Como las iguanas

José Manuel Torres Funes

(Tegucigalpa, 1979). Es autor, entre otros títulos, de Esta tarde vi llover (Héliotropismes, 2017).

Vladimir: Con esto hemos pasado el rato.
Estragón: Hubiera pasado igual de todos modos.
Vladimir: Sí, pero menos rápido.

Samuel Beckett, Esperando a Godot

—Tiene que identificar un cuerpo en la morgue, posiblemente se trata de un pariente suyo, lleva dos días, y si no pasa a reconocerlo esta tarde, procederemos a enterrarlo mañana a primera hora.

—Exijo un nombre y mayores detalles.

—Lo siento, no cuento con más información —responde la voz lacónicamente.

—¿Qué les hace suponer que es mi pariente?

—Lo siento, no cuento con más información —responde idénticamente. Deduzco que se trata de una voz automática.

Desciendo a la recepción y explico a los chicos la situación. Intercambian miradas de circunstancia y me aseguran que, aunque aberrante, es el procedimiento habitual, y que por eso me transmitieron la llamada.

—No suelen equivocarse, es mejor que vaya —me recomiendan.

Indican que la morgue queda al otro extremo de la ciudad. Ofrecen llamarme un taxi, desisto de su ofrecimiento, porque conozco el servicio y sé que es caro y poco eficiente.

Salgo a la ciudad malhumorado. Todos mis planes han sido trastocados. A los pocos minutos intercepto un taxi vacío.

—¿A dónde se dirige? —me pregunta el conductor, un hombre mayor y de mirada somnolienta.

—A la morgue.

—¿Qué entrada?

—¿Cuántas entradas hay?

—Muchas —responde.

No sé qué más decir.

—No tengo idea. Me llamaron esta mañana para ir a reconocer un pariente —balbuceo.

El conductor levanta la mano y arranca el motor.

—Está bien, no se preocupe. Tengo una idea.

Mientras avanzamos, llamo a mi amigo para cancelar el almuerzo. En pocas palabras, lo pongo al corriente de la situación. Casi no lo conocí, añado. Un muerto es un muerto, apunta. Me propone que pospongamos la comida más adelante en la semana.

Nunca fui cercano a mi parentela y por eso no siento nada especial. La verdad, no tengo idea de quién pueda ser; según creía, mi familia o estaba muerta o fuera del país. Me doy cuenta de que por las prisas he salido sin efectivo. Pregunto al conductor si puede cobrarme por medio de mi tarjeta.

—No manejo el sistema, va a tener que bajarse en un cajero —dice, con amabilidad, pero haciéndome entender que no tengo otra opción.

Nos detenemos a las afueras de un banco. Después de extraer el dinero, aprovecho que hay un puesto de naranjas para comprarme un jugo, pido otro para el taxista, quien agradece la cortesía animosamente.

Mientras nos detenemos en un semáforo, el conductor se vuelve para hablar.

—La muerte parece un sueño.

—Es verdad —respondo.

El resto del camino lo hacemos en silencio. Una lluvia tenue cae sobre la ciudad.

Al llegar, el taxista me cobra menos de lo convenido.

—El viaje fue más rápido de lo que pensé —se explica.

—Gracias, quédese con el cambio.

Frente al inmenso complejo de edificios (que conforman varias manzanas), comprendo por qué había preguntado a qué entrada me dirigía. El sitio es una ciudadela.

El interior es como el de un aeropuerto; de hecho, lo imita. Una multitud de paneles explican las diferentes direcciones posibles, entre las que se encuentran: Direccón Tanatorio, Dirección Recursos Balísticos, Dirección Accidentes, Dirección Hospitales, Dirección Administraciones, etcétera. Acudo a un mostrador donde me atiende un joven de mirada cansina y ojeras negras y profundas. Le expongo mi caso. Me escucha sin interés, pero me indica que debo dirigirme a Hospitales. Me ofrece un mapa del sitio y hace una cruz para señalar nuestra ubicación actual y a dónde debo ir.

