Poemas / Ana Patricia Moya

 

Día x mes x \ bucle infinito

Terminar la jornada doméstica digiriendo
una insípida ensalada mientras la televisión
emite sus fantasías a todo volumen,
procurando anestesiar esta desazón cíclica

—mi nombre se repite
en todas las listas de exclusión:
demasiada mala suerte—;

aprovecho la soledad de los fines de semana
para no pensar en lo que [me] destruye

duele no ser como los personajes que saturan
la pantalla, traficantes de falacias con las que comercian
por una atractiva cifra con muchos ceros,
parásitos alérgicos al trabajo mundano,

duele ser fiel a la herencia de mis padres
—esta forma de ser es un pasaporte
/ directo al fracaso—
duele la vida honesta, sin ambiciones.

Se disipa el hambre —qué harta me tiene la dieta—;
me embobo con la programación decadente,

abandono mis neuronas al espectáculo circense
con sus destellos de color y glamour de plástico,

que ya no quiero lamentarme más por la falta
/ de oportunidades,
por la lucha permanente con candidatos más aptos
o porque no me puedo atiborrar de chocolate o whisky,

ignorar a la filosofía, los principios, la desazón,

sorberme las lágrimas y formar parte de la manada
de borregos adictos a la felicidad artificial

 

 

hasta la madrugada que anunciará
el retorno al desayuno frugal, a limpieza intensiva con lejía
de los baños y a estudiar cursos para llenar mil currículos
que no se leerá nadie.

 

Poema número trece

Odio dedicar poemas. Me da mala suerte:
poema que dedico, ruptura [peliculera] anunciada.
Sí. Soy un poco supersticiosa, aunque me encantan
los gatos negros y tampoco me santiguo por un salero
derramado o un espejo roto. Pero sí, confieso
que me desagrada escribir poemas para alguien
y más si esa persona me aborda con halagos y tópicos
—«¡Increíble, no sabía que eras poeta, qué curioso!»;
«¿En serio? Pues no lo aparentas»: ya veis, como si serlo
fuera lo más extraordinario del mundo—; y peor
si no es nadie especial, que sabes que imprimirá
huellas borrosas en tu corazón, sí, de esos que aparecen
de repente en tu vida e intuyes que pronto se marcharán;
el asunto se complica si es el clásico romántico o cursi
—parecen estar todos fabricados con el mismo molde defectuoso—,
amén de sordos, que insisten e insisten para que les escribas algo,
lo que sea: creen que los poetas somos seres bendecidos
y porque ser retratado en un poema es un [raro] honor
—«¡Mirad la página de este libro, esta poesía me la dedicó
una gilipollas a la que me tiré hace tiempo!»—.

Y ahora, tú me intentas convencer para que plasme
nuestras miserias [pseudo]amorosas en unas palabras
que, por desgracia, no pasarán a la posteridad
—no soy nadie, creedme: me apoyo en mi propio bastón—,
y como me tienes hasta los mismísimos ovarios,
ofrezco este trofeo de [tramposos] versos

y admito, con malicia, que no los dedico precisamente para complacerte.

 

 

 

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