Retrato de mujer / Alberto Spiller


El Hotel Francés le resultó de inmediato familiar por la sensación desagradable que lo invadió al sumergirse en la penumbra del vestíbulo. La fuente de mármol blanco que se entreveía al centro del patio contiguo, las columnas de cantera conectadas por arcos clásicos, la iluminación tenue del candil dorado; todo ese estilo colonial y aire del Viejo Mundo le dieron una impresión de mal agüero, y le despertaron la sospecha de que su mujer le había reservado un cuarto allí con cierto propósito, incluso con alevosía.

Era el atardecer de un catorce de julio. Cuando sorteó el alto portón del lobby, ventilado y señorial, escuchó las campanadas de la cercana catedral dar las siete de la tarde. El reloj suspendido arriba de la cabeza del adusto empleado del recibidor se lo confirmó.

—Buenas tardes, señor Torres. Bienvenido.

La familiaridad que advirtió en las palabras del empleado lo molestó y sorprendió, pues estaba seguro de que aún no había dicho su nombre.

—Su suite ya está lista —dijo después, marcando el «su» con una mueca servicial pero al tiempo sugerente, y le entregó la llave de la 333.

No dijo nada. Era la primera vez que venía a la ciudad y, por ende, al hotel, de eso estaba convencido como lo estaba de querer irse de allí lo más pronto posible, después de desahogar las diligencias que lo traían a este lugar. Cuna de la tradición católica más rigurosa, gobernada por una aristocracia obtusa por fuera y libertina por dentro, la ciudad parecía materializar su conflicto interno y familiar. Su propia frustración. Y el Hotel Francés, con su barroca frondosidad exterior, tan carente de sustancia como sus espacios interiores, le pareció ser la muestra más evidente, la encarnación perfecta, de ese sentimiento suyo y de aquella insultante doble moral.

Cruzó el patio de baldosas, cubierto hasta lo más elevado por vidrios variopintos que dejaban penetrar la luz del día pero transformándola como en un prisma, y se dirigió al elevador. Era de esos antiguos con puerta de barrotes de hierro y reja corrediza. Mientras esperaba a que bajara el ascensor, que de tan lento daba la impresión de no poder moverse, observó el lustroso piano Steinway, negra boca cariada y áfona en una de las esquinas, y recorrió con mirada desganada las paredes adornadas por antiguos retratos, que a primera vista parecían ser los únicos huéspedes del hotel. En los equipales que rodeaban la fuente no había nadie, excepto un viejo cliente que dormitaba frente a su caballito, a medio acabar, y que por su inmovilidad asemejaba un cuadro más. De sottofondo una música ranchera. Olía a guayabos.

Cuando terminó de bajar, abrió la puerta y corrió la reja del elevador. Entró y presionó el botón del tercer piso. El arranque fue tan brusco como el chirrido gangoso que emitió el viejo engranaje, que trepaba con lamentosa pesadez. Tuvo el tiempo así de ver reflejado, en los espejos que revestían las paredes del ascensor, el bar del hotel, a sus espaldas, y al cantinero de lentes, bigotes y mirada cansada recargado en la barra, quien le hizo un leve gesto de saludo que delataba también una reverencia ensombrecida por cierta confianza. Luego miró su cara morena en el espejo y pensó que tenía la misma tristeza y brillo apagado de cualquier huésped de paso en un hotel; el rostro común de un huésped común. No volteó sino hasta cuando la imagen reflejada en el espejo de la planta baja empezó lánguidamente a eclipsarse y, después de unos interminables segundos de sombra, apareciera el primer piso. Más cuadros colgados que se alternaban con puertas en las paredes, plantas en las esquinas y un barandal de madera labrada rodeaba el hueco del patio. Mismo silencio y ausencia, muerta vacuidad. Olor a guayabos. De repente una trabajadora, de vestido de cuadros y mandil blanco, pasó rápida al otro lado haciendo crujir el piso de tablas de roble. Antes de ocultarse en uno de los cuartos, bajo el dintel arqueado de cantera, volteó hacia el elevador y, le pareció a Torres, le lanzó una mirada coqueta. Luego el techo de vigas empezó a acercarse, la luz variopinta a menguar y de nuevo se hizo una suave oscuridad.

