En el tren de la mañana / Diego Armando Arellano

Nunca le tuve miedo a mi tío Julián. Ni aunque tuviera esos ojos tan grandes y feos. En cambio mi madre sí le temía, hasta nos escondía en una de las habitaciones cuando él llegaba del trabajo. Pobre madre, se ponía muy nerviosa. Fingía que sonreía, pero a mares se le notaba que quería protegernos. Echaba llave y esperaba a que tío se durmiera para liberarnos. Hasta que eso sucedía podíamos jugar en el patio. Sólo un momento. Y juegos de adivinanzas y esas tonterías muy tranquilas. Sin hacer ruido exagerado porque tío ya estaba descansando.

Merendábamos a las ocho. Mi madre permanecía temblorosa para esa hora. Tiraba la leche cuando la acercaba para servirnos en el vaso. Matilde y yo nunca le dijimos que tuviera cuidado o que nos había ensuciado la ropa, fingíamos que no pasaba nada porque eso es justamente lo que hace feliz a nuestra madre. Mi padre no estaba. Se había marchado desde diciembre y estábamos a la expectativa de que volviera o se olvidara definitivamente de nosotros.

Mi padre le pegó a mi madre un día en el que ella amaneció muy alterada. Luego se fue y no regresó nunca. Así las cosas. Mandó una carta que mi madre se empeñó en esconder, pero un día Matilde dio con ella. Era una carta muy bonita. Decía cosas para nosotros, sus hijos. Cosas que me da pena transcribir porque el amor siempre nos ha dado vergüenza. Mi padre estaba contento pero nos extrañaba. Nosotros muchísimo a él. La carta indicaba su nueva dirección, quedaba lejísimos de aquí. Nos suplicaba que le escribiéramos de vez en cuando. Y a mí me pedía que enseñara a escribir a Matilde. Se lo conté a ella y lejos de ponerse odiosa entró en una alegría muy loca. Si la conocieran, es muy simpática. Releíamos la carta cada que nuestra madre nos encerraba en la habitación. Nos daba gusto esa carta. Siempre da gusto que un padre te quiera tanto, en verdad.

A tío Julián no quisiera referirme, sé que es necesario anotar al menos por qué vivía en nuestra casa. Pero lo desconocemos. Apareció la vez de los golpes. Y nos asustó mucho porque no sabíamos quién era él. Llegó buscando a papá, gritando el montón de groserías. Muy malas. Muy feas. Papá siempre tuvo cuidado de hablar correctamente y ahora venía ese tío y arruinaba su labor en dos minutos. Tío Julián nunca nos ha dirigido la palabra. Sólo el día de su llegada compartimos mesa con él y se comió todo lo que mamá había preparado. Come como puerco. Nos dio muchísimo asco y creo que ésa es la verdadera razón por la cual permanecemos recluidos en las tardes. No quiere provocar asco. Pobre tío, en serio que a veces nos da una lástima muy grande.

Por más que inventamos juegos es muy aburrido pasar las horas en el cuarto. La bombilla calienta las paredes y el calor resulta insoportable. Cuando haga frío el problema será otro, pero ahora no quiero ocuparme de ello. Matilde se desespera más que yo. Logro distraerla con algunas planas que está practicando para iniciar la carta que le escribirá a papá. Le digo que puede trazar dibujos para ilustrarla. Ella no entiende porque es muy pequeña. Aunque no saben lo inteligente que es. A veces se le ocurren tantos planes. Dice que nos escapemos, pero le hago ver que somos niños y debemos portarnos bien. Tenemos fe en que papá venza el miedo que le tiene a tío y vuelva pronto por nosotros.

A veces el ánimo flaquea. Sí, y más cuando las cartas de papá no llegan y nosotros hemos enviado más de seis. Matilde y yo confabulamos un plan. Hurgaremos el cuarto de mamá. Buscaremos las cartas que posiblemente ya mandó mi padre dándoles respuesta a nuestros mensajes. Me gusta contar con mi hermana porque no es nada tonta. No saben lo bien que sabe hacerse la escurridiza para conseguir algo. Por ejemplo, roba los dulces de leche que tío Julián esconde en la alacena. Más tarde los comemos juntos jugando una tontera que se llama Dime a qué sabe la vida. Es muy divertido, si tengo tiempo ya les contaré de las reglas y de lo que se trata. Mientras tanto pienso que será mejor dejar pasar unos días y esperar a que venga el cartero con alguna novedad.

Las cartas ya no existen y encima tío Julián reprendió a Matilde porque la descubrió hurtándole sus dulces. Eran unos cuantos y le ha dejado sus manitas muy coloradas y ella no para de llorar. Pobre Matilde. Es muy valiente y no llora de cualquier cosa. A menos que le duela mucho. Madre, en lugar de defenderla, le ha dicho que se lo merece. A pesar de estar tan triste, mi pobre hermana saca la casta. Ella es como mi padre. No consiguió las cartas pero en cambio encontró el monedero de mi madre. Sacó varios billetes de una esquina secreta que esconde su cartera. Es una variedad de alcancía de la que alguna vez nos habló mamá cuando estaba ilusionada. Sé que está muy mal pensar así, pero la valentía de Matilde me convence de que si seguimos en casa estaremos perdidos para toda la eternidad.

Decidimos huir de casa durante la madrugada. Contrario a lo que suponía, no fue difícil despertar a Matilde. Previmos todo. No nos costó trabajo abrir la puerta porque utilicé un cuchillo de la cocina como llave. He estropeado la punta de éste pero poco importa, la puerta cedió sin ningún problema. Los ronquidos de tío Julián hacen eco en toda la casa. Matilde se asusta pero le digo que no tema. Es sólo un oso tonto que no va a despertarse hasta la mañana. Pronto estaremos en la estación y abordaremos el primer tren que nos lleve a Costa Nueva. Traigo en el bolsillo la única carta de mi padre. El remitente lo he aprendido de memoria. Matilde lleva en su saco unos dulces de leche que robó otra vez. Les digo que es muy valiente. No he conocido nunca una niña que tenga tanto carácter.

Llegamos a la estación y estaba desierta. Era muy temprano y un oficial vestido de uniforme curiosísimo nos miró muy sorprendido. A Matilde le comenzó a sudar la mano pero le dije que se calmara. Pobrecita. Es muy tímida con la gente extraña. El hombre se acercó y preguntó qué se nos ofrecía. Le dije que viajaríamos a Costa Nueva con nuestro padre. Que contábamos con dinero suficiente para dos pasajes. El hombre se rió como un payaso. Luego le pegó una tos que casi lo ahoga. Nos preguntó qué clase de broma era ésa: que dónde estaban nuestros padres. Matilde quiso echarse a correr pero el hombre la detuvo de los pelos. ¡Vaya que le dolió! Para tranquilizarlo saqué los billetes y la carta de mi padre. El oficial tomó las cosas con una extrañeza que nos asustó. No tardó mucho en devolverme lo que le presté. Después hizo otras preguntas: ¿Que dónde vivíamos y quiénes eran nuestros padres? Yo todo respondí. El hombre no paraba de abrir los ojos. Sudaba bastante. Enseguida nos cuestionó si sabíamos el año que estábamos viviendo. Le contesté igual, con la verdad.

El oficial comenzó a santiguarse y a retroceder como si nosotros fuéramos unos fantasmas. Inmediatamente cayó al suelo desmayado. ¡Vaya que nos dio muchísimo miedo el pobre hombre! Gracias a Dios pronto se divisó la luz de la locomotora. Era un tren que iba directo a Costa Nueva. Bendita suerte ¡Qué alegría le dio a Matilde! En unas horas veríamos de nuevo a nuestro padre. El tren se detuvo y abordamos rápidamente. No tuvimos ningún problema, el operador recibió efectivo y en menos de dos minutos el tren se había puesto en marcha.

 

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