Cine / Manoel de Oliveira y Richard Linklater, novelistas / Hugo Hernández Valdivia

Cine / Manoel de Oliveira y Richard Linklater, novelistas  / Hugo Hernández Valdivia

Lo primero que viene a la mente, cuando se piensa en el nexo que cine y literatura han establecido y fortalecido a lo largo de los años, es la adaptación. El término es utilizado lo mismo cuando una obra aporta apenas una ligera inspiración a una película —como el cuento «Las babas del diablo», de Julio Cortázar, y Blowup, la obra maestra de Michelangelo Antonioni— que cuando se trasladan partes importantes de la anécdota de la página a la pantalla, como Naranja mecánica. Para el cine, la novela ha sido una fuente habitual de historias, y no es raro hacer un símil —que se explica en principio por la extensión— entre la novela y el largometraje, y cada año llegan a las salas cinematográficas un buen número de películas que tienen ese origen. El largometraje emuló muy pronto duraciones (en 1915, D. W. Grifith empuja por casi tres horas El nacimiento de una nación; un año después apostaba por una duración similar en Intolerancia; en 1927, Abel Gance entregaba un Napoleón de cuatro horas), pero también estructura narrativa, curso dramático y desarrollo de la novela del siglo xix.
No obstante, me parece que es posible rastrear entre novela y largometraje relaciones más estrechas, más orgánicas. No son pocos los realizadores que endosan a la novela una buena parte de su formación como narradores; no son pocos los que encaran el largometraje con aliento y ambiciones similares a los que el escritor tiene presentes con relación a la novela. Cabría hablar de ambos como de ramas que se nutren del mismo árbol. La ruta es esbozada por una definición amplia que propuso Henry James, en la que sugiere que la novela es «una impresión personal y directa de la vida»; añade que la grandeza está en función «de la intensidad de la impresión» y que «la forma ha de ser apreciada después de los hechos». A ésta habría que sumar la distinción que hacía André Bazin, «padrino» de la Nueva Ola francesa, quien anotaba que había realizadores que creen en la imagen y otros que creen en la realidad. Habría que añadir un puente que no por evidente es menos importante: el valor que la palabra tiene en el esbozo de lo que se cuenta.
     En este marco ocupa un lugar aparte el portugués Manoel de Oliveira, quien a lo largo de más de ochenta años de carrera no sólo visitó con frecuencia hitos de la literatura occidental lusa, sino que concedía un peso importante a los parlamentos de los personajes y utilizó en más de una ocasión un narrador. Las películas de Oliveira presentan fragmentos que son inspirados o toma prestados lo mismo de Dostoievski que de Nietzsche (La divina comedia), de Camilo Castelo Branco (Amor de perdición) o Agustina Bessa-Luís (Francisca). En la filmografía de Oliveira se hace presente un aliento que busca dar cuenta de vidas completas, en ocasiones a lo largo de los años, o que otras veces se concentra en los eventos decisivos. Concibe atmósferas que muy pronto se hacen sensibles por medio de la puesta en escena y del ritmo: son más que telones de fondo y dan densidad a lo que sucede con una economía plausible. Los parlamentos no son del todo naturales pero tampoco son engolados: son verosímiles y remiten a una dimensión de orden literario. Lo extraordinario es que en el artificio —en el que habría que subrayar el peso de la cámara, a veces virtuosa— palpita algo que se siente auténtico, algo vivo. La estrategia funciona mejor, justo es subrayar, con historias que se ubican en el siglo xix, ¿porque el nexo que tenemos con la vida remota es, precisamente, por medio de la novela?
     Más recientemente habría que considerar al norteamericano Richard Linklater, quien nos ha entregado rebanadas maravillosas de vida, a menudo a lo largo de períodos de tiempo considerables. Así sucede en la trilogía conformada por Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995), Antes del atardecer (Before Sunset, 2004) y Antes de la medianoche (Before Midnight, 2013). En ella sigue a una pareja (interpretada por Julie Delpy y Ethan Hawke) a lo largo de casi veinte años. En estas dos décadas la vida en común hace que los personajes evolucionen, que experimenten cambios físicos y emocionales. Los tres momentos en los que se detiene conforman algo similar a una estructura en tres actos, y en cada etapa es reconocible el proceso que va de la fascinación a la adaptación, de la pasión al desencanto. El paso del tiempo se traduce en el peso del tiempo, y en las situaciones expuestas se hace presente una honestidad que se diría documental. A ello ha contribuido de buena manera la incorporación de los actores a la escritura de los dos últimos rollos de la saga. Linklater consigue así que sus personajes tengan un doble atractivo, una doble densidad: hablan desde lo que el guión plantea con una expresividad que no parece actuada. Similares resultados podemos observar en la prodigiosa Boyhood: momentos de una vida (Boyhood, 2014), en la que acompaña a un chico a lo largo de doce años. La película llamó la atención porque se filmó «en tiempo real» con los mismos actores. En ese período el personaje principal va de la infancia a la juventud, pero también cambia la relación entre sus padres —y cambian ellos mismos—, que viven separados. A diferencia de la trilogía Antes…, en la que asistimos a extensos diálogos, aquí los intercambios verbales son breves. Eso no impide que haya un acercamiento profundo y valioso a la filiación y a la paternidad. Las situaciones y su resolución tal vez son mejor apreciadas por los que han pasado por algo similar; sin embargo, en Boyhood palpita la vida misma. Linklater es humilde con sus personajes y con las historias que plantea, por lo que si bien la cámara a menudo hace movimientos extraordinarios, se impone una actitud contemplativa, un espejo que difícilmente podría concebirse desde la literatura. Linklater y Oliveira saben, como Dickens y Hugo, que la mejor novela es la que es fiel a la vida misma, y la labor del escritor/realizador es ofrecer un puente al que mira o lee.

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