El eclipse de las abejas [fragmento]

Cecilia del Toro

Zapotiltic, Jalisco, 1976. Su libro más reciente es «El túnel». (Ediciones del Lirio, 2022).

Esa noche, acostado en su cama, Pedro recuerda su compromiso con inquietud. Le preocupa que las ganancias de la miel no sean suficientes para solventar los gastos de la boda. Afuera, un aguacero arremete contra el techo. Mientras dura la tormenta, Pedro hace sumas y restas que no cuadran. Vende las colmenas. Con el dinero de la venta de miel no te alcanza. A lo mejor el tío Pablo te puede prestar. Pospón la boda. No, mejor pregúntale a Salomón cómo está eso de irse a trabajar a los Estados Unidos. Sus reflexiones acompañan a la lluvia que, poco a poco, va cesando hasta que Pedro se queda dormido.

La mañana siguiente, lo primero que viene a su cabeza es buscar a Salomón. Cuando abre la puerta, el olor a tierra mojada le da un buen presagio. Se siente tranquilo, como si las pocas horas que durmió le hubieran resuelto las dudas.

—Nos vamos en unos días —Salomón lo pone al tanto—. Y ya te digo, Pedro, en el norte puedes juntar el dinero más rápido que acá. Con la cosecha de la miel vas a tener que esperar a ver si te salen las cuentas y ni modo que la chamaca te esté esperando…

—¡Ay, Salomón! Ni le muevas que te agarro la palabra. ¿Cómo es el trámite que dijiste?

—Pues a nosotros nos la pintaron fácil y, como dicen: el que no arriesga, no gana. Rodolfo, Macario, Victorino y yo nos vamos el viernes. Primero a Colima porque ahí están los agentes, les das tu carta de policía y con eso te enlistan a donde se ocupe.

—¿Y cuánto necesito?

—Eso cada quién. Yo llevo quinientos pesos, según mis cuentas con eso me alcanza. Si te animas, el viernes nos vamos tempranito.

—Pues a la mera y sí, mañana te aviso.

—Oye, ¿y qué vas a hacer con tus colmenas?

—Se las puedo dejar encargadas a Miguel, ya le anda por entrar al negocio.

—Hecho —lo despide de mano—. Nos vemos en la casa de Macario a las cuatro de la mañana.

El viernes, Pedro sale para Colima con Salomón y los otros tres. Llegando a la estación del ferrocarril, ven mujeres llorando que se despiden de los viajeros, y uno que otro niño aferrado a las piernas o al cuello de sus papás. Buscan al agente entre la multitud, se presentan y entregan sus documentos. Él les explica que el transporte será hasta Empalme, Sonora. Allá, otros agentes los llevarán a Texas o a California dependiendo de la lista en la que los asignen. Los muchachos solicitan que los pongan juntos, pero el hombre responde con molestia que les está dando una oportunidad única, que tienen suerte de hacer el viaje y no habrá privilegios. No les queda más que aceptar el trato. Toman su lugar en la larguísima fila cuando escuchan el silbato y la orden de abordar.

El trayecto hacia Sonora es lento y, a pesar del cansancio y la ensoñación, les resulta agradable. Pedro no puede apartar la vista de los paisajes que podría asegurar fueron creados por mano divina y, mientras avanzan, va sintiéndose más relajado.

Repasa su despedida con Raquel. Anoche, ella le confesó llorando que tenía mucho miedo de que algo le pasara y le pidió que no fuera. Él no quiere una fiesta sencilla. Algunos amigos incluso tuvieron mariachi y bebidas abundantes en la tornaboda. Con unos tres mil pesos: lo del vestido, más lo de mi traje, cavila al tiempo que comienza un tramo de camino mal hecho, seguramente trazado con una mano temblorosa por la forma en la que se mueve el tren. Pero ni el movimiento del ferrocarril lo distrae de sus cavilaciones.

Mira el paisaje: los arbustos obstinados parecen agarrarse fuerte para no caer al fondo de la barranca, mientras que otros están cómodamente torcidos, sin miedo a derrumbarse. Más tarde, vislumbra cerros tan áridos que casi puede sentir la sed de la tierra. Cuando el sol se pone se lleva también el sofoco y permite que la oscuridad llegue sin prisa. Los muchachos usan su equipaje como almohada e intentan descansar. Pedro sigue perdido en el horizonte hasta que la luna se presenta detrás de nubes desgarradas y grises. Ninguno puede dormir y pasan la noche contando historias de éxito de otros migrantes, leyendas que ninguno podría corroborar, pero que tampoco cuestionan.