Pensó que todo y todos, en el hotel, se movían al ritmo parsimonioso y como de otra época del antiguo elevador. Esa sensación se agudizó al asomarse el siguiente piso, cuando un foxtrot, o una vieja música por el estilo, se filtró por la incipiente rendija de luz que, lenta, fue agrandándose para dejar ver un barandal y un piso de madera como el anterior, columnas de cantera que subían hacia el techo, pero ahora lleno de humo, del tintineo de copas y hielos, de gritos y risotadas, de gente vestida al estilo fin de siècle. «Una fiesta de disfraces», se dijo Torres, y mientras el ascensor se elevaba con el paso cansino de un viejo enclenque, notó a una mujer, pálida y esbelta, de vestido morado de cuello alto y falda vaporosa, portando con elegancia gatuna, en su cabello rubio recogido en trenzas, un sombrero de plumas de pavorreal. Fue una aparición fugaz, como la mirada que ella le echó antes de que el ámbito fumoso se ocultara, pero fue suficiente para borrar de su memoria todo el espacio a su alrededor y los demás seres sin importancia que lo poblaban en ese instante: Torres intentó apresar esa imagen, enmarcarla en su recuerdo, y pese a no lograrlo del todo, sintió como si recordara a la mujer de algún lugar, o que ya la conociera, desde siempre.

Vislumbrando el tercer piso se acercó a la reja para prepararse a salir, aún envuelto en esa imagen perturbadora, pero el elevador no paró. Como locomotora en una aguda pendiente siguió su precario y fatigado andar. El hombre presionó repetidamente el botón con el número tres, pero nada: la máquina sólo emitió un estridente rechinido y continuó su marcha. Resignado, Torres vio de nuevo sucederse la alternancia de luz y sombra, como si fuera la de los días que, al igual que las imágenes de este hotel, pasaban lentos frente a sus ojos, con la distancia e impasibilidad de una naturaleza muerta. Se dijo, riendo amargamente para sus adentros, que también este elevador sería manejado por la imperscrutable y férrea voluntad de su mujer, o de su familia de alcurnia. Al llegar al siguiente piso el elevador paró con otro quejido estridulo que le hizo sobresaltar. Corrió la reja y buscó con la mirada las escaleras, decidido a bajar. Sin embargo, se topó con el primer cuarto a su derecha, en cuya puerta resplandecía un 302 en números dorados. Se acercó al barandal, miró hacia abajo y contó los niveles: eran efectivamente tres, pero no vio ni escuchó nada de la fiesta del piso de abajo. En ese momento salió otra empleada de una estancia cercana.

—Disculpe, ¿qué piso es éste?

—El tercero, señor Torres —contestó aquélla, extrañada y al mismo tiempo divertida. —Su suite está allá al fondo, donde siempre.

Pensó en una confusión de identidad, y arquitectónica. Tal vez, cansado por el viaje y el ritmo apático y exasperante del elevador, no había contado bien; o quizás, desorientado por el juego de espejos, no se daría cuenta de que el elevador a su paso se abría sobre más de un patio del hotel. Le reconfortó y lo regresó a una sensación de realidad el repiqueteo de sus tacones sobre el piso pulido y oloroso a madera; recorrió el pasillo, recodo tras recodo, hasta llegar a otro barandal, éste de hierro forjado, que contornaba un patio interno más pequeño en el que se abrían dos puertas: la del fondo, más aislada, ostentaba el número 333. Antes de entrar echó una mirada esperanzada, más bien temerosa, hacia abajo…

 

 

