El abra

Luisa Mercedes Levinson

(Buenos Aires, 1904-1988). Autora de A la sombra del búho/ La isla de los organilleros/ La casa de los Felipes (Corregidor, 1986).

En medio del abra, ya semiinvadida de malezas, en el campo de los Mendihondo, se puede ver una tapera de dos piezas corridas y galería a los lados, con techo de zinc donde el sol se apoya con saña. El abra de una legua escasa está rodeada por la selva de Misiones que, como un nudo corredizo, en cualquier momento podría estrangularla. Es una isla seca esa abra a la que solamente llegan, a veces, ñanduces o monos, o, muy de cuando en cuando, un chasque que, como yo, por alguna razón de pobreza, se aventura a cruzar la selva y el páramo de tierra colorada.

En un tiempo, la tapera del abra estuvo blanqueada y el campito poblado por algunos vacunos. Un pozo exiguo, con una mula atada a la noria, era la única provisión de agua. De las vigas del techo de la galería colgaba la hamaca paraguaya, y, en ella, estirada, una mujer morena de miembros cortos y redondeados que se abanicaba con una pantalla de junco. A pesar del tinte mate de su piel, no parecía del país; la sombra exagerada de sus ojeras acusaba el kohl. Se cubría con un vestido claro que dejaba transparentar sus formas pronunciadas. La hamaca se ondulaba con el peso de esa figura pequeña y maciza. Alrededor de ella se formaba un vapor confuso, una especie de orla o halo. Pero quizás era sólo la nube oscilante de moscas y mosquitos.

Don Alcibiades la había traído de Oberá, una noche, y ahí se había quedado. No la llamaba por ningún nombre, solamente eh, decí, mirá. Tenía un nombre difícil de pronunciar. Ella había creído que ese hombre barbudo, con ojos muertos, movimientos rápidos y una rastra emparchada de plata, la hubiera llevado a ciudades con ferias y ruedas que vuelan por el aire, o a campamentos donde se escuchan las fanfarrias lejanas, y la caña, en cantimploras, rueda de boca en boca, suavemente hinchada por los votos secretos de muchos hombres, al anochecer.

Se quedaron allí, sin una guitarra ni un perro. Después, él conchabó al Ciro, el peón. El peón, además de arrear los animales al bebedero, castrar y carnear de cuando en cuando, hacía la comida, cebaba el mate y a veces lavaba la ropa. También cargaba con la hamaca de una a otra galería, con o sin la mujer adentro, en busca de sombra. Hablaba poco; contra el último pilar de la galería, se quedaba por las noches apartado y oscuro. Como no pitaba, sólo se percibía, muy de cuando en cuando, el brillo de sus ojos encandilados. Las estrellas brillaban fuerte en la gran noche, pero más allá, al raso.

Don Alcibiades, ya en el oscuro, tiraba el pucho y se acercaba a la hamaca. Se quedaba ahí un buen rato de pie. De pronto cargaba con la mujer hacia la pieza. Muy de mañana cebaba el Ciro. La mujer ya estaba en la hamaca otra vez, como si no se hubiera movido, abanicándose eternamente, con los ojos sombreados de kohl. La expresión de esa cara era igual a la de muchas mujeres que se encuentran en el pueblo o las ciudades: una máscara de melancolía o de tedio y detrás de la máscara, nada.

El Ciro le pasaba el mate en cuclillas, la pava un poco más allá, en la tierra roja, y, prosternado, le ofrecía un cigarro de chala, una fruta o una perdiz traída de la laguna, a quince leguas. El patrón se prendía la rastra de plata y observaba desde adentro, afinados los labios resecos. El muchacho era duro para el trabajo y rendidor. Le iba cobrando ley.

Una madrugada en que la mujer estaba comiendo las frutas de las palmeras invisibles, por lejanas, vio una culebra y le tiró a la cabeza, como tantas veces lo hiciera con el revólver que estaba ahí nomás, en la hamaca. Don Alcibiades salió de la pieza.

—Buen tiro, che. Te premiaré por la puntería. Me voy pa la feria arreando los novillitos; te traeré la blusa.

—¿Lo acompaño, patrón? —preguntó el Ciro.

—No.

Don Alcibiades añadió, dirigiéndose a la mujer:

—Te queda un tiro. Es bastante pa vos —y se fue. No cambió la máscara ambigua en el rostro de ella.

El Ciro montó la yegua y salió a recorrer el campito, como siempre; arreó de la selva a tres vacas alzadas, curó a un ternero abichado, libró a otros de uras y garrapatas y acomodó las ramazones que servían de alambrado. Cuando volvió a las casas empezó con la fajina doméstica: prendió fuego para el asado, entre la polvareda y el viento; en cuclillas, como siempre, miraba de reojo a la mujer. Ella se desperezó, después se desprendió la blusa, como si la botonadura le lastimara el pecho. Estirada en la hamaca, abanicándose, su rostro permanecía impasible; sólo el cuerpo, en ondulaciones sobre la red, cambiaba, se multiplicaba en su aleteo, como si muchos peces submarinos y brillantes se debatieran en una atmósfera antinatural, en intentos inútiles un poco monstruosos. Y en todo había una belleza remota y agresiva. El Ciro fue acercándose despacio, silencioso, de rodillas, y empezó a acariciar la mano que colgaba fuera de la red. La mano se alzó hasta el pecho y con ella arrastró a la otra mano. El Ciro saltó sobre la red, alucinado, desesperado, como una tormenta que se desencadena. Y su sudor caliente se mezcló con las sales profundas y por fin el secreto del mundo fue revelado. La mujer entreabrió los labios. Una paz corpórea, blanca, se elevó sobre la tierra rojiza, sin pájaros. Un grito de la mujer la ahuyentó de pronto. Sonó un tiro y el Ciro, en un estertor rígido, cayó hacia afuera, sobre la tierra apisonada, bajo la hamaca.

—No me esperaban tan pronto, ¿eh? —y después—: No lo hice caer encima tuyo, no te podés quejar.

Alcibiades se acercó y metiendo el revólver en el cinto tomó los bordes de la hamaca, empezando por arriba, y fue cerrándola sobre ella, trenzándola con el lazo. La mujer estaba quieta, callada, abiertos los ojos sin mirar, bajo la soga que iba cerrándose, primero sobre su cara, todo a lo largo de su cuerpo, después. Él trabajaba concienzudamente, práctico en la tarea con el lazo. Terminó en lo alto, en el lado de los pies, con un gran nudo doble.

Ella no sabía aún qué había pasado. El lazo le daba sobre la cara, sobre los pechos. Algo pegajoso le había salpicado los muslos y un brazo. Y el olor subía desde la tierra apisonada, una mezcla de pólvora y de amor, y de cosas muy lejanas y profundas; mares, tal vez. En una contorsión que hizo oscilar la hamaca, se volvió boca abajo; vio a un hombre muerto que fue el Ciro: a la frente destrozada seguía la nariz indecisa y los labios, herida irremediable, dulce y agradecida; eran los labios recién besados de un niño.

La mujer estaba todavía aletargada por esa paz ya huida. No entendía mucho de miedos. Sabía que era difícil que algo fuera peor. Ya hacía tiempo que había tocado fondo; la felicidad podía ser sólo una memoria confusa y fugaz o un momento sin futuro. Recién había bebido de la felicidad hasta lo hondo, por primera vez, y a pesar de todo, un bienestar la invadía; un baño de bienestar que pesaba más que los acontecimientos, que trastocaba el tiempo y la mantenía en un presente que ya había pasado. En casa de doña Jacinta había conocido el apremio de muchos hombres, pero nunca había conseguido ese bienestar que le hacía recuperar las cosas remotas; la infancia y un barco y una imprecisa canción. Sintió que los pechos y el vientre le pesaban como si fueran el centro del universo. De pronto abrió los ojos. El Ciro estaba quieto, allí abajo, en el suelo, largo. Ella se retorció, adentro de la red, y empezó a crecer en ella, como si fuera desde la entraña misma de la tierra roja, un odio pétreo, gris; un odio de greda que la traspasaba, la superaba. Raspándose los flancos logró darse vuelta de costado. Su odio nada tenía que ver con la angustia o la debilidad o el estar allí, vejada, entre cuerdas, prisionera. Era un odio duro hacia un hombre que tenía poder, el patrón, Alcibiades, que estaba ahí junto al pilar; en ese sitio que había sido el apoyo de la espera, de la paciencia, de la pobreza, del amor; del Ciro.

