Descuaderne

Gabriel Wolfson

Puebla, 1976. Su libro más reciente es «No sé lo que soy pero sé de lo que huyo: crítica de una literatura mexicana». (Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, 2023).

Quieren darse a cultos difíciles de abrazar —cuarzos y ángeles, zodiaco tropical, constelaciones, reblandecimientos mayas y celtas, poliedros chinos y andinos, cábala pop o, claro, el giro vegetal— sin probar primero algo contundente. Por ejemplo, la adivinación por parto. No predecir el sexo del bebé, no: convencerse de que la forma del parto: su escenario, la posición, la mayor, menor o nula incidencia de drogas e instrumental, el tiempo del trabajo, evidentemente si cesárea o no, determinarán la vida del que nace. Infancia es destino, se juró, pero aquí hay que hacerse callar por esa magia anterior, donde cada rasguño, cada aterradora exactitud del acontecimiento, bien descifrada y tejida, explicaría una entera personalidad, una vida. Y agreguemos los primeros minutos a la superficie: dejar trepar al crío al amamantamiento antes aun del corte de cordón tal vez augure imperios. Yo peleo por zafarme de esa secta.

Puede leerse en Diego de Torres lo que uno quiera. La confirmación —sumarnos a la secta—, la refutación y los colores entremedias. Nació entre libros, dice. O no entre libros: entre cortaduras de papel y rollos de pergamino. Su vida sería el manejo cínico y ciclotímico de la Biblioteca; o bien, un cuerpo manejado, atravesado por ella para hacerlo decir lo que se resiste a decir: soy un trepador. Pero nacer en la imprenta de su padre —ojalá nacer aquí no sea metáfora: deseo la escena— le abre un sendero verbal propio. No es el primero; en cambio, lo transita como ninguno. Antes, por ejemplo, el jesuita y luego exjesuita bogotano Hernando Domínguez Camargo, hiperbarroco e intransigente, en un texto realmente salvaje donde hace pedazos un poemita que le enviaron, malabarea una descoyuntada metáfora del remitente: el cuerpo martirizado de Cristo es un «descuadernado volumen». Torres, sin embargo, pródigo, ve descuadernos por todas partes: en su salud violentada por malos médicos, en sus ideas idiotas y sus impulsos de disparate, en un cónclave de catedráticos que se harta y se disgrega; también, claro, Torres se encuaderna a una tropa de toreros, y en vez de volumen, evocando su desmadrada juventud, «Fui, en un tomo —dice—, el dotor, el cirujano y el enfermo», así como un librero madrileño, al que visita con el fantasma de Quevedo en un sueño, si no de opio, al menos de leguminosas, es «garrafal de narices, frondoso de cejas» y «con prólogos de calvo».

Los pueblos, esa palabra tantas veces menesterosa, suelen vanagloriarse de sus decadencias, una coquetería de adolescente obvio que aúlla malicia. ¿Funcionan igual los gremios? Como me temo que sí, que en algún cuadrante todos se preciarán de su alcoholismo, improvisación, candor sacrificial o sus bajos salarios, la particularidad del de los profesores descansará en que hablan, les pagan por hablar. Gente cuyo oficio consistiría en leer, escribir y hablar, hilvana cuentos, epigramas, cápsulas, paréntesis y hasta tesis y libros contra esa exacta misma gente. «Vicuña Porto era uno de los soldados de la legión a la caza de Vicuña Porto»: así el párrafo más asombroso en la novela de Di Benedetto, y así los profesores, a la caza de sí mismos, salvo que, a diferencia de Vicuña Porto, a veces sí parecen querer darse alcance. El siglo xx si no previos, desde su pathos argumentativo que regurgitaba pueblo o desde su melancólica y terca demanda deconstructiva, puso al gremio en el camino de fantasear con su propia desaparición, y fantasear, aquí, se abre a dos concreciones: volverse la inminencia o la necesidad de esa desaparición el material de trabajo del propio gremio, en una espiral sin fin tediosa o fascinante según se haya almorzado, o producir un lenguaje: unos cuantos tópicos, cierto fraseo, algunas locuciones y algunas reacciones, como un sonrojo en coro. O unos cuantos memes.

