De Malick a Herzog: de la naturaleza como divinidad a la naturaleza como caos

Hugo Hernández Valdivia

(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del iteso, colaborador de la revista Magis.

El cine no puede evitar—aunque lo pretenda— incluir a la naturaleza en lo que registra. (A menos, claro, que se trate de abstracciones o divertimentos geométricos, como algunas propuestas experimentales o numerosas animaciones, hechas en la misma cinta, de Norman McLaren). Como escenografía o como asunto, como atrezzo o como utilería, como extra o como protagonista, como tema o como historia, sin humanos o con (desde, dentro, contra) los humanos. Así, pero no necesariamente como consecuencia de esto, han aparecido acercamientos de diferente ambición y alcance. Desde la ingenuidad idealizada al estilo Disney, que esboza una naturaleza propicia y benigna, bucólica, y siempre a escala de lo humano, con sus valores (por lo que resulta natural que los habitantes de bosques y selvas, así como montañas, plantas o arbustos, sean antropomorfizados), hasta las aventuras que dan cuenta de la brutal hostilidad que puede albergar la naturaleza salvaje, con bestias descomunales—lo mismo tiburones que gorilas o serpientes— o territorios ominosos —selvas, desiertos, playas—, o las que transcurren durante fenómenos meteorológicos que amenazan no sólo la vida humana, sino sus creaciones y los cimientos de la civilización.

En este mapa merecen particular atención los acercamientos de dos realizadores fundamentales que utilizan las herramientas del cine —se expresan en imágenes y sonidos— para entregar valiosas reflexiones de orden filosófico: el norteamericano Terrence Malick y el alemán Werner Herzog. En ambos casos la naturaleza es mucho más que paisajes de fondo o escenario de proezas o miserias: ambos utilizan a menudo la voz en off, cual monólogo interior literario, con propósitos discursivos, pero también para cuestionar y hacer observar, para pensar. No es raro que por la banda sonora transite un río reflexivo, como para no quitarle peso al encuadre, en el que a menudo aparecen espacios espectaculares que pueden resultar acogedores o amenazadores… e indiferentes a lo que sucede con los humanos. No obstante, la visión resultante es distinta y distante, contrastante. Para Malick la naturaleza adquiere proporciones divinas; para Herzog es caos, un campo propicio para la proyección de la naturaleza humana.

Malick, que se graduó en Filosofía en Harvard con la distinción summa cum laude, fue profesor de esa asignatura en el mit y tradujo a Heidegger, ha mantenido una conducta ascética, lejos de las tentaciones y debilidades de la naturaleza humana, de la parafernalia cinematográfica y los reflectores. En una época en la que todo mundo busca sus cinco minutos de fama y prodiga opiniones, juicios y prejuicios en cuanta red social esté a su alcance, el cineasta norteamericano se mantiene al margen: no concede entrevistas, no asiste a presentaciones ni a festivales (no se apersonó en el festival de Cannes de 2012 ni recibió la Palma de Oro que obtuvo en esa edición por El árbol de la vida); rehúye las cámaras incluso cuando está en rodaje.

En su cine explora con amplitud y rigor las diferentes aristas que percibe alrededor de la naturaleza. Utiliza religiosamente el extreme long shot (gran plano general), gracias al cual llena la pantalla con imponentes paisajes. Ahí ubica personajes humanos (excepcionalmente, en la cinta mencionada, da cuenta del desarrollo de la vida en la Tierra, y por su superficie transitan lo mismo las primeras bacterias que los dinosaurios) que a menudo se desplazan en silencio, sensibles al lugar en el que se ubican, al que miran con atención y a veces con asombro, como el soldado Witt (Jim Caviezel), protagonista de La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998). Éste se sumerge en las aguas del Pacífico y camina por las exuberantes selvas de una de las Islas Salomón. El propósito del registro no es descriptivo ni turístico. De lo que se trata no es sólo de ubicar a un personaje en un espacio y un tiempo específicos —la acción transcurre en la Segunda Guerra Mundial, en los terrenos donde efectivamente hubo combates—, sino de establecer una postura panteísta. La fascinación con la que recorre Witt los diferentes parajes por los que pasea sugieren una comunión entre el hombre y la naturaleza salvaje: la convivencia de hombre, flora y fauna es pacífica y no es exagerado subrayar que entre todos se va tejiendo un nexo espiritual. La guerra, esa gran enfermedad estrictamente humana —demasiado humana—, mancilla y amenaza, destruye el equilibrio, maltrata a la divinidad. De ahí que Malick siga utilizando planos abiertos para registrar los combates: da imagen y sonido al drama de los soldados, por supuesto, pero nos ofrece el paisaje completo (hay, por supuesto, una ambición holística), con la naturaleza sufriente, enferma.

Malick no es ingenuo al postular una perspectiva positiva sobre el ser humano: éste tiene una misión elevada, pero es propenso al extravío, asunto que está presente en cada una de sus cintas. Su exploración del malestar moderno que viven hombres y mujeres puede rastrearse en el curso de sus historias, en los monólogos y diálogos de sus personajes, en la forma, en el curso de la singular narración, por medio de los cuales se hace presente él como autor: en narratología se denomina autor implícito a la proyección del autor en el texto. En Knight of Cups (2015), por ejemplo, sigue a un guionista que tiene una vida exitosa en términos económicos, laborales y sociales, pero su vida es una rutina vacía, habitada por sexo, drogas y rock and roll, en la que abundan los excesos. Se sugiere la idea de un origen noble (el caballero al que alude el título), de un destino que no estaba previsto en su noble cuna, que se torció en la ruta. En Deberás amar (To the Wonder, 2012) expone un paisaje de aridez espiritual y acompaña a un sacerdote que tiene una crisis de fe. En todas cobra relevancia el amor en crisis: parejas que conviven y que compartieron afectos, que atraviesan por un desencanto inocultable. En El árbol de la vida plantea el conflicto esencial de la humana condición, el que se encara al experimentar la espiritualidad en un mundo hostil, enfrentando la violencia de la vida. Es posible inferir que, según Malick, la felicidad forma parte de la naturaleza del ser humano, pero éste ha contribuido a alimentar enfermedades que lo alejan de su esencia, y en los tiempos que corren vive una profunda crisis de espiritualidad, percepción que compartiría el ruso Andrei Tarkovski.

Werner Herzog se ejercita permanentemente en la lucidez, posee una curiosidad infinita y ha hecho de su carrera como cineasta una aventura: es un explorador incansable. De su capacidad de observación y su permanente afán de pensar con el cine han surgido películas imprescindibles que iluminan diversas aristas de la humana condición. Película tras película ha ido engrosando un discurso muy sólido y muy personal: tiene claro lo que le sorprende o extraña, lo que quiere decir (y tiene mucho qué decir); para expresarlo puede construir la puesta en escena y utilizar actores o puede tomar los elementos de la realidad. Para Herzog, la frontera entre géneros es operativa, y las películas toman la forma que conviene a su discurso. Así, ha dejado constancia de sus reflexiones en sus ficciones y en sus documentales, terrenos en los que por igual acostumbra manifestarse ampliamente: en el primero los personajes son una suerte de alter egos; en el segundo, el cineasta acompaña la imagen con sus reflexiones, expresadas con su propia voz en off, y no es raro que aparezca frente a la cámara. Desde sus primeros largometrajes documentales se aventura en parajes distantes y a menudo áridos. Es el caso de Fata Morgana (1971), uno de sus primeros largometrajes documentales, que fue filmado en el desierto del Sahara. Su propuesta, con matices experimentales, hace convivir con ánimo lírico textos míticos con largos travels y pasajes musicales. Surge así una apuesta con ambiciones naturalistas y afanes antropológicos.

Para Herzog, Walt Disney «es un hijo bastardo del Romanticismo», y de él toma consciente distancia. Sus películas lo dejan bastante claro. En Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007), por ejemplo, en la que da cuenta de sus vicisitudes y hallazgos en la visita a una estación en la Antártida, sigue a un pingüino —al que cabría calificar como depresivo— que se aleja de los suyos, mientras cuestiona si puede haber locura en esas aves. Así contrapone una cruda estampa al mundo de Disney, que un año antes, en Happy Feet: El pingüino (Happy Feet, 2006), había hecho una propuesta cálida, cándida y luminosa sobre los pingüinos; es también una suerte de respuesta al documental de Luc Jacquet La marcha de los pingüinos (La marche de lempereur, 2005).

Desde la ficción ha acompañado a personajes obsesivos, de una terquedad bíblica. Las aventuras que ellos viven no obedecen al capricho, y si emprenden proyectos épicos al final no cabe hablar de héroes. No es extraño que Herzog vea demencia en el pingüino de la cinta antes mencionada, pues en sus ficciones abundan los rasgos demenciales. Es el caso de dos de sus personajes más emblemáticos: Aguirre y Fitzcarraldo. El primero, protagonista de Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), es un conquistador español que encabeza una expedición para buscar El Dorado. La travesía por el río Amazonas y sus hermosas selvas crueles es extenuante y provoca enfermedades y muertes a montones, pero el líder no claudica. Herzog condensa en una frase su gesta: «Aguirre se atreve a desafiar la naturaleza a tal grado que la naturaleza inevitablemente cobra venganza de él». En Fitzcarraldo (1982) acompaña a un hombre que se ha enriquecido con el caucho. Es un amante de la ópera que se empeña en construir un teatro para el bel canto en la selva. Las dificultades para navegar lo llevan a la odisea de transportar un barco a través de las montañas, pasaje que da lugar a una de las secuencias más fascinantes en la historia del cine. Por gestos como éste, el realizador concluye que «esta película reta las leyes más básicas de la naturaleza.» Aguirre y Fitzcarraldo son interpretados por Klaus Kinski, un actor que tiene la virtud de personalizar con normalidad la exacerbación y la locura, que ofrece desempeños memorables y da fuerza y verosimilitud a ambos personajes. Y que, caprichoso y exaltado, fue un dolor de cabeza constante para el realizador.

Herzog ha cultivado con mayor asiduidad el documental. Desde él ha dado cuenta de acontecimientos y padecimientos que tienen como uno de sus temas principales la naturaleza salvaje, la naturaleza humana y el puente entre ambas. Así, ha tomado distancia para el análisis: en El diamante blanco (The White Diamond, 2004), por ejemplo, sobrevuela en un artefacto las selvas tropicales de Guyana. La aventura es pertinente para dar cuenta de las obsesiones de Graham Dorrington, el ingeniero en aeronáutica que diseñó la nave que sirvió para el rodaje, cuya vida ha sido rica en desencantos. En Lecciones de oscuridad (Lektionen in Finsternis, 1992) registra el paisaje que dejaron los iraquíes en Kuwait después de abandonar el país al perder la Guerra del Golfo. Prendieron fuego a los pozos petroleros, y Herzog recoge imágenes dantescas con las impresionantes llamas que surgen del suelo: sí, el infierno. A propósito de lo expuesto, una de las lecciones reza así: «La luna es insípida. La Madre Naturaleza no llama, no te habla, aunque un glaciar algún día se tira un pedo. Y no escuches la Canción de la Vida». En Ecos de un imperio sombrío (Echos aus einem düsteren Reich, 1990) revisa la gestión de Jean-Bédel Bokassa en la República Centroafricana en los años setenta del siglo pasado. El ejercicio del poder de Bokassa tiende un puente con Joseph Conrad; Herzog ilumina el corazón en las tinieblas. A propósito de lo observado y reflexionado, en particular el canibalismo, Herzog comenta: «El canibalismo es ciertamente parte de la naturaleza humana, y es un fenómeno que siempre me interesó porque tiene un nexo directo con una parte de nosotros que es muy antigua y yace enterrada profundamente».

En uno de sus documentales más conocidos, Grizzly Man (2005), podemos escuchar reflexiones que en buena medida condensan su pensamiento. Con un profundo respeto (que, por lo demás manifiesta de cara a todo lo que aborda) y exento de juicios, sigue aquí a Timothy Treadwell, un hombre que vivió en el bosque cerca de los osos grizzly. Recoge el material que el «amigo de los osos» grabó, examina su conducta y la comenta e interpreta en off. Observa rasgos de paranoia, pero no le interesa un diagnóstico psicológico. En uno de los pasajes más sensibles de su filmografía, Herzog aparece a cuadro, de espaldas (sin ánimo exhibicionista ni sensiblero, acaso es ocioso precisar), escuchando el sonido que registró la cámara al momento en que un oso ataca y mata a Treadwell. De éste comenta que fue «un gran educador» al hacernos conscientes del riesgo que corren los osos. Afirma que «grabó material que no tiene precedentes en su belleza y profundidad, y nos permite ingresar a nuestra más recóndita condición humana. Así que no es tanto una película sobre la naturaleza salvaje, sino una introspección en nuestra naturaleza». La cinta cierra con frases que van en este tenor y que bien podrían ser su epitafio: «Mientras vemos a los animales en su gozo de ser, en su Gracia y ferocidad, el pensamiento deviene cada vez más claro, de que no es tanto una mirada a la naturaleza salvaje sino una introspección en nosotros mismos, nuestra naturaleza. Y eso, para mí, más allá de su misión da significado a su vida y su muerte.» Frente a todo esto, ¿cómo reprocharle a Herzog que no sea romántico… ni optimista?

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