Los veranos con María

Olja Savičević Ivančević

(Split, Croacia, 1974). Éste es un fragmento de la novela «Los veranos con María» (Fraktura, 2022).

La educación sentimental 1986

EL CÍRCULO DE MUJERES ES EL EJE de las reuniones familiares que se llevan a cabo en ocasión de los feriados, domingos y cumpleaños. Aquí las historias realmente se transmiten de generación en generación, o como se dice aquí, de una rodilla a la otra, o es lo que a ella le parece. Las rodillas flacas, puntiagudas o redondas, bronceadas o en medias de nylon —negras finas o de color piel—, hinchadas, huesudas y suaves, se chocan y se rozan mientras están sentadas en una mesa redonda en la terraza en la segunda planta de la casa situada en la Calle de los Luchadores Caídos. El nombre de la calle asocia a María a las canciones revolucionarias que ellas, las alumnas, antes del bloque de las canciones dálmatas, cantan con voz profunda en el coro del colegio: «Oh, Mosor, Mosor» (versión abreviada), «La joven partisana» y su preferida: «Bosques queridos, les estamos agradecidos». Le encanta cuando en las celebraciones escolares truenan juntas desde el escenario del cine, delante de todo el pueblo, y su voz llevada por las voces de otras chicas navega libre por la sala del cine con paredes tapizadas y más allá, porque nadie se da cuenta si desafina, así finalmente puede soltar la voz y cantar a todo pulmón. De alguna manera se parece al círculo.

Cuando en la reunión familiar alguien llama a María, varias se dan la vuelta y entonces en las gargantas de las mujeres arranca una risa chispeante. Las Marías no sonríen ni boba, ni astuta, ni loca, ni misteriosamente, ellas sueltan risitas y se ríen de corazón, baten sus alas y cascabelean sus joyas, lo que a Mariola nunca le parece de mal gusto, sino muy alegre y de alguna manera atractivo. Las Marías también a veces lloran una delante de la otra, no sé sabe precisamente por qué, pero nadie lo cuestiona; así Mariola, cuando tenía alrededor de doce años, escuchándolas sonarse las trompitas en los pañuelos de tela planchados, se dio cuenta de que las risas y las lágrimas provenían de algo indecible, de algo que las palabras todavía no habían encontrado. Esas palabras, si algún día existen, deben ser naturales y precisas, y deben comunicarse como la música, por ejemplo, pensaba ella.

En cuanto al asunto del mismo nombre, le han dicho que no tiene nada que ver con la tradición, por lo menos no en el sentido común de la tradición como un templo terrenal de normas de una comunidad más amplia que la familia o el círculo de los amigos cercanos, y tampoco con la religión, le dijeron. Con la excepción de la bisabuela Marieta, que iba regularmente a la iglesia y le era un poco más fiel a Dios que a la Lucha de la Liberación Popular y al Partido, la familia de Mariola no es religiosa.

Los motivos por los cuales se iba transmitiendo el nombre son de naturaleza sencilla, sentimental, le explicaron. María, y es difícil negarlo, es un nombre muy bonito y frecuente en todas partes, y sus Marías se querían o por lo menos se respetaban mutuamente por lo menos por un tiempo con profunda confianza, ingenua o sabia, lo que es casi lo mismo, así que es difícil discernir, le han dicho. De igual manera que en la mayoría de las familias, por lo menos por estos pagos, el nombre masculino se transmite de generación en generación, en su familia el nombre María se transmitía con sus múltiples variantes y apodos. Mara, Mare, Marieta, Meri, Merita, Marita, Maríita, Mariucha, Masha, María la Pequeña, María la Grande, María la Bella llamada Natalia, la Bisabuela María, la Tía María, contaban. Dado que sus Marías fueron marcadas por divorcios o muertes prematuras, algunas de ellas llevaban diferentes apellidos, diferentes de los apellidos de sus hijos, y el nombre femenino María era, de una manera muy personal, lo que les unía más que el apellido, que de todas formas es cosa de hombres, le han dicho, lo que ella misma ya se ha dado cuenta.

Después de la comida, que representa una pequeña ceremonia en varios tiempos que empieza con un jerez y concluye con un café y cigarrillo o pipa, los hombres se echarán la siesta o se irán a caminar por algún lado fuera del círculo de mujeres, y aquí se da el comienzo de la historia oral casera, una forma particular de la parresía íntima, tierna en su forma y tajante en la exposición abierta de verdades incómodas que de hecho todos quieren decir, pero nadie quiere oír.

