Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es «Desde el enigma. Antología personal». (Doble Fondo XVI, Biblioteca Libanense de Cultura, 2023).
El dragón abre las fauces, su fuego abarca los costados y la calle, sus colmillos se distinguen entre esa llamarada que casi toca mi rostro. Su cuerpo azul verde se alarga, alas y garras se despliegan para amedrentarme. Volteo al cielo, veo el concreto y los postes en donde alguna vez hubo pistas de un circuito para bobsleigh y luge.
Trebević, Sarajevo, una montaña en Bosnia y Herzegovina. La estación de los juegos olímpicos de invierno de 1984 es ahora un lugar misterioso, un tobogán con varias vertientes. Poca gente viene en bicicleta, una minoría visita la estación famosa, tan vista durante la transmisión de las competencias. En ese entonces Sarajevo brilló a nivel internacional pues eran las primeras olimpiadas en un país socialista. Ante el mundo, Sarajevo y toda Yugoslavia se pusieron de moda. Ahora, abandonadas por el resplandor del momento, yacen las pistas desiertas, cubiertas de murales expresionistas, grafitis elaborados con delicadeza y precisión; rojos, morados, azules, los blancos sobresalen en la grisura de las veredas, caminos de asfalto rebasados por la naturaleza, árboles y maleza se unen, se entretejen, forman puentes, techos, alfombras, un caos de verdor casi poético.
Era la noche de nadie, como describe Milorad Pavić los tiempos de guerra. En 1991, poco después de las espectaculares competencias de bobsleigh y luge, Yugoslavia se desmorona, se divide en cinco repúblicas. Dos años más tarde Sarajevo entra en una guerra civil que reduce a la ciudad a una ruina. Muy pronto llegó el silencio: la noche de nadie.
En la Edad Media, Trebević fue conocida como Zlatni Do, con su entramado de razas eslavas, cristianas y ortodoxas. Durante los juegos olímpicos fue una estación con miles de espectadores y poco después —durante el sitio de Sarajevo—, la montaña mágica que otrora se desplegara en los televisores del mundo se volvió una posición de artillería para la guerrilla.
Detrás de esa montaña aparece Stepanida Đurašević, no sabemos si salió de la galería de pinturas o del fondo del bosque. Pasa frente a nosotros. La vemos arrastrar su cuerpo enorme y llevar flores. «Un día murió durante la comida, mientras se secaba la grasa de los labios con el pan. Unas mujeres la encontraron con un bocado preparado en la mano izquierda […] Después sucedió algo que también sorprendió. Debajo del vestido superior apareció otro negro hasta el cuello con botones hechos de hilo; y debajo de este, un vestido blanco de encaje, de una tela que se usaba en 1959; y debajo de este, un vestido de novia con rosas que se hacían a mano en 1956. Debajo había un uniforme de la UNRRA, luego una blusa hecha con seda de los paracaídas ingleses de 1945 […] y, finalmente, la blusa de marinera con cinta y campanilla para el Sábado de Lázaro en la que decía 1938 […] Quedó pequeña, enjuta, casi una niña, consumida y ahogada bajo la carga de sus vestidos y bajo la de los años». (Milorad Pavić, «El cuchillo monacal», en Los espejos venenosos, Dubravka Sužnjevic [trad.], Sexto Piso, 2022).
¿Qué significa el esplendor, la verdad de una época, lo sólido, la razón histórica —decía Hegel— que acredite el presente como resultado de un largo proceso que lleva a la razón objetiva, que luego cambiará por otra verdad que tendrá vigencia en el futuro? La moda se deshace, cambia y deja lo actual invalidado, como Stepanida Đurašević, se derritió debajo de aquella ropa y tuvo que enterrar dentro de sí la moda pasada porque era parte de su ser. «Quiso tener todos sus años juntos y portarlos sobre sí misma, como si pudiesen protegerla o defenderla de algo».
Ese algo es un recuerdo, un rumor, llanuras y montañas, mares, ciudades hermanas que ahora pertenecen a países diferentes. La región de Los Balcanes, la exYugoslavia, tierra fértil y misteriosa, ese bloque entre Oriente y Occidente, resultado final de luchas entre los reinos cristianos del sureste de Europa y los ejércitos islámicos que habían atravesado Asia Menor. Península de tradiciones ancestrales, de cruentas batallas y escenario de guerras mundiales. Su mítica antigüedad quedó enraizada en el aire, en la tierra, en la generaciones.
De Zagreb a Lubliana, de Plitvička a Kotor, de Split a Mostar, de Sarajevo a Belgrado hay una corriente subterránea y un fulgor en los cielos, provenientes de siglos de palabras, de cantos, cuentos enraizados donde «se engendra la descendencia, el lugar de donde uno puede irse lo más lejos posible sin mucho movimiento… Ahí el lector cruza la frontera entre la vigilia y el sueño casi inadvertidamente, y por la mañana lleva al otro lado lo imprescindible para sobrevivir la cotidianeidad» (Goran Petrović sobre Pavić, en el prólogo de Los espejos venenosos).
Para Petrović, la gran enseñanza de Pavić contra los reflectores, la alfombra roja, la moda dictada por el comercio literario, es lograr una narrativa que entrelace las sombras de las religiones, entremezcle los reflejos de los campanarios con las siluetas de las sinagogas, adorne las construcciones modernas con las sombras de columnas arcaicas y de los obeliscos aun más antiguos. Hacer del cuento un círculo cerrado, una suma, un todo donde se eliminen las fronteras entre escritor y lector, entre lo imaginario y lo real, entre futuro y pasado.
Petrović supo llevar los granos de arena del desierto en los zapatos de los migrantes que pasan de una realidad en su narrativa a otra, elimina la separación entre el inicio y el final de sus relatos, hace de su literatura un pasadizo de cuentos infinitos que nacen unos de otros, historias brotando de las anteriores como raíces de un árbol milenario del que provienen voces ancestrales para unirse a las voces actuales de historias concretas.
«—¡Siéntese y escuche! —el profesor le indicó una silla libre y empezó a dar vueltas sobre el pabellón—. Aquí, en un radio de sólo unas horas de caminata tenemos la prehistoria, el indudable helenismo, la época romana, ejemplos sobresalientes del periodo bizantino, la Edad Media serbia, los hallazgos de la época turca y de la Gran Migración de los serbios, para no abundar en las descripciones de los siglos más recientes, todo como en la palma de una mano, por capas, donde ponga su dedo encontrará las huellas de un prototexto» (La Mano de la Buena Fortuna, Dubravka Sužnjevic [trad.], Sexto Piso, 2005).
Adam, el discípulo, necesitaba verificar las palabras del profesor y se adentró en el mismo libro que el lector lee. Los libros de Petrović nos conducen por depósitos de palabras imantadas de sus orígenes, nos llevan por su interior, y vamos percibiendo el sentido de las dinastías bizantinas, de los místicos de la iglesia ortodoxa, los textos apócrifos, las fuentes griegas y latinas. Encontramos un enjambre de palabras, frases, mundos enraizados en los misterios del tiempo individual y cósmico, el silencio resonante que guarda el misterio de las palabras sagradas. Es un camino, un refugio, el único antídoto para huir del soplo arbitrario de las modas.