La noche siguiente resultó angustiosa para la mayoría de nosotros.
Incluso las circunstancias físicas la diferenciaron de las demás. Debido a la riña que los nazis habían tratado de provocar en la oscuridad la noche anterior, se dio la orden para dejar prendidos varios focos adicionales y se apostaron guardias franceses dentro del edificio. Algunos soldados se colocaron en la escalera; otros, en el portón. Eran relevados cada dos horas. Bostezaban y saludaban con un movimiento de cabeza cuando uno pasaba por la escalera.
Esa noche el gran salón se llenó de susurros, miedo y conmoción, más incluso que lo normal. Se percibía como una auténtica sensación física la presencia de los demás, tendidos sobre la paja; cada uno escuchaba los murmullos a su alrededor y presenciaba cómo las esperanzas y los temores del día adquirían dimensiones descomunales ahora, en la oscuridad, y cómo cada uno los sopesaba, sopesaba y sopesaba: ¿Lo lograremos? ¿Estaremos a tiempo todavía? ¿Nos sorprenderán las tropas nazis? ¿Nos salvaremos?
Mentiría si pretendiera afirmar que el miedo me pasó por alto esa noche. Por otra parte, la impasibilidad que lucí, para asombro de mis compañeros, no fue de ninguna manera fingida.
Al comienzo de este libro mencioné el fatalismo que me caracteriza. Ahora tendré que profundizar más en esta confianza en el destino, porque la actitud que guardé a lo largo de los sucesos que habré de referir sería difícil de entender si no se tomara en cuenta esta fe o superstición. Agregaré una tercera confesión, pues, a las dos citadas al principio de este libro.
La mayoría de los sucesos a nuestro alrededor son determinados por muchísimas causas, pero nunca reconocemos más que unas cuantas. Sólo vemos uno que otro eslabón de la cadena, sin abarcarla en su totalidad. Con mayor razón no nos enteramos jamás de algo con respecto a su principio y su fin. Por lo tanto haríamos bien en no extraer causas aisladas a guisa de las definitivas, sino en atribuir al azar el papel protagónico en la vida de todos nosotros, por mucho que nuestro arrogante entendimiento se oponga a ello. Einstein apuntó, resignado, la necesidad de admitir que la ciencia no contaba con una mejor explicación para lo que acontece en el universo que la comparación de éste con un juego de azar.
No obstante, la naturaleza del espíritu humano es tal, por otra parte, que exige una explicación para este juego inexplicable de la vida y el destino. No nos conformamos con que en nuestra vida reine el azar, es decir, leyes desconocidas para nosotros. Puesto que es imposible hallar una explicación que contente a la razón, buscamos más allá de ésta, en la superstición, el misticismo, la religión. No hay nadie entre nosotros, por muy sobrio que crea ser, que no cargue con miles de ideas supersticiosas sin saberlo. Y es precisamente en los momentos decisivos cuando no nos rige nuestra razón sino los conceptos mágicos heredados de nuestros más remotos antepasados.
Me agrada ahondar a veces en mí mismo a fin de descubrir los conceptos mágicos que determinan mis acciones. Trato de sorprender esta mi magia justo en el momento en que avanza hasta el umbral de mi conciencia. No me avergüenzo de mi superstición, la confieso, y no por ello me considero más tonto que quienes no reconocen la suya.
Aunque sé muy bien, pues, que se trata de un disparate por el que yo mismo no puedo hacer más que burlarme de mí, creo con todo haber encontrado un hilo conductor, una ley secreta que determina el curso de mi vida. Creo que si bien me atormentan a lo largo de mi vida cotidiana miles de pequeños contratiempos, miles de caprichos del destino, todos estos pequeños males no son más que la paga que el destino me exige a cambio de la suerte que me distingue en los asuntos grandes y realmente decisivos.
En efecto, desde siempre me he visto afectado por pequeñas penas, muchas veces francamente nimias. Hace muchos años, por ejemplo, que yo, una persona que aprecia mucho el orden y la seguridad, tengo que vivir sin verdaderos papeles que legitimen mi existencia; precisamente yo, que les tengo un pánico especial a este tipo de asuntos, estoy trabado en una lucha permanente con las autoridades en torno a papeles de identificación, certificaciones y permisos. Mi situación financiera se encuentra en un estado semejante. Desde hace unas dos décadas he podido ganar dinero suficiente para llevar la vida que me gusta por medios decentes y mediante una actividad productiva; no obstante, dondequiera que este dinero ha estado, se le ha bloqueado o confiscado. Mi estado de salud está sujeto a leyes similares. Mi constitución física es resistente y he sobrevivido a enfermedades serias. Con todo, soy achacoso, me resfrío fácilmente, no veo bien, me cuesta trabajo hablar con claridad, mi digestión no funciona como debería y muchas veces me ha hecho malas jugadas en momentos decisivos.
En resumen, en todos los aspectos y sin importar lo que yo haga para evitarlo, me meto en dificultades menores pero grotescas, desconocidas para la mayoría de mis contemporáneos. Uno de mis editores pasó por alto registrar el derecho de autor de una obra exitosa y gran parte de los ingresos se me perdieron. Algunos empleados míos hicieron cosas por las que tuve que responder y pagar sumas semejantes. Siempre he tenido que dedicar dinero, tiempo, nervios y vida a asuntos indeciblemente ridículos. Eternamente he andado en busca de un buen abogado, un buen médico, un buen banquero: de personas más versadas en tales cuestiones que pudieran hacerse cargo de ellas en mi lugar. En efecto hallé al médico indicado, al abogado correcto, al banquero perfecto. El abogado murió en un accidente de tren al medio año de haber empezado a trabajar para mí. El médico, después de atenderme durante dos años, se suicidó, ya bajo el régimen de Hitler. El banco administró mi patrimonio por nueve meses antes de que los nazis lo embargaran.
