi despacho no es uno cualquiera. Veo que admiras los muebles y los espejos. Son los que cuadran con mi función, igual que mi atuendo. ¡Es ésta la Dirección de Pasaportes! Hace algún tiempo usted solicitó que se le extendiera un pasaporte, ¿verdad?
La enorme mano del encuestador era demasiado maciza para el cigarrillo fino, del que subía, enroscándose, un hilito de humo igual de fino.
—Mmm, sí, hace tiempo. Hace mucho tiempo. Las respuestas han sido todas negativas, y luego desistí.
—¿Y ahora? ¿También ahora desistirías?
El encuestado callaba, pese a su altura había desaparecido por completo en la profunda batea del sillón.
—Ahora la situación del país ha empeorado aún más, ¿verdad? ¡Un desastre! ¿No es esto lo que sostenéis por ahí?
—¿Quién? ¿Yo?, lloriqueó la sombra desde el sillón.
—Pues sí, de eso habláis por todos lados. Entre amiguetes y no sólo. Amiguetes no muy mansos que digamos, dice el coronel.
—Pero ¿cómo?… musitó el larguirucho, más y más azorado.
—¡Así mismo! Estás frecuentando cada vez más a menudo grupos que pretenden ser patrióticos. Demasiado patrióticos. Sospechosamente patrióticos. Miseria en aumento, dicen los bocazas, vigilancia en aumento, la comedia del tirano siempre más nauseabunda. Éstos, más o menos, son los trillados clichés que estáis ventilando.
El ciudadano callaba derrumbado en el sillón, también callaba el camarada coronel, el de la voz cálida y la mirada aguda. Encendió otro cigarrillo Kent, sosteniéndolo entre dos dedos gruesos. Escudriñaba con su mirada aguda los espejos que, en las paredes, reemplazaban los consabidos retratos oficiales. Ningún retrato, ni siquiera el del hijo predilecto de su pueblo ni el de su esposa, la chaparrita de los dientes y la guadaña de oro. Sólo espejos, de marcos raros. Su posesor los contemplaba satisfecho, reflejaban fielmente sus enormes manazas.
—Pero dejemos este tema. No para esto le hemos convocado. No está usted bajo pesquisa, las pesquisas se llevan a cabo en otro lado. Aquí es la Dirección de Pasaportes. El jefe de la oficina es, como usted puede ver, un oficial cordial, elegante, que se las sabe todas, tal y como lo exige su papel. Ah, sí, me estaba olvidando… otro cliché que está fermentando entre vosotros es la proliferación de los soplones. Por eso pintó usted su puerta de rojo, como los transformadores de alta tensión que acarrean peligro de muerte. Niñerías, no por nada sus compañeros le sacaron fama de infantil. Si el número de nuestros informadores ha aumentado, ¿se imagina acaso usted que les asustará el rojo proletario?
Los anillitos de humo del Kent celebraban debidamente la historieta.
—Su número ha aumentado catastróficamente, eso sostenéis. Como los hongos después de una tormenta con granizo, veneno y azufre, así se dice. ¿Uno de cuatro? ¿Un cuarto de la población de la República? ¿Y quién procesaría el montón de informaciones, qué ejército de analistas, psiquiatras y propagandistas estudiaría todo ese material que llena a reventar nuestros anaqueles? Con tantas denuncias, ¿cuántas detenciones diarias? ¿Cuántas, lo habéis pensado? ¿Has reflexionado alguna vez sobre este dilema matemático insoluble? Reducción al absurdo: así se explica el truco, ¿pero también explica, acaso, la falta de las detenciones? ¿Habéis pensado en nosotros, pobres operadores asfixiados por los archivos que aumentan en todo momento y en proporción masiva? ¿Y en nuestra frustración de no poder actuar? ¿Somos acaso tan inteligentes, pacientes, calculadores, budistas, como para tenerlo todo en reserva, cocinarlo a fuego lento, en espera del momento propicio? No hay permiso de actuar, ¡éstas son Las Órdenes! Sólo podemos mantener la información en condiciones óptimas, puesta al día y procesada, y nada más. No queremos escándalos en la prensa del podrido occidente… Ya no estamos en el estalinismo, ya no operamos a través de detenciones. Lo sabéis muy bien, gracias a Dios, y lo aprovecháis. No hacemos detenciones pero sí almacenamos toda la información y la gente lo sabe, puesto que uno de cuatro es un soplón, como sostenéis. ¿Y si… pongamos… si entre los cuatro que se han hecho soplones se contaran también sus amigos, los patriotas? ¿No será que ya lo sabemos todo de vuestras habladurías entre los bastidores del futuro?
El sabueso tenía razón, el cautivo largo como un poste se iba encogiendo en el sillón que ya no le protegía.
—Pero no por esto le hemos convocado. No por esto. ¡Se le ha aprobado el pasaporte! Ésta es la buena nueva. Es decir, hemos decidido extenderle el pasaporte. No voy a entrar en detalles, sólo diré que no es una casualidad. No es pura casualidad tal envidiable noticia.
El amordazado disimulaba en el sillón su pasmo. Semejante golpe de teatro no se lo había esperado, el sueño con los dos agentes del sobre amarillo le preparó para otro tipo de cita, pero los polizontes sabían manejar hasta los sueños, naturalmente, así que habían montado una escena a la altura, no con algún capitán o comandante de rutina, sino con este comediante reflejado en las paredes-espejo de la sagrada sede. Dicho actor ya había desistido del ejercicio narcisista de confrontarse con los espejos y, al parecer, lo que monopolizaba su interés no era sino la sombra que tenía delante.
