Semillas en el cuerpo

Andrea Reed Leal

Puebla, 1992. Su libro más reciente es «Habitar la biblioteca». (Biblioteca Revelaciones, 2023). 

¿Soy yo?

«¿Soy yo?», pregunta apuntando con su índice la fotografía en blanco y negro, en un marco dorado de madera y de estilo barroco. Viejo, mucho más viejo que las manos que lo tocan. El cristal estaba reluciente, pues todos los días le pasaban un trapo mojado, le tallaban las esquinas, los pequeñísimos espacios donde se acumulan las partículas de polvo.

«Eres tú», le responde, «cuando te casaste. Eras muy hermosa. Te casaste contenta. Eres tú, Prudencia. Te digo que eres tú», le dice el viejo por tercera o cuarta vez esta mañana. «Si vuelves a preguntar la voy a esconder», ya está cansado y frustrado de que le pregunte tantas veces. Lo dice en broma, no tan en serio, porque él tampoco querría quitarla del buró. Pero ahí es lo primero que ve cuando despierta y se altera.

Desde hace varios años la ha visto olvidar todo poco a poco. Empezó con las cosas más generales, como en qué ciudad vive, en qué año nació o en qué año se casaron; luego comenzó a desconocer lo más íntimo, los nombres de sus hijos y nietos, por ejemplo. Todos le avisaron que llegaría el momento en que no lo reconocería ni a él, pero él no creyó que daría tiempo para ver llegar a ese día.

El viejo de pelo blanco y cintura ancha le quita el marco de sus manos y lo coloca de nuevo junto al buró de la cama. Quizá debería ahora sí esconderla, pero no lo hace; la fotografía lleva ahí en esa misma esquina del buró sesenta y cinco años.

Quién eres tú

Empezó a olvidar cosas hace más o menos una década. Se dieron cuenta cuando comenzó a repetir las mismas cosas una y otra vez. Cosas sin importancia, como historias del pasado, que si hacía calor ese día, que dónde estaba su marido, si ya había comido. Luego hacía cosas extrañas, parecía que no se daba cuenta de que estaba rodeada de personas y le hacía comentarios sexuales a su esposo viejo, como quítate la ropa o vámonos al cuarto. Y causaba risa, todos lo tomaban con humor. Lo peor fue cuando olvidó abrir los ojos.

Llegaban en las tardes sus nietos a acariciarla, darle besos, pero ella movía el cuerpo con movimientos extraños, incivilizados. Los niños notaron sus uñas amarillentas, feas y cada vez más asquerosas. La piel, las uñas y el cabello se degeneraban muy rápido y perdían su color y textura natural.

La mujer que siempre se esmeró por verse bien ahora tenía el cuerpo decrépito, triste. Es la misma mujer que contaba que de niña su padre la llevaba a Fábricas de Francia de Ciudad de México a comprarse ropa. Ropa de marca. Ropa importada. Ropa de telas especiales, sedas y linos. Ella contaba que era algo habitual, pero quizá fue una vez, y ella se lo contaba a sus nietas, especialmente, con tanto orgullo. Su padre les compraba a ella y a sus hermanas bolsas y joyería y blusas. Si fue un recuerdo de su infancia tan intenso para ella fue porque de casada ya no tuvo acceso a ninguna de esas cosas. Con tantos hijos y trabajos temporales de su marido, siempre vivieron con poco. Ah, pero cómo adoró a ese marido. 

Al marido fue lo último que olvidó. Una noche se levantó de la cama y lo vio: sus ojos azulitos, su cara redonda, su cuerpo grande junto al de ella y se puso a gritar. Se asustó muchísimo y gritaba «¡¿Quién eres tú?!» Y él asustado también decía: «Soy tu esposo, cálmate, soy tu esposo». Y ella decía que no estaba casada y se cayó al piso y se rompió la cadera.

Te lo pedimos

«Papito, estarán mejor en la casa de adultos mayores. Ahí los iremos a visitar, será más fácil para mi madre. Ahí hay doctoras y enfermeros. Tendrán quién los cuide todo el tiempo», el hijo intenta convencer por cuarta o quinta vez al viejo. A esta edad es terco y testarudo. Por supuesto, después de decírselo sólo se enojaron otra vez y le gritó que él cuida a su madre, que no necesitan meterse a ningún lugar, que eso es para los abuelos que no tienen hijas o hijos ni nietos, los que no hicieron familia, a los que nadie quiere.