Camino por un largo corredor donde transitan centenares de personas. Por fin, tras cinco minutos de marcha, aparecen las señalizaciones de la morgue. Noto que hay guardias de seguridad por doquier. Al verme titubeando entre dos direcciones con señalización idéntica pero caminos opuestos, uno de ellos se aproxima.

—¿Le puedo ayudar en algo?

Cito nuevamente la llamada matutina, repito exactamente lo que me fue transmitido.

El guardia —¿es una mujer de un aspecto muy varonil o un hombre de aspecto femenino?— se ofrece a acompañarme. Su propuesta me deja perplejo.

—No es necesario, bastaría que me dijera por dónde ir —digo, procurando un tono amable.

El guardia responde con una frase ininteligible. Al verme perdido, levanta un poco la voz y comprendo que me pide dinero. Al ver mi reticencia se aproxima un poco más, y alzando ligeramente su fusil me reconviene, sin contener el malhumor:

—En una hora termino mi turno; aunque sea deme para pagarme el autobús de regreso.

Extraigo unos billetes menudos y se los doy. Los observa inconforme. Nuevamente insiste en llevarme.

—No será necesario.

—Se le irá el tiempo buscando. El camino es enredado, no se lo imagina. Las personas que no son de acá se extravían. Es una cosa de costumbres, no conocen nuestro modo con las indicaciones —explica—. Conmigo llegará sano y salvo. Además, hay asaltantes. Le garantizo que no sobra que lo escolte.

Convencido de que su propósito únicamente es obtener más dinero, me despego cordialmente.

—Pierda cuidado, sé protegerme.

—Usted no sabe lo que hay de maleantes por aquí —insiste.

Resisto aunque me entran dudas.

—Sabré llegar bien —repito. Me pregunto cómo es posible que los maleantes asalten a la gente habiendo tanta vigilancia.

El guardia me estudia con ojo experto. Adivina que no podría defenderme si sufriera un ataque delictivo.

Perfectamente reconozco que en una situación semejante no opondría ninguna resistencia. Por otro lado, tengo confianza en que nada me pasará porque cuando he venido al país siempre he corrido con suerte. No caeré en la treta barata. Soy incapaz, sin embargo, de evitar un sentimiento de culpabilidad y le entrego otro billete. El guardia se aleja sin agradecerme.

Al cabo de quince minutos llego al lugar indicado. Un recepcionista toma mis datos. Habla en voz muy alta y su timbre particularmente chillante me molesta.

—Espere su turno en la sala, por favor, lo llamaremos.

Cojo nuevamente un pasillo largo. Hay sectores perfectamente iluminados y pulcros, y otros ooscuros y sórdidos. Dos aseadores muy ancianos y encorvados friegan el piso con un trapeador gigantesco. Le pregunto a uno de ellos si al seguir derecho llegaré a la sala de espera.

—Sí, camine un poco más y la encontrará —me responde amablemente.

La sala de espera es un salón espacioso, podría ser como la antesala de un banco, pero aquí impera un ambiente mohíno, como en las sedes policiales que visité frecuentemente el último año debido a un litigio vecinal. Me acomodo en una larga banca roja de madera.

—¿La causa? —me pregunta un hombre, de unos cincuenta años, sentado a unos metros de mí, que revisa un periódico deportivo.

—¿La causa? —interrogo.

—¿De qué murió? —pregunta, interesado.

—No me lo dijeron —respondo, evasivo.

—A todos se nos muere alguien estos días —asegura. Asiento, sin entender a qué se refiere.

—¿Pariente o amigo?

—Pariente.

Cruzo las piernas y me reclino contra la pared. Me repito que la sala está muy mal iluminada. ¿Cómo es posible que existan sectores donde sobra la iluminación y otros tan oscuros? (Son observaciones profesionales, soy arquitecto).

Un guardia de seguridad irrumpe en la sala. La decena de personas que esperamos le dirigimos miradas ofuscadas.

—¿Han visto una señora de falda roja y blusa blanca? —interroga.

Nos examinamos unos a los otros y movemos la cabeza en señal de negación. El vigilante comprueba que no hay nadie con esas señas.

—Les pido que estén pendientes —dice, sin más, azotando brutalmente la puerta a su salida.

El hombre me pregunta si la he visto.

—No sé, creo que no —respondo.

El tipo se levanta y se sienta a mi lado. Bosteza y se estira profiriendo gruñidos.

—Tengo mucho sueño. No he dormido nada en dos noches.

Su aspecto es desaliñado, como si no se hubiera cambiado en semanas.

Tiene las manos gruesas y callosas y el cabello gris y opaco, como los albañiles, probablemente lo sea. Me mira con unos ojos vivaces, que estudian el ambiente con una curiosidad infantil.

—Trabajo como una bestia —suelta.

Su confesión me sorprende pero me abstengo de opinar.

Una mosca gorda y grande se posa sobre su cara. Luego, brinca a mi muslo; consigo alcanzarla de un dedazo. En el suelo y aturdida, la aplasto con el pie.

—¿Cómo puede haber moscardones así en un hospital? —protesto, indignado.

El hombre me mira con una mezcla de benevolencia y desaprobación, como si hubiera dicho involuntariamente algo fuera de lugar. Recibo el mismo tipo de mirada de otras dos personas. Una señora de pelo teñido en negro y la cara ajada, como un papel arrugado, es la única que parece coincidir con mi observación.

El hombre vuelve con su tema.

—Mire, no me ha quedado ni tiempo de cambiarme los zapatos. Cuando camino, siento las piedras en mis pies —añade, despojándose velozmente del calcetín y mostrándome una serie de moretones sobre la planta. Es un pie escamoso y seco. Creo que nunca antes vi tal concentración de callos.

—No es necesario —le digo, cuando amaga con mostrarme la condición en la que está el otro pie.

—Apenas he podido pegar un ojo en estos días, estoy realmente muy cansado —insiste. Lo examino rápidamente: en efecto, se ve agotado, pero no al grado que sugiere—. Si no duermo un poco me dará un infarto —añade.

—¿Y por qué no lo hace ahora que está esperando?

—Porque no puedo. Es imposible —responde, exasperado. Asiento y me levanto para estirarme. Como si fuera un mimo, el hombre hace el mismo gesto.

—Un día de estos me va a dar un ataque al corazón —sigue. La señora de cara ajada se ríe quedito—. Vengo a reconocer a un viejo compadre de negocios. Nos fue muy bien en la época, ¿ah?, pero fue ya hace tanto tiempo —agrega.

Ni me parece que esté tan viejo como para hablar en esos términos del pasado, ni que haya hecho dinero alguna vez en su vida.

—Estaba afanado con otros menesteres, pero qué hacer, una muerte es cosa importante —dice— y no había quién viniera a reconocerlo. Pero estoy bien cansado de trabajar. En treint y ocho años apenas me he tomado tres días libres. Es por los hijos, usted entiende. No son gente de iniciativa, pero son los críos de uno. Universitarios y todo, y todavía dependientes de sus tatas, figúrese. Malitos en lo que hacen, digo yo. ¿Para qué engañarse? No sirven para nada. ¿Tiene hijos?

—De ninguna manera —me apuro a decir.

Me acomodo nuevamente sobre la banca. Él se queda de pie y entreabre la parte inferior de una ventana que da a un patio interior.

Los demás cabecean de sueño. Me pregunto cuánto tiempo llevan esperando. De nuevo tengo la impresión de estar en un aeropuerto. El hombre se sienta otra vez.

Afuera cae un chubasco efímero y potente. Algunos se vuelven con pereza hacia la ventana para contemplar la lluvia. Bostezan y cierran los ojos prolongadamente, como iguanas tomando sol.

Su somnolencia me contagia, pero el hombre carga de nuevo con su plática.

—Fuimos socios con el finado; llevábamos mercancía hasta la frontera —de pronto, como dislocado bruscamente por otro interés, se detiene. El interés no es otro que yo—. ¿Usted no es de aquí, verdad?

Sin darme el tiempo para responder, añade:

—Es por su forma de ver. Mira con el ojo torcido.

Inútil explicarle que es un problema de vista.

—Los que somos de aquí no nos perdemos, nadie ve así por estos lares. Además, yo conozco de tiendas y esos zapatos no se consiguen acá —dice, admirativo de mi calzado, por cierto, nada especial.

—Soy de aquí pero vivo desde hace años en el extranjero —concedo.

La lluvia mengua y un rayo de sol entra por la ventana.

—¿Hace cuánto?

—Mejor cuénteme qué vendían con su amigo.

—Teníamos una sociedad. Exportación e importación.

Me estaba gustando la idea de dar rienda suelta a los disparates. No era el primer loco con el que me cruzaba en esos días y al menos éste no se veía agresivo.

—¿Y qué pasó? ¿Por qué no siguieron?

—Nos quebró un tratado de libre comercio.

Su respuesta me desubica.

—¿Un tratado de libre comercio?

—Sí, los aranceles se dispararon. Consiguieron destruir el sector.

Inclino la cabeza de lado para estudiarlo mejor con mi ojo torcido. Sus manos reposan apaciblemente sobre sus muslos. De pronto se palpa los bolsillos y extrae una cajetilla de cigarrillos.

—¿Quiere?

—No se puede fumar —observo, contrariado, aunque no puedo negar que de inmediato me despertó el deseo. Caigo en cuenta de que reacciono a la defensiva, como si fuera yo mismo un celador de las reglas institucionales.

Se levanta decidido.

—Está prohibido pero fingiremos ignorancia. Si quiere, ¿eh? Yo, en todo caso, me fumaré mi cigarrito en la ventana.

No recuerdo la última vez que transgredí una regla. Ni siquiera soy capaz de profanar mis propias rutinas. Hoy, me convenzo, es una buena oportunidad para hacerlo. Me envalentono y acepto su proposición. Nos acodamos para fumar al lado de la ventana.

—Por mucho que se haga campaña, no se termina uno de adaptar a la muerte, ¿verdad?

Del fondo de la sala, detrás de unas sillas, emerge la mujer de falda roja y blusa blanca. Es pequeña de estatura y de un físico recio. Salvo la mujer de cara ajada, que la sigue fijamente con la vista, los demás, cabecendo de sueño, no se percatan de su presencia.

—Es ella —dice el hombre.

—Supongo que sí.

La mujer se enfunda en un rebozo de motivos coloridos, acerca otra silla para reposar las piernas y acomoda la cabeza en su cartera para dormir.

—Debería hacer como la señora —recomiendo.

—Soy incapaz de dormirme de esa forma. Es por las crecidas de agua.

Vivía cerca de un río y siempre estaba pendiente de evacuar en caso de inundación.

—Comprendo.

—Después del huracán nos mudamos. Hubo mucha gente que murió soterrada bajo el lodo. En esos años la muerte no era moneda corriente, ¿entiende?

—Creo que tengo una idea —miento.

—No me ha contado cómo murió su pariente —me ofrece otro cigarrillo, que acepto con gusto.

—No lo sé. No me dieron mayores detalles.

—Es la política de la morgue, y como usted no es de aquí, son más reservados.

—Soy de aquí —recitifico.

—Una vez adentro le harán saber qué sucedió. Se sabe que la morgue no gana nada en los entierros colectivos, por eso hacen lo imposible por atraer la atención de los particulares.

Su comentario me ofende.

—Es su deber. Es nuestro derecho.

—En teoría debería ser así.

Un nuevo moscardón, más grande todavía, se vuelve a posar exactamente en el mismo lugar que el anterior. Lo sacudo de un manotazo, y una vez en el suelo, le prodigo el mismo destino que a su predecesor.

—Es asqueroso —me quejo.

—Más bajo, no lo vayan a escuchar —me pide el hombre.

Le doy una calada a mi cigarrillo y sigo con la vista la viruta de humo en forma de círculo perfecto que sube hasta el techo y se deshace al tocar la viga de madera.

—Volvió a ver torcido —me recrimina.

—Como quiera —corto—, simplemente pienso que ustedes son muy dejados. Permiten que les pisen sus derechos.

Se levanta, se lleva la mano al corazón y suspira.

—Está batiendo muy rápido.

—Quizá debería aprovechar para hacerse un examen.

—No sirve de nada, sale uno peor después de esos exámenes —responde.

