La lágrima del caballo / Daniel Centeno Maldonado

a Tato Vélez,

como respeto a sus derechos de autor

I
HAY COSAS DE UNO que merecen su cuento.
     Con la que sigue me pasa eso. Siempre me piden que la repita, aunque la gente se la sepa de memoria. Hay algo de novedad cada vez que la recito, como si fuera un tedeum bañado en vapores (y no precisamente de mirra). Creo que comparte el mismo efecto de Dylan cuando cambia la melodía de un clásico en sus conciertos. Y, viéndolo bien, he llegado a pensar que todo el meollo de la situación reposa en los diferentes comienzos de este cuento.
     Por eso me gustaría decir que el mío tiene que ver con el negrito Taylor, aunque lo mejor será ubicar un poco el show.
     Baste decir que mi vida ha tenido sus altibajos. Hace muchos años, cuando ni siquiera chingaba a todo el mundo con la pretensión de escribir una novela épica de nombre El Café Shalom, pasé por lo que doy en llamar mi «etapa romántica». Ésa en la que me habían corrido del trabajo, no tenía dónde caerme muerto y me adiestraba en un deporte de alto riesgo: ir al Sanborn’s de la avenida Triunfo de la República de Ciudad Juárez a fusilar horas bebiendo tazas de café al precio de una, mientras me dedicaba al chisme indiscriminado que vertía en una columna anónima, y asistía con terror y dignidad al comienzo de mi ahora famosa calvicie.
     No sé si fue un pasado feliz, pero sí desesperado. Y ya se sabe que cuando uno se desespera nunca falta un compañero de precipicios. El mío fue Ponce. Era un pícaro al que le tenía el cariño que se le reserva a un hermano incómodo pero querido. Por mucho tiempo fuimos una especie de Simon & Garfunkel con impronta norteña. Una de esas parejas clásicas que se nombran en combo, y cuyos recuerdos se abrazan como si fueran enredaderas. Aún evoco esos mojitos infernales con ron guyanés de a dos pesos que hacíamos en nuestras deshoras para endurecernos como un par de Hemingways de cuarta, cuando la verdad era que ninguno de los dos podía afrontar con dignidad la cruda del día siguiente.
     Ponce, al igual que yo, pensaba que el periodismo era una cosa que corría por las venas. No una pendejada de títulos universitarios y talleres al mayoreo. Y que conste que hicimos lo que pudimos para demostrarlo: ambos nos la ingeniábamos para tener puestos en diarios, cuando nuestras carreras desmentían cualquier estudio de pirámides invertidas, rotativas y géneros: él estaba graduado en recursos humanos y yo en computación.
     Pero cuando más madreados estuvimos como pareja heroica fue cuando más quisimos demostrar nuestra raza.
     Cuando apareció Taylor.
     Un mafioso. Eso es. Un mafioso que algo tenía que ver con el hipódromo de El Paso fue el germen de todo el delirio. Por él supimos que el director del FBI de la ciudad, el famoso negrito Taylor, su buen amigo, estaba jugando con fuego. Debo decir que ese gánster de apellido Guardia era un poco meco, porque contradiciendo su nombre no se guardó nada.
     El ego es una cosa seria, y el de él era como del tamaño del Taj Mahal. Ponce y yo fuimos como mansas ovejas y el tipo no se cuidó ni de los rayos ultravioletas: nos dio una entrevista sustanciosa y se abrió como una flor de Jamaica. Sólo quería alardear de sus influencias y negocios, aunque en esa narración se llevara a todos por el medio. Él mismo incluido.     
     Relatar lo que sacamos de ese encuentro es otra historia. Con decir que fue la materia prima para aventarnos un reportaje que fue portada de la revista Milenio, muy ponderada en México, ya se pueden dar por servidos. En medio de nuestra pobreza fuimos entrevistados, citados y mal mentados por cuanto fablistán saliera al ruedo. Taylor, por su parte, afrontó juicios y otras penurias que no pudo sacarse de encima.
     Si nos ponemos cargados, el hombre tuvo un negro final.
     Del mafioso Guardia, ni rastro.
A veces me pregunto qué habrá pasado con él.
     El caso fue que del mafioso nos quedaron un par de cosas: el recuerdo de un aliento de alcanfor bañado en whisky caro y una cinta de VHS.
     Lo segundo amerita su explicación, por increíble que parezca: resulta que Guardia era amigazo del arzobispo de Guadalajara. Y yo digo: ¡vaya a saber qué extraños mecanismos operan en las almas nobles e impías de este mundo! Porque ¿cómo es posible que entre un hombre como Guardia y un padrecito pueda existir una amistad de ese calibre? Tampoco me haré el pendejo, claro que tengo mis teorías, pero prefiero reservármelas para no desviar esta narración que está agarrando tan buen efecto…
     Decía que el tipo nos había dado una cinta de VHS. ¿Y qué tenía grabado? Nada más y nada menos que la inauguración del primer convento de clausura en la Cuba de Fidel.
     Guardia veía la película con veneración y congelaba la imagen en los momentos en donde se le podía observar al lado del comandante, de su Santidad Juan Pablo II y del arzobispo. Mientras hacía ese ejercicio, quería demostrarnos lo cerca que estaba de Dios, del poder y de sus diablitos.
     Ponce, en cambio, vio otra cosa. Por eso pidió la fulana cinta de VHS.
     Con mi compa las cosas se fueron de madre. Repitió como un loro lo que para él era una verdad incontestable. Para no ponerme tan literario intentaré recrear una de nuestras tantas conversaciones, que yo preferiría calificar de «temáticas»:
     —¡Que sí, güey! ¡A poco no lo ves!
     —¿Qué, Ponce?