Lo despertó de repente el berrido metálico del elevador. El cuarto estaba a oscuras y su mente también. Tardó un rato en entender dónde se encontraba, hasta que buscó la lámpara del buró y la encendió. La primera impresión que tuvo fue la de un recuerdo de la niñez, su misma confusa gracia pero al tiempo lejanía, enajenación. Su mirada lagañosa pasó del dosel de la cama al techo de vigas; columnas con capiteles adornados por cornucopias se erguían en las esquinas, y una tina broncínea, arriba de un tapanco, se desdoblaba en el espejo que cubría toda la pared frente a él; el aroma a guayabo, también, le dio una reminiscencia de algo conocido pero remoto. Se había quedado dormido casi sin darse cuenta, no diría cansado, sino abrumado por ese hotel, su atmósfera decadente y su aire rarefacto, colmado ahora sólo por un silencio que recordaba el de un bosque solitario: más que quieto y tranquilizador, perennemente al acecho. No sabía cuánto tiempo había pasado. Había olvidado el reloj y en el cuarto no encontró ninguno. La falta de ventanas contribuía a aumentar esa sensación de irrealidad, de ausencia de tiempo, que lo invadió desde que había pisado el vestíbulo del hotel. Tenía que hablarle a su esposa, cosa de la que se acordó con desagrado, pero tampoco había teléfono. Resolvió bajar al hall. Estaba alisando su traje y el cabello negro frente al tocador —que se le hizo extrañamente conocido— cuando empezó a escuchar una música alegre y desenfadada. Le vino a la mente la imagen de la fiesta en el piso inferior, su lenta e ilusoria aparición y desaparición, la mujer y su —de nuevo esa sensación— familiaridad; decidió bajar por las escaleras.

Al salir del cuarto la música cesó intempestivamente. En el ambiente exterior tampoco logró percibir indicios temporales. Se asomó al pequeño patio pero, como antes, vio sólo paredes moteadas por pequeñas ventanas internas que, imaginó, serían de los baños. La tenue iluminación de las lámparas, colgadas en las paredes de pardo brocado, y la luz variopinta que se filtraba por los vitrales que hacían de techo, eran las mismas de cuando había llegado. Desanduvo los pasillos haciendo sonar sus tacones en el piso de madera, recodo tras recodo, hasta llegar al patio central. No había señales de vida. El elevador mugió en lontananza, despertándole un escalofrío que le heló la espalda. Se sintió observado; asomó al hueco del ascensor y volvió a escuchar la música alegre y fuera de moda. Enfiló las escaleras hasta el segundo piso, pero lo encontró mudo y solitario como el anterior. Y así el siguiente. Llegó hasta la planta baja y, olvidándose de la llamada, caminó directo hasta el bar, donde el cantinero permanecía en la misma posición en la que lo había visto antes: recargado con las manos juntas arriba de la barra, los lentes reflejando la fuente y las mesas vacías a su rededor, la sonrisa pícara.

—Buenas, ¿scotch?

—En las rocas.

El temblor de su pulso hizo repiquetear los hielos en el vaso y el sonido pareció fragmentarse en pequeños ecos en las esquinas del patio, mezclándose con la casi imperceptible música ranchera.

—¿Hay alguna fiesta aquí? —preguntó después de tomar un largo trago.

—Pensé que venía de allá, señor.

—¿Yo? ¿Y por qué debería?

—Hoy es el catorce de julio, todo el Hotel Francés está de fiesta.

—¿Usted me conoce?

—Por favor, señor Torres, quién no le conoce —y, sin agregar nada, desapareció con pesadumbre en la parte trasera del bar.

Torres tambaleó al bajar de su banquito; pasó frente al vestíbulo: no había nadie. El portón de entrada estaba cerrado y el reloj suspendido en la pared, como suspendido en el tiempo, marcaba todavía las siete. Caminó atónito a lo largo del patio, observando las pinturas. Llegó hasta el piano, tamborileó con la punta de los dedos en la tapa y alzó la mirada hacia un retrato colgado arriba de él. Sus dedos dejaron de inmediato de moverse. En el cuadro, frente a un tocador que se asemejaba asombrosamente al de su cuarto, estaba representada una mujer rubia con un vestido fin de siècle, morado, el cuello alto y un sombrero emplumado. Era la misma mujer que había visto en la fiesta desde el elevador y, observándola ahora detenidamente, se dio cuenta de que era un doble perfecto de su esposa. Sintió unas punzadas debajo de las axilas, que siempre se le despertaban en los momentos de fuerte estrés o angustia, quitándole la respiración. Inspiró hondo varias veces, hasta que el aire impregnado de aroma a guayabo —ese aroma que ahora parecía emanar de la pintura— volviera a entrar denso en sus pulmones. Dejó el vaso a medio acabar sobre el Steinway y se dirigió al elevador. Ya estaba esperándolo. Corrió la reja y presionó con mano temblorosa el botón del segundo piso.

 

El arranque herrumbroso no lo asustó más que su imagen reflejada tres veces en los espejos, como fantasma tridimensional. Su fantasma entre otros fantasmas. Enjuto y ojeroso, sus ojos unas masas informes y opacas, sin vida. Sintió tras de sí el peso inmanente de otras miradas muertas, ausentes; la de los vetustos retratos colgados en las paredes; la de su esposa, su familia y la de ella. Una carga que ahora parecía grabar sobre el elevador, pensó, haciéndolo subir si fuera posible todavía más lento que de costumbre. Desde chico su padre, de ascendencia española, burgués y de índole progresista, le había inculcado una profunda fe en la técnica y la mecánica, como si fueran obra divina más que humana. La misma fe que la familia de su mujer, católica y conservadora, tenía en lo divino, que para él no era sino una obra humana más; los opuestos que se alejan en círculo hasta tocarse. Y él había quedado encerrado paulatinamente en esa prensa, que lo atenazaba como ahora el arcaico y angosto ámbito del elevador, cuya exasperante lentitud percibía más como una tortura de origen sobrenatural que una obsolescencia tecnológica. Él creía en el concepto de techné como arte, como una búsqueda de lo sublime… Búsqueda en la que había fracasado, si bien tampoco lo había intentado con mucha convicción. Matrimonio y alcohol no habían ayudado. Por ello sentía sobre sí mismo el desprecio de ambas familias, y, cada vez más, también el de su esposa, que lo consideraban un flojo y un bohemio. Habían sido sus ojos negros y profundos, su pelo corvino de la tesitura de las tierras andaluzas y calientes, que habían enamorado la frágil y nívea belleza nórdica de ella; pero eso ya no era suficiente, quizá nunca lo había sido de verdad, pensó de repente Torres, antes de que atrás de su cara lampiña y espejeada se diera el crepuscular cambio de piso. La soledad que lo acogió en el primer nivel le recordó el vacío de su vida. Este viaje para sacar su visa en la embajada francesa, este hotel, en esta fecha de importancia nacional para Francia, parecían una broma suprema, casi un escarmiento, pergeñado para castigar su fracaso. Pero, se dijo, viendo su rostro en el espejo, que de nueva cuenta se le hizo de lo más común: ¿se puede hablar de fracaso si ni siquiera lo he intentado? Ese pensamiento le devolvió, por primera vez desde que había llegado al hotel, su sonrisa ladina y fascinadora, justo cuando empezó a asomarse el segundo piso. Incluso se dio cuenta de que, después de mucho tiempo en este hotel, había vuelto a sentir algo, aunque fuera simplemente desconcierto, hastío o intriga por algo.

Música, humo y gente a sus ojos aparecieron revoloteando como comparsas alrededor de la única imagen de la fiesta que había retenido confusamente en su memoria, pero que desde que la observó en el cuadro había asumido los contornos de la realidad, de lo conocido, si bien increíble. La mujer, de una gracia y presencia que la hacían parecer sola e inalcanzable entre la multitud —como si fuera un retrato (el retrato) que todos rodeaban para admirar su preciosa manufactura—, volteó hacia él y, sin dejar de observarlo, se llevó a la boca un trago que, por el tipo de copa, pudiera haber sido un martini. Estaba preparado para presionar el botón de alarma, pero inesperada y estridentemente el elevador paró, llamando la atención de los presentes. Torres salió y todos lo recibieron con la familiaridad reverente que se destina a alguien conocido pero respetable; nadie se atrevió a detenerlo o a darle la mano; sólo a su paso le dirigían leves saludos y venias los hombres, y las mujeres sonrisas o atrevidas miradas. Llegó hasta la mujer, quien lo recibió con una copa de scotch.

—Tu favorito. Dieciséis años —le dijo, y con la mano libre cogió la suya y lo guio en un baile que no parecía seguir el ritmo de la música.

A Torres ya se le había acabado hasta el asombro. Se dejó llevar en piruetas de regreso al elevador, sin dejar de mirar a la mujer, el extraordinario parecido con su esposa, su misma mueca pétrea y hermosura irreal, marmórea. O de retrato, pensó; falsa, vacía tras las apariencias. En ese momento eran la pareja más bella y observada de la fiesta, pero él siguió dando vueltas y bebiendo su trago sin fijarse en lo que sucedía a su rededor, viendo a la mujer como si fuera una máscara, sin lograr descifrarla. Así, de la mano, entre las miradas atentas y envidiosas de los demás, se metieron al elevador. Ella corrió las rejas y apretó el botón del tercer piso.

