El reloj de pared marca las diez menos cinco. El profesor llega. Está inquieto. Camina alrededor de la mesa mirando a sus estudiantes. No quiere estar allí. Sonríe a una chica que lo saluda, estrecha la mano de un joven, pregunta algo a otro. Es una rutina aprendida. Sabe fingir muy bien. Gira al otro lado y se asoma al corredor. Las baldosas blancas y negras, y esa luz que entra por la puerta le alborotan las ganas de volver a casa de su amante para proseguir con lo abandonado de mala gana. Suspira. Palpa el bolsillo de su chaqueta negra y siente los cigarrillos. Quiere fumar. Explica a los presentes que en cinco minutos comienzan y sale a la calle. Enciende su cigarrillo. Saca su teléfono y hace una llamada.
«Estoy en el taller», dice a su mujer.
Ella se queja, ha pasado la noche despierta, sentada junto al teléfono y cerca de la ventana, persiguiendo las luces de los vehículos que pasaban frente a la casa. Él le explica que uno de sus estudiantes sufrió un accidente.
«Pobre Carlos, un carro lo arrolló anoche cuando salía de la universidad y el pobre quedó tendido en la calzada, desmayado. Lo llevé al hospital y pasé la noche llamando a su familia hasta que el celular se quedó sin batería. He tenido que salir de inmediato para el taller por falta de tiempo. Por fortuna, he conseguido un cargador con uno de los estudiantes».
Ahora el tono de su mujer cambia, ella le pregunta por la salud del estudiante. El profesor dice que sus exámenes salieron bien. Ya se encuentra con sus padres. Cambia el tema de conversación y aprovecha para expresar lo harto que está de aquel taller. Cubre con una mano el teléfono y susurra lo aburrido que lo tienen los estudiantes. «Son un dolor de cabeza. Ni una pizca de talento. Me hacen perder el tiempo». Tira la colilla. Entra y ve la mano del director del centro cultural donde realiza el taller. Lo saluda con efusividad, le habla de los progresos que está teniendo y le asegura que en ese grupo se encuentra el próximo Nobel colombiano. Pide una botella con agua.
Está hablando. El reloj le parece un pequeño astro que gira adormilado: siente que ha estado una eternidad en aquel salón. Va quedándose sin palabras. Bebe agua a grandes sorbos, pero tiene la lengua seca, moribunda. Observa las vigas de madera que sostienen el techo, las paredes blancas. Tiene ganas de orinar. Se disculpa y se dirige al baño.
Desde el espejo siente esa mirada que no deja de ser extraña. Ese otro, con quien comparte rasgos físicos, lo mira con la bragueta abierta. Ese otro escucha el chorro que cae para estrellarse con el agua. Se lava las manos y regresa.
Ha llegado alguien más. Es una chica. Lleva su último libro, se nota que lo ha comprado hace un momento, pero a él no le importa. Sonríe mientras estampa su firma y escribe: «Con cariño para Laura». Ella tiene los dedos largos, la nariz muy grande y los labios muy rojos. Usa anteojos y a través del cristal se ven unas pepas pequeñas y vivaces. Él habla y no deja de mirarla. Le recuerda a su mujer. Le recuerda a su amante. A ambas las conoció en un lugar así.
Como es de esperarse, cuando se termina el taller, el profesor la invita a tomar un café en un restaurante de La Candelaria, ese café se convierte en un almuerzo y, a continuación, en una noche encerrado en sus piernas. Sin otro Carlos accidentado, y convencido de que ha encontrado a su verdadero amor, el profesor abandona a su mujer, a su amante y los talleres literarios. Se queda con una clase en un preescolar. Deja las universidades también, porque así se lo exige su nueva mujer. El tiempo, entonces, se acelera en su pequeño reloj de pulsera. Los años pasan deprisa, se encuentra en una casa de Teusaquillo, mirando el estómago de Laura que ha ido creciendo de manera rebelde. En su mesa descansa su último libro, que fue ése firmado para ella. Se va en las mañanas y regresa en la noche, muy tarde. Ella ha aprendido a tejer y se queda en casa haciendo escarpines y gorros. Los talleres literarios son escombros de recuerdos que se ven a la distancia, empañados por una lluvia de gotas espesas.
El tiempo continúa pasando sin consideración y pronto los años se vuelven decenios. Algunos cabellos blancos hacen estruendo en su cabeza. Ya no trabaja en el preescolar, tiene un puesto en una biblioteca pública, aquí lee La admiración, de Quim Monzó y vomita todo su almuerzo. Aquel cuento es un espejo, la imagen deforme que lo miraba orinar muchos años atrás.
Sin embargo, su talento para fingir permanece intacto. No le dice a su mujer que ha recibido una llamada del director del Centro Cultural; quería felicitarlo, uno de sus antiguos alumnos ha ganado un gran premio, ahora es un escritor reconocido, más que él en su época de esplendor, y los críticos han señalado que será un candidato al Nobel en algunos años.
Le han ofrecido dictar otro taller. Va después de la biblioteca. Lleva el cuento de Monzó en el bolsillo del pantalón. Usa una chaqueta negra, carga un paquete de cigarrillos que no fuma, y camina despacio, porque el tiempo ha atropellado sus piernas con su ritmo descontrolado.
Llega diez minutos antes. Puede verlo en su reloj de pulsera. El reloj de pared se ha convertido en una foto del estudiante premiado. El profesor mira con melancolía la imagen. Sus alumnos llegan y lo saludan con entusiasmo. Es el hombre que ha descubierto al futuro Nobel. Es un cazador de talento. Los estudiantes están entusiasmados, cada uno va con la esperanza de ser su descubrimiento.
Llega una chica, trae uno de sus libros, no el último, sino el primero. Le pide que se lo firme. Él toma el bolígrafo con rubor y estampa su nombre y una dedicatoria. Es veinte años menor que él y eso no le importa. Él la imagina desnuda, abrazándolo con su juventud. Habla sin dejar de mirarla: perdido en aquellos ojos miel, en la piel blanca, en los labios rosados. La clase se termina. La chica se acerca, le dice cuánto le recuerda a su abuelo, lo besa en la mejilla, estrecha su mano amarilla, llena de pequeños lunares, y se despide. El profesor sale. La vida se le ha ido en un abrir y cerrar de ojos.