Luis González de Alba: conversar la ciencia / Juan Nepote

In memoriam † Luis González de Alba

Con la muerte de Luis González de Alba (1944-2016) concluyó un estilo particular de ejercer el periodismo científico en México: diverso y lúcido, apasionado y riguroso, interesado en los datos, en la novedad del resultado pero también en sus significados; instalado en la curiosidad genuina y siempre desde la orilla —lejos de las instituciones y los espacios académicos formales—, constante: si los lunes ensayaba el periodismo de opinión política, cada domingo lo dedicaba a la ciencia; insistente y desafiante, terco y tajante. Exigente, consigo mismo y aun más con los otros, hasta la persecución, González de Alba gozaba de esa rara virtud con la que Fernando Savater se describe: «yo entiendo a los que no entienden».
      Su abuelo había nacido en Tepatitlán, Jalisco, pero ciertas circunstancias lo llevaron a un exilio en el pueblo minero de Charcas, cercano a Real de Catorce, en San Luis Potosí. Vencido por la nostalgia, allá estableció el Hotel Jalisco. Y allá también nació Luis González de Alba, aunque hacia los nueve o diez años de edad se mudó a Guadalajara con toda su familia. Acá fue, según le dijo alguna vez a Teresa Zerón-Medina Laris («Luis González de Alba, de perfil», Nexos, 1 de diciembre de 2013), donde un mal maestro de preparatoria lo disuadió de estudiar «astronomía o física» por la cantidad de matemáticas que él sería incapaz de entender. Al final decidió ir a la Ciudad de México —toda su vida fue un viajero en movimiento constante y a velocidad variable— para ingresar a la Facultad de Psicología de la unam; ahí participó en las reuniones de los estudiantes de varias universidades públicas con exigencias para el gobierno y encabezó el Comité Nacional de Huelga, para terminar aprehendido en Tlatelolco durante el mitin del 2 de octubre de 1968 y habitar la prisión de Lecumberri cientos de días con sus noches. En la cárcel descubrió o recordó las infinitas posibilidades de la escritura: aún en Lecumberri pergeñó su primera novela, Los días y los años; quizás entonces vislumbró otra manera de regresar a su gusto por la ciencia mientras devoraba libros alimentando su fascinación por la cultura helénica. Al fin comprendía la cadencia del cálculo diferencial, aprendía el idioma hebreo.
      Ya lejos de la prisión, después de algunos viajes, González de Alba formó parte del colectivo que el 19 de septiembre de 1984 parió y puso en circulación el diario La Jornada, entre cuyas páginas pronto apareció «La ciencia en la calle», una columna semanal para conversar de ciencia, donde lo mismo hablaba de trufas y salsa bearnesa que de terremotos o del infinito. En aquel momento no había espacios significativos dedicados a la ciencia de manera permanente en los diarios mexicanos, aunque el 15 de junio de 1978 se había formalizado ante notario público el nacimiento de la Asociación Mexicana de Periodismo Científico, A. C., impulsada por el ingeniero Javier Vega Cisneros, entre otros; poco después del principio de «La ciencia en la calle», en diciembre de 1986, se creó la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, alrededor de la figura de Luis Estrada (quien murió este 2016, a los ochenta y cuatro años de edad). Pero Luis González de Alba prefirió quedarse al margen de aquellos colectivos. Eligió, primero, los periódicos, una parcela que la incipiente comunidad mexicana de divulgadores de la ciencia no había conquistado; amateur en el sentido más amplio del término —Martín Bonfil recuerda a González de Alba con las palabras del químico austriaco Erwin Chargaff: «Si el mundo aún puede salvarse será por los amateurs […] un amateur es alguien sin anteojeras [y] en nuestra época, la incapacidad para portar anteojeras es un acto heroico»—, argumentando sus relatos de forma precisa, acudiendo a revistas especializadas y bases de datos científicos en inglés (no confiaba en las traducciones), publicó cientos de artículos en La Jornada, hasta que en 1997 lo expulsaron del mismo diario que había ayudado a fundar, a causa de una célebre diatriba en contra de Elena Poniatowska. Continuaría su labor en unomásuno, La Crónica de Hoy y Milenio Diario, entre otras publicaciones periódicas.