     —¡Pos eso, güey!

     Y rebobinaba la cinta hasta el momento de la verdad. Para mí era una mamada, y más cuando no me dejaba disfrutar de mi mojito con ron guyanés de a dos pesos, pero para Ponce allí residía el gran secreto del mundo: debajo de un sol abrasador, Juan Pablo II pontificaba y, de repente, la cámara de Cubavisión tomaba a Fidel Castro en un primerísimo plano. Ahí era cuando Ponce pausaba la imagen cuadro por cuadro y decía:
     —¡No mames, cabrón! ¡Ahí está, güey!

     —¿Ahí está qué, Ponce?

     —¡Pinche ciego! ¿A poco no ves que Fidel está llorando?
     Reconozco que de los dos siempre fui el alivianado. Mis desmadres daban la impresión de ser medidos con el instrumental de un experto alemán, por lo que me sentía cómodo teniendo a un compañero en el que la mirada pública depositara sus calificativos de impostura. A mí, en cambio, me gustaba ser el rarito, el genio oculto, el eterno precoz siempre llevado por la tromba que era Ponce.
Por alguna razón, estoy convencido de que un buen actor de reparto puede salvar una película de un héroe de acción.
     Y yo me asumía como tal, como el de reparto chingón, en la superproducción que estábamos por enfrentar.
     Para entonces ya no existían ni Taylor ni el arzobispo ni el mafioso.
     Ponce hablaba de la lágrima del caballo, perdón, de Fidel, todas las noches de nuestros mojitos. Y yo ya estaba hasta la madre de sus pendejadas. Neta, no entendía mucho lo que quería. Según él, demostrar que el líder de la Revolución Cubana era capaz de llorar y, lo que es aún más peregrino, de creer en Dios.
     ¡Cómo chingados se podía demostrar semejante mamada!

II
ME GUSTARÍA PONERME evocativo y decir que todo sucedió una tarde de agosto cuando los nenúfares del lago danzaban en un vaivén que invitaba al esplendor, pero no tengo ni puta idea del mes en el que la palabra se hizo acción. Baste decir que, cualquiera que haya sido el día, sí que estuvieron presentes nuestros mojitos con ron guyanés de a dos pesos. Nuestras hadas inseparables de la caída libre.
     Ponce y yo hablábamos del premio de periodismo de la fundación de Gabriel García Márquez. Todos los que teníamos grandes pretensiones de reporteros queríamos acceder a ese trofeo, y platicábamos sobre éste con la terquedad de un actor de Hollywood desempleado. Eso no lo voy a negar. Pero yo también sabía que una pareja tan cínica como la nuestra nunca sería convocada para compartir espacio con el Nobel colombiano y con sus amigos plenipotenciarios. Había una mezcla de frustración con desgano al saber que todos los años nos contentáramos con comentar sobre ese cónclave cultural, al que nunca íbamos a estar invitados. Y lo que más jodía era no ignorar que se entregara en otra ciudad norteña de nuestra geografía nacional, Monterrey.
     Así que no quedaba otra que empinar el vaso y cambiar de tema, antes de volver a recargar la copa de elixir guyanés.
     Creo que en ésas estaba cuando Ponce me detuvo con otra de sus explosiones.
     —¡Güey, pero a güevo que tenemos que ir! —dijo.
     Yo le respondí cualquier pendejada de esas que se dicen nomás por meterle ruido al oxígeno, aunque reconozco que el «tenemos» del compa sonó más bien seriote. Y eso lo constaté al voltearme a ver a mi amigo. Ponce había dejado el vaso quién sabe dónde, se fue a su recámara y regresó con la seguridad de un vegetariano converso.
     —¡Esto, güey! ¡Esto nos acercará al Gabo y a la nota que nos llevará a la consagración, cabrón!
     Su mano derecha blandía la fulana cinta de VHS como si fuera la espada del noveno mosquetero.
     Yo, por mi cobardía innata, sentí miedo.
     En este punto del cuento me siento obligado a hacer una confesión, que para muchos quizás ya sea innecesaria (dadas algunas pistas que han ido cayendo sobre la marcha): Ponce y yo éramos adoradores ciegos de Gabriel García Márquez.
     Lo que ahora me causa un poco de rubor de imberbes, en aquellos tiempos era motivo de orgullo. Supongo que algo parecido les sucederá a esos entregados melómanos del jazz, que en sus primeros abriles morían por ir a un concierto de cumbia norteña en el palenque más a mano. No sé. Pero lo cierto es que lo nuestro con el escritor colombiano rayaba en la mitomanía. A veces siento que fui otra víctima de la publicidad editorial, otro borrego del rebaño de tantos años de soledad.
     En fin.
     Del Gabo, porque así lo llamábamos, con esa suficiencia pendeja de quien no lo conoce ni por asomo, admirábamos todo. Y cuando digo que admirábamos todo, no sólo me estoy refiriendo a su obra, que de paso ninguno de los dos leímos entera, sino a TODO: sus picardías, sus leyendas urbanas, sus enseñanzas periodísticas sacadas de la manga, sus retruécanos, sus ocurrencias, sus chismes, sus desplantes, sus imposturas, sus mentiras, su socarronería, sus aires de grandeza y cualquier otra babosada que pescáramos sobre su persona.
Ponce, que vivía a toda madre en El Paso con su esposa nacida en tierras gringas, valoraba algo del Gabo que a mí me la pelaba: su entrega al socialismo. A decir verdad, daba un poco de güeva escucharlo pontificar con tanta pasión en la alberca de su casa ahora hipotecada. Pero qué se le va a hacer: a los carnales hay que quererlos con todos sus defectos. Y yo a ese vato aún le tengo aprecio…
     Decía que Ponce solía hablar del valor del Che Guevara, del socialismo sudaca y quién sabe de qué otra pendejada roja más. Yo lo oía, porque para eso están los amigos, y Ponce se detenía en el Gabo, porque todo tenía un orden en ese caos. No vayan a pensar… Platicaba de su influencia, de su infalibilidad literaria, y por ahí se iba. No sé qué me daba más güeva: escuchar las comparaciones de su propio estilo periodístico con el del Gabo, o sus explicaciones sobre la importancia del autor en Cuba, un país en donde se preciaba de tener una casa lujosa con vista al mar puesta por uno de sus mejores amigos: Fidel Castro.
     —¡Viste que no debe de ser tan culero tener de compa a Fidel, maestro! —decía, antes de chocar su trago con el mío.
     Ahora bien, para la gente que aún cree que salimos sin un plan, debo decirles que no fue así. Siempre hubo uno. El plan, porque de eso estamos hablando, se reducía a algo que para Ponce era más normal que abrir una chela: pegarnos un soberano viaje para que Gabo se reuniera con nosotros. No, no estoy exagerando. No éramos los pobres diablos los que íbamos a buscar audiencia. Era el Gabo quien tenía que vernos.
     Así de simple.
     ¿Me doy a entender?
     Estoy seguro de que no. Quienes no conocen a Ponce necesitan de una visita guiada por su cabeza. Y quién mejor que yo para hacer de Caronte en esas turbulencias.
     Desde aquella noche que ya mencioné con la desafortunada imagen del noveno mosquetero, que a decir verdad no sé de dónde chingados la saqué, Ponce trabajó con ahínco en hacer de mí su cómplice. Le dije una y mil veces que yo estaba más pobre que una rata. Le recordé que había rayado varios discos de rancheras en un despecho que ahora por cautela prefiero callar. Le enfaticé la depresión que me daba el verme con más de treinta y tres años sin un peso ni chamba mudado en casa de mis jefes. Le confesé que la última vez que había estado con una vieja fue porque el Billy me la había pagado en una peda que ni quiero recordar. Hasta le inventé que alguna vez había pensado en suicidarme (pero que no me atreví por cobarde y por falta de lana para agenciarme un pistolón). De nada servía el drama. Ponce era un hombre de acción, y los de su clase no se detienen ante pendejadas de babosos.
     Su plan, porque ya dije que sí había un plan, tenía el arranque esperado para un dúo sin un peso encima: mientras él iría a pedirle una lana prestada a su jefa, una mujer dada a los negocios repentinos, yo debía pasar la charola con mi abuelita Socorro. Haciendo un estimado, con lo que reuniríamos entre ambas parientas bastaba para agarrar el carro, pagar dos noches de hotel barato, llenar tanques de gasolina en los dos mil cuatrocientos kilómetros que abarcaba el viaje redondo de Ciudad Juárez a Monterrey y comer lo justito.
     Cualquier fallo en nuestros cálculos de dromedarios humanos podría ser fatal.
     No voy a contar lo que le inventé a mi abuelita Socorro para que soltara esos pesos. Tampoco me pondré muy descriptivo con lo que sentí al ver cómo sacaba los billetes arrugados de un cofrecito que reposaba a los pies de su virgencita de Guadalupe. En cambio, sí diré lo que exclamó Ponce cuando me vio llegar a su casa el día de nuestra partida.
     —¡Pinche we, te la mamaste! ¿A poco ese tacuche es nuevo, puto?
     Yo le dije que sí, que lo había mandado a hacer con un sastre de la Vicente Guerrero, con tela italiana y corte a la moda. Cuando Ponce supo que mi ocurrencia había diezmado casi un cincuenta por ciento de lo que me había dado mi abuelita Socorro, de su cara salió espantada la sonrisa de pícaro. Me la hizo de pedo en plena calle, con el coraje de un amante ultrajado. Me llamó inconsciente, pendejo, priista. No sabía si llorar o reír en su histeria al sentir su viaje amenazado. Resumiendo: el cabrón se volvió un cataclismo. Y yo, que he tenido una voz muy parecida al susurro de un liliputiense, luchaba por imponer la razón de ese traje negro que me había mandado a hacer a la medida.
     Me gustaría decir que todo parlamento tiene esa línea que queda para los anales de la historia, ese «ser o no ser» shakesperiano que endereza cualquier pendejada. El nuestro fue menos místico, pero muy certero para los efectos de esta aventura. Sucedió cuando mi compa se calmó. Ponce, un poco vencido y casi catatónico, bajó la voz y soltó la pregunta que antes había formulado de mil maneras entre rayadas de madre: ¿por qué me había mandado a hacer el traje con un sastre de la Vicente Guerrero si no teníamos billete?
     Y en ese hueco tenía yo que meter mi «ser o no ser»; es decir, esa línea que define toda odisea que ya referí. Así que carraspeé, puse mi mejor cara de gravedad y desde mi metro y medio de estatura dije con la seguridad de un coloso:
     —Porque voy a ver al Gabo, y no me voy a ir sin estilo, güey.