¿Será dicha buena nueva una trampa destinada a incrementar el número de los soplones a tres de cuatro, a dos de cuatro, cooptando también al afónico larguirucho?
—Ya le he dicho que renuncié, masculló finalmente el estupefacto.
—¿Por qué? ¿Por habérsele rechazado la solicitud un par de veces? Es una situación común y corriente, la vanidad no cabe aquí. Las respuestas positivas son escasas, eso lo saben hasta sus amiguetes de juegos. ¿No desea volver a ver a su hermana? Que yo sepa tiene una relación estrecha, muy estrecha, con su hermana lejana.
—¿Ágata?, murmuró el nene del sillón.
—Me parece que Tamara. Cariñosamente llamada Amara, ¿no? ¿O Mara? Es una broma, por supuesto, ya sé que la bautizaron Ágata, así la llama usted en sus cartas, quién sabe por qué.
Por tanto, los confidentes de la Seguridad, uno de cuatro ciudadanos honrados, estaban al tanto de su estrecho, demasiado estrecho vínculo con Ágata, pero ignoraban el código. Tamar, llamada Tamara, Mara, Ara, Tara; ni idea de cómo ni de dónde apareció lo de Ágata, no se lo sabían absolutamente todo. Hay secretos inaccesibles hasta para tales iniciados, ésta era de verdad la buena nueva, la que valía la pena de una audiencia en la Sede de la Seguridad del Estado.
—Sí, sí, Tamara, no Ágata.
—¿Por tanto, renuncia? ¿Renuncia de veras? ¿No puede dejar a los amigos patriotas ni la Patria sumida en la miseria y la tiranía ni los soplones idiotas y sus jefes imbéciles?
—Sí, renuncio, gimoteó el mudito. El coronel consumía otro cigarrillo capitalista.
—¿Renuncia usted, sin más ni más? ¿Qué dirá su señor cuñado, el diplomático? Ha hecho gestiones personales y oficiales para que se le conceda este pasaporte. Desde hace algunos años, desde entonces las está haciendo.
—Pero no se me concedió. A pesar de los esfuerzos de mi señor cuñado, no se me concedió.
—¡Pero ahora sí! Estamos corrigiendo nuestros errores, pues somos personas, no monstruos, como creen sus amiguetes. Cometemos errores, los corregimos, cometemos otros, los corregiremos. Bueno, a usted corresponde decidir, yo le he comunicado oficialmente la aprobación. Puede ir a ver a su hermana y a su cuñado. Eso es todo.
La autoridad se había puesto de pie, sobre sus pies cortos, el huésped también se había levantado, un poste largo y delgado. Se preguntaba para sus adentros si el objeto de la convocación habían sido los amiguetes patriotas o el cuñado yanqui.
—Y, evidentemente, volverá usted al cabo de un par de meses. A sus amigos. El lugar de la partida es también el lugar del retorno. El sitio donde uno ha nacido es insustituible. Lugar único, la geografía natal. A la que está usted ligado, ya lo sabemos. Con lazos muy sólidos, por lo visto.
El audiado callaba. El humo del cigarrillo era fino y perfumado, como los placeres prohibidos.
—Tiene tiempo para reflexionar. El pasaporte está aquí, le espera. La estancia en el extranjero puede extenderse en nuestra embajada, si siente la necesidad de una prórroga.
El pasaporte no era una casualidad, ¿pero cómo recompensar la generosidad de la Autoridad? ¿Por una actitud más concesiva del cuñado diplomático hacia la Patria de su esposa? El cigarrillo se acababa, la audiencia se acababa, el humo se diluía, el coronel ya no sonreía.
—¿Sigue usted yendo al teatro? Miseria en aumento, tiranía en aumento, ¡pero el teatro sobrevive! Un teatro extraordinario, entre los mejores del mundo, ¿verdad? ¡Grandes talentos, grandísimos! La Escena Nacional sigue viviente, hasta en tales tiempos aciagos. La Escena está viviente, la calle está viviente, igualmente la cancha de fútbol y el restaurante y el mercado y la canción y los chistes. Admítalo usted, y los chistes. Así regeneramos las energías, en las tascas y en el mercado y en los baños turcos. Y en el circo, desde luego, y en el circo. He leído sus escritos sobre el circo. Los leí con atención, ya sé que no son accesibles al vulgo. Lectura placentera y relajada, sin buscar subtextos, no me importan, no estoy a la caza de trampas.
El actor aguardaba la réplica de su compañero en las tablas, a quien seguía honrando con su encantadora actuación. Pero la contestación esperada no llegaba.
—Nuestra gente intentó contactarle en ocasiones, pero usted no manifestó entusiasmo alguno. Lo comprendimos y le dejamos en paz. En la paz no muy pacífica de sus amistades. Bueno, y con el pasaporte, ¿en qué quedamos? El pasaporte tan soñado, la muy soñada hermana.
—Lo pensaré. Ha sido usted muy amable, gracias. Lo pensaré, es una opción importante.
Sí, era importante, desde que hasta el teatro, no sólo la miseria, chirriaba bajo el peso de lo grotesco. Se detuvo, el coronel enanito lo estaba mirando, de abajo para arriba.
—¿Podría tener un cigarrillo?
El audiado sonreía, el coronel no sonreía pero sacó enseguida la petaca de su bolsillo.