      Al mismo tiempo que consolidaba una carrera como novelista, probó suerte con un libro de divulgación científica bastante bien recibido entre los lectores (lleva cinco ediciones y su contenido se mantiene vigente): La ciencia, la calle y otras mentiras (Cal y Arena, 1989). El resto de su obra relacionada con la ciencia oscila entre lo social y lo natural, de la sexualidad a la física moderna: Bases biológicas de la bisexualidad (Katún, 1985), El burro de Sancho y el gato de Schrödinger: un paseo al trote por cien años de física cuántica y su inesperada relación con la conciencia (Paidós, 2000), La orientación sexual: reflexiones sobre la bisexualidad originaria y la homosexualidad (Paidós, 2003), Niño o niña. Las diferencias sexuales (Cal y Arena, 2006), Maravillas y misterios de la física cuántica: un paseo por la física del siglo xx y su inesperada relación con la conciencia (Cal y Arena, 2010). En el camino consiguió el primer permiso para instalar un bar gay en la Ciudad de México, El Taller(«Hay millones de hombres guapos; a algunos los podrás conocer en El Taller»; otra versión: «El mundo está lleno de hombres guapos; hay algunos que nunca conocerás, pero hay algunos que podrás conocer en El Taller»), con strippers que habían llegado desde Nueva York, y también con humor e información: en el mismo bar instauró un ciclo de conferencias de divulgación, Los martes de El Taller, que se alternaban con música electrónica bien escogida.
      Luego, en 1997, González de Alba obtuvo el Premio Nacional de Periodismo, justamente por su trabajo en divulgación científica, actuando siempre al margen de las instituciones, desde una soledad que él mismo se impuso. En La orientación sexual escribe: «No solicité ni recibí beca alguna de instituciones culturales para trabajar. Pude entregarme a redactarlo y darle fin en pocos meses gracias a mis bares gays, perseguidos y clausurados con ferocidad», y en El burro de Sancho y el gato de Schrödinger: «No agradezco a institución alguna, científica o cultural, ni el menor apoyo. Ni siquiera, vaya, el permiso para usar una buena biblioteca. Me basé en la mía, en mis colecciones personales y pagadas año con año de Science, The Sciences, Scientific American y mi magnífica Encyclopædia Britannica, así como en la dotación de libros de física que he acumulado por el simple placer de leerlos y que nadie me ha ayudado a comprar y, peor aún, ni siquiera a conversarlos».
      Alegre y regañón, Luis González de Alba se ocupó de instigar, desde la lectura, la conversación asombrada y razonada en un país desdeñoso, en apariencia, hacia la cultura científica.

Éste no es lugar para la ciencia
      A pesar de que no solemos poner atención en ello, las relaciones entre ciencia y literatura son igual de antiguas que intensas: Goethe se obsesionó tanto con la óptica que se lanzó en un disparejo combate en contra de Newton acerca de la naturaleza de la luz; Lichtenberg, padre de los aforismos —el ingenio empacado en breves dosis—, también fue precursor de la física experimental en Alemania; Charles Darwin sabía moldear la prosa inglesa con tal habilidad que por muchos años sus libros de viaje fueron los más vendidos en las librerías de Inglaterra; Lewis Carroll trabajaba en problemas de lógica formal durante sus horas claras y con su otro nombre: Charles L. Dodgson, mientras que en las oscuras inventaba la fantasía debajo del subsuelo. Chéjov había estudiado medicina, igual que Gertrude Stein. Marguerite Duras se formó como matemática, lo mismo que Yves Bonnefoy. Ernesto Sabato se exilió de la investigación en radiaciones atómicas nucleares para ocuparse de la literatura, así como Thomas Pynchon abandonó la ingeniería física.
      Esos lectores científicos. Aquellos que no dicen, por ejemplo, las cosas son, sino que aciertan al saber que las cosas parecen ser. Desde luego Borges y sus ficciones, desde luego Julio Verne y sus intuiciones informadas, pero también las taxonomías descriptivas de Pablo Neruda.
