Mi pornografí­a Mi celo Mi danza estelar* / Cristina Rivera Garza

Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas
      entre mis piernas

Entre el antes y el después hay una larga hilera de hormigas negras.
      Había estado en el hospital por días o por semanas, nunca lo supe bien. Pero al salir, justo mientras arrugaba los ojos debido al brillo del sol, me fue fácil adivinar que el mundo era, en realidad, distinto. El lustre sobre las hojas de los árboles. Tremendamente azul, el cielo. Un aire muy delgado frente a la nariz. Había vivido entonces lo suficiente como para saber que los cambios, al menos los que son verdaderos, ocurren sin explicación alguna y, con frecuencia, sin transición. Un estallido más que una lenta evolución. Una crisis súbita. Lo que algunos científicos han denominado la Catástrofe o el Cataclismo.
      En eso pensaba cuando sentí el primer jalón en la parte inferior del pantalón. Había adelgazado mucho durante mi estancia en la institución de salud y la ropa que me habían entregado al final, con toda seguridad la que había traído puesta al llegar, me quedaba grande. Era una verdadera vergüenza pero poco o nada podía hacer al respecto. Mi cuerpo era una colección de huesos, eso era cierto. Una gran concavidad donde alguna vez estuvo el abdomen. Los huesos ilíacos. Los nudillos protuberantes en todos los dedos. Vi todo eso y mi barba de días antes de decidirme a dar el paso que me sacaría de manera definitiva del edificio blanco. Respiré hondo, me coloqué los lentes y crucé el umbral. Entonces fue cuando me di cuenta de la metamorfosis del mundo y entonces pensé en la catástrofe. Ahí fue cuando apareció ella.
      Al inicio pensé que era un juguete al que había arrollado sin advertirlo. Luego creí que se trataba de alguna mascota que alguien había olvidado sobre la banqueta. No fue sino hasta que la levanté por la parte posterior de su vestido y la coloqué, después, sobre la palma de mi mano, que tuve que aceptarlo: estaba frente a una mujer increíblemente pequeña. Al menos así me pidió que la llamara. Un ser extraño.
      La observé, naturalmente. La observé por mucho rato. Los días en el hospital me habían dejado débil y las alucinaciones suelen ser frecuentes en pacientes que han estado bajo los efectos de la anestesia de manera prolongada. Sonreí. Le agradecí a algo o a alguien que mi delirio no hubiera producido monstruos alados o fosas comunes o montones de cucarachas. En lugar de todo eso, pequeña y cariacontecida y justo sobre la palma abierta de mi mano, estaba una muñeca de vestido azul y zapatos altos.
      —Puedes llamarme La Increíblemente Pequeña, si gustas —había dicho a manera de saludo mientras entornaba los ojos.
      Me volví a ver el cielo en busca de refugio. Me reí de mí mismo. Iba a sacudir la mano para verla caer pero, en el último momento, reconocí algo en su rostro. Sus ojos inexpresivos, su nariz respingada, los labios carnosos. El cabello tal vez. La manera en que unas ondas castañas y tupidas caían sobre sus hombros. La escotadura supraescapular. Todos y cada uno de sus huesos. El modo en que la había tocado por dentro. La certeza era de color blanco y me inundó la cabeza y no me dejó ver nada más.
      —Tú y yo alguna vez dormimos juntos —murmuré.
      A veces suceden cosas así. A veces uno no es más que el muñeco del ventrílocuo que dice algo que no entiende. A veces uno se delata.
      —Tú y yo alguna vez dormimos juntos —insistí, puesto que ella no decía nada. Y el sonido de mi propia voz me causó desconsuelo o bochorno.
      Tardó mucho tiempo en alzar el rostro, aparentemente sin entender. Juro que entonces apareció el rubor sobre sus mejillas o algo que me hizo recordar, entera, la palabra rubicunda, la cual no pronuncié. La sonrisa de la indefensión o de la burla estaba ahí, sobre sus labios. ¿Se burlaba, de verdad, de mí? Las ganas de desaparecer.
      —Nada sexual —aclaré, y mi voz, entonces, volvió a causarme bochorno o desconsuelo, o ambos—. Fue cuando empezaron las bombas en la ciudad —farfullé—. Había más personas, quiero decir. Y tú eras de otro tamaño —atiné a decir al final, carraspeando.

Fue difícil reconocer el ruido de las balas al inicio. Las ráfagas aparecieron de la nada y me dejaron sordo. Sólo supe qué hacer cuando vi lo que hacían los demás: correr despavoridos buscando alguna forma

de refugio. Sin pensarlo, obedeciendo a instintos más bien automáticos, coloqué a La Increíblemente Pequeña dentro del bolsillo de mi suéter y avancé en la misma dirección que los demás. Corrí por mucho rato. Corrí sin mirar atrás. No guardaba recuerdo alguno del bosque en que me interné cuando el sudor corría ya a chorros por la columna vertebral y la respiración me ardía en las membranas del esófago. Me detuve, exhausto, bajo la fronda de un árbol gigantesco. Un verde así. La mano sobre la textura rugosa del tronco inmemorial. La cabeza inclinada hacia el suelo. La saliva, cayendo. La hiel. Supongo que me desmayé.
      Lo primero que vi al abrir los ojos fue la larga hilera de hormigas negras. El antes y el después. Avanzaban de manera incesante y veloz y en línea recta. Todas venían hacia mí. Directo hacia mis ojos. Vistas desde el suelo, a una distancia que se antojaba ominosa, daban la impresión de ser seres prehistóricos. Ochenta millones de años o más. El Pleistoceno. ¿Llevaba en realidad todos esos años ahí? No tardaron mucho en rodear un cuerpo que yacía con los brazos abiertos y las piernas flexionadas sobre las hojas muertas. La Increíblemente Pequeña se sentó entonces sobre mi pecho. Me vio como si observara algo inhumano a través de un microscopio.
      —Vas a morir —me dijo con una voz muy pacífica: la voz de la persona que registra un dato, uno entre tantos otros. Uno entre muchos—. Pero no deberías decir mentiras.
      Luego alguien o algo dijo: Me acosté contigo, con gusto, con ganas. Me atrincheré en tu cuerpo; pero el jolgorio del día anterior te había dejado rendido, así que te pasaste la noche roncando. Todo lo que hiciste fue entreverar tus piernas entre mis piernas.
      Luego se levantó. Sacudió un polvo imaginario de su vestidito azul y me dio la espalda. Sentí cómo avanzaba sobre mi esternón para caer, luego, en la concavidad del abdomen. Una resbaladilla. Tengo la impresión de que algo cantaba cuando se introdujo bajo la pretina del pantalón. Evadió con destreza mi sexo flácido y muerto. Los testículos informes. El escroto. Ese vello hirsuto y blanco que cubría hasta la ingle. Continuó su camino por el muslo izquierdo, el promontorio de la rodilla, hasta arribar al tobillo. Entonces se salió de mí.
      Cuando los paramédicos me introdujeron a la ambulancia no supe qué decir. Tenía una sed atroz. Unas ganas enormes de huir. Quería verla. Quería decirle que, a veces, el deseo. Que la piedad.

