La duda de la diverso

Josué Brocca

(Ciudad de México, 1991). Ha publicado ficción, ensayo y crítica literaria en revistas de México y el Reino Unido. Actualmente prepara su primer libro de ensayos.

El mar se alumbra con los destellos de las criaturas abisales. Hacia la superficie se resquebraja una fina capa de cristal donde nada crece; en los pútridos vestigios de una estrella de mar fosilizada y en el más ínfimo plancton se fracturan los tejidos: sus hebras se sueltan contra la fuerza que las fragmenta. Es un estallido de magma que retumba desde el centro de la tierra. Es una mancha solar en el ojo de una cúpula de hidrocarburos. El ojo del lenguado, guiado por el brillo discreto de sus depredadores, se pega contra la capa de hielo. Es el testigo mudo de lo que se quiebra; la lucha por la existencia nada significa ante el ultraje del ecosistema. Un grito desde las profundidades dice amar al caos. Otro hace el intento fútil de ensordecer la voz, pero desde el centro de la tierra, una placa se desliza sobre la otra: los sedimentos ancestrales se hacen trizas. Los animales se revuelcan en un aleteo desesperado ante la náusea del maremoto.


La esterilidad y el orden matan. El fascismo se guía por la noción de aniquilar lo que parece distinto: uniformar una nación, una historia, un arte, una raza. Es, sin embargo, la conclusión clara de la teleología política de Occidente. No sólo eso, sino la consecuencia de aquella fuerza que se hace llamar progreso, que anula el presente bajo la promesa de un mayor alcance o un mejor futuro. Es la lógica del orden y la higiene traslapada a la diversidad humana. Se nos dice que la base de la modernidad es hacer las cosas uniformes, que lo vivo se someta por la fuerza de una industria: el dominio de la naturaleza por la paradoja de un mejor futuro, pero la falsedad del argumento es clara, es por eso que es más una ideología dominante que una noción con sustento empírico. Ni siquiera se defiende con el enfoque de una lógica utilitarista: la basura lo desmiente. Los hábitos de consumo nos invitan a formar parte de una aldea esquizofrénica, en la que todos podemos caer presos del embeleso de una fórmula mundial de agua carbonatada con azúcar. En el hálito de la comodidad, rendimos nuestras conciencias efímeras al gozo del instante. Mientras tanto, nuestro entorno se arruina. La sociedad del consumo es el fascismo especista.


¿En el mercado impera el orden o el caos? No es más que una hidra glorificada en el Olimpo del progreso. El tentáculo de los monopolios se adapta a sus entornos. En un grabado de 1904, la Standard Oil Company de Estados Unidos se figura como una quimera de pulpo con un tanque de petróleo. Detrás de sus ojos sagaces se vislumbra la identidad de John D. Rockefeller, quien con sus extremidades codiciosas se planta sobre el mapa de su país, tomando la casa del senado, el Capitolio, y un barco metonímico de la industria naval. A la par, sus ventosas se dirigen a amarrar el asta de la Casa Blanca, mientras que con el último de sus brazos aplasta a un grupúsculo de disidentes y sus panfletos. El grabado de Keppler evidencia las contradicciones de la modernidad: las fuerzas de producción no alimentan a una sociedad, tampoco a su ambiente y ni siquiera a una nación. La acumulación de la riqueza imperialista sólo cambia de manos: las coronas se cambian por rostros pálidos, dolorosamente comunes, que se enriquecen en circunstancias inusuales. Las reglas del juego se pierden: ¿bajo qué estándares se juzgará al jugador que no quiere aceptar su jaque? No son manos invisibles, tampoco son fantasmas los que cambian el orden de los dados. Es el abrazo mortífero de la riqueza: el cínico secreto de que la rapacidad siempre rinde frutos. El mito del individuo y el del progreso van de la mano. La línea final del oficio: «Robe mientras pueda». Las fuerzas del mercado, en el tiempo de Keppler como en el nuestro, no son las fuerzas de lo diverso. Por lo contrario: lo que se encuentra diferente, se asume dentro de una maquinaria productiva. Es ahí donde se le da sentido a su mundo. ¿Qué es el orden, sino un síntoma del poder? ¿Puede hablarse de lo diverso cuando se adhiere a su orden, aun al ser caótico?