      Así, en México Jorge Cuesta recorrió los laberintos de la química, Amado Nervo se entretuvo atisbando los astros en el telescopio y destensando los resortes de la ciencia ficción, y José Juan Tablada escribió e ilustró un detallado manual de micología. Así, a mediados del siglo pasado, Agustín Yáñez organizó algo que reconoció como «feliz aventura. Una plausible curiosidad crítica, de lucro espiritual»: una consulta para conocer la opinión de veintiocho escritores, profesores y artistas en relación a los autores y los libros fundamentales del momento; Narciso Bassols, Alfonso y Antonio Caso, Antonio Castro Leal, José Gaos, José Luis Martínez, Edmundo O’Gorman, Samuel Ramos, Alfonso Reyes, Diego Rivera, Manuel Sandoval Vallarta (físico de profesión), Jesús Silva Herzog, José Vasconcelos, Joaquín Xirau, entre otros. El resultado apareció publicado en Los autores de nuestra época,firmado por Agustín Yáñez (Et Cætera, 1957). Sorprende (¿sorprende?) que en las respuestas se reconozca una presencia relevante de la ciencia. No hay un manejo cuidadoso de los datos, pero Yáñez sí incluye una tabla de resultados con los autores más mencionados: Henri Bergson (quince veces), Albert Einstein (doce), Karl Marx (ocho) y Fiódor Dostoievski empatado con Edmund Huserl (ocho)… Un poco más rezagados —pero presentes— aparecen los físicos Max Planck, Louis de Broglie y el químico y bacteriólogo Louis Pasteur. Pero la obra científica más citada es The Meaning of Relativity, de Einstein, aunque las menciones de cada participante son vagas en cuanto a la obra del físico alemán, con nueve citas: casi la tercera parte de los entrevistados se refirió a ella. ¿Son las menciones a Albert Einstein (y tal vez a Freud) una pose? ¿Cuánto de auténtico hay en sus respuestas o qué tanta conciencia de que «la-ciencia-es-importante-y-hay-que-considerarla-por-justicia-y-para-no-verme-mal»? Por ejemplo, Antonio Portuondo (de El Colegio de México) cita la importancia de Alfred Einstein.
      Pero hay otros comentarios más afortunados: Alfonso Caso —entonces rector de la unam— señala a Einstein, Plank (sic) y Curie, más Las investigaciones sobre la rabia (Pasteur, 1886), junto con Dostoievski, Tolstoi, Ibsen. Y acota: «Aun cuando faltan, sin duda, muchos libros que podrían señalarse como fundamentales para la cultura científica y literaria del individuo, no me ha sido posible pensar más detenidamente sobre este problema, y espero que estas obras que indico sirvan para la encuesta».
      Y Alfonso Reyes, gran lector de ciencia, comenta: «Más que libros determinados, obras o nuevos hechos culturales aparecidos en nuestro tiempo: Einstein y la relatividad; Freud y el psicoanálisis; la nueva novelística, representada, por ejemplo, por Proust y Joyce; la vuelta al espiritualismo en filosofía, de que mi generación tuvo la primera noticia en Bergson…».

La ciencia en la calle
      De esos mismos manantiales abrevó Luis González de Alba; lector omnívoro, en sus intervenciones semanales en las páginas de La Jornada echó mano de múltiples herramientas culturales hasta alcanzar las metas que Fernando del Río ha identificado como fin último de la divulgación científica: «hacer apreciar y entender la realidad científica a personas que viven inmersas en la realidad cotidiana», esto es: «divulgar la ciencia es recrear la realidad científica con elementos de la realidad cotidiana». En La ciencia, la calle y otras mentiras ofrece un recorrido con dos grandes faros para orientar al lector: el tiempo y el conocimiento; los planteamientos filosóficos y científicos alrededor de esos dos conceptos; la cosmología junto con intentos de responder la pregunta: ¿qué ocurre para que sepamos algo? «Mi intención», avisa en las primeras páginas, «fue la de proporcionar al lector horas entretenidas, y no precisamente muchos datos que todos olvidamos pronto. No es éste un libro útil en el sentido en que lo son los textos científicos o los que enseñan alguna técnica, como el cultivo de berenjenas. Saber lo que opinan los cosmólogos sobre la forma del universo durante la primera décima de segundo de su existencia no sirve absolutamente para nada y muy probablemente sea falso; pero puede ser una muy bella experiencia». Los textos son breves, algunos brevísimos, pero justos para construir un ritmo bien concatenado, emocionante, que no suelta al lector, llevándolo por diferentes paisajes, combinando conceptos filosóficos con citas literarias o relatos de experimentos en laboratorio y entregándole un ejemplo preciso que ayuda a comprender. Modelos del pensamiento, verdad y prueba, un nuevo tipo de preguntas, el que bajó a los infiernos, ¿cómo medir un metro?, ¿qué es conocer?, el mundo es un olvido del espíritu, paradojas del escepticismo, Bach y Vermeer en otoño, el pensamiento y la realidad, la verdad y la belleza, el vacío viviente, Vasconcelos y los andamios, Halley, ciencia de la leche cuajada, hay infinitos más infinitos que otros, la virgen que no es de Guadalupe, la invención de la paternidad, contra la identidad homosexual, el tiempo en los ángeles, la simpleza de Simplicio, espacio y tiempo en la mecánica clásica, el origen del tiempo y del universo… un mosaico bien entrelazado, una miscelánea no exenta de humor, como quien platica de ciencia tomando un café.