Lo que yo quiero de él es su cuerpo

En 1947, después de haber publicado ya tres cuentos en las revistas América y Pan, Rulfo envió «Es que somos muy pobres» a los encargados de formar una antología de cuento mexicano. Según le contó Rulfo a su prometida en una carta de marzo del mismo año, los editores encontraron ese relato «subido de color», y le aceptaron, en cambio, «Nos han dado la tierra».1 Así el texto en el que un narrador infantil teme que Tacha, una joven de doce años, se convierta, como sus dos hermanas mayores, en una piruja después de haber perdido una vaca, su más valiosa posesión, no vería la luz hasta no ser incluido en El llano en llamas, el libro que Rulfo publicó en 1953. Los antologadores seleccionaron, sin duda, el cuento que más se conectaba con la narrativa de la Revolución mexicana, pero Rulfo estaba al tanto de que había escenas «crudas y descarnadas» en «Es que somos muy pobres», cuyo origen él mismo no se llegaba a explicar. Esas escenas contienen descripciones del cuerpo y la sexualidad femenina poco comunes en la literatura de la época. «Según mi papá —relata el narrador— ellas [las hermanas mayores] se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban a cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima». Frente a esta posibilidad futura descrita sucinta y austeramente, sin asomo alguno de moralina, el desarrollo físico de Tacha no puede ser sino ominoso. Sin una vaca que la ayudara a asegurar la atención de un «hombre bueno que la quiera para siempre», los senos de la púber, descritos como «puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención», parecen ciertamente estar preparando el camino de «su perdición».
      La sexualidad, especialmente la sexualidad femenina, fue un tema ampliamente debatido en los albores de la modernización mexicana. Justo en la mitad del siglo xx, cuando la migración campo-ciudad empezaba a configurar la gran megalópolis y los crecientes índices de producción hacían pensar a más de uno en un milagro económico, Octavio Paz publicó El laberinto de la soledad, en uno de cuyos capítulos el joven pensador expuso la sexualidad femenina como pasiva y abierta a la violencia a través del análisis de la figura histórica y mítica de la Malinche. En 1950, Rosario Castellanos, otra gran poeta mexicana, se graduaba de la Universidad Nacional con una tesis de filosofía también acerca de la condición de la mujer. El debate alrededor de la así llamada chica moderna fue álgido en esos años tanto en la academia como en la prensa. Las críticas ante su «escandalosa» manera de vestir y sus «liberales» actitudes frente a la familia y el sexo hicieron eco de una creciente ansiedad ante las transformaciones de la vida cotidiana asociadas con la modernidad. El ominoso futuro de Tacha, la posibilidad de su «perdición», era, en fin, una narrativa más bien conocida y familiar hacia mediados de siglo. Lo extraño, lo que seguramente hizo que los editores de la antología del cuento mexicano consideraran «Es que somos muy pobres» como «subido de color» fue, sin duda, el lenguaje que utiliza Rulfo para explayar una visión a la vez detallada y compleja de la sexualidad femenina.
      Hay una explicación social, directamente establecida, entre la condición de pirujas de las hermanas mayores y la situación económica de la familia. Sin embargo, este razonamiento no prefigura personajes pasivos o victimizados por su entorno. Juan Rulfo, en este sentido, está muy lejos de creer en la Malinche de Octavio Paz o en la Santa de Federico Gamboa. Que las pirujas tienen voluntad y deseo, es decir, que poseen agencia, resulta claro en los adjetivos que utiliza Rulfo para presentarlas: ambas son «retobadas» y «rezongonas». Se trata, pues, de dos mujeres que han consecuentado su deseo y hecho su voluntad, aun cuando esa voluntad esté ciertamente limitada por un entorno de escasez en el que el dinero, «un capitalito» como lo es una vaca, es capaz de asegurar la virtud de las adolescentes.
      De hecho, no son pocos los personajes femeninos de Rulfo que expresan su deseo, especialmente su deseo sexual, de manera directa. En los primeros fragmentos de Pedro Páramo, Eduviges Dyada no tarda mucho en relatarle a Juan Preciado cómo es que ella estuvo a punto de ser su madre. «Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas». El ruego continúa, el proceso de convencimiento, y Eduviges, al fin, cede. «Y fui», dice. «Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo. Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrincheré en su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre las mías». Es apenas el fragmento número 9 del libro y, por una parte, ya Pedro Páramo ha sido despojado de la proeza sexual que suele asociarse a fuertes personajes masculinos, especialmente cuando sus nombres son llevados al título del libro. El lector se enfrenta, pues, de entrada, a un héroe emasculado y a una mujer «con ganas». Eduviges no es aquí la Malinche pétrea y perforada de Octavio Paz, ni la limitada mujer de la condición femenina de Rosario Castellanos. Eduviges es aquí un cuerpo sexuado a cargo de su deseo.