     Y así, señoras y señores, pasamos al tercer acto de este cuento.

III
EN AQUEL TIEMPO aún tenía el Honda Accord verde del año 99. Era el único vestigio de un pasado de vacas gordas. Y esto lo digo porque lo compré de agencia, cuando tenía aquel trabajo de jefe de redacción de un pasquín de Saltillo. Ponce, como era de esperarse, lo propuso como medio de transporte para ese viaje. Yo, que nunca he sido muy apegado a las cosas materiales, no me opuse, pero tenía una condición: que él se aventara el aventón kilométrico, porque eso de que yo manejara de noche y con las lupas de miope que llevo por lentes no iba a funcionar.
     Fueron más de doce interminables horas por esa autopista. Ponce no dejó de planificar la manera de abordar al Gabo, de hacer un reordenamiento de las finanzas, de proponer dietas dignas de un faquir. Yo sólo quería dormirme. Mi estado era el de la duermevela que regala el desierto. No sé si alguna vez lo han vivido. La noche está bien piratona: hay puro silencio y una sensación extraña de ver amanecer mientras avanzas por un camino a ras de la arena.
     Creo que en ese momento fue mi desconexión, mientras las palabras del otro güey eran como el dulce zumbido de un abejorro salpicando éter con sus alas.
     Lo que vengo a contar estuvo aún más piratón: mi tacuche era blanco y estaba percudido de tierra. Es decir, ahora era café sucio. Y yo lloraba por eso como un pendejo, con esa ansia que viene antes del vómito. El sitio: un salón lujoso, como de hotel. Y caminaba. Caminaba. Y caminaba hasta llegar a una biblioteca enorme de mil volúmenes. Todo era fino, limpio, pulido, brillante y sobrio. Y yo en medio, con miedo, con pena, con ese traje sucio que parecía un papel de baño usado en una gasolinera de carretera. Entonces, quién sabe cómo, Gabo aparecía. Pero era el Gabo de El olor de la guayaba de la portada de la editorial Oveja Negra: el cotorrón de mediana edad, robusto, morenón, con alguna cana y camisa roja. El tipo me veía con la misma sonrisa de la tapa. Y ese momento era como eterno. Y cuando dejaba de ser eterno, el Gabo se ponía serio y me decía con voz caribe, honda y socarrona: «Tú como que andas bañado de cagadas de pájaros como Santiago Nasar». Y yo lloraba por eso como un mocoso, con esa ansia que viene antes del vómito que ya dije. Y él soltaba un carcajadón. Y de repente olía como a mierda. Y los libros caían. Y el Gabo se montaba en un librero bien alto. Y allí se volvía semen. Y no me pregunten por qué digo que era semen, pero era semen, se lo juro. Y el semen bajaba lentamente por toda esa madera de caoba bien pulida. Y corría por los lomos de los libros. Y manchaba todo. Y se acercaba a mí. Y salpicaba todo a su paso con demora. Y yo como que me hacía encima. Y cuando gritaba, y esa marranada estaba a punto de entrar en mi boca, sentía que me tocaban el hombro…
     Así desperté del chingado sueño. Con Ponce a mi lado, echando el Honda Accord a un lado de una gasolinera y diciéndome:
     —No mames. Estoy hecho rajas. Vamos a dormirnos aunque sea una hora antes de retomar camino.
     —¿Dónde estamos? —pregunté, con el sobresalto que da ser despertado después de una pesadilla con semen.
     —Pasamos Torreón y estamos en Saltillo —dijo Ponce, con sus ojos cerrados, mientras reclinaba su asiento hacia atrás—. No queda mucho para llegar a Monterrey.
     El sol ya asomaba su cara por alguna montaña.

IV
NOS ACOMODAMOS en un hotel Ibis bien bara que quedaba al lado del Presidente Intercontinental de la Lázaro Cárdenas. Ya saben, para guardar las formas: en el Presidente se alojaban Gabo y su comitiva, y el otro era para bolsillos en penurias. La elección era obvia. Las apariencias quedaban más que salvadas.
     Llegar con la alborada y una misión como la nuestra apenas dejó margen para lavarnos la cara. Y eso fue lo que hicimos Ponce y yo. Echarnos agua en los hocicos y comer unos tacos callejeros antes de salir con la cinta de VHS, altivos, como matadores de maestranza que estrenaban trajes de luces.
     Lo que nos encontramos fue todo un espectáculo de cameos. O así aún lo veo yo.
     El lobby del cinco estrellas desprendía mundo, urgencia, importancia. Botones aquí y allá, edecanes con admirables dentaduras, maletas que van y vienen, música de Ray Conniff, candelabros, mármol del bueno, un piano de cola tan pulido como ocioso y esa pulcritud casi perfecta que sólo puedes encontrar en un hotel lujoso del tercer mundo.
     Yo quedé de una pieza cuando adiviné a un grupo de personas que conocía con esa familiaridad que da el acoso documental. Ahí estaban «ellos», la plana mayor de la fundación periodística. De volada vi a Julio Scherer, Sergio Ramírez y su mujer Gertrudis, el hermano del Gabo que se parece al Gabo, el encargado de la institución de nombre Jaime, Carlos Fuentes, una cronista llamada Alma y un chorro de gente más que tampoco es para andar nombrando como una lista de asistencia.
     Del Gabo, ni sombras.
     En eso estaba pensando cuando Ponce sacó pecho y se dirigió hacia el epicentro del grupo. Yo lo seguí como un gato con hambre.
     —Buenas tardes, señora. Somos los del video.
     La voz de Ponce sonó como la del Chente Fernández en sus papeles de galán. La mujer lo vio con ojos ladinos. Esbozó una sonrisa y le extendió su mano. Era una doña que en su juventud debió de ser arrebatadora.
     —Mira, Gertudis, son los del video —le dijo a la esposa de Sergio Ramírez con un raro acento—. ¡Qué bueno que vinieron!
     Tomó la cinta ante la mirada divertida de Gertrudis. Nos preguntó por el viaje, tomó nota del número de celular de mi compa y escuchó con mucho interés unas palabras que en Ponce sonaron tan engoladas como las de un declamador de radionovela. Después metió la cinta en su bolsa, nos invitó al acto de premiación que estaba por comenzar en el museo MARCO y nos dijo, antes de salir con su comitiva:
     —Tranquilos, que yo le pongo esta cinta al Gabo.
     Hasta ese momento yo no había abierto la boca para nada. Y cuando lo hice, Ponce no me dejó formular la pregunta.
     —Sí, güey, ésa era Mercedes Barcha, la mujer del Gabo.
     En el Honda Accord verde del año 99 me contó todo. Horas antes de partir a Monterrey, él mismo hizo sus averiguaciones para llamar al Presidente Intercontinental y pedir con la habitación del Gabo.      Quien le atendió fue Mercedes. Ponce le platicó sobre la lágrima del caballo, perdón, de Fidel. Y Mercedes le dijo que cómo no, que le diéramos la cinta para ver qué show.
     Mientras nos estacionábamos para ir a la premiación, creo que fue la primera vez que llegué a pensar que Gabo no podía hacer nada sin la previa filtración de su esposa.
     El cuento del premio prefiero ahorrármelo. Carece de todo interés. Creo que se lo ganó un periodista tapatío que no hizo ni la mitad de nuestra odisea de dignos perdedores.
     Lo que estuvo suave fue la fiesta que se montó después en el mismo museo. Aunque no estábamos invitados, ni teníamos con qué costearnos esos lujos, Ponce me dijo con seguridad:
     —Calmado, güey, allí entramos porque entramos.
     Y sí que entramos. No me pregunten cómo, porque la memoria a veces es cabrona.
     En cuanto crucé la puerta de la fiesta el ambiente se me hizo embriagador. Celso Piña tocaba cumbias colombianas a tope, y Gabo y Mercedes bailaban como dos garzas buscando nido. Toda la plana mayor de la Fundación estaba en pleno festejo. Hasta Lorenzo Zambrano, el de Cemex, mostró su perfil con su papada de cardenal renacentista. Cuando me topé con Julio Scherer, me armé de valor y no contuve una pregunta que llevaba desde hacía rato guardada en mi disco duro de mamadas.
     —Maestro, ¿es cierto lo que dice esa crónica suya de que una vez se quedó varado en Juárez y estuvo en un burdel de enanas?
Scherer rió y dijo:
     —No, amigo, no es cierto lo de ese burdel, pero si lo hubiera conocido algo habría escrito.
     Acto seguido me dio su trago de whisky casi entero. Yo intenté negarme con fingida educación, y el ruco respondió también con fingida indignación.
     —Hágame el favor, tenga este whisky.

     —No, don Julio. Es su whisky.

     —Tómelo, por favor, se lo ruego.

     Con el vaso en la mano pensé que el cielo debía parecerse un poco a esa fiesta.
     Sé que debo, por lo menos, una mención de lo que sentí cuando vi a Gabo en persona. La primera vez fue en la premiación. No lo voy a negar: sí me movió ver a mi ídolo, pero no fue lo mismo cuando estuve cerca de él.
     Aunque me abstuve de preguntarle por la lágrima del caballo, me acerqué a su mesa con Ponce y nos presentamos, ante la mirada atenta de Mercedes. Verlo fue como estar ante un coloso de cerca.      Intuí una grandeza, pero también unas ruinas.
     Ambas cosas merecían respeto.
     No era el morenón de rasgos de obrero que imaginaba e incluso llegué a soñar, sino un señor blanco, canoso y de enormes gafas de pasta. Enjuto. Sus carnes, algo generosas, ya comenzaban el desparrame dentro de su traje de diseñador. Su mano, blanda al estrecharla con la mía. El respeto, gigantesco. Lo noté dicharachero, pero reservado, diría que hasta desconfiado hacia la posibilidad de nuevas amistades.
     Volví a relacionar todo eso con su mujer.
     Si ahora me lo preguntan, definiría la experiencia en una línea: era como estar en un pequeño camello ante las grietas de una esfinge.
     Como era de esperarse, Ponce no tenía plan para sacarle la declaración equina que justificaba el viaje. Por el contrario, parecía borracho de la felicidad al gravitar como un pequeño satélite en el sistema Gabo.
     Y así, en esa rotación y traslación planetaria de millones de años luz de distancia, terminamos averiguando que la peda no se acababa allí. Todo lo contrario. Gabo y sus hombres más cercanos decidieron seguirla en las mesas del Gran Hotel Ancira del centro, debajo del raro sueño de varios canarios que descansaban en jaulas tapadas con rebozos.
     Ahora que lo veo, nuestra función fue un tanto penosa, pero en el momento nos sentíamos más chingones que los Niños Héroes de la batalla de Chapultepec. Ponce eligió una mesa con el ángulo perfecto para ser visto al momento de brindar hacia la del Gabo. Luego luego se dispuso a pedir dos tragos de whisky para nosotros.
     Yo me aterré al instante.

     —Ponce, ¿cómo chingados vamos a pagar estos tragos de a cien pesos?
     Ponce me guiñó el ojo y siguió tomando con la resolución propia de dueño de una casa de empeños.

     —Ponce, ¿a poco se te olvida que no traemos feria?

     —Calmado, güey, calmado.

     El cabrón se puso a hablarme de cualquier mamada como si no hubiera preocupación en el mundo, como si ninguna de las dos preguntas las hubiera formulado. El hijo de su chingada madre estaba feliz. Y yo comprendí que yo también tenía que estarlo. Todas las miserias del desempleo, del ron guyanés de dos pesos y de nuestras horas bajas había que dejarlas en Juárez y en El Paso. Y sentí, juro que lo sentí, que Ponce era un hermano incómodo que se quiere un chingo.
     Y eso, en el fondo, fue un premio que recibimos en Monterrey sin percatarnos.
     Y ahora los dos éramos un par de chingones. Y bebimos así, como chingones cundidos en lana, uno, dos, cinco tragos de buen whisky al lado del Gabo, de esa vieja obsesión que ahora se me hace tan pendeja. Y nos hicimos vistosos como dos pavos reales con suerte en esa mesa con el ángulo perfecto para ser visto al momento de brindar hacia la del Gabo. Y eso lo notó Jaime, el encargado de la      Fundación, que se sentó un rato con nosotros, mientras Ponce, pedísimo, cantaba rancheras y Jaime se embelesaba ante un adonis a precio de remate.
     Y como en ese momento éramos dos hermanos más chingonométricos que Kalimán y Solín, Ponce paró a un mesero y le dijo algo digno de un chingonométrico:
     —Mire, compadre, ese hombre que está allá es el Premio Nobel de Literatura. ¿Cómo la ve?
     Y el mesero lo veía con cara de «Y a mí qué». Y yo no apartaba mi sonrisa de peda feliz e inconsciente.

     Y Ponce quizás lo notó (la cara de «Y a mí qué» del otro güey, no mi sonrisa de peda feliz e inconsciente), porque sacó coraje y le dijo al mesero:

     —Hágame el favor, y llévele a ese vato y a su comitiva una ronda del whisky que están tomando. Dígales que se la mando yo, chingados.

     Y mi peda feliz casi desapareció en friega. Y le dije a Ponce que no mamara, que ahora sí nos podíamos meter en una bronca, que estábamos involucrando al Gabo en la cuenta y no sé qué otra babosada más. Para entonces Ponce era indestructible, y hasta me vio con el desprecio que se le guarda a un chihuahuita jodón.

     —Usted tranquilo. Estos tragos se pagan porque se pagan.

     Y Ponce logró lo que quería: alzar la copa y brindar con el Nobel en esa mesa elegida con el ángulo perfecto para ser visto al momento de hacerlo hacia la del Gabo. Y Gabo le regresó la venia con todos sus amigos. Y yo sonreí y me chingué mi trago como caballito de tequila para ver si la inconsciencia de un shock etílico venía a salvarme.
     Y no sé si sudé frío, pero la pasé de la chingada. Y, cuando todo se hubo acabado, Gabo y su gente se levantaron de forma marcial. Y luego miraron para nuestra mesa elegida con el ángulo perfecto para ser visto al momento de brindar hacia la del Gabo. Y después se acercaron adonde estábamos chupándonos los hielitos del whisky. Y yo quería ser tortuga para meterme en un caparazón. Y el Nobel llegó hacia nosotros con sus compas. Y todos nos agradecieron, brevemente, nuestra deferencia. Y Gabo no dejó que nos levantáramos y nos tocó el hombro y siguió su camino con un andar que parecía sobar el suelo.
     Y, cuando se acercó el mesero, envidié a los canarios que descansaban sobre nuestras cabezas en las jaulas tapadas con rebozos.
     Y el mesero nos dijo, con su chingada cara de «Y a mí qué»:
     —No deben nada. Las dos cuentas fueron pagadas por el señor García Márquez.
     Y vi que Ponce se levantó con la dignidad y resolución de un pobretón asistido en el vicio:
     —¿Viste que esta peda se iba a pagar?
     Y luego recuerdo haber visto salir al Gabo por la puerta del lobby sin habernos respondido nada sobre la lágrima del caballo.
     La memoria que deja una buena cruda funciona de modo parecido a la estela de un amor ingrato: pervive como una nebulosa que se recuerda por contados episodios. Por eso digo que lo que sucedió después de la aventura del Gran Hotel Ancira fue también del tipo darwinista: con eslabones perdidos.
     Y lo que recuerdo, la verdad, tampoco aporta mucho a toda esta verdadera crónica de Indias. Nos levantamos con la sensación de que teníamos la cabeza llena de agua estancada con ajolotes, volví a ponerme mi tacuche por tercer día seguido y repetimos los tacos callejeros para pobres de la Lázaro Cárdenas. En cuanto entramos al Presidente Intercontinental, Mercedes nos volvió a saludar como los jóvenes del video, y nos invitó a que nos quedáramos en las jornadas finales de este encuentro de Gabo y sus amigos plenipotenciarios.
     Antes de entrar a la primera mesa, no sé de dónde chingados Ponce sacó la gallardía para preguntarle a Mercedes sobre el video de la lágrima del caballo. La dama, que parecía tener una salida pendiente con Gertrudis, nos vio con esa mirada que se ensaya para desafanarse de una visita mañanera de los Testigos de Jehová en domingo.
     —Sí, ya vimos el video, joven.

     —¿A poco Fidel no estaba llorando, señora?

     —No. No estaba llorando, mijo —dijo, distraída, mientras tomaba una bolsa que le daba Gertrudis.
     —¿Pero el maestro vio la parte en la que Fidel se pasa los dedos por los ojos como para secarse una lágrima en plena misa?

     —Sí, hijo. Gabo y yo vimos eso varias veces…

     —¿Y entonces?

     —No. No está llorando. Estamos segurísimos. Para qué les vamos a mentir… ¿Ya estás lista, Gertrudis?

     Mercedes caminó con su amiga, flanqueadas por nosotros como caballeros silentes. Ponce dejó su celular en una mesa, que yo recuperé de volada. En un principio relacioné la cara de mi amigo con la fachada de un edificio al ser demolido sin piedad. Luego Mercedes agregó un comentario final desde la puerta del carro al que la acompañamos, y ya el rostro del compa me pareció otra cosa aún más trágica.
     —Y no le vayan a preguntar, porque no quiere hablar del tema. ¡Pásenla bien en las mesas, muchachos!
     Ponce vio partir el carro con la boca a medio abrir. Luego su transformación fue inmediata, como creada por efectos especiales. Una sonrisa inundó su cara como si no hubiera un mañana. Otra vez volvía a ser el pícaro de siempre. Pero ya no era lo mismo. Ni siquiera cuando recurrió a lo que me pareció una muestra de un nuevo género que debería bautizarse como autoayuda para cínicos.
     —Vamos a las pinches mesas. ¿A poco no la estamos pasando a toda madre?
     Yo lo seguí con mi tacuche ajado como un pañuelo de duelo. Y pensé que Mercedes era la espantacharlatanes del Gabo.
     Todavía sentía que mi cabeza estaba llena de agua estancada con ajolotes.
     Aún queda una anécdota que merece ser contada. Pasó en la última mesa de discusión en la que estuvo el Gabo, y que nosotros presenciamos en primera fila como si fuéramos amigos de la familia (aunque quizás lo más indicado sería decir que la presenciamos en primera fila, como si fuera algún tipo de premio de consolación).
     Ponce tiene una versión sin editar que no es muy confiable. Ahí va, para que luego no digan: en plena asamblea, el celular de Ponce suena en la sala como un cabrito con furia. Yo me levanto en chinga, me dirijo al estrado, interrumpo la mesa y, ante la sorpresa de todos los presentes, le llego por detrás al Gabo para decirle algo. Ponce se tapa la cara y espera la peor metida de pata que se pueda imaginar en este cuento… Claro, enunciado todo así, mi participación es digna de un loco de atar.
     Hay que aclarar. La razón de todo este impromptu, que en su momento pudo confundirse con el delirio de un admirador, fue más doméstica: Mercedes, que había tomado nota del número de Ponce desde nuestro primer encuentro, quería ubicar al Gabo para decirle algo de suma importancia. Y se lo dijo, porque Gabo frenó la discusión mientras atendió la llamada de su mujer. Su cara era de circunstancia y pareció que lo que estaba tratando desde el celular de Ponce era mucho más significativo que los retos del nuevo periodismo iberoamericano. Todos en la mesa lo notaron y guardaron un silencio papal. Gabo colgó, carraspeó y se disculpó con todos los presentes porque debía abandonar el sitio si no quería perder su avión al DF. Y así se fue, con una mesa dejada a la mitad, mientras siguió su camino con un andar que parecía sobar el suelo.
     Mientras yo no necesité más comprobación de que el Nobel era algo mandilón, para Ponce ese pequeño incidente nos daba carta franca para más aventuras. ¿Por qué? Porque el número privado de Mercedes Barcha se había registrado en su celular, y fue debidamente guardado con el nombre de Merche.
     —Cabrón, tenemos el contacto personal de la Gaba. ¿A poco no ves la de reportajes que podremos hacer con esa línea directa con el maestro?
     Ya teníamos gasolina emocional para el regreso a Juárez. Y este trayecto lo hicimos destapando caguamas en el Honda Accord verde del año 99. Nos fuimos contentísimos, como dos niños comiendo paletas en un téibol. Con el sol escondiéndose tras el cerro de La Silla. Con todo lo que pueda henchir el pecho de un aventurero.
     Nunca, óiganme bien, nunca una derrota fue tan feliz para dos desgraciados.

V
¿CUÁNTOS AÑOS habrán pasado de este cuento? Quién sabe si doce. Desde entonces, ha sucedido de todo. Por ejemplo, nunca pudimos utilizar el teléfono de la Barcha. Las viejas de la frontera hacen un pedo por cualquier mamada. A escasas horas de haber llegado a nuestras casas, Karla, la esposa de Ponce, revisó su celular y, pensando que Merche era el alias de una morrita, borró en chinga el número de la esposa del Gabo. Me imagino las ganas de llorar de a de veritas de mi Ponce mientras su esposa le pedía explicaciones y lo llamaba de perro para abajo.
     Ponce y yo volvimos a enganchar una chamba periodística en el mismo sitio. Ahora soy el editor en jefe de un diario en español de El Paso. No es un gran trabajo, pero me conformo con consumir todas las horas del mundo en la pantalla de mi computadora. Corrijo titulares, lidio con los empleados que tenga a cargo y ejerzo funciones de diplomacia avanzada con los dueños del lugar.
En fin, nada que conlleve a una salida de mi oficina para palpar el mundo.
     A Ponce lo corrí hace tiempo, cuando se desencantó del oficio y del trabajo. Sé que ahora sigue en la peda, viaja y vende muebles que él mismo arma. Hace rato que no me habla. Ayer, sorpresivamente, lo hizo desde el chat. Me dijo que había ido a Monterrey con su familia y que había estado en el hotel del Gabo. Me preguntó si me acordaba de eso. Yo le dije que sí. Luego se despidió sin dar más explicaciones.
     A veces, ese tipo de recuerdos ablandan viejas enemistades.
     Después, no sé por qué, me acordé de la única frase que llevo escrita de mi novela épica: «Hay una cosa que define a todos aquellos que alguna vez coincidimos en el Café Shalom: es el hambre de olvido».

 

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