—Oh, por supuesto. Al parecer se decidió usted. El pasaporte significa cigarrillos finos… Pero el doctor Sima le hizo dejar el cigarrillo, ¿verdad?, y eso hace varios años. También él, el binocular Eduardo, fue quien le curó aquella dolencia… o el síndrome, el síndrome no sé cuál. Sí sé, el fr, ¿no se llamaba así? El doctor Eduardo Sima piensa ahora que la aventura transoceánica será para usted la curación definitiva. Hace mucho que no lo ve, demasiado…
El mudito quedó paralizado, ya no se movía, el último golpe había sido demasiado fuerte, un golpe magistral, se le olvidó hasta el cigarrillo, pese a que el mechero del coronel estaba encendido. Se inclinó, encendió el cigarrillo, se inclinó nuevamente para dar las gracias a la Autoridad, que ahora le tendía una mano enorme y blanca.
La más larga noche
Durante la noche del suicidio que no tuvo lugar disfrutó de una cajetilla de pitillos baratos, tabaco fuerte y apestoso, una botella de vinillo peleón, hecho de «aserrín», como dice el pueblo, y de largas pausas extendidas entre preguntas sin respuesta. Hasta el amanecer, cuando la respuesta ya no necesitaba de preguntas. ¿El fin disfrazado de nuevo comienzo?
Había aceptado, después del tabaco apestoso y el vino de aserrín, la sabihonda sonrisa del coronel de zarzuela. ¿Exilio? ¿Otro exilio, el enésimo? Estaba habituado al exilio en su lugar natal, que tenía la ventaja de aniquilar, paulatinamente, el reflejo de bregar por liberarse.
«Sufrió usted desde niño, lo sabemos. Igual que su hermana», le había informado el resabido coronel. ¿Igual que la hermana o con la hermana?
«No lo suficiente», musitó el sufriente.
«¿Decía usted?», indagó el comediante. «No, nada», respondió el estirado, mientras repetía para sus adentros: «No lo suficiente, no lo suficiente».
No lo suficiente, camarada Tudor, puesto que estoy caminando, comiendo y durmiendo y hasta escuchando en la Sede Central de la Seguridad del Estado el ofrecimiento de puesta en libertad. Una solución terapéutica, al parecer, según opina su colaborador, el doctor Eduardo Sima. Los reflejos larvarios no pueden trocarse por los del renacer, eso debía haberles dicho el especialisa, pero ustedes ya lo saben, puesto que se han esmerado mucho por enseñarnos la práctica de la modorra, la espera soñolienta y sin objeto, en la pequeña celda de puerta color sangre que bloquea el acceso a los inoportunos. Entre libros y pesadillas saqué mi título de estoico autodidacta, desdeñando el correr en pos de riquezas y aventuras, en pos de los fantasmas de la felicidad. El síndrome fr, pues sí, me siento orgulloso, como un fanfarrón, de mi exitoso menoscabo, de la pérdida de vitalidad y de reflejos defensivos. Lanzarme a este ancho mundo, ¿a dónde y para qué? El confinamiento dentro de mi celda roja me abre horizontes imaginarios infinitos, inabarcables, inaccesibles a los pobres conquistadores de la cotidianidad, mareados por el humo de cigarrillos dorados.
«Bien lo sabemos qué pesadilla fue para usted el campo de concentración, donde perdió a sus padres. La guerra, qué se le va a hacer… lo sabemos y sobre todo podemos imaginarlo. Nuestro oficio requiere imaginación».
«Sí, camarada coronel, al hilo de los años el cautivo se ha vuelto indiferente al cautiverio».
«¿Decía usted algo?», preguntó otra vez el preguntón profesional.
«No, nada», contestó el preguntado, mientras para sus adentros seguía diciendo, afónicamente, que el camarada tenía razón en desestimar la ilusión del cambio y que el único cambio decente era el pasaporte. Allí, en otras orillas, le esperaba Tamar, llamada Tamara, Mara, Ara, a quien sólo el hermano tenía derecho a identificarla bajo su codificado nombre oculto.
Al marcharse ella, él se creyó redimido de la cadena que sangraba, pero no dejó de añorar al fantasma de Ágata, como de hecho la llamaba en secreto. Sin confesarlo, sin el valor de confesárselo a sí mismo. Y ahora, en esta noche inacabable, ingiriendo el humo nauseabundo del cigarrillo y el veneno del vino nauseabundo, le arrojaban nuevamente al pasado que no había pasado.
¡Exilio, pues! Otro exilio que aquél de su infancia con alambre de púas o del renacer con alambre de púas. ¡Exilio! Quedar libre de miseria y tiranía, despedirse de los soplones proliferando como los hongos tras la tormenta de las promesas mentirosas. El renacer, por enésima vez, después de la larga muerte inacabada, regreso a la niñez. Recordaba, casi despierto, todavía despierto, hasta cierto punto despierto, el día de la salida del campo, el fin de la guerra, los vítores de los cautivos, los brazos largos y huesudos de Débora, la madre de la recién nacida Tami, Tamir, Tamara. Debi, la tía que se había convertido en su madre, le estrechaba en su pecho, llorando y sollozando. La tía Debi, hermana menor de la madre, que había fallecido los primeros meses de campo. Debi, amante de su padre, el viudo a quien, después de un año más, se lo tragó, a él también, el dragón de la noche. Los desgraciados cambiaban incesantemente el nombre de la muerte, de tifus a cáncer a tuberculosis y a in, inani, inanición, inanimación, de hecho ya ni ellos mismos sabían qué nombre darle a la damnación. El advenimiento del angelito Tamir, hijita de Débora y de su cuñado, fue la señal sagrada de la esperanza, entre los vítores a la victoria que finalmente se había alzado, solar. Los sollozos y carcajadas de los fantasmas alocados por la alegría no podían olvidarse, sollozaba también Debi, la madre de Tamir, hecha asimismo madre del huérfano agarrado de su mano, temeroso por perderla, por que ella lo perdiera, por que sucediera lo que ya había sucedido con su madre y su padre, devorados por los tigres nocturnos.