Un tópico: el fanfarrón, el farsante. Un imbécil pero del que se dice: «¡qué tono de voz estupendo!, ¡qué porte tan científico!» El erudito a la violeta, ahí el nombre gachupín del tópico. Y el miedo de todos a encarnarlo, ese voltaje subcutáneo de inseguridad más o menos razonable, más o menos neurótica: esa temblorina. Un sueño común al gremio: ser descubiertos en su esencial cualidad de embaucadores.

Un meme de estos días (31 de octubre): «tuitear una opinión polémica puede dañar mi carrera», y abajo, la foto de Edward Said lanzando una piedra en un puesto de control israelí en la frontera del Líbano. La imagen del gesto de Said, que protesta contra la colonización y en todo caso polemiza, bravucona, sobre las responsabilidades políticas de los profesores, en el azucarado cobijo de las redes se deslíe hasta la extremaunción: un chiste sobre el SNI o sobre el currículum vitae. Además, un chiste boomerang: no he visto más que a profesores retuitearlo, repostearlo y celebrarlo. Gris destino del gesto de Said, quizá signado así desde su alumbramiento.

Mejor otras dos figuras torrianas, como suyas son las frases del fanfarrón de gran tono y porte. En la primera, un profesor tiene ante sí un futuro brillante porque «carece por completo de ideas propias», causalidad inhóspita e intoxicante que escarba en nuestro cajón de pedagogías, relaciones públicas y material didáctico. En la segunda, alguien renuncia a «las palabras sagradas», al don, al llamado, y, en «un rudo sacrificio», trueca la creación por la enseñanza.

Nos gusta la humildad del sacrificio, de la renuncia. Provee de materia a nuestro sentimentalismo. Por algo a un subgénero de aquellas láminas que se vendían hace treinta años —tonos pastel, letra garigoleada, verbo edificante, aroma entre espiritual y de chantaje paterno, y que colgaban en paredes de misceláneas, cubículos o dependencias públicas— lo definía el fervor por el sacrificio profesoral. Sólo una renuncia de ese calibre podría torcer con credibilidad el rumbo aquel de artista, destino sin duda fundado en un parto largo y aburrido. Yo, sin embargo, humildemente pienso que casi toda humildad es estratégica, y más, o peor, el autoescarnio profesional, por más ruidoso e intrusivo, en especial si se ha vuelto objeto o justificante del propio discurso, esto es: esmaltada «línea de investigación», grasoso nombre de «cuerpo académico» o, tristemente, este preciso párrafo. Irrefrenable el gusto de verse en el espejo fantaseando que el reflejo es de otro, hay que advertirlo y escapar, o bien quedarse y encontrar la verdadera y sencillísima renuncia. El asunto es quebrar el encantamiento, y más porque, en este caso, conduciría a las «palabras clave», la «evaluación docente», el «alto impacto» y demás cascajo indigno, ruines frases hechas sin más recompensa que «descuadernar los intestinos», según la barbaridad gallega con que Emilia Pardo Bazán abrió uno de sus libros más famosos.

Como Luisa Capetillo dice: «La moral establecida, o lo que se llama moral, no lo es», me gustaría decir «El sacrificio no lo es», lo que se llama el sacrificio del artista no lo es. En realidad, con esa ataráctica contundencia me gustaría decir lo que fuera. Y no sólo porque ser artista y renunciar a serlo ha de suponer el mismo duelo o la misma ligereza que a cualquier otra labor: por algo luchamos contra la genimancia. Mejor será olisquear las esquinas donde el profesor, renunciando a lo que cualquiera, ha extraviado felizmente toda meta; donde la lectora, exhausta, no quiere dejar de leer. La lectora es Luisa Capetillo; el cansancio, aquel tras hasta seis horas de lectura en voz alta en fábricas de tabaco de Arecibo y Nueva York. Empleo formal, el sueldo sin embargo no lo pagan los dueños, reacios más bien al rito, sino los tabaqueros mediante cuotas semanales; constituida así la sala, los trabajadores eligen un presidente, quien, cuenta Julio Ramos, sugiere la prensa que se leerá por las mañanas y las obras filosóficas y literarias para las tardes. En ese lugar, en algunos momentos de ese lugar, cuando encima negociaría sus propias propuestas de autores rusos y colaría brevedades libertarias ajenas al rígido canon sindicalista, Luisa Capetillo acaso no sentiría renunciar a nada.

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