A estas pequeñas penas corresponden situaciones afortunadas de importancia decisiva. Viví la Primera Guerra Mundial en una época en que mi manera de ser todavía no estaba firmemente estructurada sino aún abierta al cambio, de modo que pude convertir los sucesos de la guerra en experiencias que habrían de tener un valor determinante para mi vida y mi obra. Escribí los libros que quise escribir, y el trabajo, por mucho que lo maldiga, me inspira un placer que no quisiera cambiar por ningún otro. Además, la sociedad de hoy está dispuesta de tal manera que no sólo me permite hacer lo que me gusta, es decir, escribir bien, sino que hasta me paga por ello. Sí, me distingue la suerte extraordinaria del éxito, cualesquiera que sean mis talentos. A ello se suma que he conocido a las mujeres y los amigos que he deseado tener, y todos me han sido leales. Todas estas circunstancias en conjunto me hacen creer que el hilo fundamental de mi destino es el que describí arriba: tengo suerte en las cosas importantes, mientras que mi mala suerte sólo afecta lo insignificante.
Sé que esta noción es atávica y fetichista, emparentada con la fe de quienes se suponen bajo la custodia especial de Dios o de algún santo. Como sea, esta idea supersticiosa está viva dentro de mí y en realidad me da gusto que así sea.
Una segunda superstición, extraña mezcla de pedantería y arrogancia, me ha confirmado en esta convicción.
Todavía me falta escribir algunos libros. Dicho con mayor precisión, entre los libros que tengo en mente he elegido varios que pienso escribir a toda costa. Traigo catorce libros en mi fuero interno, catorce libros que todavía tengo que escribir, porque supongo que sólo yo soy capaz de escribirlos y porque creo que son muy importantes; es más, mi amor propio me ordena suponer que también son importantes para el mundo. Simplemente no puedo concebir la posibilidad de que me suceda algo grave, mucho menos de que muera, antes de haber escrito estos catorce libros. Dios o el destino no lo podrán permitir.
Esta sensación de que a fin de cuentas no me podía suceder nada grave probablemente fue la causa de esa indiferencia que asombró a los demás. Si durante aquella noche terrible el miedo me atormentó menos que a los otros, fue por esa idea que me sostuvo.
Ya señalé que mi confianza desde luego no permaneció incólume durante toda la noche.
Tengo muy presentes aquellas horas, recuerdo muchos detalles. Estaba tendido sobre la paja, escuchaba y percibía la cercanía de los demás, pensaba en muchas cosas, sentía otras tantas. Mi entendimiento preocupado me advirtió no caer en la imprudencia y enumeró objetivamente todo lo que pudiera ser causa de temor. Los nazis realmente estaban muy cerca. Aunque llegara el tren, o sea, aunque decidieran evacuarnos, de todas maneras sólo se habría aplazado el día en que toda Francia quedara en manos de los nazis. ¿Dónde estaríamos nosotros ese día? ¿De veras habríamos cruzado la frontera? Era muy poco probable.
A fin de animarme volví a pensar en los catorce libros que todavía quería escribir, que todavía escribiría. No obstante, esta idea esperanzadora se vio perturbada por otra no menos supersticiosa. Algunos numerólogos alemanes han determinado que el nueve es funesto para los artistas de esta nacionalidad. Beethoven, Brahms y Mahler escribieron nueve sinfonías cada uno; Wagner, nueve óperas viables; Schiller, Hebbel y Grillparzer, nueve obras representables; algunas personas realmente sagaces han calculado que de las obras de Goethe también son sólo nueve las que realmente tienen vida, de modo que, por decirlo de alguna manera, no murió por sus ochenta y dos años de edad sino por terminar el Fausto. Ahora bien, con la tercera parte del Josephus yo acababa de concluir nueve obras viables, y eso me inspiró temor.
De manera tristemente grotesca empecé a jugar con la idea de mi muerte. Hice el balance de mi vida. Traté de determinar qué había obtenido y qué se me había negado. ¿Tuve una vida plena? ¿Una vida sabia o necia, feliz o desdichada? ¿Valió la pena vivirla?
Llegué a la conclusión de que mis cincuenta y seis años en realidad habían sido años buenos, plenos y ricos. No hubiera querido prescindir ni de lo malo que me trajeron ni de lo bueno, porque ambas cosas, lo bueno y lo malo, me enriquecieron, y sin el trasfondo de lo malo no hubiera sabido valorar ni disfrutar lo bueno. «Bienvenido lo bueno y lo malo», escribió un poeta alemán, y de niño di vueltas a una frase del Talmud que decía, con respecto a lo malo: «Gam su letovo».
Con cierta pedantería terca analicé si de veras había llevado a cabo los planes más indicados entre todos los que me mantuvieron ocupado a lo largo de mi vida; si de los libros que tenía en mente no hubiera escrito mejor éste o aquél en lugar de alguno de los que efectivamente escribí, y si el tiempo que dediqué a las mujeres o a otras diversiones estuvo bien empleado o no. Con la misma pedantería terca y con la intención de ser lo más sincero posible traté de evaluar cuánto tiempo había empleado en cosas dignas de ser vividas y cuánto tiempo en cosas y personas que no valieron la pena.
Quedé conforme. Finalmente se confirmó que en el fondo todo había valido la pena, también lo carente de sentido. Pensé en ciertas cosas particularmente faltas de sentido que había hecho; el recuerdo me alegró y sonreí ahí, tendido sobre mi paja.
1. Lion Feuchtwanger, Der Teufel in Frankreich, Langen-Müller Verlag, Múnich, 1983, pp. 114-163.