Así, lo ha notado Mariola, hablan las mujeres cercanas cuando están a solas, cuando en su compañía no hay maridos, hijos ni hermanos, cuando en general no hay ningún hombre a la vista. Quizás por eso la mayor parte de las verdades incómodas de las que hablan las mujeres se refiere a los maridos, hijos, padres y hermanos, observó. Ellas cantan en ese coro, pero cada una tiene una parte paralela.

La madre de Mariola, a la que llaman Masha, desprecia la costumbre común de que las mujeres «se quejen de sus maridos». Le estás echando pestes y luego te acuestas con él, qué sentido tiene eso, se humillan a sí mismas, decía. Daba igual si callaban o se quejaban a todas voces, todo se sabía, siempre se sabía todo y nunca se podía hacer nada: de la vida social las mujeres sólo tenían la historia, el cotilleo, ésa era una sesión colectiva, una forma primitiva de terapia de grupo de la que ellas salían sanadas sin sedantes, pegoteadas mediante sus propias lenguas y lágrimas y uno o dos chupitos de marrasquino o amaro.

La conversación entre las mujeres fluye como un río por la sala. Es un torrente cuyo curso finalmente confluye en algún final, pero que de hecho corre incesantemente entre ellas y las inunda, las remoja para que no se pongan secas y amargas. Las mujeres de la familia y otras saben historias que podrían colmar el comedor e inflamar el hambre por la narración, aquí hay abanicos de emociones, melodías de lenguas de varias partes, marinas y montañosas, olores y colores de verano conservados que saltan desde debajo de las tapas de conservas, el canto y el timbre específico en el habla, pero también la mentalidad, el ambiente de sus patrias chicas lejanas y cercanas.

Mariola es demasiado joven para tener historias propias, pero hace unos años descubrió que tiene la poesía que, a diferencia de la historia, es accesible incluso fuera de la experiencia de una, y su lengua es mágica y misteriosa, e igual que la lengua de la risa y el llanto abarca cosas indecibles: es su manera de entrometerse en la conversación entre las mujeres maduras, su posibilidad de participar y de ser cómplice. Intuyó que su ser se estaba envalentonando y cambiando y que una fuerza hipersensible la empujaba contra su voluntad a la rabia o la flojera y le encauzaba hacia algo que no entendía, algo fuera del alcance de su joven experiencia, y no sabía si venía desde fuera o ese eco venía desde los pozos interiores. Pero, de todas formas, ese algo, intuía, era mucho más enérgico que sus fuerzas diarias y podía redirigirla completamente, transformarla en una salvaje, expulsarla de la seguridad, incluso anularla. Igual que a los niños hiperactivos cuando se les deja correr y saltar para gastar el exceso de energía, todo lo que ella podía con el exceso que le ha tocado era llenar con fuerza el vacío del papel.

En los momentos cuando la charla se trababa en algún impasse, o se volvía demasiado cansina, una de las invitadas adultas decía: Mariolita, cielo, ¿has escrito una nueva y bonita poesía?

Mariola, cuando era más pequeña, sin fingir vacilación, se subía a la silla con determinación y declamaba, y las Marías y otras mujeres sacaban sus pañuelitos de tela planchados y lloriqueaban al unísono o decían, emocionadas, «¡olé!».

Al principio, cuando era más joven, Mariola adoraba y esperaba impacientemente que, de las tareas del hogar, misterios familiares y secretos oscuros, funerales, bodas, problemas en la cocina y en la cama, temas históricos, matrimoniales, de la farándula y los políticos dirigieran la atención hacia ella y su poesía, lo que generalmente no primaba, porque el círculo de mujeres se reúne alrededor de los problemas más importantes, colectivos. Si el problema colectivo es la escasez de café, se reúnen en su casa en la Calle de los Luchadores Caídos porque la madre de Mariola trabaja en el gran almacén local justo al lado del cine, en el departamento de textil y cosmética, un piso arriba del departamento de productos de consumo, y en las épocas de escasez puede ayudar en el abastecimiento. Pero no siempre, dijo.

En invierno detrás de la estufa térmica o en verano sobre el armario, madura un gran racimo de bananas verdes y, porque le han dicho que es una verdadera suerte cazar esas bananas a tiempo porque los clientes las compran en cuanto llegan, Mariola se cree con mucha suerte. Pero las mujeres adultas están preocupadas y turbias, como si el café que están tomando fuera el último, notó.