Cuando el anciano se cruza de piernas frente al humo del incienso su mente se deshila con la estela del fuego. Los sellos de la memoria, calcinados en su espíritu, asoman el sonido de una guitarra andaluza. En el rasgueo de sus recuerdos su cuerpo transmuta en las distintas formas que ha tenido: un niño pelirrojo y pecoso, con una resortera en las manos, un hombre joven montando a caballo a toda velocidad. Besos con conocidas, besos con extrañas; casi todos insignificantes. Las formas monstruosas que han tenido sus labios asombrarían a cualquiera que se detuviera a verlas. Durante esos momentos en los que los labios se pegan y las lenguas como anémonas brotan del encierro bucal, el ser se deforma en gestos difusos, borrosos, percutidos: grotescos. En el agujero de sus recuerdos se alza la forma de su campanilla, como una pera de boxeador golpeada por una nube de mosquitos en el desierto. Mientras recuesta la cabeza contra la silla del dentista, cae absorto ante la imagen del interior de su cuerpo. Las anginas están amarillas y en ellas se cuela un rasgo de muerte, el vibrato discreto de una cantante de ópera con el afán perverso de molerle cada uno de los dientes con su cruel interpretación. Dentro del acuario de su vestíbulo mental, un cardumen de pececillos flota vencido y muerto. En los vellos de sus brazos se asoma el suave tacto del césped; en sus lunares amoratados y tumefactos, la crueldad del sol. Las células de su epidermis han renunciado al orden de su cuerpo. Un campo de mostaza entero se procesa en veneno. El caos dentro de su cuerpo ahora impera. ¿Es atacar el caos de un cuerpo enfermo un fascismo personal? ¿Veneramos lo diverso en dimensiones microscópicas?


Debajo de los helechos yace un puñado de cucarachas moribundas. Se han vuelto un festín para los gorriones desplazados. Los niños salen con sus madres a desayunar. La música revienta indiferente y con fuerza, con sus tambores huecos, mientras que los insectos se retuercen contra la acera ardiente. Después de unas cuantas horas, sus patas se detienen ante la fuerza de su veneno. Aquellos que no notaron la llegada de los fumigadores sufren de dolores de cabeza y tienen que esforzarse para salir de la cama. A la vuelta de los niños, uno de ellos salta sobre los cadáveres hasta pulverizarlos. El polvo de las cucarachas se aúna a los vientos de la ciudad. Transmutadas, son respiradas por una horda de ciclistas dominicales. En estos días desesperados de calor, mantenerse vivo se parece mucho a matar. 


Hacerse de una identidad propia es luchar contra el orden. En ese sentido, esa importación norteamericana que llamamos «adolescencia» puede entenderse como un momento clave —por lo menos en la minoritaria pero dominante cultura pequeñoburguesa— donde la figura del individuo (en sus múltiples géneros) se enfrenta a reproducir la semilla del fascismo (es decir, buscar asemejarse al poder), rehusarse a esparcirla, o incluso hacerle contra. Cada identidad asimilada a un molde de comportamiento canónico es una batalla perdida, en la que el caos de la persona cae en rendimiento frente al imperativo social. Por supuesto, ello sólo puede entenderse en un sentido moral y particularmente dentro de un contexto de posibilidad material que, a final de cuentas, es el que sienta las bases de un posible juicio de esta naturaleza. Esta afirmación no se refiere a los lugares comunes que han definido las derrotas de lo que llamamos «contracultura». Para la generación x —la cual no se explica solamente en términos geográficos y cronológicos, sino también diastráticos—, el hecho de renunciar a sus principios e incorporarse a la maquinaria económica se describe como «venderse», incluso llevando al acuñamiento urbano del peyorativo sell-out. Aunque, por sí mismo, el término es bastante diáfano, la idea básica de esa moral suburbana es la renuncia del principio propio a cambio de las seguridades que implica formar parte de la economía dominante (y más dentro de un contexto económico privilegiado). Lo que esconde el vocablo es también que esa propia renuncia no sólo implica una traición: en realidad es una muerte identitaria, un sepulcro en el que se acepta que el cuerpo perviva mientras que los surcos que la mente había decidido recorrer se esfuman entre la arena de las tierras erosionadas a las que uno se suma —de forma directa o indirecta— a explotar. El momento de búsqueda es clave en la definición del ser y quizás del ethos personal, tal vez implicando el momento principal para que una conciencia disidente tome las riendas de su propio destino. Vuelvo de nuevo a la idea de que ésta es una posibilidad para la micro-pequeña-burguesía, porque es el único estrato donde la decisión de sumarse a un fascismo desnudo e imperialista, o la búsqueda de otras vías para entenderse a uno mismo, puede tener una consecuencia verdadera sobre la realidad que le circunda. No por nada el miedo hacia lo diferente se expresa de formas más brutales en ese punto de la vida. Es cuando más nos podemos saber nosotros y cuando más vemos a los otros. Momento de mimesis y de diferencia: los cuerpos se reconocen en abrazos insaciables; las mentes excluidas y perturbadas buscan sosiego en sus iguales fracturados, encontrando sólo putrefacción y sadismo ante crianzas pobres, dolorosas y violentas. Partir de la norma puede implicar encuentro con la alternativa, o el dolor por no pertenecer a lo uno. Ese «uno», sin embargo, es inexistente. Sólo se aprovecha de él quien en algo se le asemeja a su modelo caprichoso. 


Detrás del fascismo no hay ciencia sino dogma disfrazado entre tecnicismos y aseveraciones falsas. En el régimen imperativo de la modernidad blanca y capitalista, las disciplinas se han deformado en conocimientos inútiles que sostienen sus mitologías. Aun así hay quienes miran a través de ellas. Las herramientas no fallan. El empirismo es la clave. Si acaso hay un axioma que pueda definir lo diverso, entonces todo axioma es cuestionable. Lo «uno» se basa en las apariencias. ¿Quién deduce las conclusiones? Deduce, lector, las conclusiones. No está escrita la historia por los vencedores. Los hechos se quedan en el viento, en los archivos, en los hábitos, en los cuerpos. Por sí misma, la búsqueda de un orden se basa en el fascismo. ¿Será que la historia, en realidad, la escriben los fascismos del momento?


Hay quienes confunden lo diverso con el caos, a pesar de las diferencias tajantes entre los dos conceptos. La existencia del caos, quizás depende de la subjetividad que interpreta el universo. En la Teogonía, el caos (χάος) es descrito por Hesíodo sólo como una separación: el abismo del Tártaro donde nada existe es el vacío del horizonte. Para una mente moderna, el caos es sinónimo de lo enmarañado, lo desordenado, lo entrópico: el sinsentido de los electrones. No por nada esa definición se hereda de un texto romano —semilla del utilitarismo— y no del griego. En esta última lengua se le antepone otra palabra al concepto, «cosmos» (κόσµος), representativa de un orden universal: usada así por Pitágoras para describir una armonía inherente al universo. En su origen prelatino, los conceptos no son contradictorios, ni siquiera antinómicos. No hay un orden sin un espacio que lo sostenga: caos y cosmos tal vez son sólo uno. ¿Por qué se celebra lo diverso, siempre subrayando nuestros lazos en común? Desde una mirada fría y darwinista, lo diverso no triunfa; más bien muta: es lo que se adapta, lo que se amolda, lo que encuentra lugar en el ecosistema. La muerte halla sus mutaciones favoritas ante la ausencia del orden. ¿Será que la pluralidad de lo diverso sólo se puede mantener una vez que la avala un orden? ¿O es lo diverso —así en lo humano como en lo vivo— una respuesta a una condición abyecta del ser? El amor al caos se parece mucho a guiarse hacia el orden. El punto es de dónde se impone, aun cuando una conciencia mística puede encontrar el cosmos en el caos. Ése es el único caos y orden por el que abogo.


¿Es amor mutilar o es amor dejar vivir? ¿Se basa la autonomía en el libertinaje o en reconstruir la autoridad? La coyuntura del momento nos ha abierto los oídos al dolor histórico de las diversidades (la etnodiversa, la neurodiversa, la sexodiversa y la biodiversa). Estamos obligados a replantear un orden moral congruente con la pluralidad intrínseca de nuestro universo, donde el bios debe hacer frente a un sistema necrófilo y codicioso. Mientras tanto, luchamos por encajar dentro de un orden que aplaude lo diverso siempre y cuando no lo amenace. Añoramos el abrazo de nuestro verdugo, o por lo menos empuñar el hacha que nos degüella. 


Abundan los discursos de aceptación por el Otro y por la creación de nuevas identidades, bajo la paradoja de siempre celebrar los atributos que nos distinguen de los otros. ¿Qué es lo uno, si no se diferencia de lo otro? La alteridad es el origen de la identidad. En algunas cosas nos parecemos, en otras nos diferenciamos. Difícil aceptar que lo que en realidad nos une es nuestra transitoriedad. Ante la imposibilidad de abrir los ojos a la horizontalidad del cosmos, nos orillamos a la muerte embebidos por espejismos de libertad que nos hipnotizan en un éter catatónico.


¿Por qué nos reducimos a una anomia vil e incesante? Sólo tenemos dos opciones: parálisis o acción. Dicen que la pasividad de los individuos es una respuesta a situaciones de estrés, esos momentos en los que el dictum lo marca el sistema parasimpático. Fight, flight, or freeze. Quien se congela se rinde ante el depredador; es la imagen de la muerte —tal vez un cuerpo virtual sin órganos— que lucha por deslindarse del momento en el que vive. Los que huyen son aquellos a quienes el azar más favorece. Los que pelean, muchas veces con posibilidades mínimas de triunfo, se enfrentan a la decisión de morir o matar. En nuestra especie, la capacidad innata de respuesta se ha abstraído. Las situaciones de presa y depredador se han convertido en una metáfora de nuestras propias interacciones voraces, y en la mayor parte de las ocasiones, tan violentas como una foca caníbal o una leona famélica. Estas circunstancias, sin embargo, se han vuelto metáforas atroces. ¿Escogeré adaptarme a lo uno o me haré el doble de lo diverso? ¿Cómo puede encarar su animalidad un individuo sin someterse a la hipocresía? ¿Permitiremos que el orden dado nos orille a la muerte sin defendernos con la ciencia?


El vocablo «decidir» deviene de caedere, «cortar». ¿No es angustiante imaginar que quien decide al mismo tiempo mata? Puede ser de forma literal, pero también figurativa: quien decide (y, por ende, quien es) mata todos los yos que podrían desprenderse como un rizoma o un hongo violento a través de un destino descontrolado. ¿Por qué se nos ha planteado la posibilidad de pensar en utopías, cuando la vida mata, una y otra vez, para mantenerse en la vastedad de sus formas? Sólo pensar en la posibilidad de uno puede darle sentido al parasitismo vampírico que implica existir. Ese uno es el caos del cosmos, el cosmos en el caos. Sólo una cosa me queda clara: es en la duda 
—lo peliagudo de la interrogante— donde, en nuestras múltiples identidades, aún podemos reformular —y tal vez acceder a— otro orden. Cada vez que se decide hay que meditar en qué es lo que se mata.

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