¡No, no se irá a ningún lado! Se quedará hasta el final aquí, junto a la tumba de mamá Debi, envuelto en las cartas de la hermana Tamara, con quien habían peregrinado de uno a otro orfanato y de quien no podía separarse ni en sueños, encadenados a la misma placenta, como hermanos siameses. Aquí se había iniciado en las complicidades de la obediencia y en la solidaridad con los infractores. Aquí se había enamorado de las palabras y se autoengañaba con la idea de que no vivía en un país sino en una lengua. No, no estaba preparado para convertirse en un sordomudo, en el Paraíso de la Prosperidad, pese a que el señor su cuñado se había plegado a las insistencias de la esposa, que le trajese al Otro Mundo a su compañerito de antaño. Dio otra chupada al cigarrillo maloliente y bebió otro trago de la pócima hecha de basura. ¿Podría acaso conseguir cigarrillos Kent, como los que fumaba el camarada, el coronel Tudor, y su cuñado diplomático al otro extremo del mundo? Se vendían en el mercado negro diez veces más caros, igual que el vino bueno, robado de las cavas de lujo de la Autoridad, pero a él no le gustaba dulcificar su veneno. No, camarada Sima, doctor Sima, ya no me cuidaré de nuestro tabaco asqueroso, ni del tabaco perfumado de los otros, no, tampoco de este vino agrio y envenenado.
«No hay suficiente veneno», farfulló sin que le oyeran, justo cuando el camarada encuestador encontró oportuno el momento para compadecerse de los supervivientes de la solución final.
«Usted sufió mucho y desde pequeño, igual que su hermana», recitó la Autoridad, sin prestar oídos a la respuesta. No lo suficiente, no lo suficiente, mi coronel. La ponzoña del sufrimiento no había llegado a su tope, camarada, ya que el resucitado proseguía, como un comicastro, sus historietas diarias y está dormitando aquí, en el sillón demasiado ancho de la Seguridad del Estado. Al coronel le habían educado cuidadosamente para ejecutar su parte, pues ya no se trataba de un pasaporte, sino de la relación con las grandes potencias, he aquí por qué se escogió para ello todo un coronel, no un capitancito o un comandante cualquiera, por eso le habían enseñado elegancia y buenas maneras, le prepararon debidamente para que dejase una buena impresión al futuro tránsfuga. Y había dejado para el final el golpe de teatro, lo de Sima, con el objeto de desconcertar completamente al historiador del circo. ¿Eduardo Sima? ¿Ed? No, no puede ser, los hermanos Ed eran morenos, de pelo y bigote untados con betún, y el doctor Sima calvo y rechoncho, de ojos azules, como de angelito, con una reputación perfecta. Premonición, ¿esto anunciaban los gemelos Ed? La pesadilla fue una premonición, ¿quién lo sospecharía? El doctor Eduardo Sima era de una moralidad intachable, nadie cometería la locura de ponerla en duda, el psiquiatra confidente de la poli defendía celosamente su buena fama.
Sólo el nombre de Ágata no supieron descifrar los polizontes, sería mucho pedir que buscasen por las bibliotecas el libro que había inspirado al hermanastro para considerarse «un paria sin atributos», con una hermana rica en misterios. «¿Ya no recuerdas quiénes te han deportado y han matado a tus padres?», le había preguntado Ágata, tras su negativa a seguirla.
«Pues, sin eso, no te habría conocido», masculló el comicastro, queriendo herirla.
No había seguido a Ágata. El cínico se quedó a estudiar la Historia del Circo y a medir el rendimiento de la farsa.
Pero éste no había sido el verdadero motivo. Fue el miedo a lo desconocido, y también a lo demasiado conocido que llevaba el nombre de Ágata. De la placenta de aquella dupla no podía salir.
«Sí, aquí me quedo, no aguanto convertirme en un errabundo, como me han llamado desde siempre. Ser un anónimo en el desierto, sin otra identidad que el sueldo admnistrado según las reglas del pragmatismo».
Esto le dijo el doctor en Historia del Arte y del Circo al diplomático yanqui, a quien la mordedura de una alimaña venenosa le había obligado a ingresar en el hospital de afecciones infecciosas, donde descubrió a la bella bizantina. La víctima de la rabia canina se convirtió en un sonámbulo dependiente de los efluvios de aquélla.
Veía ahora a Ágata en el vaso del brebaje amarillento, entre los anillos de humo ponzoñoso, repitiéndole, una y otra vez, el mismo estribillo humilde: «Y tu madre y tu padre y los tíos y las tías sepultos en tierra extraña, en medio de bosques, ¿ésos ya no cuentan? ¿Ni mi madre que vino a ser madre tuya y nos dejó huérfanos, en el asilo para niños extraviados?».
Chupó otra vez del cigarrillo envenenado y bebió del vino envenenado, atisbando a su hermana flotando en el líquido turbio del vaso que temblaba en su mano sudorosa. «No quiero cargar con esas sombras en un mundo ajeno. Me quedo aquí, entre la miseria y el terror, entre amigos y soplones y policías adiestrados a bailar el cuadril de los acomodos. Estoy acostumbrados a ellos, no me quedan fuerzas para aprender los modales de la prosperidad». Luego murmuró tímidamente: «Si yo me quedo, tú también debes quedarte».
Oyó el susurro del vaso, que no quería oír: «Si yo me voy, tú también tienes que irte». No se fue, y ahora era aún más tarde que entonces. ¿Qué le quedaba para venta en el mercado de la libertad, qué sabía hacer él, qué podía ofrecer y a quién? ¿Su doctorado en Arte e Historia del Circo? No era médico, como Ágata, ni poseía sus encantos.
La botella estaba vacía, la cajetilla de pitillos bastos no todavía, Ágata seguía aquí, pasmada, igual que antaño, con las bobadas de su hermanito resuelto a pagar hasta el final la culpa de haber sobrevivido sin padecer lo suficiente, sin morir lo suficiente, como tantos otros.
«Ya no soy competitivo, hermanita, quizás nunca lo fui. Soy la sombra sin atributos, como decía el autor que tú rechazas. No puedo ser ni pintor de brocha gorda, ni chofer, ni mago de circo, estoy atrapado por las cadenas que yo mismo creé. No tengo nostalgias, creo en la vanidad de la ceniza en que todos hemos de convertirnos luego de pasar por los hornos de las ilusiones. Sí, tienes razón, seguiremos hablando por teléfono, como siempre. Y no tendremos el valor de expiar, otra vez nos faltará el valor y la decencia de envolver alrededor de nuestros cuellos el hilo telefónico de dinamita, para poner término a la farsa».
Ágata callaba y sonreía, la pícara, con las consabidas sandeces de él. Aquella sonrisa suya irresistible, humillando los bisbiseos del farandulero, quien correría sudoroso al aeropuerto, hacia la libertad y la aventura, hacia el futuro llamado Ágata, pues así la bautizó un lector que pretendía carecer de atributos.
«¿Que no eres competitivo? ¿Esto quieres decir, so payaso? ¿Y entonces, cuando, dos huérfanos sin nadie en este mundo, nos pusimos a devorar los libros de escuela o a trabajar por donde se terciaba, durmiendo en cualquier lado y comiendo cualquier cosa, pero rehusando la resignación y la apatía a las que luego te entregaste, tan impasible y descuidado? ¡Son cuestiones de sentido común, hermanito! Basta echar una mirada a tu alrededor, a la feria con centenares de letreros mentirosos, y hallarás el poder de romper la puerta color sangre y escaparte, lejos del país que nos parió y nos tiró a la nada y luego nos volvió a parir para amaestrarnos como conejillos de Indias. ¿Te estás empecinando, como cuando, de niño, al descubrir tus debilidades, corrías a encerrarte y a echar aldaba a la puerta? Me parece que te has olvidado de cómo me llamo yo. Ya no soy Tamir, ni Tamara, Tara, Ara, soy Ágata, y sólo tú lo sabes. No seré más que Ágata, como lo decidiste, antaño, cuando hablábamos la misma lengua».
¿La misma lengua? ¿La del pasado que desaparece en todo momento?
¡No, la salida nada soluciona! Es espejismo en el desierto de una nueva ilusión. Otra vanidad, que lleva el nombre de Ágata, espera, no me cierres el teléfono, escúchame, créeme, es otra postergación, otra trashumancia. Nada más, entiéndeme, tú, que todo lo entiendes, no es posible que hayas olvidado entenderme.
Su semblante había desaparecido del vaso, la voz seguía allí, pero débil, cada vez más débil, ¡por Dios, que no se perdiera!
«¡No soy Ágata! No salgo de un libro, he salido de una mujer, mi madre y tu tía. Soy real, pese a estar lejos, demasiado lejos. No me llamo Ágata, sino Tamir. No me eches a un libro, más lejos de lo que estoy, sólo para que puedas hallarme a cualquier hora, también allí, encadenada a sombras sin atributos, no a ti, mi hermano real, con atributos y defectos reales. De lo que no puedes separarte es de la tumba de libros en que estás tapiado, de sus portadas de plomo. ¡De ellas no puedes separarte, o sea de ti mismo! ¡De la vanidad de tus paredes!».
Echado en el piso, al lado de la puerta, buscaba a tientas la cajetilla de cigarrillos apestosos y no la encontraba. Estaba borracho, como quería, en aquella noche de trago miserable y cigarrillos miserables, en la miseria del paraíso desde donde le habían enviado a la muerte, luego lo resucitaron para sospechas y escupitajos, y al que no podía abandonar.
«De ti no puedes separarte, ¿no es así? Ésta es tu maldición, la hermanita lo conoce, como te conoce a ti. Dondequiera que llegues, junto a Tamir, Tamara, Tara, seguirás siendo tú mismo. Los estantes de libros son la vanidad de vanidades, hermanito mío, no la aventura de reencontrarme. Se te ofrece una oportunidad maravillosa, la vida de ultratumba y de ultra-ultra. La vanidad junto a Ágata, el renacer. Retornarás, feliz, a edades remotas. ¡Y volverás a crecer, como antaño, junto a Ágata!».
La escuchaba, no la escuchaba, estaba borracho, cansado, no encontraba los pitillos que hacía más de diez años no había probado. No conseguía alcanzar la cajetilla. Su mano sólo tocaba, una y otra vez, la cajetilla vacía y la botella vacía, caída al lado del cadáver que no acababa de morir.
Y ha sido el segundo día
El calendario hacía su deber: érase una vez, como entonces. El día festivo: el desarraigo. Un día despejado y frío, de cielo lejano.
Tras recibir el pasaporte verde en la ventanilla de la Autoridad, había acatado las reglas de cautela y confidencialidad que le recomendaran. Le protegían tanto de la envidia de los amigos como del fastidio de los espías y soplones. Bien lo sabía: la suerte, la trampa, el privilegio podían ser retirados en cualquier momento, también sabía que la suspicacia que garantizaba el funcionamiento del sistema no cesaba una vez evadido el cautivo, el bazar de almas y recompensas enviará a sus buhoneros allende montañas y valles y ríos, a dondequiera que haga falta.
El ritual de la aduana se desarrolló lentamente, sin imprevistos, la maleta revuelta pieza a pieza, camisas, corbatas, bufanda, pañuelos, guantes, zapatos, pantuflas, pijamas, por ningún lado asomó la bomba atómica. Se encontraba ahora delante del último patrulla, que lo examinaba atentamente, sin hablar. El pasajero examinaba a su vez al guardia, para darse cuenta si su propio aspecto bohemio había despertado hostilidad de aquél: más estirado que nunca, la cabeza y la cara recién afeitadas. Vaqueros lavados, camisa blanca, almidonada, la chamarra brillante, azul marino, de grandes bolsillos en el pecho, gafas ahumadas, como en las películas de gángsteres.
—Pasaporte, por favor.
Su mano en el bolsillo izquierdo, del pecho, de la chamarra de plástico, el pequeño librito, amarillo, tipo carné. Volvió a guardarlo, presuroso.
—Espere, despacito, vamos a ver qué es esto.
Azorado, el viajero le entregó el librito amarillo.
—¿Qué es esto? ¿Qué será esto, jefe?
El jefe callaba, lo mismo el guardia, electrizado por la sorpresa. Largo silencio, de ambos lados.
—Una guía. Para el viaje, osó farfullar a fin de cuentas el viajero.
El guardia se espabiló, ofendido.
—¿Qué cosa? ¿Cómo ha dicho, míster? ¿Guía? ¿Tan diminuta, para que quepa en el bolsillo? ¿Qué clase de guía? A lo mejor un código, ¿verdad? ¿Verdad?
El librito amarillo estaba ahora casi pegado a los ojos grandemente abiertos del avezado guardia fronterizo, decidido a descifrar el código.
—A-dal-bert. A-dalbert, deletreó el patrulla. ¿Qué es eso? ¿Qué diantres será eso? No puedo creer que sea un pasaporte extranjero.
—No, no, disculpe, me equivoqué de bolsillo, tartamudeó el de la mala suerte. Esto es una cosilla, así, para leer en el avión. Para pasar el tiempo. En el viaje.
—¿Qué será? ¿Guía de viaje? ¿Cómo mecerse en el avión, cómo respirar si hay ciclones? Wunder. Wunder-sa-me, siguió deletreando el soldado.
—Es un cuento para niños, contestó, calmado, el sospechoso.
—¿Para niños? ¿Para niños ha dicho usted? ¿Guía para niños? Pues usted ya no es un niño, no me equivoco, ya no es.
El patrulla medía al culpable con sus ojos, de arriba abajo y de abajo arriba y a lo ancho. No estaba equivocado: ¡el bobalicón no era un niño! No, ya no era un niño, a lo sumo un idiota, pero niño, no. El patrulla se volvió hacia el patrulla vecino, quien controlaba la maleta de una vieja gorda y coja.
—Oye, Juanito, vente para acá.
Juanito se acercó, redondito y rosado.
—¿Qué es eso, Juanito? ¿En alemán? ¿Sabes alemán?
—No sé, pero podemos mostrarlo al capitán. Camarada Dobre, el capitán tiene un perro grandote, de raza alemana, que se llama Doberman. Constantino Doberman. A lo mejor ése sí sabe el alemán.
El Patrulla número Uno parecía divertirse con el Patrulla número Dos, pero se volteó, con renovada suspicacia, hacia el mentiroso que ya no era un niño. Lo miraba directamente a los ojos, con dureza, levantando en su mano derecha el objeto del delito.
—Re-clam, Phi-lipp Reclam jun. Stutt-gart. Universal, Universal, Bi-Bibliothek.
Y bruscamente, ¡zas!, por arte de birlibirloque el librito desapareció en el bolsillo de atrás de la divisa oficial.
—¡Prohibido! Ningún material impreso puede salir del país sin permiso especial. Permiso del ministerio competente, el de asuntos internos. Sobre todo impresos extrajeros, en idiomas extrajeros no pueden salir del país sin permiso. Haga usted una solicitud y espere la aprobación.
El pasajero no protestaba, el objeto del delito quedaba en lugar seguro, en el bolsillo de la Oficialidad, al abrigo de intemperies y accidentes.
Redoblando su prudencia, el patrulla cerró cuidadosamente su bolsillo dorsal. Y ahora examinaba y volvía a examinar la foto del pasaporte, comparándola con el original que tenía delante. Examen minucioso, durante el cual el otro podía ejercitar su memoria.
