El tango de Drancy

Alfonso Zapico

(Blimea, España, 1981). Su libro más reciente es «La balada del norte. Tomo 4» (Astiberri, 2023).

Barrio de Drancy, París

Tengo un amigo argentino. Se llama Sergio y vive en París. Es ilustrador y grabador, de la vieja escuela. Vive obsesionado con la cartografía, y para él el mundo es todo aquello de lo que puede extraerse un plano frontal y otro cenital, para ser ubicado después en algún punto geográfico dentro de un pequeño cuadrado, rodeado de muchos otros, formando el mapa de alguna parte.

Otra de sus obsesiones es la memoria. Los muros de su estudio están cubiertos por retratos, viejas fotografías, ilustraciones de gente en grupo posando sonriente. Hasta los rinconcitos más insignificantes están ocupados por postales o rostros en sepia, que nada tienen que ver con su familia. Ni siquiera han llegado de su país. Son recuerdos de otros, vendidos a dos euros la docena en cualquier librería de viejo de la capital: un oficial austríaco en 1929, un balneario termal en 1933, la catedral de Albi, una niña con vestido de domingo, un matrimonio bretón.

Cuando Sergio trabajó como mediador cultural en una escuela de la periferia parisina, hace años, tuvo la oportunidad de trasladar sus obsesiones al terreno de lo real. Territorio y memoria fueron el objeto de un proyecto que duró un año, y que sacó a los alumnos de sus aulas, lápiz en mano, para trazar el mapa imaginario de la ciudad. Surgieron así nuevas calles, nuevas avenidas con nuevos nombres y con una historia que nada tenía que ver con la que publicitaban las guías de turismo. Los recuerdos de aquellos niños, mezclados con los que se inventaban cada mañana al cruzar un semáforo o al pararse a dibujar un árbol, demolieron la vieja ciudad hasta los cimientos.

Una vez reconstruida aquella urbe, Sergio decidió convertir las formas en sonidos. Invitó a la escuela a un compatriota argentino, que acudió acompañado de su bandoneón. Y retó a sus pupilos a un último desafío: la composición de un tango. Esta composición musical argentina por excelencia habla del territorio y de la memoria. El tango es apasionado, nostálgico, febril.

Antes de componer su propia letra, los alumnos escucharon un tango argentino. Al principio no pudieron contener las carcajadas. ¿Qué clase de música era aquélla? Y aquel instrumento que se inflaba como un tubo de aire acondicionado… Muy lejos debía quedar aquel país en el que vivía gente que apreciaba aquel sonido.

Uno de los chicos dijo que aquella música le recordaba a la que escuchaba su abuelo por las mañanas, en su vieja radio. Era música de Túnez. Nada tiene que ver el tango con la música tradicional del norte de África, salvo que las dos hablan del territorio y la memoria. Aquel joven francés de tercera generación ni siquiera lo imaginaba cuando lo sugirió. Tampoco los pequeños síes que respondieron a su observación, originarios de Marruecos, Argelia, Gabón o Vietnam.

La clase de Sergio compuso su canción, que fue interpretada por el bandoneonista con el mayor esmero. La letra, que hablaba de historias que ocurrieron (o quizás no) en las calles de aquella banlieue parisina, era extravagante y hermosa. Este experimento demuestra que es posible fabricar un mapa alternativo del espacio que nos toca en suerte para vivir. El ser humano es capaz de sobreponerse a la memoria colectiva que pesa sobre un lugar y elevar sus propios recuerdos, que proyecta a capricho. Pero estos recuerdos se componen de otros más antiguos, que fueron de otros y nos pertenecen ahora.

También yo desearía trazar mi propio mapa de una región desconocida; ansío saber qué hay tras las murallas de la vieja ciudad en lo alto de una colina, atravesar el camino rodeado de trigales, golpear dos veces la puerta azul de la casa en la calle con nombre de batalla. Quiero componer mi propio tango de Drancy, y a nadie le importará si la letra es real o inventada.

Gusanos de arena

Île d’Oleron, Charente-Maritime

Cuando uno llega a Oleron lo hará seguramente atravesando un puente que une el hexágono a la pequeña isla. Da la impresión de que alguien, desde el continente, clavó un trozo de cemento a un farallón para atraerlo hacia sí en un movimiento de arrastre. Antes de cruzar el viaducto la costa se percibe con claridad; lo curioso es que, una vez al otro lado, se gira la vista al mar y es la tierra que se deja atrás la que parece ser una isla. De alguna forma, esa tierra también es una isla.

