Ciudades quemadas

Kai Aareleid

(Tartu, Estonia, 1972). Éste es un fragmento de su segunda novela «Ciudades quemadas» (West Indies Publishing Company, 2023).

Frontera

1960

TE HAS HECHO MUY AMIGA DE ESE CHICO RUSO, ¿NO? —le pregunta papá a Tiina una mañana, mientras desayunan. Anoche Vova la acompañó a casa después del cine y se quedaron los dos charlando en el patio. Papá estaba asomado a la ventana y los vio.

—¿De Vova? Pues no sé. Hemos salido varias veces, sí. Vamos a pasear y al cine. ¿Pasa algo?

—Parece un chico formal, pero…

—¿Pero qué?

—Hum. Aun así, no me acaba de gustar.

—Ah, ya. ¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Qué edad tiene?

—La misma edad que yo, supongo.

—¿Y tú qué edad tienes?

—¡Papá!

—Vale, vale. ¿Cuántos años son? ¿Doce?

—Trece.

—A eso me refería. Eres demasiado joven.

—¿Para qué, papá? ¿Para qué soy demasiado joven? ¿Para tener amigos?

—Podrías ir al cine con Anne o con alguna otra compañera de clase. O al teatro. Igual que antes.

—Pero es que yo no quiero. Quiero que Vova sea mi amigo. ¿Cuál es la pega? ¿Que es un chico? ¿O que es ruso?

Papá se encoge de hombros y da una respuesta vaga:

—No, ni lo uno ni lo otro, pero… no sé.

Mueve la cucharilla con obstinación para disolver el azúcar, pero Tiina le para la mano.

—Papá, todo está bien. No tienes que defenderme de nada. Déjame elegir a mis amigos y ya está, ¿vale? Por favor.

Peeter suspira.

—Tienes razón. Nadie puede defender a otra persona de sí misma.

Tiina arruga el entrecejo pero no dice nada. A veces es imposible entender a los demás, así de simple. A veces intentas conectar con alguien, pero no puedes.

Dos capitanes

1960

HAN QUEDADO DESPUÉS DE LA ESCUELA delante de la casa de Tiina. Ella acaba de deshacerse de la cartera y luego ha vuelto a salir para reunirse con Vova porque él quiere enseñarle su tortuga. Es la primera vez que Vova la invita a su casa.

Vova le enseña la tortuga. La tortuga se llama Timur.

Su piso es grande y está en la calle Heidemann, arriba de la farmacia. A Tiina le gustan mucho los felpudos tan gruesos que hay en la habitación grande y también tapizando las paredes del dormitorio de los padres de Vova: esos cuartos son como cuevas mullidas y sombrías. Vova vive tan feliz en este sitio, piensa Tiina, que se alegra por su amigo. Desde luego, no puede ser fácil estar tan lejos de la tierra de uno, la de verdad. Ellos, los rusos, también deben de tener una tierra suya, la de verdad: en alguna parte estará, y uno siempre echa de menos su tierra. Incluso Tiina echa de menos su tierra, aunque siga viviendo en ella. Es sólo que su familia se ha disgregado.

Encima del hornillo de gas de la cocina hay una cacerola blanca. Vova levanta la tapa y aspira.

—Mmm, el borscht de ayer, ¿nos lo comemos?

Tiina cabecea en vez de decir que sí. Tiene bastante hambre. Quizá sea la sopa más sabrosa que haya comido.

Resulta que en la sala de estar de Vova hay un piano de media cola que llama pianino. «Pianino», repite Tiina.

No es un simple instrumento sino una obra de arte. Tiina hace que sus dedos patinen por la talla de la caja de resonancia. En los candelabros de plata se ha ido acumulando la cera de muchas velas. Aunque Tiina nunca ha sabido tocar el piano, toma una decisión instantánea: «Algún día me compraré uno como este».

C. M. Schröder —dice Tiina despacio, descifrando las letras de oro que hay sobre el teclado. Más a la derecha ve un nombre en cirílico.

—Era de mi abuelo, el padre de mamá. El pianino y este…

Vova pasea los dedos por un metrónomo que hay encima del piano, sube el peso hacia la parte superior de la varilla y deja que el péndulo empiece a oscilar. El metrónomo tictaquea, pulsa sereno pero firme. «Nuestros corazones no laten con tanta serenidad», piensa Tiina.

—Mi abuelo era director del coro del Mariinski. Sabes qué es, ¿no? El teatro Maria, o teatro Kirov, en Leningrado.

—Me suena —dice Tiina, aunque no recuerda de qué le suena ni dónde lo ha oído. «Los susurros de siempre», piensa.

—Leningrado tenía otro nombre, San Petersburgo. ¿Ves? Lo pone aquí, en el piano. Y todavía antes se llamaba Petrogrado, en otra época…

—Es raro —musita Tiina.