Mientras en la cocina estaba silbando la olla a presión con leche hervida, cada una encendió un cigarrillo de Partner largo o de Lord: no le hacían caso a pesar de que mojaba terrones de azúcar en sus tazas. Sin herramientas para una rebelión abierta, Mariola perdió la paciencia por completo, y luego la esperanza de que aquella tarde iba a tener su actuación poética. Y cuando ya se sentía completamente miserable, porque algunas de las mujeres ya se levantaron para irse, cogió el gran florero verde de la mesa y lo dejó caer en las baldosas y hacerse mil pedazos. Lo notaron.

Me han visto, pensó Mariola y se cruzó los brazos en el pecho para no echarse a llorar. Las mujeres adultas estaban asombradas, estupefactas, pero ya no dejaban que la poetisa esperara demasiado tiempo.

La edad infantil pasó muy rápidamente y casi de un día para el otro y sin razones conocidas ocurrió un cambio significativo: la actuación poética delante de la familia se convirtió en una fuente de incomodidad y horror y empezó a evitarla. Se dio cuenta de que la peor cosa que le podía ocurrir a alguien que escribe es que le leyera su propia familia. A veces, si estaba de buen humor, la salvaba Tonka, la hermana menor, con un baile acompañado de alguna canción popular, pero las Marías y otras mujeres de la familia ya no renunciaban tan fácilmente. Si lo rechazaba, se mostraban algo ofendidas.

Cuando se lo confesó al respecto a la prima del padre, la tía Herci, que después de todo era una artista, exbailarina, Herci le dijo que es así, que a cada artista serio o seria su propio arte lo aleja de la gente, pero no de la historia que tiene con ella. Desgraciadamente, dijo Herci y la miró con sus ojos oscuros y románticos, yo no era seria, así que hasta hoy en día sigo arrastrándolos conmigo, en vez de haberlos mandado a tomar por culo a todos y dedicarme exclusivamente a bailar.

De joven estudiante y bailarina de Sarajevo que a menudo veraneaba donde sus familiares en Dalmacia, la tía Herci se enamoró del guapo y rico dueño de la panadería local, el primero que tenía la lancha motora roja. Me casé con vosotros, decía y movía de manera coqueta su cabeza ojona. Los panaderos y los carniceros eran los únicos propietarios privados en el socialismo, pero Mariola suponía que los carniceros eran menos deseables por su oficio, mientras que los panaderos, igual que los militares, digamos, cotizaban bien con las mujeres, por lo menos en la familia de Mariola, observó. También lo eran los pasteleros como el albanés Zef y el húngaro Janosz, pero ellos estaban casados con mujeres de sus países. Sus esposas en el fondo del comercio preparaban pasteles de crema y cocinaban helados y de vez en cuando se asomaban con algún comentario en una lengua que provenía de un mundo del más allá.

En las historias de su familia Mariola sintió que la tristeza es elemental y profunda y que la alegría es una suerte de espontaneidad no filtrada, una falta de necesidad por embellecer las cosas y por el humor, una desgracia difícilmente entendible que adelanta a la gente un exceso de destino. Demasiado destino, le dijeron las Marías y suspiraron. Demasiado destino para una familia.

La sentimentalidad crónica, igual que alguna palabrota en su habla, a veces le molestaban, desaprobaba y se avergonzaba y se hundía en sus lágrimas, demasiado saladas y dulces a la vez.

La gente en su mayoría es estirada, de sangre fría y reservada, dijo en esa ocasión la tía Herci. Falsamente amable, algunos hasta son crueles, dijo. Ahora las desapruebas, pero vas a echar de menos todo esto, añadió a su manera dulce y seductora y exhaló dos piruetas de humo a través de la mesa. Mariola dijo que nunca las iba a echar de menos, que le hacían sentir vergüenza ajena, que son unas lloronas, pero, por otro lado, cuando creces comiendo sopa clara y muy sensual, ya está hecho, el mundo exterior parece un hueso recocido.