Había sido un sábado lluvioso, había mucha gente esperando aquel sábado en el taller fotográfico, pero el cliente venía armado de una cajetilla de Kent, también traía un chocolate alemán y un jabón fino, francés, una de las maravillas surtiría efecto. Pero el fotógrafo, ni caso, tampoco la cajera gorda y rubia a quien intentaba explicar que necesitaba una foto natural, sin retoques, no fuera que apareciese como un chaval varado en la edad de los cuentos de hadas, como lo habían retratado otros fotógrafos, necesitaba, pues, que se le notaran las arrugas y los recursos de regeneración, una foto que inspirase confianza en la puerta de salida.
La cajera le escuchaba sonriente, arreglándose los rizos oxigenados y finalmente se dejó convencer, como ante un chiqullo caprichoso, recibiendo, emocionada, la cajetilla de Kent y el jabón y el chocolate. Se había levantado, pesadamente, de su asiento detrás de la máquina de cobrar, para hacerle gracias al patrón, quien, en un tris, con destreza de profesional, ya había tomado la foto y pasaba al siguiente.
Frunciendo sus labios, la regordeta trataba ahora de aplacar las objeciones del larguirucho. Sudorosa por el esfuerzo y la gordura le repetía que siempre hace falta una pizca de condescendencia cuando uno ve su rostro estampado en una foto de lujo, las pequeñas inconcordancias entre el original y su reproducción son naturales y expresivas, y, sí, muchísimas gracias por este tabaco fino, mi hermana fuma y le sabrá a cielos, oh, sí, he oído hablar de tan famosa marca de jabón, ya estoy soñando con el baño de esta noche y con el chocolate, por supuesto, soy una pecadora y una espontánea, no resisto no comer golosinas, pero no se preocupe usted, por favor, no tiene sentido, los labios sonríen irónicamente, exactamente esto es lo debido, las cejas tupidas señalan la tenacidad que compensa la timidez, pero usted no es un tímido, sus orejas son finas y qué decir de los ojos, tiene una mirada que recordaré cuando me entregue a esos placeres vertiginosos. El pasajero sostenía nuevamente el pasaporte, vuelto a aparecer, ¿cómo?, ¿cuándo?, entre sus manos.
—Nómada, ¿eh? Así le llaman, ¿verdad? O le llamaban…
El nómada sacó un sonido incomprensible.
¿Así le llamaban los soplones? En sus años de estudiante, sí, llevaba entre sus compañeros el apodo de El Maletas, por su costumbre de cambiar cada tanto de caseros. ¿Habría confidentes entre ellos? Y por qué no, por qué no, pero desde entonces había pasado la mar de tiempo, tiempo sin sentido, petrificado en los archivos de los polizontes. Sí, El Maletas, éste soy yo, así me llamaban los condiscípulos de antaño. El destino siempre habla por boca de los pecadores, y he aquí uno, disfrazado de guardia de aeropuerto. ¿Y si le preguntaba si acaso se llamaba Ed? ¿Contraseña Ed?
¡Nómada! ¿Premonición? Nómada… Premisa, premonición, predestinación… Ed, el pobre guardia y policía fronterizo, estaba en su derecho al reírse de la cara boba de aquel tío estirado, de labios fruncidos y cejas levantadas en señal de asombro.
¿Sonreía, sonreía bajo su bigote rojizo el patrulla? No, no sonreía, el veneno no se había convertido en sonrisa, sólo en una fina mueca de superioridad.
—¡Correcto! ¡Todo correcto! Le declaramos ok y le soltamos a este ancho mundo, sentenció el patrulla y señaló al nómada que avanzara hacia el ave que le llevaría a donde fuere. ¿Sangraba al subir al avión? Ni modo. Así se había figurado la despedida de sí mismo, como un desangrarse. La lengua cercenada como condición previa para el otorgamiento del pasaporte, el equipo de cirujanos recogía sus herramientas salvajes, la sangre vieja comenzará a manar. ¿Sin anestesia? Sin, y con utensilios herrumbrosos, bárbaros. Esperaba, tenso, que, al cerrar los guardias su maleta, la sangre empezara a escurrírsele del cerebro y del corazón y del vientre, y, por qué no, también de sus ojos, desde luego, de su mirada habituada al paisaje de toda la vida y de los oídos adictos a la fonética de su biografía, sí, eso esperaba, resignado y aterrado a la vez, pero no pasó nada. Nada de nada, ¿quién lo hubiera pensado? Se tambaleaba al subir la escalerilla del avión, como mareado, pues de veras lo estaba. Se acurrucó luego, anonadado, en el angosto asiento de la ventanilla. Apretando la cabeza entre sus manos sudorosas, la maleta encima de la cabeza aturdida. El pasajero reposaba, exhausto, en el vientre del monstruo volador, volaba, partía, escapaba, liberado, desatado, desarraigado, hacia ningún lado.
—¿Se encuentra bien?, le preguntó la azafata.
El pasajero, pálido, no contestó. Estaba concentrado, tratando de recordar las primeras palabras del librito amarillo incautado por el guardia fronterizo. La primera oración, siquiera la primera. «Nach einer glücklichen…einer glücklichen, jedoch beschwerlichen Fahrt.. jedochfur mich beschwerlichen Seefarf…». Por mar, pues, por mar, un viaje marítimo, no aéreo. Venturoso, dizque venturoso, pero difícil. No se sabe desde dónde ni hacia dónde, no, esto no se dice. «Nach einer fur mich beschwerlichen Seefart erreichen wir endlich dem Hafen». Un puerto, sí, en la orilla foránea, la del desarraigo.
—¿Le traigo una aspirina? Tenemos aspirinas especiales, para los que no soportan el vuelo.
La guapita le estaba ofreciendo una píldora, quizás dos y un vaso con veneno transparente, cristalino. El paciente no parpadeaba, parecía dormido, el viejo avión soviético se empeñaba en despertarle a fuerza de sacudidas, pero ya nadie podía despertar al nómada pálido, aprisionado, con los ojos cerrados, en su desmayo y ascenso. Estaba solo, solo, solo, no lograba recuperar a Tamir, justo ahora, cuando tenía tantas cosas que decirle.
Hablaba a la azafata, le hablará, sí, cuando le traiga otro vaso de veneno destilado y la píldora de cianuro, le hablará.
—No, yo no quería ser un nómada, créame. No tenía idea de que el doctor Ed Sima considera que el nomadismo puede ser una terapia. He experimentado la aventura desde temprano, cuando era una criatura inocente y no me sentó bien. No me sentó nada bien, no logré devolverla, quedó en mis entrañas, infectando todo el aparato. Tampoco le sentó bien a mi amada Tamir, ni a nuestros padres, ni a otros. Prefiero los fracasos, si no son obligatorios, prefiero el candor y las ilusiones del fracaso, pero no, no quería volver a ser un nómada. No creo en la terapia de Ed Sima. Aquí, donde he sufrido y amado, donde he aprendido a hablar y a escribir y sobre todo a leer, aquí, donde he visto por vez primera el mar. El despachador del destino no me concede otro dna que el de los transhumantes, ya lo sé. Yo quería quedarme, pues creo que no he sufrido lo suficiente. Estaba habituado a los trucos, compromisos y compensaciones, canciones en vez de oraciones, chistes renovados, para una mejor hipnosis. Sí, de todo había, sólo Tamir faltaba, no lo puedo negar. Por eso me emborraché…
La azafata no estaba, el paciente seguía hablando tanto para sus adentros como de viva voz, difícil pararle, no se sabía cuándo era de viva voz y cuándo no.
—Oh, sí, con vino barato y cigarrillos baratos y malos, hasta no saber más de mí. Una noche larga, emponzoñada, para curar mi idiotez, para lanzarme, de una vez, fuera del alegre purgatorio. Lejos, hacia el otro mundo, paraíso o infierno, lo que fuere, pero lejos, lo más lejos posible. Y para colmo, a la madrugada, al despertar, estaba más idiotizado que antes, más decidido que nunca a permanecer en la parálisis de la rutina. El cálculo simple y no del todo idiota era que me gustaba mucho el idioma, ya comprendía el doble, el triple, el múltiple lenguaje, con tantos significados fluidos, había descubierto el placer de indagar las charadas de la superviviencia. Cauto con las metáforas, pero seducido por ellas. Saboreaba el paso del besuqueo a la rabia y el rencor, el humorismo de los listos, el código de los poetas, la sensualidad de las mujeres, tenía amigos y libros y montañas y mar, alegrías reales.
—¿Me ha llamado usted?, preguntó la joven de la dentadura perfecta. Ya está bien, ¿verdad? Veo que ha vuelto en sí.
Pues sí, habían vuelto las quejas. El desatinado no estaba nada seguro de su decisión a desarraigarse. Huérfano obcecado por juegos infantiles, se preguntaba, el pobre diablo, qué sería de él lejos de su paisillo. No era admirable y no le quería, pero era suyo, a pesar de todo, así, a medias, a un cuarto, como fuera, no como los puertos desconocidos hacia los cuales volaba el Ave Fénix. Aterrado de alejarse de los viejos, apestados lugares, el bobo no creía ni en la resurrección ni en el renacer. Iniciado en el escepticismo y la apatía, sentía que el avión lo alejaba, lo alejaba más y más de sí mismo, de su yo propio, pese a viejo y pestilente. «Ya no puede ser, esto ya no puede aguantarse», repetían los amigos y los soplones, «ya está bien, hemos llegado al límite, a apagar la luz». Todos exhaustos, tanto los soplones como los amigos hechos soplones, el absurdo demoníaco había terminado por agotarlos.
«Y si te da otra vez un cólico renal, como hace dos meses, cuando fue imposible conseguir un taxi y te salvó el cerdo de Mitu, el soplón del coche con la máquina siempre encendida y las maquinaciones prontas, y si te vuelven a decir, como hace dos meses o como hace un mes, que los pacientes mayores de cierta edad tienen que esperar, prioridad tienen los de menos de cuarenta años o los posesores del carné especial».
Cerraba y abría los ojos, como las mañanas en que despertaba ante las sombras de dos polizontes y un sobre amarillo en la mesa.
—¡Deja de enloquecerme con esos recuerdos, Ágata! Deja de presionarme con advertencias, sólo quiero un poco de agua. Agua, pura y simplemente agua, de la llave, nada más.
Luego Ágata desapareció, igual Tamir, sintió nuevamente la mano aterciopelada de la patrulla de vuelo. Rozándole tiernamente el cuello.
—Ya está, hemos llegado. Los demás ya han bajado, pero usted hizo bien en decansar. Veo que ya se encuentra bien, el reposo le ha resuelto el pánico.
En efecto, nada quedaba irresuelto, el avión estaba vacío.
Traducción del rumano de Víctor Ivanovici