«Cómo alimentar a un dictador». Sadam Husein, Idi Amin, Enver Hoxha, Fidel Castro y Pol Pot a través de los ojos de sus cocineros

Witold Szabłowski

(Ostrów Mazowiecka, Polonia, 1980). Éste es un fragmento de su libro «Cómo alimentar a un dictador» (Anaya Multimedia, 2021).

SU RESTAURANTE SE LLAMA MAMÁ INÉS y se encuentra en un edificio colonial renovado con gusto. Erasmo Hernández, que es como se llama el excocinero de Fidel, lleva la camisa abierta y gafas con una montura roja de moda; cuando llegamos está tomando café delante del edificio. No sé si tendría ganas de hablar con nosotros, pero antes de que pueda darse cuenta, Jorge lo seduce con su encanto, descubre a más de una decena de amigos comunes, incluidos algunos parientes lejanos, y al cabo de un rato están charlando como si no existiera entre ellos una diferencia de cincuenta años y como si hubieran terminado la escuela gastronómica el mismo año y juntos hubieran celebrado con ron barato en el Malecón los exámenes aprobados. La conversación fue lo suficientemente bien como para que al día siguiente Jorge le pidiera a su jefe unos días libres y empezara a acompañarme todos los días a mis encuentros con Erasmo. Así que por las mañanas conversábamos con el excocinero y por las tardes Jorge me buscaba a otras personas que pudieran decirme algo sobre Fidel o sobre la cocina cubana.

Erasmo

ME PREGUNTAS POR LO DE COCINAR. Era algo que me atraía desde el principio, seguramente porque antes triuhyabajé en un restaurante. En nuestro pelotón había un verdadero cocinero; se llamaba Castañeda. Yo, siempre que tenía un momento, iba a verlo y le preguntaba cómo hacía diferentes platos. Castañeda había trabajado antes en un restaurante muy caro; se unió a la Revolución porque uno de los hombres del dictador Batista se la tenía jurada. Comíamos lo que había, sobre todo ajiaco, una sopa muy popular en Cuba, todos saben hacerla. Castañeda y yo la preparábamos casi todos los días. Necesitas unas salchichas, beicon, pollo o cabeza de cerdo, cualquier cosa con la que se pueda hacer un caldo. Cuando ya tienes el caldo, echas frijoles, maíz, patatas, salchicha, arroz, tomates, todo lo que tengas a mano. Puedes añadir también pescado o marisco, pero en la sierra muy raras veces teníamos pescado, y de la langosta o las gambas mejor olvidarse. Lo echas todo a la olla y dejas que se haga a fuego lento una media hora.

Es una sopa riquísima y, además, alimenta un montón, por eso era ideal para los soldados.

El Che comía lo mismo que todo el mundo. Nunca hacía ascos a la comida, y eso que era de una familia rica y había tenido tiempo de acostumbrarse a la buena cocina. Castañeda seguramente habría sabido hacerle algún plato de su tierra, pero era impensable que el Che comiera algo distinto a lo que comían los soldados rasos.

Lo único que lo distinguía de los demás era su amor por los frijoles negros. Era capaz de comerse un plato grande de una sentada.

Finalmente, al cabo de unas semanas, partimos en dirección a Santa Clara. Participé en todos los combates importantes de esa campaña. Luché en la batalla de Caibarién, estuve también en Camajuaní, donde los soldados de Batista se dieron a la fuga sin pegar un tiro.

Mi ciudad natal cayó al día siguiente. Sucedió tan rápido que algunos camaradas sospechaban que se trataba de una trampa. Pero no había ninguna trampa, el camino hacia La Habana estaba abierto. Batista lo sabía perfectamente porque doce horas más tarde huyó a los Estados Unidos. Estaban pasando tantas cosas que ni siquiera me dio tiempo de ir a ver a mis padres.

Después de la batalla de Santa Clara, Rogelio Acevedo fue ascendido a capitán y Enrique a teniente. Fuimos todos a La Habana. Yo también tuve mi recompensa: a petición del Che pasé a formar parte de su guardia personal.

Pero no estuve mucho tiempo trabajando para él. ¿Quieres saber cómo llegué a Fidel? Aguarda un momento, ese marlín no puede esperar más. Quédate aquí tranquilo, ahora le pido a un camarero que te traiga más café.

ASÍ PASAN LOS DÍAS. Por las mañanas, tomamos café, charlamos, a veces cocino con Erasmo y poco a poco nos vamos haciendo amigos. Por las tardes, nos vemos con compañeros de la escuela de Jorge.

Hasta que un día Jorge se presenta con algo realmente extraordinario. Se ha enterado de la existencia de otro cocinero de Fidel, Flores. Éste no ha abierto restaurante propio ni ha sabido salir adelante después de jubilarse. Pasa sus días en completa soledad y vive en extrema pobreza.

Sólo hay un problema: ese Flores ha perdido el juicio.

—¿Quieres conocerlo? —pregunta Jorge—. No sé si nos va a decir algo.

Quiero.

Así que vamos en un taxi desvencijado a las afueras de la ciudad, detrás de la marina de la que zarpaba Ernest Hemingway para pescar marlines. Encontramos a Flores en una casa medio en ruinas, en la que el revocado de unas paredes enmohecidas se cae a pedazos, cucarachas del tamaño de un pulgar corretean por la cocina y por todo mobiliario hay dos sillones viejos, una mesa a la que le falta una pata y un televisor que dejó de funcionar hace muchos años.

Flores es incapaz de acabar de contar su historia, ni siquiera es capaz de contar hasta diez. Empieza un tema, pierde el hilo, empieza otro tema, se vuelve a perder. La única constante de todos sus recuerdos es su gran amor a Fidel. Y el miedo. El miedo a que vengan. ¿Quién? ¿Para qué? ¿Por qué? Eso no lo quiere decir.

El trayecto entre el restaurante de Erasmo y el lugar en el que vive Flores es un salto entre dos Cubas. La Cuba de Erasmo lleva monturas de gafas de colores, viste ropa de moda, gana dinero y sueña con ganar aún más.

La Cuba de Flores sueña con tener algo que llevarse a la boca. Y que no se acaben los cigarrillos. O al menos las colillas.

Flores

¿QUÉ QUIERES SABER? ¿Mi madre? Te cuento…

—Mi madre.

…mi madre era lavandera, mi padre tenía más dinero que ella, su familia nunca habría aceptado esa boda. Mi abuelo les vendía caña de azúcar a los americanos, ganaba mucho dinero, así que cuando resultó que mi padre quería casarse con una muchacha sencilla, modesta, sin ajuar, el abuelo montó en cólera, empezó a gritar, pero has de saber que mi padre era muy terco, por otro lado, cuando…

 …cuando un día estaba yo sentado en un árbol al que había trepado para recoger unos mangos… cuando ya tenía cogido uno —era un fruto especialmente bonito— y estaba pensando en cómo bajar para no dañarlo, abajo aparecieron unos carros militares…

…los carros se detuvieron junto al árbol, yo tenía unos quince años, era un mocoso, un adolescente, y de uno de los carros bajó un hombre barbudo, con uniforme color aceituna, armado, y me preguntó cómo me llamaba. «Flores, señor —dije—, me llamo Flores», y él me dijo que tenía un mango muy bonito, suspendió la voz, y yo sabía que si quisieran, me quitarían aquel mango y que yo no lograría escapar de ellos, además, ¿cómo demonios podía escapar de un grupo de guerrilleros armados? Así que dije rápidamente: «Se lo regalo con mucho gusto», y bajé del árbol, y él sonrió, tomó el mango de mis manos y dijo: «No me lo regalas a mí, se lo regalas a la Revolución», y preguntó: «¿Flores, tú sabes leer y escribir, chiquillo?», «No, señor, no sé», y él dijo: «Nosotros queremos cambiar Cuba para que puedas ir al colegio, aprendas a leer y a escribir y quizás, en el futuro, seas médico o ministro», y a mí me gustó mucho aquello y dije en voz alta que no era mala idea, y los escoltas de aquel hombre me sonreían con simpatía y, en cambio, cuando…

…cuando por primera vez me encontré delante de la puerta del Comandante, llevaba un saco de leña a las espaldas, tuve que agacharme para pasar, y pensé cómo tendría que agacharse el Comandante, que era bastante más alto que yo, y cuando se abrió la puerta vi que estaba allí él, Fidel Castro, en pijama, «Ten cuidado con la cabeza», se rio y me encasquetó la gorra hasta las orejas, «Sí, comandante, tendré cuidado», dije, tiré la leña junto al fuego y me puse a preparar la comida, ese día tenía que hacer pavo asado, y él encendió un puro y estuvo mirándome, sentía curiosidad por ver cómo me las apañaría con el pavo, pero…

…pero me preocupa y me intriga, querido, ¿por qué los americanos han empezado a venir a Cuba justo ahora?, ¿por qué aterrizan aquí sus aviones y calan aquí sus barcos?, ¿por qué lo aceptamos si todos, todo el mundo sabe que esto es como en el béisbol, todo depende de quién lance la pelota primero?, ¿por qué dejamos que sean ellos los primeros en lanzar la pelota?, ¿por qué permitimos que ganen ese partido antes incluso de que haya empezado de verdad?

Es todo lo que puedo decir.

No puedo decir más. No puedo porque vendrán por mí. No me gustaría que vinieran por mí.

Ubre Blanca

EL PADRE DE MI AMIGO MIGUEL VIO A FIDEL varias veces y en más de una ocasión comió en su casa.

—Si mi padre estuviera vivo, te contaría historias curiosas —cabecea Miguel—. Decía, por ejemplo, que en esos banquetes Fidel no comía casi nada y que, en cambio, no paraba de hablar. Y que lo que más le gustaba eran la leche y los quesos. Una vez consiguió criar una vaca recordista y quería que todos los miembros del partido fueran a la granja a verla. Mi padre también fue, aunque aquello de que todo el mundo perdiera el tiempo contemplando una vaca en lugar de trabajar le parecía un poco absurdo.

La vaca en cuestión fue en su día uno de los símbolos de la Revolución cubana. Era muy mansa y tenía unas ubres grandes y henchidas. De ahí su nombre: Ubre Blanca. En Cuba se cantaban canciones y se escribían poemas sobre ella, y el diario Granma —equivalente del Pravda soviético— llamado así en honor al célebre yate, relataba al detalle cuántos litros de leche daba la vaca cada día. Un cuarto de siglo más tarde, el director Enrique Colina rodó un documental sobre la vaca.[1]

«Había veces que no quería comer pasto estrella, había que buscarle bermuda, naranjas o toronjas» —decía uno de los empleados de la granja. —Tenía una ubre enorme. Producía más de cien litros de leche cada día —añadía otro.

Cien litros. Cuatro veces más que una vaca media.

Es cierto que Fidel adoraba las vacas y los productos lácteos, desde la leche fresca, pasando por los quesos, hasta los helados. En su opinión, los cubanos, para ser de un país donde miles de vacas eran convertidas en filetes, consumían pocos lácteos. Antes de la Revolución, la leche fresca o el yogur sólo se podían comprar en las ciudades grandes; en los pueblos no se solían tomar, ni tampoco se hacían quesos. Enseñar a la gente que todos esos productos eran sanos y nutritivos fue para el Comandante un objetivo casi igual de importante que la Revolución.

 O, dicho de otra manera, era un nuevo frente de la Revolución, la Revolución en la Cocina.

La raza resultante del cruce entre las vacas lecheras Holstein y las Cebú —invento personal de Fidel— se iba a llamar Holstein Tropical. Castro, siempre que podía, viajaba a las granjas y —cómo no— instruía a los científicos que trabajaban allí sobre cómo alimentar, cómo tratar y cómo ordeñar a las vacas. Les enseñaba incluso cómo inseminarlas. Sin embargo, los resultados de los primeros años de cría fueron muy pobres.

Hasta que llegó ella. Ubre Blanca.

—Parece ser que Fidel se fijó en ella cuando era aún una ternera —dice Miguel— . Mi padre me contó que ya entonces le llamó la atención por su ubre. Ordenó que la observaran y desde entonces no dejó de preguntar por ella. Como uno de los apodos de Fidel, ya antes, era El Toro, su amor a las vacas dio origen a más de una carcajada entre sus camaradas de La Habana.

Cuando resultó que Ubre Blanca realmente tenía dotes para convertirse en una vaca plusmarquista, se creó un equipo de más de una decena de personas cuyo único cometido era hacerse cargo de ella. Le daban un pasto especial. Le ponían música clásica para que estuviera relajada durante los cuatro ordeños diarios.

Poco después, Ubre Blanca empezó a batir todos los récords. Llegó a entrar incluso en el Libro Guinness de los Récords como la vaca qué más leche producía en el mundo. El récord anterior pertenecía a una vaca estadounidense, lo que le daba un sabor especial a aquel combate lechero.

—Fidel no se cansaba de hablar de ella —recuerda Erasmo Hernández—. Decía: «Cinco mil vacas como ella bastarían para suministrar leche a toda Cuba».

A Ubre Blanca se le dispensaban unos cuidados que hasta entonces estaban reservados exclusivamente a los dignatarios más importantes del partido. Un grupo de soldados la vigilaba las veinticuatro horas. Tenía también sus propios catadores: la hierba o la fruta destinada para su consumo se les daba primero a otros animales antes de que llegaran a ella.

A los científicos se les ordenó que se ocuparan de su reproducción, pero ninguna de sus hijas consiguió alcanzar la capacidad de producción lechera de la madre. Ubre Blanca, a su vez, debió de sentir la gran responsabilidad que recaía sobre ella y empezó a enfermar; tras el tercer parto se puso muy grave. Dejó también de producir cantidades récord de leche. ¿Sobre qué iba a informar ahora Granma después de haber acostumbrado a sus lectores a publicar informes de los ordeños de la heroica vaca? La gente quería que rebosara salud y siguiera batiendo récords. Una Ubre Blanca que produjera menos leche no era de ayuda a la Revolución. Peor aún. Una Ubre Blanca que no produjera leche podía servir a los imperialistas como prueba de que la Revolución se había estancado. Cuba no necesitaba a una Ubre Blanca enferma. En 1985 Fidel tomó personalmente la decisión de sacrificarla.

Erasmo

PREGUNTAS QUÉ COMÍA FIDEL APARTE DE LOS LÁCTEOS. Bueno, comía poca carne, en cambio, le encantaban los vegetales, cualquier clase de vegetales. Si comía carne, era preferentemente cordero con miel o en leche de coco. ¿Cómo se hace? A la carne de cordero le añades cebolla, ajo, frijoles, un poco de pimienta negra, una hoja de laurel, lo cubres todo con vino. Da igual qué vino, pero preferentemente blanco. Puedes echar también una copa de coñac. Lo tienes media hora en el fuego.

Después, calientas la demi-glace. Durante la cocción hay que añadir una pizca de nuez moscada. Cuando la carne está hecha, cuelas la salsa y añades leche de coco. Al final, condimentas el plato con sal y culantro.

Le gustaba también el lechón asado, ya sabes, un cochinillo que sólo se ha alimentado de leche materna. Al cochinillo le sacas las vísceras, pero dejas la piel, la cabeza y el rabito. Después, lo dejas veinticuatro horas marinándose en mojo criollo: al jugo de naranja recién exprimido le añades un poco de aceite de oliva, perejil, ajo machacado y, naturalmente, salsa demi-glace. La carne la aplastas con una parrilla especial para que se ase bien por cada lado y la empapas de salsa.

Durante la primera hora la asas a 150º; la segunda hora, a 180º. Después abres el horno y untas la piel del cochinillo con manteca para que se dore bien. A Fidel le gustaba ese plato con plátanos asados.

Erasmo

A VECES VIENEN AQUÍ AMERICANOS; se han enterado de que es el restaurante del cocinero de Fidel Castro y me hacen un montón de preguntas. Preguntan qué solía comer y si no me da vergüenza haber cocinado para él. Pero se trata de secretos de Estado, no voy a contárselos al primero que entre por la puerta… Contigo es distinto, tú eres un amigo de Polonia. Un polaco puede comprender mejor a un cubano que un estadounidense; estuvimos muchos años en el mismo bloque. Y no tengo de qué avergonzarme.

Nadie ha hecho tantas cosas buenas por Cuba como Fidel.

Los americanos son terriblemente provocadores, pero los peores son los cubanos que huyeron, se instalaron en los Estados Unidos y vienen ahora a visitar su vieja patria. Dios te libre de caer en las manos de uno de ésos. Yo, antes, discutía con ellos, pero hoy me escondo en la cocina y ya está. Todo lo que querrían reprocharle a Fidel, me lo reprochan a mí. ¿Cuánto tiempo puede oír uno esas cosas? «Antes era como era, y ahora es distinto», les decía cuando todavía hablaba con ellos. «Antes no podías venir y ahora puedes. Todos tomamos nuestras decisiones en la vida y todos pagamos por ellas». Y añadía: «¿Qué pasa si en los Estados Unidos te da un ataque al corazón en medio de la calle? Antes de auxiliarte te preguntan si tienes pagado el seguro. Si no tienes seguro, pueden dejarte tirado en el suelo. Y aquí atienden a todo el mundo».

¿Que si se enteran de algo de lo que les digo? Lo dudo.

A Fidel se le podía criticar por muchas cosas, pero en lo que hacía no había ningún engaño. «¿Expropió la tierra?», les preguntaba siempre. «A su familia también se la expropió. ¿Los obligó a que se fueran? No, no los obligó. Dijo que si se querían marchar, allá ustedes, porque él estaba construyendo un país en el que no iban a cenar langosta todos los días».

¿QUÉ DICES, WITOLD? ¿Que ahora en mi restaurante todas las noches sirvo langosta para cenar? Anda, anda, mejor quédate callado. Ven a la cocina. Vamos a preparar algo más. Ponte el delantal, agarra el cuchillo.

Te diré una cosa en secreto. Fidel se jubiló, pero varias veces me llamó para que fuera. Quería que le hiciera sopa de vegetales. No hay nada como sopa de vegetales para ver si alguien es buen cocinero o no. Puedes usar las mismas verduras, en las mismas proporciones, rehogar la cebolla el mismo tiempo, preparar el fondo con el mismo pollo y la misma vaca. Y resulta que a mí me salía una sopa y Fidel pedía más, y si la hacía otro, se quejaba. Un buen cocinero debe tener algo en las manos, un don especial que hace que su comida salga más rica. Fidel me decía: «No sé cómo la haces, pero tu sopa es la que más me gusta».

¿La receta? Perdona, pero ya te he contado demasiadas cosas. La receta de la sopa de vegetales de Erasmo me la llevaré a la tumba, como hizo la madre de Fidel con su receta de la paella.

Pero podemos hacer juntos un ceviche. ¿Quieres?

Coges un pescado bien fresco. Cualquier pescado de carne blanca. Lo fileteas y lo picas en daditos chiquitos. Lo maceras con jugo de limón, un poquito de oliva, sal, pimienta, cebolla. La cebolla hay que hervirla para quitarle el sabor y el olor ese fuerte que tiene. Agregas también un diente de ajo bien majadito, un chile troceadito, lo dejas quince minutos en la nevera y ya listo para comer.

Flores

…¿QUÉ DICES?…

 …Repite…

…Aaah….

¿Dices que me parezco al Comandante? ¿A Fidel Castro? Gracias por decirme eso, déjame que te estreche la mano, o mejor choca los cinco. Es cierto, mucha gente me dice eso y siempre me alegro muchísimo, ya me parecía a él cuando era joven, el propio Comandante, cuando está de buen humor, me dice a veces: «Flores, te pareces tanto a mí, ¿por qué no te pones mi uniforme y me sustituyes unos días y yo mientras tanto descanso?», pero yo le contesto siempre: «No, Comandante, es imposible, nadie puede sustituir a Fidel» y él siempre está contento con mi respuesta, así que…

…así que ya ves, se me acabó el dinero, tuve que pedirle a la vecina que me diera un cigarrito; me dio dos, es una buena vecina, a veces me da también comida, mira lo que tengo en la olla, arroz con pollo, me lo dio ella, si quieres, coge la cuchara y come, mis cartillas de racionamiento también las tiene ella, le digo: «Coge lo que quieras, sal, frijoles, pollo, si necesito algo, ya me lo darás tú», pero sé que me da más de lo que hay en esas cartillas, los cubanos son buena gente, comparten lo que tienen…

…y si no comparten, ¿qué le vamos a hacer? Una vez el Che fue a visitar una fábrica, el director lo invitó a su oficina y le dijo: «¿Le apetece cerveza fría, comandante?». En aquella época era realmente difícil conseguir cerveza, y el Che le preguntó: «¿Para mí tienes cerveza y para mis compañeros no?», y el director le contestó: «Tengo poca cerveza, pero puedo ofrecerles agua fría». ¿Y sabes qué?, inmediatamente dejó de ser director, el Che le dijo: «¿Qué clase de comunista eres si sólo tienes cerveza para mí?»…

…es todo lo que puedo decir…

…créeme, no puedo decir más. Preferiría que ellos no vinieran…

…aunque espera, te diré una cosa más, te diré que Fidel adora los helados, puede comer quince bolas a la vez, incluso veinte, siempre quiso que cualquier cubano pudiera comprar helados todos los días, que pudiera ir a Coppelia[2] y que tuvieran allí más sabores que en cualquier heladería de los Estados Unidos; mandó a hacer helados de leche de cabra, de leche de burra, incluso de leche de hembras de bisonte, y cuando los probó dijo que eran realmente buenos y que deberíamos hacerlos más a menudo, en cambio…

…en cambio, nadie se come dos trozos de carne, nadie se come dos langostas, ni siquiera el Comandante, cuando él va al arrecife de coral a bucear, y ninguno de sus guardaespaldas puede llegar a soñar con bucear a esa profundidad o con pescar un pez o una langosta tan grandes como los que pesca él, pues después de todo eso que ha pescado, Fidel se come una langosta, U-N-A, el resto es para compartir, él es así, siempre lo comparte todo

Traducción del polaco de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz.

[1] Enrique Colina, La vaca de mármol, Cuba-Francia, 2013.

[2] Legendaria heladería de La Habana.

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