DESPUÉS DE LAS COMIDAS DE DOMINGO los hombres salían a jugar a las cartas o charlar, pero el padre de Mariola, Vjeko Hijo, a veces prefería quedarse entre las mujeres, si era posible reposar su grande cabeza bigotuda en el regazo de su madre, la abuela Meri, y así roncar en el sofá. De vez en cuando, Meri le acariciaba el pelo a su hijo mayor y hacía acompañar su canción de cuna con el cascabeleo de sus anillos y brazaletes de oro. Las mujeres hablaban alrededor del hombre dormido a voz baja, pero también gritaban al unísono en momentos de emoción lo que a él de hecho no le molestaba. Dana Žungulova, la mejor amiga de la abuela Meri, entonces mencionaba a voz baja a su hijo único, la esperanza futbolista que se piró a América. Él era el padrino de corazón de Mariola, y a pesar de que no le quedaba del todo claro, le parecía bonito tener un padrino famoso en América. A pesar de que abandonó nuestro país, y no debía haberlo hecho, las mujeres no se lo tomaban a mal. Si aman a alguien, lo entienden todo. Observó ella.

En una ocasión Mariola y Tonka derribaron sin querer el árbol de Navidad adornado sobre su padre: estaban horrorizadas, pero Vjeko Hijo continuó roncando, derramándose por encima de los bordes del sofá.

Se despertaba siempre con una idea, y justamente la que no le caía bien a su mujer. Porque igual que la mayoría de los tenedores de ideas, el padre de Mariola también precisaba de las personas que las realizaran: hacer algo, llevar, irse a algún lado, lo que se le ocurriera en el sueño. A menudo se le ocurría algo que había leído en algún libro o algún diario, y mandaba a las mujeres al piso de abajo, a buscar los argumentos. Hasta las mandaba al cuarto de los padres, prohibido si los padres no estaban, totalmente diferente, cercano si los padres o por lo menos uno de ellos estaban adentro para proteger a los niños de ese cuarto. Los niños no tenían permitido entrar en el cuarto de los padres, pero tampoco estaba estrictamente prohibido. Con tal de que, si no se les decía lo contrario, no tocaran nada. Y así era con la mayoría de las cosas que pertenecían al mundo de los adultos y así se podía describir todo de la infancia de Mariola y de otras infancias: haz lo que quieras, con tal de que no te pillen.

Aquel día, cuando de nuevo estaba en el cuarto prohibido, Mariola pisó profundamente en las prohibiciones. En la playa pisó un erizo, en vano meó sobre su talón en la bañera, la mitad de las espinas le quedaron en el pie, lo que no debía admitir porque ya había empezado el cole y cuando empieza el cole no está permitido bañarse en el mar (supuestamente para que no se resfriaran, aunque todavía hacía un calor infernal.) Aguantaba el dolor bajando por la escalera cuando tenía que apoyarse sobre el talón. El padre la mandó al piso de abajo a traer un libro del armario cerrado con llave. El libro se llama Relaciones genealógicas y otras, dijo. Después de eso, después de que Mariola rompiera el código secreto, seguía guardar las llaves de cómodas y mesitas de luz, armarios y tocadores, pero Mariola y Tonka sabían conseguirlas, estaban acechando el momento; con razón Masha le decía a sus hijas comadrejas. Comadreja, comadreja, comadreja, les decía, pinchándoles las pancitas. Adentro, en el armario, se encontraba el verdadero tesoro: desde una cajita plateada con joyas de oro, la cosmética comprada en el extranjero, pasando por fotos y cartas de la vida anterior de los padres, hasta algunos libros y revistas eróticas en una caja especial cerrada. Las hermanas adoraban conseguir la llave y revisar a las apuradas esa misteriosa riqueza.

Adentro se encontraba Alfombrilla de los goces y los rezos (Editorial BIGZ) de un tal Li Yu, escritor japonés del siglo xix que Mariola estudió con gran interés frase por frase, siempre prestando atención a devolverlo rápidamente a su lugar sin dejar rastro.

Lo que más le confundía era que en la contratapa se encontraba la explicación del mismo escritor Li Yu, quien afirmaba que había descrito todas las aventuras obscenas de su protagonista con una intención decente (para disuadir a los lectores de la lujuria y enseñarles lo que nunca y de ninguna manera debían hacer). Estaba sorprendida, demasiado joven como para no creerse la mentira y aceptó la excusa de Li Yu como una intención honesta e imposible. Se lo imaginaba ingenuo, tal vez hasta limitado. Pero si ese era el precio para que Li Yu no perdiera la cabeza por su libro o para que el libro saliera a la luz, no era imposible justificarlo. Lo que a Mariola le resultaba más interesante del libro, es que a través de las numerosas aventuras eróticas del protagonista de Li Yu con varias mujeres, no lograba identificarse con el protagonista, y tampoco con ninguna de sus amantes. Es mucho más natural identificarse con el aventurero que salta de una alfombrilla de los goces y los rezos a la otra, especialmente dentro del género en el que a nadie se le ocurre hacer preguntas filosóficas o morales (excepto las obvias mentiras en el epílogo), llegará a la conclusión, pero más tarde. Ella ya había leído una versión de las Las mil y una noches reducida a un tomo delgado, pero ahí por lo menos encontró a Sherezade. Además de las princesas y alguna que otra joven partisana que tiraba bombas y perdía la cabeza, las niñas en otros géneros de vida tampoco tenían a muchas heroínas con quienes podían identificarse. Llegaría a la conclusión, pero más tarde, de que eran tan sólo mujeres objeto y mujeres construcciones. Las mujeres reales en las familias, en el vecindario y sus historias eran los únicos testigos de que la vida de las mujeres no bidimensional ni privada de rebelión, aventura o erotismo, aunque esas aventuras tuvieran lugar en los interiores de las casas o las reclusiones. En los libros de recetas manchados con ron o con huella digital de chocolate, en las contracaras de las fotografías y en las cartas y postales, álbumes de recortes y libros de recuerdos, en armarios cerrados bajo llave, cajones y alacenas encontraba pedacitos y migas de una gran y no escrita historia privada del mundo.

LAS CALLES DE LA TEMPRANA ADOLESCENCIA, los de la puerilidad masculina en la vida de una niña, de verano olían a sol, turismo, jabón y sexo, aunque en aquel entonces no era consciente de eso, sentía y vivía la libertad que provenía de un ambiente relajado. Y en el mundo hacia el que corría, que llamaban el mundo del arte, lo que más echaba de menos era la realidad, su realidad. Los libros y las películas accesibles no hablaban exactamente de eso, abarcaban sólo una visión, según la cual entonces el mundo se ordenaba: sobre la vida real de las mujeres se podía encontrar excepcionalmente poco, casi nada. El tiempo estaba menos abotonado, se respiraba más fácil, pero toda esa supuesta libertad de amor y sexualidad en el socialismo era la libertad a medida del hombre, ahí estaba la barrera.

Las cosas secretas e inalcanzables, las que estaban detrás de la barrera, eran aquéllas alrededor de las cuales se tejió la joven vida de Mariola. Y tal vez más que la seducción de esos deseos, el miedo de ellas y la necesidad de revelarlas por completo, de preservar su discreta magia.

En cuanto a los secretos del amor, nunca se trataba de ninguna culpa católica o de otra índole, la infancia en un pequeño pueblo de Dalmacia en los setenta y ochenta estaba repleto de chistes obscenos de adultos y niños. Tales vulgaridades desenfrenadas la enfadaban y la avergonzaban, pero aún más le hacían reír con una postura alegre y relajada, de sentido común popular hacia los placeres de la vida. En tales declaraciones exuberantes había menos erotismo y más lascivia que en los libros, eran más alusivos que excitantes, pero las historias que la rodeaban, las primeras experiencias eróticas que intuía llegaban a través de la lengua, años antes de entrar realmente en ese mundo, y contenían un humor chispeante. La gente culta y educada no bromea así, al menos no públicamente. En su humor no hay sitio para el sexo, o tal vez viceversa, llegará a esa conclusión bastante más tarde. Como si la educación no nos hubiera liberado, sino almidonado, se lo dirá a Tonka, bastante más tarde.

ASÍ QUE UNA TARDE DE DOMINGO, aquel verano, justo antes del décimo tercer cumpleaños de Mariola, el padre despertó con la idea de tener que mostrar un libro del cuarto de los padres a la prima Herci. Ese libro, resultará, era significativo por un motivo completamente diferente que el de Li Yu, que ella descubrió por casualidad en aquella ocasión. Se trataba de algo llamado genealogía, un tomo blanco con título rojo escrito en cirílico. Llegó por correo postal, a través de un pariente lejano de la parte montenegrina de la familia. Los montenegrinos prestaban atención a esas cosas.

Qué es la genealogía, no lo sabía. Qué es la identidad nacional, se lo explicó su mamá a poco tiempo después de dejar de usar el pañal y empezar de usar el inodoro. En aquel entonces había algunos problemas infantiles de digestión que el pediatra declaró pereza intestinal, así que mamá hacía guardia sobre su caca vitoreando por cada ¡plas! que resonaba en el inodoro: ¡Olé, dálmata! ¡Olé, montenegrino! ¡Ahí va, bosnio! ¡Hala, croata! ¡Hete, serbio! Vitoreaba mamá la caquita de su hija, la parte integral, pero también desintegrada de cada ser humano. Nadie antes ni después le explicó mejor la pertenencia a una nación o patria chica.