Amanece y el hambre les recuerda que la aventura será complicada. Cerca del mediodía, el agente les anuncia que están a minutos de llegar. Se bajan en Empalme y, al cabo de un rato de espera, son llevados por otro agente a una vivienda cerca de la playa.

La casona es muy antigua, tiene un largo corredor de amplios arcos y, al fondo, muchas habitaciones sin puerta. Hay apenas dos baños que dejan de funcionar a cada rato. El lugar está repleto, parece imposible que ellos también quepan. Algunos han ocupado parte de la playa para tender cobijas y descansar. La comida y el agua que les llevan se terminan en segundos, tienen que aguantar hasta la otra ronda. Pedro quiere creer que tal cantidad de congregados es la demostración de que les espera un próspero futuro. El agente les avisa que los anotaron en la nómina de Arizona y partirán en cuanto amanezca. Al escuchar que no los separaron, se ponen contentos.

A las cinco de la mañana, ya están listos esperando a que los llamen. Dos hombres rubios se paran sobre una piedra en medio del campamento y, con voz fuerte, mencionan a algunos y organizan la salida. Más tarde, llegan otros dos y hacen lo mismo. Al siguiente día, se repite el proceso y así durante toda la semana. Ellos no aparecen en las listas. El encargado les explica que a veces los papeles se extravían y deberán esperar. Siguen presentándose puntuales, sin perder la esperanza. Un vendedor de comida les aconseja:

—Váyanse, muchachos, váyanse por su cuenta.

—Pero de aquí estamos muy lejos todavía, ¿no?

—Sí, aunque no serían los primeros en irse hasta la frontera. Ya de plano brínquense la barda. El chiste es entrar y allá luego se acomodan. O hablen con el agente —se inclina y baja la voz—: a muchos los dejan esperando para ganarse una propina.

Rodolfo y Macario deciden irse por su cuenta. Salomón y Victorino se unen a la hazaña, partirán en cuanto amanezca. Al siguiente día, Pedro se despide de sus amigos y, por un instante, duda en irse con ellos. Una corazonada le dice que será mejor esperar.

Continúa presentándose por si escucha su nombre, pero nada. Una tarde, durante la comida, un hombre corpulento le propone un trato que resulta atractivo: lo incluirá en la nómina siguiente y el punto de reunión será ahí donde conversan. Tal como acordaron, Pedro se presenta a tiempo y entusiasmado. El agente no llega. Recorre la casona preguntando si lo han visto. Hay muchas caras desconocidas: todos los días llegan viajeros y algunos llevan aquí bastante tiempo. Hay migrantes que parecen enfermos y se les nota el hambre en la mirada. Uno busca en el basurero, Pedro lo ve levantar algo y llevárselo a la boca. Otros empapan la camisa para luego ponérsela, creyendo que así soportarán mejor el calor. Avanza entre la multitud, labios resecos por acá, ojos tristísimos allá. No encuentra al representante y se da por vencido. Se sienta en una piedra y permanece ahí con la cabeza gacha. Un hombre de pelo cano se sienta junto a él.

—¿Qué te pasa muchacho?, te ves mal.

—Di doscientos pesos para que me pusieran en una lista y el agente no llegó. Tengo más de quince días y no me han nombrado…

—¡Ah caray!, ¿cómo está eso…? ¿A quién se lo diste, muchacho?

—Al gordo, al de La Piedad, Michoacán.

—¡Ay, hijo! —lo mira con pena—, que yo sepa, nomás ese es el encargado —señala al que todos conocen—. ¡Méndigo! ¡Te chamaquearon, caray!

Pedro aprieta los dientes. ¿Cómo pude ser tan pendejo? Un ácido le quema el estómago. ¡Qué pendejo! 

—¡Malhaya…! —suspira—. Discúlpeme… es que, me quería cobrar trescientos cincuenta, le dije que no traía más, si no, me deja sin nada el hijo de su…

—Ay, muchacho, ¿y a dónde te toca ir?

—Arizona.

—¡Uy!, mira, por algo pasan las cosas. Por experiencia te digo que esto es la señal de que no vayas para allá. Las cosas no son como las pintan —pierde la mirada en el horizonte—. Para los gabachos no somos más que mano de obra barata, esclavos. Si este lugar te parece feo, ni te cuento lo que hacen allá —niega con la cabeza y aprieta la mandíbula.