—¿Quién eres? —le preguntó él, cuando el sonido gangoso del mecanismo se lo permitió.

—Ay, cariño. Otra vez bebiste demasiado. Pero se da el caso de que, hoy, también yo —le dijo apretando los labios en un gesto provocador y lúbrico, antes de acercárselos y pegarlos a los suyos. Torres, en lugar de un beso, sintió como si la mujer le estuviera chupando las palabras, incluso su propia voluntad, haciéndole casi perder el conocimiento. No se dio cuenta de cuántos pisos recorrieron ni tampoco del quejido del elevador al parar. La mujer, entre el repiqueteo de tacones en el piso de roble, lo llevó de la mano hasta el cuarto 333, recodo tras recodo. Lo último que sintió Torres antes de que se hiciera la oscuridad fue el glaciar contacto del cuerpo de ella contra el suyo y un penetrante olor a guayabo.

 

Lo despertó de repente el berrido ferruginoso del elevador. El cuarto estaba a oscuras, como su recuerdo. Tardó un rato en entender dónde se encontraba, hasta que buscó la lámpara del buró y la encendió. La primera impresión que tuvo fue como la de una escena ya vivida, remota, familiar pero al mismo tiempo borrosa. Su mirada se posó en las dos copas semivacías en el buró; una aceituna nadaba a la deriva en los restos de un martini. Se levantó. El silencio recordaba el de un bosque nórdico, copado por la nieve. Intentó buscar la hora, pero había olvidado el reloj y en el cuarto no encontró ninguno. Ausencia de tiempo. Tenía que hablarle a su esposa, cosa de la que se acordó con desagrado, pero en el cuarto tampoco había teléfono. Luego llegó hasta el tocador, pensó en el cuadro, en la fiesta; la mujer. Volteó a ver la cama: estaba vacía y en orden, sólo un poco removida donde había estado tendido él. Despedía un intenso olor a guayabo. De nuevo posó la mirada en los dos tragos. Salió disparado de la suite, recorrió el pasillo iluminado por la luz tenue, recodo tras recodo, y llegó al patio central. El elevador allí estaba esperándolo, solitario, reflejando en sus espejos la soledad del ambiente, al igual que la suya, multiplicándola. Mudo, parecía absorber todos los demás ruidos. Enfiló las escaleras hasta el segundo piso, pero lo encontró silencioso y vacío como el anterior. Y así el siguiente. Llegó hasta la planta baja y pasó enfrente del bar, donde el cantinero permanecía en la misma posición en la que lo había visto antes: recargado con las manos juntas arriba de la barra, los lentes reflejando la fuente y las mesas vacías a su rededor, la sonrisa pícara. En la esquina el retrato de la mujer se recortaba en la penumbra arriba del piano, sobre cuya tapa descansaba un vaso a medio acabar. Se le despertaron las punzadas debajo de las axilas y le faltó el aire. El olor a guayabo se le hizo insoportable, sólido y viciado. El portón del vestíbulo estaba abierto y el adusto empleado detrás del recibidor. A su lado el teléfono y arriba el reloj, firme en la misma hora de siempre. Debe de estar descompuesto, pensó.

—Buenas tardes, señor Torres. Bienvenido —le dijo el empleado.

Sin contestarle, el hombre empuñó el auricular y, tembleque, marcó el número de su casa. Después de tres timbres que le parecieron trecientos oyó del otro lado la voz de su mujer.

—Hola, soy yo —le dijo él, con una voz sin tono alguno, casi ininteligible.

—Hola, amor, ¿ya llegaste? ¿Todo bien en el viaje?

—¿Ya llegué…? Sí, no hablé antes porque me quedé dormido.

—¿Antes? Ni que te hubieras ido volando.

—¿Cómo?

—¿Estás borracho? Estuviste tomando en el autobús, ¿verdad?

—No, no. A ver, ¿qué diablos? ¿Qué día es hoy?

—Cómo que qué día es hoy. Es el catorce de julio…

En ese instante, como eco de una premonición, escuchó las campanadas de la cercana catedral dar las siete de la tarde.

Comparte este texto: