La séptima cruz (fragmentos) / Anna Seghers 1

Capítulo quinto
    
1
La ley según la cual los sentimientos humanos se incendian de súbito para luego enfriarse de nueva cuenta no regía a la mujer de cincuenta y cuatro años sentada junto a la ventana en un cuarto del callejón Schimmel, con las piernas enfermas subidas en otra silla. Porque esa mujer era la madre de Georg.
     Desde la muerte de su esposo, la señora Heisler compartía el departamento con la familia de su segundo hijo. De suyo gorda, ahora lo estaba más. Sus hundidos ojos cafés expresaban temor y reproche, como de alguien que se está ahogando. Sus hijos estaban acostumbrados a esta expresión y también a los breves suspiros lanzados por su boca abierta, como vapores de pensamientos, y por eso tenían la impresión de que su madre no entendía bien lo que se le decía, por lo menos no en todo su alcance.
     —Si viene no será por la escalera —comentó el segundo hijo—, sino por los patios. Trepará, como antes, por el balcón. No sabe que ya no duermes en el mismo cuarto. Mejor quédate donde estás. Acuéstate.
     La mujer movió los hombros y las piernas espasmódicamente; su peso le impedía levantarse sola. El hijo más pequeño adoptó una actitud solícita.
     —Ahora te acuestas, te tomas tu valeriana y echas el seguro, ¿sí, mamá?
     —Sería lo mejor —agregó el segundo. Era un hombre de constitución tosca que aparentaba más edad de la que tenía. Llevaba la cabeza, grande, rasurada y hacía poco que la llama desbocada de un soplete le había quemado las cejas y las pestañas, lo cual daba un aspecto obtuso a su semblante. Había sido un muchacho bonito, como todos los hijos de la familia Heisler. Ahora era el ejemplo perfecto de un integrante de la sa, de miembros y facciones gruesas y pesadas. El más pequeño, por su parte, Heini, era tal como lo había descrito Röder. Su figura, su cráneo, su cabello, sus dientes: casi pareciera que sus padres lo hubieran creado de acuerdo con el manual de la raza. Ahora el mayor hizo ademán, con una risa forzada, de llevarse a su mamá a rastras hasta la cama, con todo y las dos sillas. Se detuvo al percibir la exigencia de la mirada materna, mirada-mensaje que al parecer le costó un esfuerzo desmesurado. El hombre soltó las sillas y bajó la cabeza.
     —Sí me entendiste, ¿verdad? ¿Qué dices, mamá? —preguntó Heini.
     Ella no respondió. Simplemente volvió a mirar al hijo menor, luego al mayor y otra vez al menor. ¡Vaya coraza que debía tener el muchacho para soportar esa mirada! El mayor se acercó a la ventana. Miró el callejón nocturno. El pequeño, por su parte, no tuvo que esforzarse por aguantar la mirada de su madre: ni la notó.
     —Ya acuéstate —pidió—, y deja la taza junto a la cama. Debería darte igual que venga o no venga. No pienses en él. Nos tienes a nosotros tres.
     El mayor lo escuchó, la cara vuelta hacia el callejón. Asombrado, escuchó la forma en que Heini, el hermanito consentido de Georg, había aprendido a hablar. Participaba en la cacería como si no tuviera importancia. Y todavía pretendía demostrar a los niños de su calle —y también a los grandes— que Georg ya no existía para él, aunque antes lo siguiera como una sombra. A ese pequeño lo habían vuelto al revés de manera más absoluta incluso que a él, el mayor, quien ya se sentía completamente cambiado. Había entrado a la sa un año y medio atrás por el horror que le provocaba el recuerdo de sus cinco años de desempleo. Sí, esa sensación de horror constituía una de las pocas aventuras intelectuales de esa mente lerda y poco emprendedora. De los hijos Heisler era el menos desarrollado, el más tonto. «Perderás tu empleo mañana», le dijeron, «si no te integras hoy». En su cabeza maciza y perezosa vivía aún, como una sombra, la idea de que todo sólo valía a medias. Lo definitivo no acababa de ocurrir. Era un aquelarre que tendría que pasar. ¿De qué manera? ¿Por obra de quién? ¿Cuándo? No tenía forma de saberlo. Al escuchar hablar a Heini con su mamá, insolente y frío, al mismo Heini que Georg solía llevar en hombros a todos los mítines y que ahora albergaba grandes ambiciones —con la Escuela para Líderes, con la ss y la ss motorizada—, sintió que el corazón se le volcaba en el pecho. Se apartó de la ventana y fijó la mirada en el pequeño.
     —Voy aquí abajo a ver a los Breitbach. Ya acuéstate, mamá —dijo Heini—. Entendiste todo, ¿verdad?
     La mamá habló, para sorpresa de ambos.
     —Sí.
     Había concluido su meditación.
     —Tráeme mi valeriana —pidió con voz animosa.
     «Me la tomaré», pensó la mujer, «para que el corazón no se me alebreste. También me acostaré, para que se vayan. Luego me sentaré junto a la puerta, y cuando escuche que Georg se acerca a los patios gritaré: “¡Gestapo!”».
     Hacía tres días que todos le explicaban —particularmente la esposa de su segundo hijo y Heini— cuánta gente había en la familia sin contar a Georg: tres hijos y seis nietos; cuánto podía ser destruido por ella mediante un solo acto de imprudencia. La madre había guardado silencio. Antaño, Georg sólo era uno de cuatro hijos. Le causaba muchos disgustos. Los maestros y los vecinos le llegaban constantemente con quejas. Siempre se estaba peleando con su padre y sus dos hermanos mayores. Se peleaba con el segundo hermano porque a éste le resultaba indiferente todo lo que alteraba a Georg; y con el mayor, porque éste se inquietaba por las mismas causas que Georg, sólo que su opinión al respecto era otra.
     El hermano mayor vivía con su familia en el otro extremo de la ciudad. Se enteró de la fuga por la prensa y la radio. Si bien no había pasado un solo día desde el arresto de Georg en que no pensara en su hermano menor, ahora prácticamente todos sus pensamientos giraban en torno suyo. De haber conocido la forma de ayudarle no se habría tenido consideraciones a sí mismo ni a su familia. Diez veces le preguntaron en el trabajo: «¿Es pariente tuyo ese Heisler?». Y diez veces respondió con el mismo tono, sembrando silencio a su alrededor: «¡Es mi hermano!».
     En otros tiempos, la madre prefería al hermano mayor, de cuando en cuando al menor. También le tenía mucho apego al segundo hijo, quien a su manera lerda y simple la trataba bien, quizá mejor que ninguno.
     Nada de eso importaba ya. Al contrario de lo que normalmente sucede en la vida, entre más duraba la ausencia de Georg, entre menos noticias suyas tenía, entre menos preguntas se le dirigían sobre su paradero, más claridad iban adquiriendo en su mente los rasgos del hijo, más precisos eran sus recuerdos. Su corazón se apartó de los diversos planes, de las esperanzas manifiestas que animaban a los tres hijos quienes vivían, palpables, a su alrededor. Poco a poco se fue colmando de los planes y las esperanzas del ausente, del casi desaparecido. Por la noche permanecía sentada en la cama contemplando todos los detalles que se le habían olvidado durante tanto tiempo: el nacimiento de Georg, los pequeños accidentes de sus primeros años, la enfermedad grave por la que casi lo perdió; la guerra, durante la cual ella se dedicó a fabricar granadas y sobrevivió sola con sus hijos, y cuando en una ocasión denunciaron a Georg por robar algo de un sembradío; los pequeños triunfos a los que podía aferrarse, las escasas recompensas —un profesor que lo alabó, un maestro artesano que lo encontró diestro, la victoria en un torneo deportivo. Medio orgullosa, medio enfadada, recordó a su primera novia y a todas las muchachas que le conoció después. También a Elli, quien siempre fue una desconocida para ella. Ni siquiera le llevó al niño para que lo conociera, y luego… ¡el brusco cambio en la vida de Georg! No introdujo nada completamente ajeno a la familia. Sin embargo, aquello que para el padre y los hermanos no pasaba de ser una preocupación entre muchas, una palabra incidental, una huelga o un volante ocasional, para él se convirtió en lo determinante, en todo su ser.
     Como si alguien hubiera querida persuadirla de que sólo tenía tres hijos, de que el cuarto nunca nació ni vivió jamás, inventó mil pruebas de lo contrario. Cuántas horas dedicó Heini a explicarle que la calle estaba bloqueada, que vigilaban el departamento y que la Gestapo permanecía en guardia: debía pensar en sus otros tres hijos.
     En ese momento abandonó a sus otros tres hijos. Que se cuidaran solos. Al único al que no abandonó fue a Georg. El segundo hijo observó el movimiento constante de los labios maternos. Ella pensó: «Dios mío, tienes que ayudarlo. Si existes, ayúdalo. Si no existes…». Renunció al incierto aliado. Dirigió su plegaria a todos los que poblaban la totalidad de la vida que ella conocía, incluso a las zonas más nebulosas y oscuras que ella desconocía por completo, pero donde tal vez pudiera haber personas capaces de ayudar a su hijo. Quizá todavía hubiera, acá y acullá, alguien que se dejara conmover por su súplica.
     El segundo hijo volvió a acercarse a su silla.
     —No te lo quise decir mientras estaba Heini, porque con él nunca se sabe —indicó—, pero hablé con Spengler Zweilein…
     La mujer lo miró con vivo interés. Bajó los pies al piso rápido, sin esfuerzo.
     —Zweilein vive en un buen lugar. Puede ver las dos calles. Georg seguramente vendrá del Meno, ¡si viene! Obviamente no hablé bien con Zweilein, casi a señas.
     Le enseñó a su madre cómo había hablado con Zweilein.
     —Él me contestó igual. Se quedó despierto. Cuando vea a Georg, no dejará que se meta a la calle.
     Al escuchar estas palabras, los ojos de la mujer se iluminaron. Sus facciones, que un instante antes estaban flojas como un trozo de masa estirada, se pusieron firmes y fuertes, como si algo le hubiera inspirado nueva vida a la carne. Agarró el brazo de su hijo para incorporarse del todo.
     —¿Y qué va a pasar si viene de la ciudad? —preguntó.
     Su hijo se encogió de hombros. La mujer prosiguió, más para sí misma que para el hombre.
     —Si se le ocurre buscar a la Lorecita, ella está de acuerdo con Alfred. Lo denunciarían.
     —No juraría que los dos sean capaces de denunciarlo —declaró su hijo—. Como sea, vendrá del lado del Meno. Zweilein lo detendrá.
     —Está perdido si viene acá —afirmó la mujer.
     —Ni siquiera así estaría totalmente perdido —dijo su hijo.
    
xiv
Se rindió informe a Fahrenberg: Encontraron al sexto fugitivo. Lo encontraron y está muerto. ¿Cómo? Eso ya no era asunto del campo de concentración de Westhofen. Era cosa de Dios, de las autoridades competentes de Wertheim, de las juntas campesinas del distrito y del primer alcalde.
     Después de recibir el informe, Fahrenberg salió al patio apodado «la pista de baile». Los integrantes de la sa y la ss que estaban de servicio ya se habían formado. Voces roncas escupían órdenes. Muertos de cansancio, arrastrando su pesada carga de suciedad y desesperación, la columna de presos obedeció en forma tan rápida y silenciosa como un soplo de almas desaparecidas. Dos plátanos brillaban intactos a la derecha de la barraca del comandante, rojos por obra del otoño y de los últimos rayos de luz, porque el día se acercaba a su fin y la niebla del cañaveral se extendía sobre el lugar maldito. Bunsen se encontraba al frente de su tropa de la ss con cara de querubín, como si estuviera esperando las órdenes de su Creador. De los diez o doce plátanos que solían erguirse a la izquierda de la puerta, el día anterior fueron derribados todos excepto los siete que se necesitaban. Zillich, plantado delante de su grupo de la ss, ordenó amarrar a los cuatro fugitivos vivos. Cada noche, al escuchar esta orden, un temblor recorría a los presos, una débil sacudida interior, como el último estremecimiento antes de la muerte. Los ojos atentos de la ss no permitían que nadie moviera ni siquiera un dedo.
