La sangre árabe aparentemente no deja rastros / Oudeh Bisharat

La semana pasada, durante una triste pero inspiradora jornada, fue revelado el nombre del primer soldado caído de Israel: Aharon Hirschler. Fue asesinado en 1873. De acuerdo con el sitio web Ynet, los árabes irrumpieron en la casa de su familia aparentemente para robar, y Hirschler recibió disparos que le ocasionaron la muerte mientras era perseguido. Es difícil atribuir el homicidio a motivos nacionalistas, especialmente porque incluso hoy el movimiento sionista niega que los palestinos sean una nación.

     Y cada víctima, por cualquier razón, que sea añadida a esa larga lista, reforzará la cruel afirmación de que la tierra de Israel fue adquirida a través de la pena. En vista de la excelente memoria que se tiene de nuestros hermanos judíos, que se remonta 150 años, sentí celos y corrí a revisar la lista de los palestinos caídos. También hay palestinos caídos, quienes, aunque usted no lo crea, tienen padres y madres, hermanos y hermanas, esposos y esposas. Y bueno, para mi sorpresa, después de unas cuantas búsquedas en Google, no pude encontrar lista alguna. Así, mientras los judíos se equiparan con una lista de nombres y fechas, los palestinos no tendrán nada que mostrar a las naciones durante las negociaciones sobre derechos a la tierra, a la tierra que fue adquirida a través de la pena. Otra derrota para los palestinos en la competencia de pérdida y sufrimiento.

     La sangre árabe aparentemente no deja rastros. Cuando leí el libro Una sombra azul y blanca, de Yair Baumel, descubrí otro hecho sorprendente: que entre dos mil setecientos y cinco mil infiltradores fueron asesinados entre 1949 y 1956. Sobre este hecho, el político comunista Shmuel Mikunis señala en el libro que «éste no fue un caso de asesinato a sangre fría, sino una cosecha de sangre del gobierno». Baumel escribe que las víctimas eran «generalmente refugiados desarmados que trataban de regresar a sus pueblos». Tampoco encontré registro de estas víctimas en Google. Víctimas sin nombres, quizá incluso sin tumbas.

     Tengo algunas hipótesis respecto del fracaso árabe al documentar víctimas. Quizá la masacre fue demasiado grande, y el alma oriental estaba cansada, demasiado desesperada como para seguir contando y sintiendo dolor. O quizá la cultura de la acumulación de pérdidas no está tan profundamente enraizada. Quizá el trato con la muerte sea un lujo para el valiente, no para aquellos más preocupados por preservar las vidas de los vivos que por preservar las memorias de los muertos.

     Según historias de mi pueblo, Ma’alul, sólo después de que el polvo se haya asentado y los refugiados hayan encontrado cobijo en Jaffa las mujeres se darán tiempo para llorar sobre los muertos y las casas destruidas. Cuando se sienten juntos, en círculo, sobre la cima de la montaña, vislumbrando su pueblo, llorarán y se arrancarán el cabello. De por sí, generación tras generación arrastra el pasado consigo, negándose a tomar un lugar central en el presente. El pobre pasado, si es que puedo hablar por él, ya ha tenido suficientes provocaciones sospechosas de este tipo. El pasado se queja con cualquiera que quiera escuchar. Si éste va a ser convocado para ayudar a alcanzar la paz, adelante, pero traerlo para intensificar la ruptura sería demasiado cruel.

     El Día de los Caídos, que es un homenaje que se realiza en la mayor parte del Estado (pero no en todo), veinte por ciento de la población se pone de pie con sus semejantes al otro lado de las fronteras, fuera del círculo. Dos comunidades con sentimientos opuestos; el dolor de uno es la razón del dolor del otro. Y en medio, a lo largo de ocho años, un pequeño, extraño brote ha crecido. La gente lo ha regado y lo ha cuidado, y este año, con las benditas lluvias, se convertirá en un árbol florido con un intoxicante aroma a los «días aún por venir», cuando miles abarroten los campos de Tel Aviv para ser parte del luto palestino-israelí. Ahí los niños de ambos pueblos cambiarán el calabozo sofocante por los alentadores valles, pululando entre aire fresco, limpio.

    

     Traducción del inglés de Luis Alberto Pérez Amezcua y Arturo Moisés Rosales Ornelas (publicado originalmente en Haaretz)

 

 

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