Terminamos de fumar. Abrimos ampliamente la ventana. Un viento gélido se cuela. La mujer de falda roja y blusa blanca, alterada, exige que cerremos. La puerta se abre. La mujer se envuelve rápidamente en su rebozo.

Es un guardia muy joven y una enfermera también joven, pero menos que él. La enfermera hace una mueca de disgusto.

—Está terminantemente prohibido fumar en el interior de la sala. Artículo 40, inciso C, dice: Prohibido fumar en centros, servicios y establecimientos sanitarios, incluidas las zonas anexas cerradas, semicerradas y al aire libre. Por el momento se trata de una infracción menor. La segunda vez tendremos que detenerlos.

Todo esto lo dice mirando a la mujer del rebozo.

Luego se vuelve a mí.

—Es su turno —afirma, señalándome.

Nadie reacciona. Hubiera esperado que dijeran que soy el último en llegar y que no tengo derecho de pasar antes, pero están tan somnolientos que me pregunto si han olvidado que esperan.

Creo que lo más correcto es señalarlo yo mismo.

—Estas personas ya estaban aquí antes de mi ingreso —afirmo.

—Si desea quedarse, por mí no hay problema —repone la mujer, cogiendo al guardia del brazo, invitándolo a salir.

En la sala, los pocos que están despiertos me ven como diciendo: Anda, no tiene sentido que te resistas.

—La sigo.

—Cierre la ventana —ordena la enfermera.

Me despido del hombre.

—Gracias por el cigarrillo —añado en voz baja—. Que tenga un buen día.

—Suerte para usted.

Camino detrás de la enfermera. Entramos a un cubículo ramplón. Sentado en un sólido escritorio, un adolescente vestido de traje y corbata firma compulsivamente un legajo de papeles. La enfermera me señala una silla, da media vuelta y se va. El muchacho, ¿catorce, quince años? No estoy seguro. Va vestido con traje impecable negro, y por encima de su boca, una boca desdeñosa, se asoma un bigote incipiente.
Extrae un grueso folio de documentos apilados en la esquina de la mesa y, sin levantar la vista, me pide llenar el formulario.

—¿Formulario de qué? —pregunto.

—Léalo —responde, con una voz trastornada por la pubertad.

Detrás, en la pared, cuelga el retrato del presidente y al lado, una foto suya dándole la mano y recibiendo un diploma.

—¿Pero antes no tendría que ver al difunto para saber si se trata de la misma persona? —pregunto, sin tomar el formulario.

—No, los formularios se llenan primero; si la persona no es quien usted supone, los deshacemos y nada más simple que eso
—dice, forzándome a tomar el papel para volver a sus asuntos.

Puedo meterme en un serio problema si hago referencia a su edad y su falta de experiencia, así que procuro irme con cautela.

—No es lógico —agrego—. Habría que llenar los formularios después de reconocer el cadáver.

El niño-hombre por primera vez me dirige una mirada.

—Entre ochenta y noventa y cinco por ciento de las personas que son requeridas por la morgue preferirían delegar esta responsabilidad a alguien más. Entre sesenta y setenta por ciento de los requeridos aseguran que si tuvieran la oportunidad negarían cualquier vínculo con el difunto con tal de evitar las horas de espera, el papeleo, etcétera. En otras palabras, son prácticamente inexistentes quienes están dispuestos a asumir su responsabilidad voluntariamente, cívicamente. Ni siquiera es un cuarenta por ciento, dado que en nuestras encuestas un alto porcentaje prefiere no manifestar su opinión. Llevamos cinco años combatiendo ferozmente contra la deserción. En un país desarrollado, como el suyo, estos problemas no se ven. Aquí tenemos que hacer otros malabares. Lo siento, pero no está en su querido país sin problemas. Aquí, lastimosamente, la gente piensa únicamente en sus derechos y se desobliga soberanamente de sus deberes.

—Éste es mi país. Y además, afuera es igual.

—No tiene importancia —zanja el niño-funcionario.

—¿Y qué pasa si me niego a llenar el formulario? Estoy en mi derecho.

—Es lo que vengo de decirle. Solamente piensan en sus derechos. Mire, si no firma, no podrá salir de aquí. Es lo que preconiza la ley. Para que sepa, estamos con una puntuación de seis coma tres sobre diez en nuestra adhesión al Estado de Derecho, muy por encima de ciertas potencias extranjeras. Hay un amplio margen de mejora, pero le sorprendería saber que países llamados del Primer Mundo descienden en este momento varios escalones. Ahora bien, dentro del reglamento procede después ofrecerle un abogado; luego, permitirle que contacte a las personas de su confianza para comunicar su situación y, si se empeña en contrariar la disposición, contamos con un juez competente para que solicite un habeas corpus. Usted decide.

—No entiendo en qué momento he perdido mis libertades.

—Todo lo contrario. No se equivoque —alza la voz, levantando el dedo doctrinalmente—, no se equivoque —enfatiza—. Usted no ha perdido ninguna de sus libertades, todo lo contrario, yo lo pongo al tanto de ellas. Vamos a ver, dígame, ¿protesta con la misma vehemencia cuando un oficial de migración le exige sus papeles para ingresar o salir de un país?

—No es lo mismo, es una comparación insulsa.

—Es exactamente igual. Es más, estamos en una zona de tránsito. Aquí damos el certificado para el otro mundo.

—¿Certificado al otro mundo? Que yo sepa, estamos en un estado laico, licenciado —un minuto antes reparé en su diploma de licenciado en derecho.

—No enredemos más la situación. Compórtese como el ciudadano ejemplar que siempre ha sido. Tenemos otras prioridades y, sinceramente, no quiero perjudicarlo. Lo hicimos pasar rápido. Usted ignora la suerte que tiene.

De mala gana cojo el formulario y lo lleno. Una vez concluido, el niño-funcionario me despacha. La misma enfermera que me llevó
a él me conduce a lo largo de un pasillo donde cruzamos un grupo de médicos que toman café y charlan acaloradamente. Bostezo y la mujer me observa con reprensión, como si le molestase que pudiera tener sueño. Para fastidiarla un poco más, bostezo de nuevo.

—Me caerá muy bien una siesta después de este día perdido —insisto.

Finge no haberme escuchado. Tocamos una de las puertas, un médico nos hace ingresar en su oficina. La enfermera le entrega un papel y sin mediar palabra se da la vuelta. El hombre, que frisa los sesenta, después de leer el mensaje se lo guarda en la gabacha. Me invita a tomar asiento. Acto seguido, en un tono casi confidencial, pero al mismo tiempo extremadamente rutinario, me explica que el pariente falleció a causa de las contusiones producidas por el derrumbe de su casa.

Salimos por una puerta lateral, que conduce hacia otro pasillo.

—¿Usted no es del país, verdad? —me pregunta.

—No —respondo. Ya estoy harto de explicar mi particularidad.

—Mi mujer dice que soy imprudente y chismoso. Yo lo llamo ser sociable.

La gente hoy en día no se habla, nadie se interesa por el prójimo. Cada uno anda en su mundo. Hay quienes se ofenden cuando les preguntan cosas, y cosas simples, nada extravagante, ¿cómo le llaman? No es ser metido, ya recordé: invasivo. Ser invasivo.

Que soy un invasivo, dice mi mujer. Aquí vemos a todo tipo de personas. Nada mejor que un hospital para conocer al pueblo. Y de uno depende si se hace querer o no; a mí yo creo que en general la gente me estima. Es que la relación con los forenses es distinta. Nosotros tenemos una labor más loable, muy sacrificada.

Tornamos a la izquierda, donde se dibuja otro pasillo igual de largo. El lugar me hace pensar en los interiores de las obras de Le Corbusier.

—¿Son consultorios? —pregunto, señalando las puertas que franquean el pasillo y de cuyas peanas se escapa una luz amarillenta.

—No, son laboratorios. Se trabaja muy bien en la morgue. Tenemos unidades de punta.

—Interesante.

—Cuando pueda, en otro momento, venga a darse una vuelta. Con gusto le haré una recorrido.

—Le agradezco.

—Estoy a sus órdenes.

Llegamos al final del pasillo. El médico empuja con fuerza una puerta de vidrio. Por fin procederé al reconocimiento del cadáver. Entramos en un cuarto frío de dimensiones monumentales, absolutamente pulcro. Comprendo que probablemente gran parte del presupuesto va destinado a su mantenimiento, lo que explicaría el descuído de otros sectores.

Nos introducimos a través de una hilera de cámaras frigoríficas. Me figuro en el futuro.

Comparto mi observación con el médico.

—Es muy pertinente.

Revisa su carpeta.

—¿Llegamos?

—Sí, es aquí —me muestra un croquis, añade que a él siempre se le hace complicado leer mapas.

—Yo, en cambio, estoy en mi elemento —observo.

—Llegó la hora.

—Está bien.

El médico abre la cámara, toca un botón que acerca la camilla automáticamente.

Frente a nosotros, el cuerpo, cubierto con una manta blanca. El médico se retira discretamente, antes me ha dicho que me tome el tiempo que sea necesario.

—Ni siquiera sé quién es —repongo.

—Un muerto es un muerto. Véalo con dulzura. Ambos lo necesitan.

Agradezco su consejo. Me digo que es un verdadero profesional, sensible e inteligente, a diferencia de los idiotas con los que me he cruzado previamente.

Viendo a mi pariente tendido sobre la plancha trato de convencerme de que no es más que un cuerpo sin vida. Lentamente descorro la manta. El médico, en la entrada, dialoga con una joven en gabacha. Comienzo por las piernas. Al ver su pie grueso, como el de un obrero, lo reconozco. Me vuelvo para decirle al médico que ya cumplí con mi deber, pero la curiosidad de ver más me vence. Levanto la manta: sus manos, pequeñas y fuertes. Tiene las uñas muy cortas y negras. Descubro su rostro. No es tan desagradable como pensé. La mitad de su cara está inmaculada. Reconozco las facciones de la familia. Lo cubro, toco el botón para reintroducir la camilla y cierro la cámara. El forense se aproxima.

—¿Lo cerró?

—Sí. ¿Hice bien?

—Claro.

Salimos por otro pasillo, según él, para acortar distancias.

—Esto es gigantesco.

—Efectivamente. Cada año se le agregan dos o tres anexos.

—De ahí el abuso de estos corredores. Se podrían concebir espacios más abiertos. Yo botaría paredes y me iría más por una propuesta aérea, para dar más luminosidad y ahorrar energía.

El médico me escucha atentamente.

—¿Es arquitecto, cierto?

—Sí. No deja de ser interesante esta inspiración de la obra de Le Corbusier. No están del todo equivocados. Estos modelos vuelven a la moda.

Al ver mi interés por la arquitectura de la ciudadela, el médico me propone llevarme a lo que llama un área abierta. Técnicamente es más bien un pasaje al aire libre, que, a primera vista, parece pensado para cumplir funciones recreativas y comerciales.

Dice el médico:

—He escuchado decir que van a instalar restaurantes y cafés con terrazas. Nos vendría bien.

Pienso que no hay una planificación urbana meticulosa. Es un desperdicio masivo del espacio. Regresamos al pasillo. Ambos vamos sumergidos en nuestros propios pensamientos. Me siento un poco vaciado de mí mismo.

—Falta poco para que lleguemos. Le van a ayudar con la tramitación.

—Está bien.

—No será largo. Ya estamos en la etapa final.

Mientras andamos, el médico responde con una ligera reverencia de cabeza a las personas que le saludan. Tomamos un elevador y subimos tres plantas. Ahora nos encontramos como en una terminal. El movimiento de personas y la apertura espacial me hacen un buen efecto.

—Espero que no haya más pasillos.

—Sí, no se preocupe, es el final.

Me señala una butaca libre y camina hacia una máquina de emisión de boletas.

—Aquí tiene —dice, dándome el papel.

—¿Hay muchos por delante, no? —observo, comparando la abismal diferencia entre mi cifra y la que señala la pantalla.

Se sonríe.

—No, amigo, para nada, los números engañan. Nunca he entendido por qué ponen cifras tan elevadas. Usted no le ponga cuidado. Será en un abrir y cerrar de ojos.

—Muchas gracias por su atención

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