Ahora quizás convendría decir que le tenía un poco de lástima a los niños que tenían que hacerlo de una sola pieza. Pero qué sabía ella cómo lo hacían otros niños.

La genealogía seguía una línea masculina muy ramificada y fértil que, ejerciendo varias profesiones, militares, funcionarias, hasta ministeriales, se trasladaba desde Grecia a través de Doclea, Yugoslavia y luego por todo el mundo y se interrumpía con los nombres femeninos. En este caso la interrupción se dio con las hermanas María y Tonka. Y así sus nombres, junto con otros nombres femeninos, quedaron inscritos y conservados en su eterno estado de hija. Sus antecesoras hijas, de las cuales sólo se sabía cómo se llamaban y quiénes eran sus antecesores masculinos, nunca crecieron, nunca tuvieron profesión, nunca se casaron ni tuvieron hijos, nunca fueron ni viajaron a ningún lado y nunca murieron. Existían tan sólo como hijas, y como mujeres fueron borradas de la historia, no sólo de la historia familiar, sino también de la historia universal.

Herci comentó con una silenciosa desaprobación que ella no estaba en ese libro. Ya ves, dijo. Su madre Rumica tomó el fusil y se fue a la batalla de Sutjeska. Sus piernas siguen llenas de esquirlas y heridas de las balas. Heroína nacional, y sus hijas no están en el libro. No hiciste nada si no diste a luz a un hijo varón.

El padre de Mariola, Vjeko Hijo, le dio una palmada con su manota pesada a su prima diminuta con una sonrisa debajo de su bonito bigote pelirrojo: ¿Por eso luchamos en la guerra? A nivel declarativo, él siempre estaba del lado de las mujeres, pero como todos los hombres de su generación y de las anteriores, en la vida cotidiana no le dejaba respirar a su propia mujer.

Mariola vio una vez las piernas de la tía Rumica o soñó con ellas, era en la casa de fin de semana en Rastoke. Usaba bastón y tenía la voz quebrada, profunda y ronca del tabaco, que resaltaba aún más el orgulloso acento montenegrino, tan sólo sus ojos eran grandes y suaves con pestañas espesas como de su hija, la sensual y cálida tía Herci.

En cuanto a las Relaciones genealógicas y otras y las posiciones de las niñas y mujeres en ellas, Mariola se dio cuenta de que no se trataba de algo terriblemente descomunal ya que nadie se molestaba, excepto la tía Herci, que siempre se molestaba de una manera que, mirado desde fuera, no era insoportable.

Pero además de Li Yu y su pornografía suave, ese extraño libro, el árbol de la familia truncado, fue el que le hizo a María pensar por primera vez sobre sí misma como mujer, y cualquiera que fuera el lado del que miraba, no le gustaba lo que veía.

Esto es terriblemente tonto, no tiene que ver con el sentido común, dijo Mariola.

Es así, macho, dijeron ellas.

No soy macho. Eso sí que es cómico.

Es una manera de decir.

¿Y se le dice macho a una hija?

Joder, Mariola. Es así, son las costumbres. No lo inventamos nosotras, dijeron las Marías y otras mujeres de la familia.

¿Y por qué no lo inventáis? Yo podría inventar un libro sobre vosotras, sólo sobre las mujeres, dijo Mariola. Así que cuidado cómo os comportáis.

Pues escríbelo, material no te falta. Para tres novelas, se pusieron de acuerdo.

¡No te creas que las mujeres no importen!, se metió también Vjeko Hijo, el teórico.

La genealogía fue colocada en la biblioteca de la casa en la que estuvo de visita durante varios años, en el cuarto de niña de Mariola, y pronto cayó en el olvido por completo. Emergía de vez en cuando, sin importarle a nadie, en los años noventa, cuando los telones de fondo cambiaron y cuando de las paredes bajaron las tapicerías, una xilografía de Lenin y el Camarada Tito (también desapareció aquello del armario con llave del cuarto de los padres). No lo averiguó, pero algo le decía que ahí seguía el contradictorio erotómano Li Yu

Traducción del croata de Nikolina Židek.

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