     Sin embargo, los cuatro hombres amarrados a los árboles no temblaban. Ni siquiera Füllgrabe. Mantenía la vista fija al frente, con la boca abierta, como si la muerte misma le hubiera exigido a gritos que por fin mostrara cierta dignidad. De su semblante también emanaba un viso de luz; en comparación, el brillo desprendido por la lámpara de policía de Overkamp era miserable y mortecino. Pelzer tenía los ojos cerrados. Su rostro había perdido toda delicadeza, toda vacilación y debilidad para adquirir un aspecto audaz y agudo. Estaba concentrando sus pensamientos, no para dudar ni para buscar evasivas sino para comprender lo irremediable. También percibía la presencia de Wallau a su lado. Más allá de Wallau se encontraba Albert, a quien derribaron a golpes enseguida de evadirse. Por deseo de Overkamp lo habían curado, aunque sólo en lo más indispensable. Tampoco temblaba. Hacía mucho que había dejado de temblar. Ocho meses atrás, al llegar a la frontera del Reich con su abrigo forrado de moneda extranjera, se delató al temblar. Ahora, más que estar de pie, colgaba en ese extraño puesto de honor que nunca se hubiera imaginado, a la derecha de Wallau, y su cara húmeda estaba salpicada de luz. Sólo los ojos de Wallau contenían una mirada. Cada vez que lo conducían hacia las cruces, su corazón casi petrificado daba otro salto. ¿Encontraría a Georg ahí? Lo que miraba ahora no era la muerte, sino la columna de presos. Es más, incluso descubrió un rostro nuevo entre todos los conocidos. Pertenecía a un hombre que estuvo hospitalizado. Era Schenk, al que Röder había ido a buscar esa misma mañana para conseguirle alojamiento a Georg.
     Fahrenberg dio unos pasos al frente. Ordenó a Zillich que sacara los clavos de dos árboles. Se erguían desnudos y solitarios, como dos auténticas cruces para el cementerio. Sólo quedaba uno desocupado y con clavos, el de la extrema izquierda al lado de Füllgrabe.
     —¡Hemos encontrado al sexto fugitivo! —proclamó Fahrenberg—. A August Aldinger. ¡Muerto, como lo habrán deducido! Murió por su propia culpa. No tendremos que esperar mucho al séptimo, porque viene en camino. El Estado nacionalsocialista persigue implacablemente a todos los que obran en contra de la comunidad del pueblo; protege lo que merece protección; castiga lo que merece castigo; extirpa lo que merece ser extirpado. Nuestro país ya no ofrecerá asilo a criminales fugitivos. Nuestro pueblo es sano. Desecha a los enfermos, mata a los locos. No han transcurrido ni cinco días desde la evasión. Aquí los tienen. Abran bien los ojos, grábenselo en la memoria.
     Fahrenberg regresó a la barraca. Bunsen ordenó que la columna de los presos avanzara dos metros. Sólo quedaba una estrecha franja entre los árboles y la primera fila de hombres. Durante la alocución de Fahrenberg y las órdenes que le siguieron, el día terminó de extinguirse por completo. La sa y la ss estaban alineadas en forma de pinzas a izquierda y derecha de la columna de los prisioneros. La niebla cubría y rodeaba el patio. Era la hora en que todos se daban por perdidos. Los reclusos que creían en Dios se convencían de que los había abandonado. Los detenidos que no creían en nada entregaban sus entrañas a la desolación, de la misma manera en que es posible pudrirse vivo. Los encarcelados que sólo creían en la fuerza intrínseca del hombre se persuadían de que esta fuerza sólo se conservaba viva en ellos mismos, que su sacrificio era en vano y que su pueblo los había olvidado.
     Fahrenberg se sentó frente a su escritorio. Desde ahí veía, a través de la ventana, la parte de atrás de las cruces, los hombres de la sa y la ss a ambos lados, la columna. Empezó a redactar su informe. No obstante, también él se sentía muy agitado para tales trámites. Descolgó el teléfono, oprimió un botón, lo volvió a colgar.
     ¿Qué día era? Ciertamente ya declinaba, pero así y todo quedaban tres días del plazo fijado por él mismo. Si fue posible hallar a seis hombres en cuatro días, debía serlo también encontrar a uno en tres. Además, ya estaban ojeando a este último. No volvería a pegar los ojos ni por un minuto. Lo malo era que él, Fahrenberg, tampoco lo podía hacer.
     La barraca estaba casi totalmente a oscuras. Prendió la lámpara. Desde la ventana de Fahrenberg la luz proyectó las sombras de los árboles a los pies de la primera fila de la columna. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí? ¿Ya era de noche? No se produjo ninguna orden y a los hombres atados les ardían los tendones. De repente un hombre de la tercera fila al fondo de la columna lanzó un fuerte grito —los cuatro amarrados se sobresaltaron, rozando los clavos— y se desplomó, chocando y derribando al hombre que tenía delante; empezó a revolcarse en el suelo dando voces y fue sometido a patadas y a golpes. La sa se repartió por todos lados.
     En ese momento los comisarios Fischer y Overkamp, de sombrero e impermeable, salieron con sus carpetas de la parte interior del campo de concentración; un ordenanza les cargaba los portafolios. Overkamp había concluido su labor en el lugar. La persecución de Heisler ya no se beneficiaría de su presencia en Westhofen.
     Dos órdenes bastaron para que todos se formaran igual que antes. Se llevaron al hombre caído y al de adelante. Sin desviar la vista a la derecha ni a la izquierda, los comisarios entraron a la barraca del comandante; pasaron entre las cruces y la primera fila de la columna, al parecer sin reparar en el hecho de que las fachadas de esa calle eran algo extrañas, por decirlo de alguna manera. El ordenanza se quedó en la puerta con su carga y lo observó todo con la boca abierta. Al poco tiempo, los dos policías volvieron a salir y de nuevo pasaron delante de la columna. En esta ocasión, Overkamp miró los árboles de refilón. Se topó con los ojos de Wallau. Overkamp vaciló de manera casi imperceptible. Apareció en su rostro una expresión en la que el reconocimiento se mezclaba con un «lo lamento», con un «tú mismo tienes la culpa». Quizá la mezcla incluso contuviera un granito de respeto.
     Overkamp sabía que los cuatro hombres estarían perdidos en cuanto abandonara el campo de concentración. Cuando mucho los dejarían con vida hasta aprehender al séptimo. A menos que antes se cometiera alguna torpeza o se le acabara la paciencia a alguien.
     En la «pista de baile» se escuchó cómo arrancaba el motor. El corazón les dio un vuelco a todos. De los cuatro hombres atados sólo Wallau estaba en condiciones de comprender claramente que estaban perdidos. Pero a Georg, ¿lo habrían encontrado ya? ¿También vendría en camino?
     —A Wallau le llegará el turno primero —comentó Fischer. Overkamp asintió con la cabeza. Conocía a Fischer desde hacía mucho tiempo. Ambos sustentaban ideas nacionalistas y habían recibido todas las condecoraciones en la guerra. De vez en cuando colaboraban con el sistema actual. Overkamp estaba acostumbrado a aplicar los métodos policiacos usuales en el ejercicio de su profesión. Los interrogatorios duros eran para él un trabajo como cualquier otro. No le causaban el menor solaz, mucho menos placer. Siempre había tenido por enemigos del orden —del orden tal como él lo concebía— a todas las personas que
debía encontrar. Incluso en la actualidad consideraba a las personas
que debía buscar como unos enemigos del orden según él lo concebía. Hasta ahí todo estaba claro. Las cosas sólo perdían claridad cuando se ponía a pensar en beneficio de quién trabajaba ahora en realidad.
     Overkamp apartó su pensamiento del asunto de Westhofen. Quedaba el caso de Heisler. Echó un ojo a su reloj. Dentro de setenta minutos los esperaban en Fráncfort. La niebla los obligó a bajar la velocidad a cuarenta kilómetros por hora. Overkamp limpió el vaho de la ventanilla. Atisbó la salida de un pueblo a la luz de un farol.
     —¡Oiga! ¡Deténgase! —vociferó de repente—. ¡Salgamos, Fischer! ¿Ya probó el mosto de este año?
     Al apearse del coche en medio de la niebla del campo fresco y solitario, se desprendieron de ellos la tensión del trabajo y la angustia en la que por el momento no tenían ganas de pensar.

 

1. Anna Seghers, Das siebte Kreuz, Aufbau-Verlag, Berlín, 1975, Obras completas, t. 4, pp. 9-11, 263-318, 422-423.

 

 

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