Con la física moderna hemos topado
      Alguna vez, el sociólogo mexicano Fernando Escalante Gonzalbo llamó por teléfono a Luis González de Alba para invitarlo a escribir algo en una nueva colección de libros que habría de llamarse Amateurs, puesto que los editores sostenían la «sospecha de que la manera más gozosa de acercarse a un tema es ser invitado o seducido por un aficionado, profesional no del tema en cuestión sino de la escritura: por alguien tan atento a lo que dice como a su manera de decirlo». Pero González de Alba rechazó la invitación porque no se le ocurrió ningún tema. Arrepentido, unas horas después le regresó la llamada para proponerle una «historia de cuántica, de 1900, con Planck, al 2000». Así surgió El burro de Sancho y el gato de Schrödinger, que dedicó «a los jóvenes que piensan elegir carrera profesional. Deseo que la narración de la aventura seguida por la física en los últimos cien años entusiasme a algunas almas inquietas», así como a «hombres y mujeres que se preguntan qué es el mundo y de qué está hecha la materia, por qué es tan famoso Einstein, quién es Heisenberg y qué preguntas se hacen los físicos por estos años». La clave del libro está en su subtítulo: un paseo al trote por cien años de física cuántica y su inesperada relación con la conciencia. González de Alba entrega una historia amena y muy bien documentada, con referencias abundantes y exactas, de los episodios que conformaron una de las hazañas más vertiginosas de la ciencia contemporánea: el desarrollo de la física moderna, de sus personajes y sus quehaceres, los trabajos fundacionales de Max Planck, la zozobra ante el fenómeno que conocían como «la catástrofe ultravioleta», el descubrimiento del quantum de energía, el efecto fotoeléctrico, la naturaleza dual de la luz, el éter, el electromagnetismo, la velocidad constante de la luz, el tiempo, los hoyos negros, las partículas atómicas, el principio de incertidumbre, la antimateria, las variables ocultas, los viajes al pasado, el quark, el gluon, las fuerzas, los campos, el modelo estándar de la materia, la espuma cuántica, las supercuerdas, el campo de Higgs; un conjunto de actos y acciones con sus personajes que parecen sacados de una novela: Rutherford, Michelson y Morley, Bohr, Einstein, De Broglie, Schrödinger, Heisenberg, Feynman, Dirac…
      González de Alba emplea un estilo aleccionador, casi pedagógico, explicando con detalle y claridad; algunas veces llega a parecer condescendiente con el lector, otras le exige mayor esfuerzo para comprender. Su trabajo es muy semejante al del traductor y sus analogías son ricas y pertinentes: «Un conejo que brinca pasa, si bien por el aire, por todos los puntos intermedios entre salto y salto. La energía no. Ahora está aquí, luego está allá»; «Las leyes de la física son idénticas en un restorán y en un avión a mil kilómetros por hora»; «Pero los elementos cuánticos, por el principio de incertidumbre, no son ni ondas ni partículas sino algo indeterminado hasta el momento de una medición. Ya lo había dicho a principios del siglo xviii el obispo de Cloyne, Irlanda, George Berkeley: ser es ser percibido». El penúltimo capítulo de El burro de Sancho… es, de cierta forma, inexplicable, gratuito: con «El último misterio: la conciencia humana» arriesga de más, confiado en las —cuestionables— ideas de Roger Penrose sobre la conciencia, se pierde en un intento por llevar la física moderna al fangoso terreno de la conciencia. En cambio, el capítulo final, «El inicio egeo de la aventura», representa un anexo de gran valía, otro paseo conceptual por la Grecia antigua: Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Heráclito, Parménides, Anaxágoras, Protágoras, Empédocles, Demócrito, Aristóteles, Aristarco, Eratóstenes. El libro es una invitación, en fin, a sumergirse en la cultura científica: «La ciencia y la libertad de comercio produjeron, hace apenas tres siglos, la revolución industrial. Esta nueva manera de fabricar mercancías, basada en técnicas como la caldera de vapor, surgidas al descubrir leyes naturales, orden bajo el caos de las apariencias, trajo riqueza y el mundo quedó dividido como ahora lo vemos: entre los países que continúan la tradición jónica de interrogar a la naturaleza, y los que debemos comprar lo que en aquéllos se produce. La actual tolerancia hacia el pensamiento científico en los países sin esa tradición ha llegado demasiado tarde: no es siquiera la tortuga la que lleva ventaja, sino el veloz Aquiles, y somos nosotros quienes debemos alcanzarlo».

Descubrir e inventar nuevas relaciones
      El segundo proyecto de Luis González de Alba con Paidós se llama La orientación sexual. Reflexiones sobre la bisexualidad originaria y la homosexualidad, y se originó en una nueva invitación de la editorial, ahora para recuperar aquel antiguo libro que había publicado en 1985, su primer trabajo formal de divulgación científica: «Acepté con gran entusiasmo la invitación de Paidós para retrabajar un nuevo libro, perdido en una editorial desaparecida, que se llamó Bases biológicas de la bisexualidad, y entregar una nueva obra que rescatara aquella publicación. Tenía, además, materiales sobre homosexualidad, con datos sonados hace pocos años […] Muchas nuevas lecturas, algunas de ellas dignas de mayor difusión en español, se me habían acumulado sin salida en años recientes, tras la cancelación de mi columna semanal sobre ciencia. Así pues, todo eso junto, más un buen número de nuevas búsquedas que resultaron de enorme interés (y espero que lo sean para el lector), hicieron este nuevo libro».
      González de Alba acude a la teoría de Wilhelm Fliess, próximo a Sigmund Freud, de que en el fondo de toda sexualidad humana se localiza la noción de bisexualidad, y amplía estos planteamientos con una revisión del desarrollo de la embriología durante el siglo xix para cumplir su cometido, entregar este libro a manera de «un pálido intento por desalentar la fobia, por desarmar la noción que hace de una relación homosexual un capítulo de la patología, por hacer accesibles y dar a conocer de manera simplificada los complejos descubrimientos de la ciencia en torno a las expresiones homosexuales, tanto si son exclusivas, como ocurre en quien así se define, como si aparecen mezcladas con heterosexualidad en la persona bisexual o en experiencias escasas de un buen porcentaje heterosexual».
      ¿Son los bisexuales y los homosexuales tipos humanos diferentes de los heterosexuales?, pregunta el autor al inicio del libro. Para responder esa pregunta, y para multiplicar las interrogantes, González de Alba recurre nuevamente a una cantidad importante de referencias que extrae de muy distintas disciplinas científicas. Con atención y esmero postula una serie de definiciones básicas en torno a la sexualidad, desde la función de los cromosomas hasta el papel de la testosterona y los genes, pasando por conceptos como andrógino y hermafrodita; repasa las estructuras cerebrales y el devenir sociocultural de las preferencias sexuales hasta lanzar una nueva pregunta en el capítulo 9 («¿Por qué unos sí y otros no?»): «si no es herejía, pecado, delito ni enfermedad, ¿qué es la homosexualidad?», ofrece sólida información estadística, antecedentes históricos, argumentos derivados de trabajo científico reciente. El relato, como en el resto de sus libros, avanza suavemente, alternando ciertos momentos de entusiasta complicidad con otros espacios en los que los lectores casi nos perdemos, donde hay que regresar algunas páginas. La orientación sexual… es un libro original y necesario; un paso más allá de la mera opinión desinformada y prejuiciosa, que materializa los afanes de Luis González de Alba en cuanto a hacer uso de la información científica para la vida diaria: «Somos, pues, bisexuales, en cuanto a que tenemos la capacidad innata de relacionarnos eróticamente con nuestro sexo o con el opuesto. Pero no lo somos en la práctica cotidiana».

Conversar a solas
      En sus libros, Luis González de Alba se lamentó de la imposibilidad para hablar de ciencia con alguien más, de la hipotética ausencia de interlocutores magnetizados como él por la ciencia. Solitario y quejumbroso, él mismo reconoció: «sigo teniendo la mala costumbre de no preguntar a nadie ni dar a leer manuscritos […] También es cierto que ningún lector de la editorial descubrió mis errores y sí introdujo alguno, menor, lo cual habla mal del nivel educativo del país». Con gran éxito estimuló la conversación a través de sus textos, pero nunca quiso vincularse personalmente con quienes trabajaban en la divulgación o el periodismo científico. Cuando la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica festejó sus quince años de existencia en el Congreso Nacional que se organizó en Guadalajara, González de Alba aceptó participar, pero nos dejó plantados, con el auditorio esperándolo. Simplemente no quiso llegar.
      Luis Estrada —a quien se le reconoce como el principal pionero de la divulgación científica mexicana en el siglo xx— reconocía que «nuestro trabajo [el del divulgador de la ciencia] no es una labor colectiva y la tendencia actual es la actividad personal o la sujeción al control de una sola persona. No debemos olvidar que la propagación de los conocimientos requiere de la comunicación entre distintos grupos y personas, del ensayo y la experimentación, de la crítica, de tomar en cuenta opiniones y considerar otras experiencias, en fin, de una vida de relación social asociada al quehacer científico».
      En el futuro devenir de las actividades de comunicación de la ciencia, sin duda el nombre y la memoria de Luis González de Alba estarán muy presentes.

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