Historia en tres escalas

Stavros Christodoulou

(Nicosia, Chipre, 1963). Fue ganador del Premio de Literatura de la Unión Europea 2020 por su novela negra «El día en el que el río se congeló», inédita en español.

Jloi sintió que algo cálido le hacía cosquillas en la planta de los pies, y después que un dolor agudo le castigaba las rodillas. Se aferró al brazo del hombre de al lado mientras todo su cuerpo, desde las uñas de los pies hasta la raíz del cabello, las piernas, el torso y la nuca, se inflamaba como si un fuego lo abrasase. Se le cortó la respiración. Sentía como si un metal al rojo vivo le raspara la garganta, provocándole una sensación de asfixia. Se había puesto roja como un tomate, pero se daba cuenta de que la sensación que la embargaba no tenía nada que ver con un sofoco. Le ardían las entrañas, se le chamuscaba la piel, los músculos se le endurecían y sentía que la sangre, espesa, fluía con dificultad por sus venas. De repente, el cuerpo se le volvió de plomo. Un saco de tierra seca, piedras y excrementos de animales procedentes de un terreno baldío. Se le petrificó todo: piernas, estómago, manos, pulmones.

Si tengo miedo es que no me he muerto, pensó. Y ese fue el único consuelo que consiguió encontrar. Flotaba fuera de su cuerpo, observándose a sí misma, inmóvil, sumergida en lava púrpura… Tanto de estaño, tanto de cobre, tanto de hierro… calculó mentalmente mientras de los poros de la piel le brotaban metales ardientes y líquidos.

—El mar, el mar… —balbució sin resuello.

Se sintió desfallecer y se aferró a esa palabra para recuperar el aliento. Desde que tenía uso de razón, siempre ahogaba sus penas junto a las rocas. Cerró los ojos y la costa occidental de Kirenia apareció entre la bruma que nublaba su cerebro. El agua del mar la refrescó. Las olas le rozaron las puntas de los pies. Y sintió alivio. Al menos durante un momento: el tiempo de preguntarse agitada qué hacía en aquel lugar. Una mujer perdida en la terminal de llegadas del Aeropuerto Internacional de Atenas. Arrinconada en el vacío creado por una fisura del tiempo.

—Tránsito —murmuró, y le sorprendió lo inadecuado de la fuerza con que resonó su voz en aquel entorno ensordecedor.

Movió vacilante los dedos de la mano. Primero los abrió y los cerró, después los apretó con fuerza. Oyó el primer crac. Luego otro más. Era un sonido ahogado que sin embargo consiguió hacerla volver en sí. Sus músculos se relajaron y su cuerpo recuperó una temperatura normal. Cada crac agrandaba la grieta del muro que se alzaba ante ella.

De repente, imágenes de aquel terrible verano, que creía haber enterrado para siempre, pasaron a toda velocidad ante ella. El pozo a un lado del patio, la parra fuera de la cocina, los limoneros… El sudor, la roña y el llanto de las mujeres en Kefalóvrisos. El olor insoportable de los cadáveres en los huertos vecinos. Jristóforos y sus juramentos de amor a la sombra de los montes Pentadáctilos. Y después… Después oyó, con una claridad que le puso la piel de gallina, la respiración húmeda del hombre. Su deseo resonó como el mugido de un animal en medio de la neutralidad de la terminal de llegadas. Su tacto, su miembro duro, sus jadeos, la sangre en los muslos de ella…

«Bebegim», le susurró.

Los cardenales en sus muslos, sus pezones heridos, un mordisco en la base del cuello…

«Bebegim quiere decir mi niña», le explicó.

Y luego se echó a reír, pero una tos de fumador le ahogó la risa. Como si ese fuese un momento normal entre dos personas que se querían de verdad. «Bebegim», resonaba su voz ronca en la mente de ella. Le entraban ganas de vomitar, de vaciarse de todos aquellos recuerdos que, cuarenta y tres años después, aún la perseguían. Era como si lo viese, como si lo sintiese, como si lo oliese, como si fuese ese mismo momento cuando se corría dentro de ella farfullando palabras incomprensibles.

Tenía la nariz aguileña y las cejas pobladas. ¿Era furia o lujuria lo que siempre encontraba en sus ojos? Insistió en que ella le correspondiese con un «bebegim», casi le suplicaba —una mínima respuesta, una señal de consentimiento—. Pero ella estaba vacía de sonidos que dejasen entrever vida alguna. Había bajado la vista y no hablaba. Sólo su cerebro se hallaba en estado de febril agitación, intentando registrar cada momento, memorizar hasta el último detalle de aquella prolongada pesadilla. Rasgos huesudos, manos grandes, dos tablas clavadas en forma de cruz en la única ventana del cobertizo… La pala, un cubo de plástico de color azul, unos cuantos limones en el suelo, tan maduros que habían empezado a pudrirse. La uña, negra por un hematoma, en el índice de la mano izquierda de él. Y la lengua. Su lengua. ¡Su lengua húmeda! Jloi intentaba respirar, pero no le quedaba oxígeno en los pulmones. Su pecho subía y bajaba a toda velocidad. En sus ojos se reflejaba el pánico…

—Un poco de agua… ¡Tráiganle un poco de agua! —gritó el hombre al que se había aferrado unos segundos antes.

Ella lo miró sorprendida, como si acabase de advertir su presencia. Vio su pelo gris, el armazón metálico de las gafas, el cuello de la camisa azul, e inspiró profundamente, aliviada. El eco del ronco «bebegim» empezó a disiparse. Sintió que, con un poco de esfuerzo, podría recuperar el control sobre sí misma. Respirar, por fin. Y pensar. Recordar con lucidez… Su prisa al arrastrarla de la mano para llevarla abajo, al huerto, quizás para que no los viese la madre de ella. O para no verla él. Sus besos violentos, su furia al no recibir respuesta alguna de ella.

Un espasmo le sacudió el pecho. Retiró la mano del brazo del desconocido y, cuando por fin sintió que sus piernas tenían suficiente fuerza para sujetarla, dejó que corrieran las lágrimas. La sacudieron unos sollozos quedos, casi imperceptibles, y un llanto catártico mojó su rostro.

Durante todos aquellos años se había convencido a sí misma de que los golpes ocultos no duelen. De que las heridas invisibles no se infectan. Creía que el tiempo de veras lo cura todo. Pero al parecer estaba equivocada. La memoria me mata, reconoció débil.

—¿Está bien? —oyó que le preguntaba el hombre de la camisa azul, inquieto.

—Estoy bien. Gracias… —se limitó a responder. Y le obsequió con una sonrisa cansada.

En realidad quería decirle muchas más cosas, pero las palabras se quedaban atascadas bajo la lengua. Miró a su alrededor, en dirección a los apresurados viajeros. Si avanzaba hacia la derecha, subiría la escalera que llevaba a las puertas de embarque. Si seguía recto, encontraría la salida.

Era el 15 de agosto de 2017 y Jloi Artemíu había cumplido los sesenta y uno veinticuatro horas antes. Una mujer deshecha que vacilaba en la terminal de llegadas del aeropuerto de Atenas, a sabiendas de que un paso desencadenaría su madurez particular. Su liberación. Porque por fin escaparía de la muchacha de dieciocho años que aún se alimentaba de aquella zozobra. Se inclinó y levantó la pequeña maleta del suelo…

Traducción del griego de Laura Salas Rodríguez.

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