La máscara en el rostro de la mujer no expresaba nada más allá de la ambigüedad, como siempre. Pero ahora revivía esa escena pasada, cuando el hombre de la barba entró en el patio de doña Jacinta, en un atardecer, chirriando las botas, como si fuera matando la luz con sus pisadas y vio el desfilar de las muchachas —la Zoila, tan delgadita que parecía que iba a quebrarse; la Wilda, con su pelo motoso, sus labios abultados y sus ojos verdes, y las otras—, y cómo la eligió a ella y la hizo tenderse y subir los brazos detrás de la nuca y cómo una arcada de asco le subió a la garganta, algo que no le había sucedido antes. Él prometió mostrarle ciudades y le ofreció cigarros de chala y ella olvidó ese asco inicial y se fue, dejando el atado de ropa para las otras, total, a ella ya le comprarían vestidos nuevos en la ciudad, y una combinación de seda celeste. Y llegaron allí, al abra, y lo mismo que en el patio, en el pueblo, los días fueron iguales, más iguales todavía, pasando de amaneceres a ocasos, de noches a días, de calor a calor.

El rencor la ahogaba, le subía en bocanadas desde el vientre. Se parecía a aquella primera arcada insólita que le acometió cuando Alcibiades la besó por primera vez. Algo que había estado quieto en sus adentros, como una laguna estancada, se echó a correr, a desbordarse por su cuerpo y por su mente, arrastrando los espejos rotos impregnados con sus imágenes recientes, estúpidas y asombradas. Y al lavarla de lo anterior, la volvía clara, lúcida para intentar una venganza. Se oían las idas y venidas del hombre, en la pieza, cómo contaba las monedas de plata, cómo abría la valija y metía, adentro, la ropa y el poncho de la cama. Eso quería decir que se iba, que la dejaba, para que ella se consumiera hasta el fin, bajo el sol que ya daba vuelta hacia esa galería, entre la nube de moscas verdosas, pastosas, que subían desde la cabeza destrozada del muerto hasta ella. Lejos, esperaban los caranchos y los cuervos.

La lengua, seca, se le pegaba al paladar; el estómago se le endurecía y la apretaba con cien uñas nuevas, adentro, pero no se le ocurrió pensar que tenía hambre y, sobre todo, sed. Su odio podía más que los apremios. Un olor blando se alzaba desde el piso. Un olor dulce que se parecía a ese sudor reciente de ellos dos, mezclados. Y a los yatais que él le traía desde lejos. Y también al bebedero de la mula.

Alcibiades, con la valija en la mano, se detuvo ahí cerca, los labios estirados en una especie de sonrisa. Tal vez su reciente acción le quedaba grande; lo sobrepasaba. Se admiró de sí mismo, de su decisión; había matado a un hombre, al muchacho. Limpiamente se había librado de algo que lo incomodaba. Ahora había que huir. También era molesto, no sabía qué hacer. Hacía calor, era la hora de la siesta.

La mujer parecía un puma, con sus miembros cortos y su vientre y busto abultados, la piel con algunos manchones rojos bajo la red emparchada de sol. Ella empezó a retorcerse.

El sol le daba en el hombro derecho y en la cadera; después, en todo lo largo de ese costado. Se acomodó boca arriba, de espaldas al muerto, el sol sobre el seno pesado, justo bajo la soga, sobresaliendo el pezón morado por un cuadradito de la red.

La cabellera negra se desparramaba y le escondía la cara; toda esa masa de pelo apenas entreabierta para dejar que ardiera la mirada. Un quejido monótono, un poco ronco, acompañaba el contoneo, algo así como un arrullo, si las fieras pudiesen arrullar, mientras a la frente angosta, deprimida bajo ese pelo que caía, llegó desde sus entrañas una sabiduría antigua: si ella sabía llamarlo, ese hombre se acercaría, se abalanzaría sobre ella y desataría el nudo y destrenzaría el lazo y se aflojarían los bordes de la hamaca y eso significaría el reinado de la hembra, la vida, el poder y, después, la venganza.

Alcibiades estaba inquieto junto a ese pilar. Dejó la valija en el piso y dio un paso adelante. Se detuvo de nuevo.

—Te estás asando al sol, che —dijo con una voz extraña, pastosa.

Ella se retorcía, rugía un poco. El hombre añadió, con voz honda, como si le costara hablar.

—Aura naides nos molestará, aunque sea al sol.

Se iba acercando, deteniéndose y dando un paso adelante otra vez. Ella lo veía crecer, agigantarse. En cualquier momento se abalanzaría, por sorpresa. Tal vez su impaciencia le haría cortar el lazo o la red con el facón.

En los sacudimientos de la mujer hubo un cambio de ritmo, un estremecimiento que el hombre no notó. El odio, por arcadas, por oleadas, iba adueñándose de sus pequeñas astucias, de su pereza, de su deseo, de todo aquello que había sido ella, hasta entonces, y la invadía en flujos y reflujos. Toda ella era una marejada de odio caliente que la endurecía. Su odio era más impaciente que el deseo de él, más apremiante. Ya nada significaba el plan de venganza, ni siquiera la vida. Era un odio exigente, tiránico, de una majestad feroz. Y se agrandaba adentro de ella, la estiraba, ya no lo podía contener… Estalló un tiro.

—Perra —murmuró el hombre, entre dientes; dio una voltereta y cayó de espaldas al piso. Tenía una mano sobre el pecho y escupía aún confusas maldiciones.

Adentro de la hamaca quedó el revólver inútil, vaciado. Ella también quedó así. Era la última bala, el último ruido para quebrar el rumor, la pesadez y la sed. Era el último ruido del mundo para ella. El hombre, Alcibiades, tendido, contorsionándose, oscuro, era una sombra empecinada contra la luz; juramento y estertor. Y, por fin, nada, apenas la muerte bajo el pilar, un poco más allá de la valija vieja e hinchada. Y un hilo de sangre dibujando la camisa no muy blanca bajo la barba renegrida.

La mujer se rindió al sol que la poseía prolijamente. Su odio, satisfecho, la abandonó como un hombre, nomás, y ella se sumergió en una especie de paz opaca, sólida, que poco tenía que ver con aquella que había atrapado luego del amor. Pero ésta era, por lo menos, duradera.

Todo el sol destinado al abra de tierra roja estaba concentrado, ensañado en ese cuerpo desnudo bajo la red, húmedo, que se iba secando poco a poco. Y la lujosa corte de moscas tornasolándose al pasar de la sombra al sol, estiraba las alas y las patitas, iba y venía desde los cuerpos de los hombres muertos hasta el de ella, sin hacer distinción entre la cabeza destrozada, el pecho donde la sangre parecía correr aún, y su sed. Ella alimentó el odio a costa de esa sed; algo estaba cumplido, saciado. Se estuvo un rato quieta, soñolienta. De pronto empezó a roer la red, desesperadamente. Un cuadrito se cortó, después otro. Ardía la piel, los labios, los ojos. Todo se incendiaba en ella aunque la noche ya caía lentamente y pesaba como cien hombres y la selva comenzó a desperezarse a lo lejos, arrastrándose primero, galopando con furia, después, estrechando el círculo del abra, estrangulándolo. Cegaba el resplandor de las lagunas y de los ríos mentirosos que avanzaban y huían. Noche, sol, noche otra vez. Y morder los hilos del frío, del miedo, de la soledad. Sus propios gritos engendraban otros que tomaban formas, que la rodeaban y la aturdían y atronaban la noche. Luego el silencio la envolvía y el nudo del lazo, allí arriba, sobre sus pies, se agrandaba en el aire, inalcanzable, todopoderoso.

Redobla el galope de la selva. Sombras, graznidos, alas pegajosas le abofetean la cara, le picotean los muslos y las caderas, la salpican de negrura y de muerte: «La Wilda y la Zoila duermen bajo el mosquitero. ¡llegan los hombres! Doña Jacinta se va a enojar. Se me enredan las guías en las piernas y las manos de los hombres aprietan los pechos de las muchachas donde rebosa la leche amarilla y amarga para engañar la sed de los hombres. ¡La comadrona! No, que quema las entrañas, se incendian con las palmeras y las culebras. En lo hondo, más abajo de la tierra apisonada, arden las monedas de plata, la barba negra; ya son un líquido negruzco…

»Rueda la rueda redonda por las ciudades. ¡Ciro, Ciro, desatame de la rueda! Abajo, en el patio de jazmines, están los soldados con sus fanfarrias y su bonito uniforme azul. Y los ángeles vuelan por el aire y cantan. Traé las blusas de seda para las muchachas. Vamos a rezar todas juntas a la Virgen para que se cumpla el milagro; una combinación con randa y un hombre que se quede. La selva me cubre, me esconde entre sus hojas, entre su lujo, entre la selva… Virgencita, nudo del aire, no me ciegues con tu luz…».

La hamaca, en el vacío, como un puente o un sueño murmurante aún, se mecía sobre la muerte, cuando yo, el chasque pobre, llegué

Comparte este texto: