El niño Aaron y la naturaleza

Luisa Futoransky

(Buenos Aires, 1939). Su poemario más reciente es Humus… humus (Leviatán, 2020).

Desde siempre pienso que para comprender la historia del hombre hay que acudir al testimonio de los árboles. Y, con paciencia, descifrar sus mensajes.

La mera palabra bosque es un venero evocador. Caben en ella cuentos infantiles, misterios y también peligros y acechanzas.

Los bosques tienen un largo pasado donde se gestaron acciones heroicas durante la resistencia a los invasores, de fugas para liberarse de la esclavitud y también de ejecuciones innobles y criminales.

Hasta hoy, los bosques continúan poblados de fantasmas ciudadanos. Por ejemplo, París, donde vivo, está circunscrita por dos bosques que apellidan «los pulmones» de la ciudad: el del este, el Bosque de Vincennes, y el del oeste, el Bosque de Boulogne.

En el primero, un número impreciso de sin techo ha establecido allí su refugio. En el segundo sentaron residencia medio millar de prostitutas, travestis y transgéneros en buena parte latinoamericanos e indocumentados, y, por ende, sus clientes.

Me pregunto los efectos de esta pandemia interminable sobre tales poblaciones tan frágiles.

Pensar en estas situaciones extremas en las que los hombres se ven confrontados a la naturaleza me hizo caer en el recuerdo de la odisea atravesada por el escritor israelí, fallecido en 2018, Aaron Appelfeld cuando niño, y que de manera tan ejemplar nos supo revelar.

En el principio: Appelfeld nació en 1932 en esa franja de Europa Central que hasta hoy no encuentra sosiego y se llama Trasnitria, más precisamente en Jadova, Rumania, hoy Ucrania. La vida lo condujo a concentrar en su persona los prismas más dramáticos por los que una persona puede atravesar.

Mis abuelos también eran de la zona, pero llegaron a la Argentina después de los desastres de la Primera Guerra Mundial. Las veces que interrogaba a mi abuela sobre su patria, su lugar de nacimiento, solía responder con un gesto no tan vago de la mano: «De por ahí». Ahora la entiendo un poco más y acepto que también Appelfeld era «de por ahí».

De una infancia desahogada de judíos asimilados cuya lengua era el alemán pasó a que mataran, cuando tenía ocho años, a su madre de treinta y uno y a encontrarse junto con su padre en un campo de concentración. Las alambradas no estaban aún electrificadas y logró evadirse por debajo de ellas al bosque vecino.

Allí halló refugió durante tres años y medio hasta que llegó a liberar el país el ejército ruso y él se enroló en sus filas como asistente de cocina.

Para no delatarse como judío que era se encerró en un mutismo total. Vivió a la intemperie con gente más peligrosa que los animales salvajes. En su segundo año de escuela primaria tuvo por maestros a prostitutas, criminales y vagabundos.

Los tres años en el bosque son su relato medular y esencial.

En sus palabras:

Al principio el silencio que nace de la soledad extrema y del miedo, el silencio se convierte en escucha atenta de las sensaciones, la del contacto con los árboles del bosque, con la tierra húmeda, la paja, la savia de las raíces de los árboles que chupamos, el cielo de las noches. Este contacto con el espacio hostil, para nosotros [los niños] que no teníamos ni casa ni padres, vibraba con una cualidad que no era fruto del «descubrimiento» ni de la curiosidad. [...] eras tú y el mundo, sin separación.

En otras oportunidades reiteró que el día era el dominio del cuerpo y por la noche, cuando soñaba con sus padres, era el ámbito de lo espiritual.

Cada vez que llueve, hace frío o sopla un viento fuerte, vuelvo al gueto, al campamento o a los bosques que me dieron cobijo durante mucho tiempo. La memoria tiene raíces profundas en el cuerpo. A veces, el olor a paja podrida o el grito de un pájaro son suficientes para transportarme lejos y a mi interior.

¿Qué hizo un niño que no llegaba a los nueve años para sobrevivir en situación tan extrema? Encontró fresas silvestres, manzanos y perales, supo aprovechar las zanjas para dormir, aprendió a mentir, se hizo amigo de los animales y descifró las señales de la naturaleza. Los pájaros, por ejemplo, son excelentes detectores de personas.

En tiempos de guerra uno pasa por una transformación y yo pasé a ser un pequeño animal porque el instinto animal es mucho más efectivo que el pensamiento.

Appelfeld no fue el único niño que sobrevivió a la iniquidad humana en una naturaleza las más de las veces extrema y hostil. Pero gracias a él tenemos un pálido reflejo de esos días, y sobre todo de esas noches.

Una referencia final sobre los sarcasmos de la palabra: Auschwitz quiere decir «pequeña pradera de abedules», y Appelfeld «campo de manzanas»

París, 24 de enero de 2021.

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