—¿El qué?

—Bueno, no… Es raro que nosotros también digamos lo de en otra época o en la época anterior.

—En realidad significa antes del régimen anterior. O sea, antes de la unión sovié… Antes de la revolución, puede ser. Antes de Lenin, vaya. Se llama Leningrado por Lenin, la ciudad de Lenin. Petrogrado se llamaba así por el zar Pedro. Y un zar es como un rey.

—Ya lo sé, pero nunca lo he acabado de entender del todo. Lo de que hubiera una época y luego viniera otra. Nosotros decimos en la época estonia.

—Sí, sí. Mamá me contó que teníais vuestro propio país. O un zar, algo así. Fue antes de integraros en URSS.

Los dedos de Tiina patinan por la tapa del piano, que despide un brillo mate. En un momento dado su mano se para y ella formula una pregunta en voz baja, sin mirar directamente a los ojos de Vova:

—En tu casa, ¿se habla a veces de la época anterior?

Vova no responde de inmediato. Tiina lo mira de soslayo y observa que el chico se pone instantáneamente en guardia: es una actitud que reconoce con facilidad, porque la ha observado muchas veces en su madre y en su madrina Ene y en otros adultos. El semblante de la persona se queda paralizado por unas décimas de segundo, los ojos se mueven en círculo sin posarse en ningún punto concreto, el tono de la voz se hace bastante más grave y desciende también el volumen.

—No —dice Vova, que se queda mirando a Tiina unos segundos antes de bajar los ojos de nuevo y añadir:

—Mamá me ha hablado del tema alguna vez. De su padre, de sus hermanas y de su madre, mi abuela. De la guerra, del sitio.

Vova asiente.

—¿Estuvo en el sitio de Leningrado?

Vova asiente.

—No me gusta cuando mamá me habla de eso, se pone rara. Y triste. No quiero que esté así.

—Pues yo al revés, me gustaría que me contaran algo. En mi casa sólo se murmura. Es como si supieras que sí, que algo hay, pero todo es un gran… tishiná.[1]

Vova mira a Tiina. Está visiblemente sorprendido.

—¿De dónde te has sacado esa palabra?

Tiina se encoge de hombros, pone los ojos medio en blanco y dice, alargando mucho la e —Lééérmontov.

Se quedan parados durante un rato. Ninguno de los dos dice nada.

—¿Qué te ha puesto tan triste? —le pregunta Vova.

—No me ha puesto triste nada, sólo me ha hecho pensar.

 Con un movimiento decidido, Vova para el metrónomo y dice:

—¡Ya sé! Una cosa que va a alegrarte seguro.

Y antes de que Tiina tenga tiempo de darse la vuelta, Vova se pone a cantar con entusiasmo.

El chico se ha puesto una gorra de militar y una chaquetilla con galones. Baila y agita las manos en el aire para añadir dramatismo a su interpretación. Tiina no puede mantener la seriedad por más tiempo y eso hace que Vova se envalentone. Se pone firme delante de Tiina, se descubre la cabeza con un gesto brusco, se cuelga la gorra del puño y empieza a cantarle:

Kapitán, kapitán, ulybhítjes, 
Ved ulíbka, eto flag karabliá…

Tiina nunca ha visto a Vova hacer tantas payasadas. Pero canta bien. Vova le encasqueta la gorra a Tiina y empieza a desfilar en círculo por la habitación:

—¡Venga, Tínoshka, a cantar! ¡Qué tú sabes!

Tiina se deja llevar. Su aguda voz de soprano entona el primer verso con cautela:

Kapitán, kapitán…

Entonces surge en sus ojos un fueguecillo travieso, se detiene un instante para ladearse la gorra y prosigue con la canción, ahora en su idioma y más segura:

¡Sonríe, sonríe, admirado capitán! 
¡Tu sonrisa ondea en el palo mayor!
¡Sonríe, capitán, sé intrépido!
¡Domine el océano quien tiene valor! 

Tiina se queda quieta delante de Vova, hace una reverencia caballerosa y agarra a Vova para sacarlo a bailar: ambos recorren bailando el pasillo que sale del dormitorio, continúan bordeando la sala de estar, rodean la mesita baja que hay delante del sofá (Vova se da un golpe en el pie y suelta un grito, ¡ay!) y desde allí continúan a través del cuarto de Vova para regresar al dormitorio de sus padres. Ambos van tarareando la canción del capitán, cada uno en su idioma.

Cuando por fin se desploman jadeantes sobre la cama, siguen tronchándose de risa. Vova se tiende cuan largo es y se apoya las manos en la barriga. Tiina lo observa unos segundos antes de seguir su ejemplo.

—Estamos locos de remate —le dice Tiina.