«Es que yo ya no puedo venir todos los días, por mi trabajo», insiste el hijo. En su casa las cosas se complican, porque las hijas están en la escuela y él debe llegar temprano al trabajo. Además, pagar el sueldo de la enfermera, las visitas del médico y las medicinas le están vaciando las cuentas bancarias.

El viejo cree que si lo llevan a ese lugar lo van a abandonar y no lo dejarán salir. Todavía, cuando no viene nadie y los gritos de su mujer son insoportables, le habla a Mario, el taxista, y se va a tomar un café, aunque ya no aguante la espalda y tenga que bajar las escaleras para salir. No lo dejarían hacer eso allá, piensa. Le enoja muchísimo que su hijo le diga esto, ¿qué no los cuidó él a ellos toda la vida? ¿No les dio todo lo que necesitaron? Le enfurece su poco cristianismo y que se atrevan a pedirle que se vayan a un lugar de viejos abandonados.

«Mira, mijito, si no quieres tener un problema más grande conmigo, por favor, no me lo vuelvas a decir», le contestó una última vez para dar por terminada la conversación.

No necesita nada

«No la vayan a ver. Está cansada. Nadie puede entrar. Están con ella las enfermeras, no necesita nada», les dice a sus hijos. No quiere que la vean así, se dicen unos a otros, que porque quiere que la recuerden en sus buenos momentos, cuando era guapa y se arreglaba el pelo, las uñas y la cara. O le da vergüenza su estado actual: sus labios hundidos dentro de la boca sin dientes, la flacura y las manos torcidas, las venas que parecen que reventarán en un momento, los gritos que pega sin sentido. En las últimas semanas ha perdido el habla y ha vuelto a ese estado primigenio en el que no puede comunicar; nadie la comprende, hace sonidos alterados y esporádicos. Pero parece que quiere decir algo, porque cuando su hijo toca su mano y la aprieta, hace sonidos. Su hijo quisiera descifrar su lenguaje. Se queda ahí un ratito, no tanto porque le incomoda, pero sí entra y la besa, le dice «Qué guapa, mamá», aunque quizá ella no comprenda, pero por si acaso lo hace, insiste: «Te ves muy bien hoy, mamá. Te traje tu arreglo de rosas, las que te gustan».

«Ya déjenla», grita desde su cuarto el esposo. Hace un mes decidió cambiarla de cuarto. Él sigue en la habitación que compartieron durante sesenta y cinco años y ella habita la otra recámara, la de invitados.

Polvo y olvido

Una mujer muy guapa con un vestido de novia blanco y largo en la fotografía. Una corona de flores y un velo en su cabeza. Al lado un hombre grande y grueso la abraza por la cintura. Ambos miran a la cámara. Ambos tan jóvenes. Ella, de unos diecisiete o dieciocho; él de veinticinco. Habitan un cajón en la cocina, donde guardaron los frascos de semillas. Entre semillas de girasol, chía, lino y sésamo sonríe la pareja. ¿Es esta la felicidad que tuvieron los siguientes sesenta y cinco años? En uno de los arranques histéricos de la mujer, su esposo agarró la fotografía y la llevó a la cocina, a ese lugar adonde él casi no entró en su matrimonio. Era el lugar de ella, el lugar donde preparaba chiles rellenos de atún, sopa de pasta con aguacate y chipotle, espagueti, rollo de jamón, arroz con mole y todas las delicias que recordarán sus hijos e hijas. Por eso el esposo siempre fue gordo o, al menos, es lo que él le decía al resto del mundo: porque su mujer cocinaba exquisito.

En las habitaciones de arriba ya no se escucharon gritos. Y en ese renovado silencio las semillas rodearon a estos muchachos atemporales que compartirán sesenta y cinco años juntos. Quizá esta fotografía les recordó a diario su voto, su fe, su familia. Una fotografía es el único vestigio de un tiempo tan distinto a este. De esos días quedan pocas personas vivas que presenciaron en carne y hueso su matrimonio. Los nietos olvidarán sus rostros, olvidarán contarles a sus hijas e hijos de sus abuelos, ¿qué puedes contar del pasado que ya no vivieron, de seres que poco conocieron, de ese lugar que es radicalmente distinto a este? La muerte es polvo y olvido.

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