Intervención en el vestidor de K

Jorge Esquinca

Ciudad de México, 1957. Su libro más reciente es «Rimbaud A/Z». (Bonobos Editores, 2023).

LOS ZAPATOS

Todo comienza por los zapatos. Son los zapatos quienes deciden el rumbo del paso, el balanceo de las piernas, la reverberación de la cintura. Cuando K despierta los zapatos están ahí, esperándola. Han dormido en su caja fuerte, en el arcón de las sorpresas. Esta mañana tienen un brillo extraño, como si hubieran pasado la noche bajo una lluvia tenue que les da una apariencia de almíbar. Ella caminará investida de ese dulzor que alcanzará pronto la actitud con que mira las otras cosas del mundo. Todo hace pensar que los pies de K —dedos translúcidos, talones alados— tendrían que encontrar en esos zapatos la confirmación de su existencia, la exactitud de su forma. Nada entonces podría interponerse entre K y la altura que alcanza desde las perfectas agujas que la elevan a una nueva dimensión de lo humano, tan lejos del mortal contacto, pero a la vez condescendiente, dispensadora de suavísimas miradas para el consuelo de las demás criaturas, tan efímeras ellas. K avanza entonces como un silbido de plata que abre un hueco en el acontecer del mundo.

EL ESPEJO

Es un lago de azogue vertical, un lagarto mercurial que se filtra desde la altura y cae y se fija al contacto con el aire. Hay quien afirma haber visto a K surgir inmaculada de ese espejo, libre de espumas, como la diosa aquella desde su concha marítima. Lo cierto es que ella, una vez que surge de la noche abisal que la envolvía y sólo cobijada por los dóciles pétalos del sueño, se calza las agujas y se mira en el mercurio cómplice. Otra K le devuelve entonces la mirada y le asegura su inmortalidad de los pies a la cabeza. Ella se estremece sólo un poco, como si al mirarse ahí, albergada por esa luna eléctrica, radiante, fuese algo más que el sueño de ella misma, el espejismo que mostrará luego —ocultando su esencia— ante otros ojos que no se atreverían a profanarla. Ella ahí, suspendida como un cántico, como una oración que se detiene en el instante exacto de su comienzo, reúne las palmas de sus manos finísimas en actitud de esfinge y permite que la vida, más allá del espejo donde es K y es la otra, devane el hilo de su siempre exigua madeja.

EL VESTIDO

Caerá del cielo esa levísima textura, esa confección de sutiles naderías. Es apenas un murmullo, un viento que viene y gira en torno a ella casi sin tocarla. K, en religioso abandono, permite ese contacto menos sentido que soñado, esa repentina manifestación de lo invisible que ahora la guarda. K entiende la sacra mutación de su crisálida: vestida por resplandores su desnudez es más desnuda y las líneas de su cuerpo adquieren proporciones que nos muestran la cercanía del infinito. Ella desfila, justo ahora, expuesta, abierta, entregada y al hacerlo exhibe esa impalpable constelación, ese tejido de un vapor adivinado. Ella misma es la metáfora de toda sastrería, el encuentro del meteoro con su andar gatuno, la sílaba perdida en una selva encantada.

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