—A veces me gusta estar loco de remate —responde Vova. 

—Creo que a mí también.

Se quedan callados. Tiina se ha quitado la gorra de militar y la hace girar con los dedos.

—No es una gorra de capitán de marina, ¿verdad?

—Es de mi padre, sí. Pero qué más da. ¡Alguna día me darán mi propia gorra de capitán!

—¿Te la darán?

—Sí.

—¿Por qué?

—Me haré capitán.

—¿Capitán de un barco del río? En Tartu no tenemos mar.

—Aquí no, pero en otros sitios sí —responde Vova, circunspecto.

—¿En otros sitios?

—Todo el mundo puede soñar. ¿O no?

—Sí, supongo.

Tiina se queda en silencio un ratito y al final añade:

—Hasta este año yo no había visto nunca el mar. No me podía imaginar por qué era tan especial.

—¿Ahora ya lo has entendido?

Tiina se encoge de hombros.

—El mar está frío. Es grande. Me da un poco de miedo.

Vova menea la cabeza.

—El mar es una fuente inagotable de oportunidades.

Venid conmigo

1961

ATRAVIESAN EL CÉSPED HASTA LLEGAR AL MURO DE LA IGLESIA y caminan bordeándolo. Las ventanas están cegadas con tablas y clavos. Vova se encarama a una chimenea y encuentra un angosto hueco que podría hacer las veces de puerta. Zarandea los listones de madera que lo mantienen cerrado y al final consigue desprender un par de ellos.

—De perdidos al río. Correremos el riesgo de la maldición.

Vova ya ha metido una pierna por el agujero.

Entre las fauces de los andamios y de los tabiques derruidos se filtra algo de claridad. Tiina se da la vuelta y ve que a su espalda se alza una figura gigantesca y tullida. Antaño debió de ser la imagen del altar mayor. La tiniebla le juega una mala pasada a Tiina: examina la cabeza desfigurada de la estatua y por un instante cree vislumbrar brillos en las fosas vacías de sus ojos. Un escalofrío le recorre la espalda y se aferra a la manga de Vova. Bajo sus pies gruñen unos fragmentos de piedra triturada. Huele a yeso húmedo y a tierra envejecida. La luz, sea donde sea que se origine, va disminuyendo; la penumbra y el silencio envuelven la iglesia. Los muros despiden bocanadas de frío y desde algún punto de la cubierta llega un sordo repicar de piezas metálicas. Luego, un aleteo estridente. Pisadas. Tiina da un respingo.

—Es el viento —le dice Vova, como si hubiese leído sus pensamientos —.
Las palomas.

—Las palomas —repite Tiina.

—Sí —Vova mira en derredor—. Debía de ser bonita. Bonita a vuestra manera, al final es una iglesia estonia. Una pena lo de la estatua.

Tiina no dice nada. No ha sido buena idea venir. Este sitio la ha llenado de una tristeza repentina y espantosa, de desesperanza. Las iglesias deberían servir de consuelo a la gente; eso es lo que le explicó la señora Ida o por lo menos así lo entendió Tiina en su momento, pero esto… no, esto no puede consolar a nadie. ¿De verdad la reconstruirán algún día, terminarán las obras?

La señora Wunderlich le había dicho, mirando aquel retrato en el que salían ella y su prometido delante del altar: ahora ya no queda nada. Y tenía razón, ya no quedaba nada. Ni siquiera ella misma, la señora Wunderlich, que tampoco está ya. Cuando les notificaron que iban a hacer una reforma integral del edificio, ella les dijo: «A mí no me hacen falta obras ni mejoras, me traslado al piso de Johannes». Y en el penúltimo día del año, cuando todos los demás vecinos ya habían metido sus bártulos en cajas o maletas, o se habían mudado a viviendas alternativas, sucedió. A ella no le hizo falta trasladarse con Johannes, ni empaquetar nada, ni buscar otra vivienda.

¿Llegará ese momento? ¿Volverán a lucir blancos los muros? ¿Le curarán las heridas a la imagen del altar para que pueda abrir los brazos y decir, sana por fin: venid conmigo? ¿Tapará alguna vez esa cubierta rota la bóveda del cielo, habrá alguna vez cristales en las ventanas, se elevará la torre orgullosa por encima de la ciudad y repicarán de nuevo sus campanas?

¿O derribarán definitivamente todo esto? ¿Traerán un día tractores y camiones, palas y carretas, colocarán raíles provisionales para llevarse los cascotes? ¿Se organizará una jornada de trabajo comunitario para dejar este recinto diáfano y limpio? Si eso llega a suceder, durante una temporada aquí habrá un solar vacío estriado de sendas, pero al cabo de cierto tiempo emergerán edificios altos e idénticos, bloques de viviendas. ¿Qué es más importante, una iglesia o un espacio que se habita?

Tiina está de pie en el hueco de la puerta, mirando las nubes que pasan raudas por encima de las ruinas y sintiendo claramente el discurrir del mundo, el discurrir del tiempo, cómo todo va cambiando a cada instante. Como la iglesia. En cierta mañana de verano estaba allí: los bancos, las campanas, los libros de himnos, los tapetes del altar. Pero en el siguiente instante el cielo se llenó de aviones (porque tuvo que haber aviones, ¿no?), su estela dejó en el aire un ruido ensordecedor y pilas de cascotes debajo.

De súbito, los labios de Vova rozan la mejilla de Tiina: un contacto fugacísimo. Ella regresa desde las alturas, desde la distancia remota, y aterriza en la tarde de marzo, entrelaza los dedos en torno al cuello de Vova y lo estrecha contra sí muy fuerte.

El Mar Blanco

1961

AL FINAL SUCEDE.

De nuevo una iglesia, sólo que ésta es distinta, muy antigua. Otra vez una valla de madera, el cielo, esta vez encapotado. Nubes y viento, griterío de grajos.

—¿Cómo? ¿Tan deprisa? ¿Y lo sabías desde hace mucho tiempo? —Las preguntas emergen como burbujas en una bebida gaseosa y Tiina no consigue pararlas—. ¿Por qué no me lo has contado antes?

—No quería.

—¿Qué? ¿Por qué?

—¿Tú qué crees? —le contesta Vova con una aspereza inusitada—. Pues porque sabía que todo cambiaría. Quería que no pasara, mantuve la esperanza hasta el último instante. Incluso ahora tengo esperanza, ¿eso lo entiendes? Aunque vea a mi madre metiendo nuestras cosas en cajas. Aunque mi padre salga de viaje pasado mañana temprano. A pesar de todo.

—¿Adónde se va?

—No lo sé… Lejos.

—¿Cómo de lejos? ¿A Moscú?

—Más lejos todavía.

—¿Dónde es más lejos todavía?

—Son sitios distintos. Atravesando el otro mar, más allá.

—El otro mar.

—Sí.

—Todos los mares son un solo mar. Tú mismo lo dijiste.

Durante un rato, ambos callan. Al final es Tiina quien rompe el silencio.

—¿Sabes cuál es el mar que siempre me ha gustado más, por el nombre? El Mar Blanco, porque…—Se detiene para tratar de rehacerse un poco.—… porque en el blanco estan todos los colores. Todos los colores son un único color y todos los mares son un único mar. Y eso es tranquilizador, un poco por lo menos. Supongo. Así que, como tu no puedes concretar, para mí te vas a ir al Mar Blanco.

Vova no reacciona.

Tiina echa la cabeza hacia atrás y aspira una larga bocanada de aire.

—Tú siempre has soñado con el mar. Por lo menos eso es bueno.

Vova agarra a Tiina por los hombros y aprieta muy fuerte.

—Por favor, mírame.

Tiina lo mira.

—¿Qué pasa?

—Si pudiésemos decidir sobre nuestras propias vidas… Si fuésemos mayores… —empieza Vova.

—Es que no lo somos.

Vova traga saliva y vuelve a intentarlo: —Te escribiré. Enseguida, nada más llegue. Te escribiré todos los días. ¿Me oyes?

Tiina afirma moviendo la cabeza.

—Y vendré, vendré a buscarte, conozco el camino. Por favor, espérame.

Tiina vuelve a afirmar con la cabeza.

Por la noche cae la primera nieve del año, al día siguiente todo está blanco.

Supernova

1962

«LLAMAMOS SUPERNOVAS A ESTRELLAS que han alcanzado la última fase de su desarrollo. Las supernovas se destruyen en el transcurso de la explosión que sigue a una reacción termonuclear. Al estallar, la potencia de la luz que irradia la estrella aumenta varios millones de veces en un instante. Luego sólo queda oscuridad y vacío. Las estrellas muertas no resucitan».

Tiina cierra el libro. En la cubierta se ve una explosión estelar, ese brillo rodeado de una oscuridad interminable, negra como la boca del lobo. La muerte. 

Cuando alguien se marcha es como si se muriera.

¿Hay algo peor que la muerte?

Vova se ha ido y no ha dejado rastro alguno, ni siquiera una dirección postal. Tiina no ha recibido ni una sola carta de él.

No saber. No saber es peor que la muerte.

Vova le dijo: «Si fuésemos mayores como nuestros padres. Te escribiré todos los días. Vendré a buscarte, por favor espérame».

Tiina lo espera.

«Tendrás noticias mías».

Tiina sigue esperando

Traducción del estonio de Consuelo Rubio Alcover.

[1] Silencio (ruso en el original).

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