Efecto Kuleshov

Mariana del Vergel

(Aguascalientes, 1998). En 2021 preparó Discéntricas. Muestra de poesía joven mexicana de mujeres(Ediciones La Rana).

I

Un niño vende duraznos afuera del Museo del Genocidio Armenio. Pese al intenso calor, los duraznos se conservan frescos en sus huesos: los huesos se conservan en sus cajas. Ningún turista que paladea por la zona se toma el tiempo de ver al niño. El efecto del sol y su deseo por recorrer las losas con su calzado trasnacional, por pisar las acículas que cobijan al monumento (las mismas hojas pueden escuchar muchas veces el susurro de otras hojas), por llegar a la orilla del mirador a tomar la gran foto citadina, no les permite detenerse. Los transeúntes avanzan, van y vienen. Sólo comen a la sombra sus archifamosos aperitivos, y continúan su paso. 

Nadie le ha explicado al niño cómo vender la fruta en otros idiomas; cómo responder con su moneda de cambio armenio un «Gracias», «Espero que vuelva pronto», «Éste es el calor de nuestros campos». Por el momento él no se pregunta. Sabe cuáles son precisamente las palabras justas y cuándo sacarlas a tiempos considerados; sabe qué tiene qué decir cuando llegue una persona, y luego, únicamente, cuando entregue la fruta envuelta. Pero ahora que no es abril, ni se mezclan memoria y deseo en la tierra muerta, el niño sólo espera sin preocupaciones: no es consciente de que sólo tendrá visitas de otras personas que hablan sus mismas palabras; de otros que engarzan su lengua cada año que se dirigen en procesión de duelo, entre flores y banderas, hasta el monumento.

Como a su alrededor no hay gente ni canciones al aire para cantar, el niño hace de su venta un juego. Apunta su mirada en la regordeta fruta y percibe los destellos rojos en la piel. Recuerda y juega a transformar: 

esa piel es la alfombra en la casa de su abuela:

memoriza el color en el viejo vestido de su madre

Su mundo (no) se detiene un breve momento.

II

La escritora danesa Inger Christensen nació un invierno de 1935 en Vejle, cerca del mar. Su ficha biográfica dice que fue maestra en el Colegio de Artes de Holback, que estuvo casada y divorciada, que escribió poesía, novela, cuentos y ensayos, que se dedicaba a preguntar sobre los sueños de la naturaleza, y que, como muchos escritores crecidos entre el boscaje frío de la Europa septentrional, se detenía en las flores pálidas, en las zarzamoras verdes, en el rocío a veces no acabado de ser entre los abedules tiernos. 

¿Cómo nos podemos acercar a un aparente lejano destello si no es hablándole de cerca? Para leer en voz alta la segunda de forros de alguno 
de sus libros y dar el primer paso a esa otra rama —muy vieja y resistente— del 
indoeuropeo, que acaso nos llevara a tocar algunas de las yemas axilares 
del west germanic anglo-frisian, que nos encaminarían a su vez al alemán del norte, que nos acercarían un poco más al danés de Christensen, habría que comenzar a hablar de ella como hablando con la escritora: 

Naciste en una tarde lluviosa de 1935, en Vejle. Fuiste una poeta, novelista, dramaturga y ensayista. Tu obra —dicen los críticos escandinavos— llegó a marcar una cumbre en la poesía danesa 

del siglo xx, pero tu traslado ha recorrido los oídos de más de 

treinta lenguas que han crecido hasta ahora por tus cercanías estrechas o insulares con la música y las artes visuales. 

¿Cómo hablarle a Inger Christensen del nacimiento de Inger Christensen estando a nueve mil doscientos sesenta y nueve kilómetros de distancia y a más de doce nodos entrerramados entre su lengua y la mía? Acaso, para relatar tu vida, Christensen, habría que comenzar por hablarte como algún escritor alguna vez le llamó a sus tierras de Písac:

Digamos que eres una niña. Acaso una niña que tallara la sortija del durazno. «Pensemos que ella fue creciendo en tu dedo / hasta hacerse lejana como un astro». Pensemos que tuviste un abuelo que, como muchos de nuestros abuelos, entregó el ganar de su vida al comercio, a la venta de las cosas que el hambre compra. Digamos, Christensen, que no conociste realmente a tu abuelo, pero que imaginaste cómo poco a poco fue siendo un gran vendedor de fruta a la orilla de un lago de alta montaña extenso y fresco en azules, cerca del Mar Muerto. Digamos, Christensen, que eres una niña jugando en su propia nave de piedra al abordaje. «Pensemos que atrapaste tu vejez / con unos garfios, / inútilmente. / Inútilmente dibujaste sobre tu cuerpo / al vagabundo cruel». Digamos que sólo eres ya en la noche del espacio, la imaginación de tu abuelo; tú la voz de su imagen, la voz que hoy te hace decir: los albaricoqueros existen.

III

Un niño vende duraznos afuera del Museo del Genocidio Armenio. Todas sus pertenencias se concentran en dos cajas parduscas y perfumadas llenas de la fruta fresca y roja, conservada siempre en sus huesos. Como a su alrededor no hay gente ni canciones al aire para cantar, el niño hace de su memoria un canto, hace de su canto un juego que va y se multiplica exponencialmente entre el silencio latifundio de los abetos: 

los albaricoqueros existen, los albaricoqueros existen

y los árboles frutales existen y las frutas en el huerto donde

los albaricoqueros existen, los albaricoqueros existen

en países donde el calor producirá precisamente

el color de la carne que tienen los albaricoques

blanco, es blanco,

la oscuridad es blanca,

los árboles frutales, tan blancos en su florecer. 

I

Un niño sentado en cuclillas vende duraznos a las afueras del Museo del Genocidio Armenio. Entre la blancura de los muros que lo rodean, decide emprender su propio juego en el que su imaginación se desenvuelve en la memoria de su canasta. Fija su mirada en uno de los duraznos, pero no lo estudia, sino que comienza a emprender una amistad con él. Con la letra que recuerda reinventa su propio ritmo, le tararea a campo abierto: Hey! jan ghapama, hey! jan ghapama, Hamov jodov ghapama.

Y parece que todos los duraznos, todos los abetos en la explanada del museo, todas sus hojas, todas sus acículas paran por un momento su movimiento breve, su proceso de putrefacción lentísimamente concebible: su respiración se suma al canto. Y el intenso calor se mece con la descomposición de las frutas: cada átomo de silencio es la posibilidad de un fruto maduro —dice Valéry—. Y se mecen también el anhídrido carbónico y el agua que nunca para de fluir microscópicamente entre los huesos. El sol amarillo-cromo, el oxígeno que respiramos, existe. 

A excepción de los transeúntes, todo lo que hay a su alrededor presta su oído: escucha con quietud su canto que deslumbra ante el silencio permanente. Al lado del museo, el sonido se mece entre el basalto de la estela.

II

El grifo del agua está abierto y casi ahoga los gritos de una niña que habla desde lo profundo, en un mar de cruces de piedra. Su memoria, los movimientos de la mente insuflados en las nubes / existen como remolinos de oxígeno en lo más hondo de la Estigia. 

En uno de tus escritos, Christensen, nos abres el umbral a un recuerdo con tu abuelo. Un verano. Tú llegando al lago Seván, bajando a la isla desde el monasterio. El calor intenso. Tu mano tomada de su mano pálida y fríaTu abuelo en la serenidad concreta, su vista puesta sobre el agua del río. Tú tratando de encontrar su canto imperceptible. Alrededor de ustedes, otros niños sonrientes dan vueltas corriendo con un perro. Preguntas si puedes sumarte a su juego. Pero tu abuelo, como muchos otros abuelos, como muchos otros padres y madres en la isla, permanece mudo. El sol derramado y tú. Sólo arrojas tus ventanas hacia el lago: hay cuerpos y niños y ancianos y los labios azules del mar. Te preguntas si es necesario pedir permiso para meterte al agua. Sabes nadar como todos los demás en el Lago, pero como Kafka, ciertamente tienes mejor memoria que ellos. No has olvidado tu antiguo no saber nadar y reconoces que tu abuelo algún día no lo supo. Y como no lo has olvidado, tu no saber nadar entre la mudez de tu abuelo, tu sabiduría, siguen siendo inútiles. Dominas el sumergirte como las y los demás en la azul costera de la consciencia, pero no entras al lago, te quedas a la orilla de un valle de lágrimas sereno, muy sereno, «y el llanto / hundido, hundido, como las aguas frenéticas, de nuevo».

Digamos, Christensen, que eres una niña que juega en su propia nave de piedra al abordaje. El grifo del agua está abierto:

III

En Armenia, los albaricoques dieron su primer gran brote en la vieja ciudad de Garni, ciudad ampliamente pisada por turistas. Un niño vende esos duraznos en la explanada del Museo del Genocidio Armenio. No se pregunta cuál ha sido el camino que ha recorrido su fruta fresca entre sus huesos. El niño está lejos de conocer la guía sobre los procesos de descomposición de los alimentos. El niño sólo canta canciones de su abuela que fueron pronto canciones de su madre, que acaso serían sus canciones cuando fuese padre cuando fuese abuelo.

I

Un niño vende duraznos afuera del Museo del Genocidio Armenio. El calor intenso hace que los duraznos se conserven frescos en sus huesos, que los huesos se conserven en sus cajas. Hace que el niño tenga hambre. 

Como agua que se lleva a la boca, el niño toma uno de los duraznos, lo gira con completa delicadeza y lo acerca hacia su nariz. Aunque el sol se tiende con crueldad, el niño decide no morderlo. Reconoce un lenguaje en él, el durazno le dice algo que no entiende: Los pálidos soldados destrozados que se parecen a Narciso…

II

En un óleo de 1912 de Egon Schiele, portado de azul, rojo y amarillo, una Mujer de luto: apareces. ¿Inger, cuándo nos dijiste que llegaste a ser una mujer vieja? Yo todavía puedo ver cómo te detienes entre las flores pálidas, en el rocío inacabado de los abedules. Sólo tu memoria sabe lo que encierra. Ves un espejo en los albaricoques y recuerdas las voces de los otros (los pálidos soldados destrozados, los niños y sus perros, los brazos de a quienes les es inútil saber nadar); reconoces las voces: «los albaricoques existen». Y como el agua va al agua, así tú, caminas por aquí «sorprendentemente / eterna» y «sólo cuando ellos mueren te detienes / en un huerto que nadie ha cuidado» durante varios siglos, te acercas hacia una estela siguiendo su rumor…

Pensemos que atrapaste tu vejez 

con unos garfios…

III

Existe una foto

sobre una niña encapsulada

de cuclillas

un cristal no 

especialmente grande

revelando con agua

una foto

a las manos

del alabaricoquero.

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