—¿Qué les hacen?

—Ay, muchacho… los encueran, les rocían desinfectante, con una manguera te revisan allá, dizque por si traes enfermedades —habla pausado—. ¿Le sigo? A algunos les aprietan bien fuerte el —señala entre sus piernas— pa’ ver si sale algo. ¡Tantas humillaciones! Cobran por las herramientas del trabajo, por la renta y todo lo que se supone que era parte del trato, y cuando ya no les sirven o si se enferman, los deportan. Y si no, los mantienen amontonados como si fueran animales. Ahí es donde uno se entera que no había nada legal en el contrato —gira hacia él—. Hubo rachas buenas que duraron lo que canta un gallo. A ellos les conviene que nadie nos proteja para hacer lo que les dé su gana.

—Y, ¿por qué no se sabe de eso? ¿Si hasta hay militares acá?

—Dizque para cuidar el orden, pero los dos gobiernos se hacen de la vista gorda. ¿Sabes cómo empezó esto de los braceros? Porque los gabachos ocupaban raza pa’ trabajar mientras ellos peleaban las guerras. Toda su gente andaba echando bala y acá, los campos solos. A eso nos trajeron, luego vieron el beneficio de pagarnos lo que querían sin que nadie nos defendiera y pues…

—Discúlpeme la pregunta: si tan mal está la cosa, ¿qué anda haciendo usted aquí?

El hombre hace una pausa y con voz apagada responde:

—Busco a mi hijo, hace meses que no sabemos de él.

Pedro se queda mudo. Asiente con empatía y baja la mirada. Reflexiona la situación mientras observa a un insecto que se escabulle entre las piedras. No se da cuenta en qué momento el anciano se retira. El resto de la mañana, lo pasa enojado, atento por si ve al traidor para tumbarlo de un buen golpe. No lo vuelve a ver. Afortunadamente, le queda un poco de dinero. Calcula que con cien pesos podrá regresar. No hay nada que pueda hacer ahí, además, comer arroz con frijoles a diario no lo satisface. El agua sólo llega dos veces al día: las personas que llevan barriles en carretas la venden a peso por vaso. Está cansado de dormir sobre cartones debajo de las parras.

El cansancio y la desilusión son la carga que más pesa en su maleta. ¡Maldita la hora en que se me ocurrió venir! Cuando llega la noche, se acuesta sobre el piso del vagón y el aceite le mancha la mejor camisa que lleva. Sesenta pesos por viajar como una vaca, ¡méndigos! En la estación de Guadalajara, descuenta tres pesos para un vaso de camarón, el coctel le quita la sed y el hambre, también le borra de la lengua el sabor ferroso de los frijoles con arroz. Se hace tarde, decide descansar en un hotel de quince pesos que está cerca de ahí. Mañana, cuando llegue a Guzmán, irá con sus clientes a pedir más dinero a cuenta de la miel. Acostado, sigue haciendo cálculos. Mira su camisa sucia y se levanta para lavarla. Unta el jaboncillo y frota muy fuerte hasta que el aceite casi se diluye. La cuelga sobre la barra del baño, procurando que seque sin arrugas.

Antes del mediodía, ya está en Ciudad Guzmán. Se encamina directo a casa de los Toscano y después de aceptarles un vaso de agua de limón, queda apalabrada la cosecha de miel y le dan un adelanto. Se siente como si hubiera faltado a un compromiso, pero también está muy contento de volver a su tierra. En la terminal de camiones, pide un boleto hasta el entronque de la carretera con el pueblo. Camina los siete kilómetros que faltan mientras aspira el aroma cítrico de las hierbas. Respira profundo, con satisfacción, con orgullo de volver, aunque ya escucha decir a su madre: ¿Te fue mal, hijo? No te preocupes, lo bueno es que estás bien, que ya estás aquí. Las madres saben dar la bienvenida al fracaso y convertirlo en algo sin importancia.

Unas gotas anuncian la lluvia que no tarda en convertirse en diluvio. Se resguarda en una casa vieja y sola al lado del camino. Sentado en un tronco junto a la ventana, mira llover. Cae en cuenta de que es 29 de junio: regresa en su cumpleaños. Cumple veintidós y va a casarse. Hace una mueca de preocupación, luego sonríe.

Cuando la lluvia termina, sale de la casa y camina los últimos dos kilómetros que le quedan. Entrando a El Aserradero, se encuentra a Rogelio el de los cacahuates, quien viene en sentido contrario.

—¡Rogelio! —le grita.

Él, en vez de responder al saludo, contesta con aire indulgente:

—Hum… como dicen por ahí «siempre vuelve la abeja a su colmena».

Pasa de largo sin decir más. Pedro lo mira alejarse. No ha cambiado nada. ¡Ah, cabrón tan huraño!

Cuando llega a su casa, el tío Pablo es el primero en recibirlo.

—¡Pedro! —se levanta del comedor—. ¡Condenado!, nos tenías muy preocupados —lo abraza fuerte y le palmea la espalda—. Mira que estás bendecido, llegas con bien y además nos traes la lluvia. ¡Dios bendito! Algunos estaban perdiendo sus cosechas de maíz. Pero, hijo, cuéntame, ¿cómo te fue?, ¿qué razón me das de Isidro?

—¿Isidro? —a Pedro se le borra la sonrisa—. ¿Cómo?

—¿Y cómo están Victorino, Salomón y los demás? No se ha sabido nada de ellos —continúa su tío.

—¿Cómo que no? —dice preocupado—. Pensé que ustedes me iban a dar razón de… —se queda callado.

—Ay, mijo —responde Pablo conmovido—. No me digas que no sabes nada. ¿Qué pasó? —sus ojos se entristecen—, tu hermano dijo que iba a llegar a donde mismo que ustedes y que vería la forma de avisar en cuanto se reunieran…

Las conclusiones se convierten en una confusa plática que interrumpe doña Soledad, madre de Salomón, a quien le avisaron que Pedro estaba de vuelta. Agitada, entra a la casa y pregunta con entusiasmo:

—¡Pedro! ¡Dios bendito! —le da un rápido abrazo—. ¿Qué razón me das de mi hijo?, ¿me traes una cartita?

Doña Chole tiene las manos en el pecho, los ojos muy abiertos y una sonrisa esperando la buena noticia. Pedro no es capaz de organizar sus pensamientos, ojalá supiera qué responder.

—Doña Chole… apenas me entero que no saben nada —suspira y luego agrega—, que Isidro también se fue para allá —se encoge de hombros.

Un ambiente pesado sofoca la sala. Pedro les cuenta que decidieron irse por su lado y no supo más de ellos. La tarde se vuelve sombría y la mirada de doña Chole pierde la esperanza. Maura entra apurada, regresa de un novenario organizado para pedir por los muchachos. Mira a Pedro detrás de doña Chole y corre hacia él para abrazarlo al tiempo que recita alabanzas y agradecimientos al cielo. Nadie nota que doña Chole se ha retirado. Maura no cabe de la emoción, lo toma de las manos.

—Cuéntame, hijo, ¿cómo te fue? ¿Isidro se quedó allá? —sonríe esperando la afirmación.

Pedro esquiva la mirada. Va a decir algo cuando su tío lo interrumpe:

—Acompáñame a la capilla, Maura, yo te platico—. La toma por el hombro—. Pedro no ha dormido en días, hay que dejarlo descansar.

—No, no, espérate —le quita la mano de encima—. Dime, ¿viste a tu hermano?

Pedro mira a su tío que le hace un gesto. Vuelve la mirada a su mamá y asiente.

—¡Ay, mijo! ¡Bendito sea Dios! —lo abraza otra vez.

Pablo insiste en llevarse a Maura y sugiere a Pedro:

—Duérmete un rato, yo le voy platicando a tu mamá lo que me contaste.

Disimulando su confusión, Pedro asiente otra vez. Pablo encamina a Maura por delante y desde la puerta antes de salir, voltea y niega con la cabeza. Pedro está de acuerdo: no le dirán nada a su mamá. Se mete al cuarto, se quita la ropa y se acuesta. Se va quedando dormido pensando que tal vez Isidro sí pudo llegar al otro lado, o tal vez ya viene de regreso.

Al día siguiente, visita a Raquel. Cuando ella lo ve, corre a encontrarlo lanzándose a sus brazos. A pesar de las restricciones de su madre, le da ese beso que él tanto le había rogado cuando partió. Pedro le platica que está preocupado por su hermano y Raquel no sabe cómo consolarlo.

—Por ahí andarán. Isidro es avispado, seguro en unos días les llegan noticias, ya verás…

Pedro la mira pensativo recordando las palabras de Rogelio: «Siempre vuelve la abeja a su colmena…»

—Ojalá —suspira.

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