Fragmentos después, cuando en típica estrategia rulfiana el lector se entera prepósteramente de la razón por la cual Dolores Preciado no puede acostarse con Pedro Páramo en su noche de bodas, Rulfo introduce el cuerpo menstruante de la mujer en Comala y, de paso, en las letras mexicanas. Obedeciendo las órdenes del cacique, Fulgor Sedano pide en matrimonio a Dolores Preciado para reducir de esta manera las abrumantes deudas de la Media Luna. La mujer, reaccionando con gusto, le solicita, sin embargo, una tregua. Ante la renuencia del administrador, la mujer insiste: «Pero además hay algo para estos días. Cosas de mujeres, sabe usted. ¡Oh!, cuánta vergüenza me da decirle esto, don Fulgor. Me hace usted que se me vayan los colores. Me toca la luna. ¡Oh!, qué vergüenza». Fulgor Sedano, sin embargo, se muestra inflexible y, por ello, Dolores se ve obligada a intentar algunos remedios caseros. Así, ella «corrió a la cocina con un aguamanil para poner agua caliente: “Voy a hacer que esto baje más pronto. Que baje esta misma noche. Pero de todas maneras me durará mis tres días. No tendrá remedio. ¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad!”». Cuando el remedio falla, Dolores Preciado no tiene otra solución más que pedirle el favor a Eduviges. El favor de suplantarle el cuerpo.
      Una de las múltiples razones por las que Susana San Juan ha sido considerada por muchos como un peculiar y poderoso personaje femenino en la literatura mexicana del siglo xx es, precisamente, su relación estrecha y directa con su propio deseo. Viuda y trastornada, Susana, a pesar de estar casada con Pedro Páramo, no hace otra cosa más que recordar a su difunto marido, Florencio. La memoria de Susana, sin embargo, no es meramente romántica o platónica. Sus recuerdos se pueden masticar. «¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! ¡Y su voz era dura…! ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos». Aprovechando la voz femenina, Rulfo lleva a cabo algo rara vez visto en la literatura mexicana de mediados de siglo: describir, con puntualidad, el cuerpo masculino. Rulfo nota y hace notar las fisuras, los temblores, los encantos de los cuerpos de los hombres, sin por ello dejar de lado su posible impotencia, tanto física como anímica, ante y por el cuerpo femenino.
      Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas. Al contrario del dios al que increpa Susana San Juan en uno de sus ardientes monólogos, a Rulfo no sólo le interesan las almas, sino más bien, acaso sobre todo, los cuerpos: las marcas de esos cuerpos, las interacciones de esos cuerpos, las transgresiones de esos cuerpos. Por esas áridas tierras donde sólo crecen arrayanes ácidos se desliza un tufo sexual. Por las ventanas de las casas de una Comala nocturna, cubierta de nubes, entran y salen hombres husmeando a sus presas —mujeres que otras mujeres, ya Dorotea o Eduviges o Damiana, le han facilitado al cacique y, sobre todo, al hijo del cacique, Miguel Páramo. Del otro lado de esas ventanas asimismo esperan sobre sus lechos mujeres desnudas, como Damiana Cisneros, o temerosas de la muerte, como Ana Rentería. Y, para nombrar cada uno de estos encuentros, cada uno de estos deseos, Rulfo ha elegido sustantivos directos y denotativos, así como adjetivos de un gran poder de evocación sensorial. Cuando Dolores Preciado atiende el llamado de Inocencio Osorio, el provocador de sueños, la sesión con ese hombre «que escupe como los gitanos» consiste «en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose en las piernas de una, en frío, así, aquello al cabo de un rato producía calentura». Cuando Abundio se emborracha debido a la muerte de Refugio, su mujer, recuerda cómo «se acostaba con él, bien viva, retozando como una potranca, y que le mordía y le raspaba la nariz con su nariz». Incluso cuando Juan Preciado se descubre compartiendo una estrecha tumba con Dorotea la Curraca ella está «en el hueco de [s]us brazos». Las rodillas juntas.
      Los lectores tempranos de Rulfo, aquellos que recibieron sus libros con entusiasmo y recomendaron sus traducciones a otros idiomas, han escrito, y mucho, sobre la violencia sexual que ejercen los violadores, el cacique y, en su caso, el hijo del cacique, en los caminos de Comala, ligando así la figura del hijo bastardo con el sentido de orfandad de una nación en pos de su propia modernidad. Atendiendo a cabalidad las descripciones rulfianas de los cuerpos y de la vida sexual de éstos, habrá que expandir esa lectura de la modernidad para añadir un elemento no sólo fundamental sino también expresado de manera explícita en el texto rulfiano: el deseo sexual femenino. Acaso la incorporación activa de la sexualidad femenina facilite una lectura más compleja, más dinámica, de las múltiples maneras en que México enfrentó el reto de su propia modernización en las inmediaciones del siglo xx.

 

Unos diyitas

Perdóneme que me ponga colorada, don Fulgor.

La Doble de Doloritas observó la mancha sobre las sábanas blancas. Más un manchón que una mancha; nunca un charco. Si la sábana hubiera sido un lienzo, a eso se le habría llamado una pincelada. La Doble de Doloritas habría preferido, sin embargo, la palabra mácula. Eso, que podría venir en tres o más nombres distintos y que alteraba el color original de la tela de la sábana, algodón cien por ciento, no la dejaba concentrarse en lo que hacía. La Doble de Doloritas desnudaba a un hombre o se dejaba desnudar por él —le costaba trabajo reconocer quién hacía qué a quién— mientras ambos rodaban, atraídos sin duda por la fuerza de la gravedad, sobre la superficie rectangular de una cama antes in-ma-cu-la-da.

No creí que don Pedro se fijara en mí.

La Doble de Doloritas lo había visto afuera, al otro lado de una mesa, solo. El hombre, de eso se dio cuenta de inmediato, estaba intensamente solo. Un vaso largo, lleno de un líquido color ámbar y cubos de hielo, muy próximo a su mano derecha. Algunas luces alrededor. Se aproximó, la Doble de Doloritas, segura de sí misma y de su relación con el exterior. Los pasos largos. La caballera, leonina. Cuando le extendió la mano, imaginó todo lo que sucedería después. El tacto. La sonrisa. Las miradas, entre el titubeo y el fulgor. La respiración. Las palabras: Vámonos de aquí. Un labio sobre otro labio. El sabor a chicle y almizcle y tabaco. Las manos. Una suerte de primigenio intercambio. Recapacitando en ese primer encuentro, la Doble de Doloritas tuvo que aceptar que, justo en ese momento, cuando le extendía la mano, sintió el flujo entre sus piernas. No exactamente entre las piernas, siguió recapacitando, sino todavía adentro del cuerpo. No dentro del cuerpo, recapitularía apenas un momento después, sino en ese minúsculo espacio que se fragua entre el cuerpo y la tela suave con la cual tenía contacto. La mancha debió haber empezado a formarse así. A la Doble de Doloritas ese pensamiento le provocó una risa oblicua.

No duerme, pensando en usted.

La Doble de Doloritas sabía pronunciar palabras vehementemente. Decía: Oh. Decía: La Alhambra es un lugar sagrado. Decía: Aquí.

Pero si él tiene de dónde escoger.

La Doble de Doloritas estaba convencida de que, entre los cuerpos, nada era cuestión de voluntad. Confiaba en la belleza de las palomas. Mordía en lugar de besar: sobre el hombro, en la curvatura que anuncia el inicio del cuello y, luego, en la curvatura que anuncia el inicio de la nuca. El sabor a sudor, a glándula sebácea, a piel sin jabón. El sabor a ¿qué? Todavía tenía que decidir eso.

Abundan tantas muchachas bonitas en Comala.

Dudaba. La Doble de Doloritas, por ser doble, estaba acostumbrada a dudar. Acaso por eso su relación con el exterior tuviera la apariencia de ser tan directa, clara, unidireccional. Los dobles suelen ser así, eso se sabe. Dudan y son seguros a un mismo tiempo. Si fueran seguros o dudaran, entonces dejarían de ser el Doble para convertirse en el Original. Justo en ese instante el hombre le susurró al oído: Para mí, tú eres la Original. Y la Doble de Doloritas, aun queriéndolo, no atinó a reaccionar.

¿Qué dirán ellas cuando lo sepan?

Uno frente al otro, cada uno sobre su propio costado, se dieron cuenta de que sería mejor carecer de un brazo: él, del izquierdo; ella, del derecho. Entonces seríamos mancos, alguno de los dos dijo eso. El pensamiento, de súbito, los ruborizó. Por eso rieron. Por eso continuaron bajando cierres, desabotonado camisas, desanudando cordones. Desvestirse es siempre una competencia de habilidades mínimas.

Él sólo piensa en usted, Dolores.

La Doble de Doloritas extendió el brazo izquierdo, contorsionó la parte superior del cuerpo —los senos súbitamente empequeñecidos— y alcanzó la cadena que, al ser jalada hacia abajo, apagaba la luz de la lámpara. Le gustaba la oscuridad porque ahí sólo importaban los contornos.

De ahí en más, en nadie.

El olor dentro de la habitación cerrada, esto es lo que notaba la Doble de Doloritas. Rancio. Puntiagudo. Agridulce. Pastoso. Medicinal.

Me hace usted que me den escalofríos, don Fulgor.

El hombre, sin despegar los ojos del rostro de la Doble de Doloritas, colocó una mano sobre el pubis. Los dedos entre las sortijas del vello. Hirsuto es un adjetivo que viene de inmediato a la cabeza. Híspido es una palabra ajena. Los dedos, abriéndose paso entre los pliegues de carne sexual, eran tres. Cuando el índice localizó el clítoris, posándose con destreza sobre su cresta, los muslos se separaron. Era una reacción casi inmediata. El gemido debía ser también una reacción ancestral. Luego, el suave vaivén de la cadera. La necesidad de cerrar los ojos. Entreabiertos, por otra parte, los labios. El hombre, en definitiva, no sabía hablar.

Ni siquiera me lo imaginaba.

El índice, que regresaba a la boca de la Doble de Doloritas, sabía a otra cosa. Sabía a algo más.

Es que es un hombre tan reservado.

La Doble de Doloritas abrió los ojos. Hubiera preferido que él le dijera algo. Hubiera preferido no tener que preguntárselo.

Don Lucas Páramo, que en paz descanse, le llegó a decir que usted no era digna de él.


Las camas son aposentos extraños. Alguien pensaba eso.

Y se calló la boca por pura obediencia.

La Doble de Doloritas miró al techo, asustada. El techo era de un apagado color blanco, o al menos eso imaginó al amparo de la oscuridad. ¿Desde cuándo no podía pronunciar una pregunta? Lo abrazó cuando quiso dejar de ver su rostro. Resulta fácil, a veces, confundir la turbación con el afecto.

Ahora que él ya no existe, no hay ningún impedimento.

El hombre interpretó su abrazo como una señal para avanzar. Le mordió el cuello y apretó el pezón derecho con los dedos. Luego dirigió los labios hacia los senos y se entretuvo chupando primero uno y después el otro, sólo para regresar más tarde al primero. Estuvo así bastante rato. La Doble de Doloritas, que ya había vuelto a recostarse sobre su costado, se preguntó algunas veces si el Hombre Reservado podría distinguir el sabor de su propia saliva. Supuso, de inmediato, que la respuesta a esa pregunta sería negativa, pero se entretuvo considerando la posibilidad de que algo así fuera posible. Si lo fuera, se dijo a sí misma mientras la boca de él continuaba succionando algo o nada de sus pezones resentidos, él estaría saboreándose a sí mismo en cada oscilación. En su ir y venir. ¡Cuánto amor!

Fue su primera decisión, aunque yo había tardado en cumplirla por mis muchos quehaceres.

La mano derecha, hacia el pubis. La mano izquierda, entre las nalgas. La Doble de Doloritas, a momentos, encontraba difícil seguir pensando.

Pongamos por fecha de la boda pasado mañana.

Cuando lo hacía, cuando lograba hilar un pensamiento entre gemido y gemido, pensaba en la sábana in-ma-cu-la-da.

¿Qué opina usted?

Que debería continuar, por supuesto. Eso también lo pensaba. Que el índice sobre el clítoris. Que el anular, adentrándose.

¿No es muy pronto?

Los muslos cayeron de un lado al otro del tronco de su cuerpo. El verbo deshojar. La utilización de las cursivas.

No tengo nada preparado.

Cuando la Doble de Doloritas empezó a temblar, primero con tremores leves y, más tarde, con una serie de sincopadas sacudidas, el hombre se detuvo a mirarla. Se aproximó a ella. Recostó su pecho de escasos vellos lacios sobre los senos de la mujer que era la réplica de otra. Su oreja. Parecía estar contando el número de latidos. Parecía interesado en los diminutos fenómenos del sonido interno de los cuerpos.

Necesito encargar los ajuares.

Sacó el preservativo de los bolsillos del pantalón a toda prisa. Tuvo que salir del rectángulo inmaculado y regresar, casi de inmediato, a él. Tuvo que sostenerle la mirada y abrir el envoltorio de plástico y desenrollarlo, con cuidado pero a toda velocidad, sobre su pene erecto. Luego, sin esperar demasiado, empujó las rodillas de la Doble de Doloritas, una a la izquierda y otra a la derecha, y se colocó en el centro. Se introdujo en ella lentamente, ayudándose con la mano izquierda. A la Doble de Doloritas le sorprendió que él fuera zurdo.

Le escribiré a mi hermana.

Si hubiera sido su cuerpo, tal vez habría sabido cómo proceder. Pero como, en sentido estricto, era el cuerpo de otra, lo siguió dudando. Escuchó el ruido de los autos al otro lado del ventanal. Alguien, en algún lugar no muy lejano, acababa de abrir una puerta. A algunas personas eso no les importaba, eso lo daba por hecho. Pero a otras sí, y eso la llevaba a morderse los labios cuando empezaba otra vez a suspirar.

O no, mejor le voy a mandar un propio pero de cualquier manera no estaré lista antes del 8 de abril.

Hizo cuentas. Mientras el pene del Hombre Reservado entraba y salía de su cuerpo, la Doble de Doloritas hacía cuentas.

Hoy estamos a 1.

Algo irremediablemente melancólico en las hojas de los calendarios.

Sí, apenas para el 8.

Algo calendáricamente irremediable en las hojas de la melancolía.

Dígale que espere unos diyitas.

Algo melancólicamente calendárico en las hojas de lo irremediable.

Él quisiera que fuera ahora mismo.

Se distrajo. Elevó la pelvis y sintió el peso de su propio peso sobre la parte posterior de los talones. Empezó a mecerse. ¿En qué punto del cuerpo termina el mundo interior? Quiso alcanzar sus labios y, luego de un rato, desistió. La cabeza hacia atrás, y esa leve ondulación de los huesos de la tráquea bajo la piel. Las palmas de las manos abiertas sobre el rectángulo de la cama. Tenerte dentro de mí: la frase salió entera de sus labios, tautológica. Constatar, que no leer, es lo que hacemos hoy.

Si es por los ajuares, nosotros se los proporcionamos.

Pero la sábana. Pero la mácula en la sábana.

La difunta madre de don Pedro espera que usted vista sus ropas.

Era obvio que el Hombre Reservado cuidaba la organización y la limpieza de su entorno. Los zapatos uno al lado del otro, eso había notado incluso cuando lo tuvo que desnudar. El derecho, del lado derecho; el izquierdo, del lado izquierdo. La lámpara en el centro equidistante del nochero. Los cojines; las almohadas. El discreto aroma a producto de limpieza entre los pliegues del edredón.

En la familia existe esa costumbre.

Y ahí estaba, en un allá con forma de vaso azul.

Pero además hay algo para estos días.

Jadeaban ya. La Doble de Doloritas emitía sonidos muy breves: una especie de estertor intermitente que surgía de algún lugar detrás del esternón sólo para ascender en zigzag, chocando contra las paredes de la laringe, hasta la apertura de la boca. Más sonoro que un suspiro, pero sin llegar a ser un grito. Una exhalación. Los sonidos del cuerpo de él eran incluso más apagados. Mohín es una palabra que no pertenece al universo del sonido y, sin embargo, eso que apenas alcanzaba a cruzar sus labios entreabiertos era, en realidad, un mohín.

Cosas de mujeres, sabe usted.

      1   Juan Rulfo, Aire de las colinas. Cartas a Clara, Plaza y Janés, México, 2000, p. 68.

     Joanne Hershfield, Imagining La Chica Moderna: Women, Modernity and Visual Culture in México, 1917-1936, Duke University Press, 2008.

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