A medio camino entre el mar que separa Oleron del litoral hay una pequeña fortaleza. Es de piedra blanca, tiene forma de herradura y un torreón central. Olvidemos el puente: si un gigante de otra época quisiera pasar de la costa a la isla sin mojarse los pies, sólo tendría que apoyar el pie derecho en Bourcefranc-le-Chapus, el pie izquierdo en Fort Louvois, coger impulso y saltar enérgicamente para caer sobre Chateau d’Oleron, la vieja fortaleza que Vauban construyó para el Rey Sol.

Recorrí la isla en bicicleta, desde un hotelito del sur. Una idea poco afortunada. Siempre es mejor partir de Saint-Jean o de cualquier otra parte del corazón de Oleron que empezar por un extremo de la isla. Es más fácil llegar a cualquier punto. Así, cuando las vértebras empiecen a plegarse como un acordeón sobre el asiento de la bicicleta, siempre nos queda la opción de una retirada decorosa deshaciendo el camino.

La travesía, al menos, merece la pena. El paisaje cambia como la marea, que baja y exhibe su rostro descarnado, perforado por señales de pesca, para subir luego y ofrecer un cuadro sublime. Las aglomeraciones de cabañas ostrícolas resisten al mar y al turismo, y subsisten gracias a ambos. En el interior, los canales fluviales acompañan el viaje en bicicleta y se extienden a derecha o izquierda. Los campos y pastizales, amarillos y cálidos, se agitan con el viento oceánico. El viajero lamenta abandonar estas planicies para ocultarse en los bosquecillos que surgen en la ruta. Estas zonas sombrías no tienen nada de particular, salvo su brevedad. Y cuando desaparecen se agradece regresar al sol y a la tierra tostada.

Llegué a Saint-Trojan-les-Bains, un pequeño pueblecito del sur. Es alargado como una serpiente, y está formado por chalecitos de ladrillo rojo, hermanos afortunados de aquellos edificios burgueses que no sobrevivieron al bombardeo de Royan. La desproporción de este nuevo gran puerto, con su catedral descomunal, que se asemeja más a un granero que a un templo, contrasta con la isla.

Saint-Trojan tiene una gran playa, ahora desierta. Aprovechemos, pues, para descalzarnos y descender a la orilla.

—Tengo frío —dice Manuela.

—Es por el viento. Si no hay viento, está bien.

Excusarse en el viento para justificar el frío es una tontería. Conjeturar con que el viento sople o cese es como decir que tenemos frío porque no hace calor, y que si hiciera calor, sin duda no sentiríamos frío.

Pierre Loti llamó a Oleron «la lumineuse», y la Revolución rebautizó Saint-Trojan como «la Montagne» en 1791. Ya casi no hay luz, por lo que no encuentro sentido a la primera definición. La avenida principal de Saint Trojan, el bosquecillo que se oculta detrás, toda la isla, al fin, es una llanura. La segunda definición desapareció en 1793, y la Montagne volvió a ser Saint-Trojan. Ni luz ni elevación en esta isla donde sólo hay viento y el empeño de otros por atribuirle cualidades o nombres que no se perciben ni le corresponden.

—¿Qué es eso?

La marea está bajando, y las únicas huellas en la arena son las nuestras. Pero veo unas marcas extrañas no lejos del agua. Decenas de agujeritos con montoncitos de arena alrededor. Tienen forma de pequeños gusanos.

—¿Y esto? Son gusanos de arena. ¿Qué clase de marcas son éstas?

—Los gusanos están debajo. Son arenícolas, se alimentan de arena. La tragan y filtran los nutrientes, y luego la expulsan. Lo que ves es justo lo que han engullido, por eso tiene forma de gusano.

—¡Oh! Mira eso.

En ese instante, bajo un terreno blando y húmedo, un gusano acaba de expulsar hacia arriba un montoncito de arena. Es fascinante. La silueta perfecta del propio animal reproducida en la materia de la que se alimenta. Por eso hay tantos gusanitos esculpidos en la superficie. No es posible ver al bicho, pero se puede seguir su rastro; por donde pasa devora lo que le es útil y luego excreta sobre el paisaje.

También existe gente así.

La maldición del sofá

Place du Palet, Angoulême

Por la parte sur de la muralla de la ciudad asciende la route de Bordeaux, una vía nueva que termina en una plaza antigua. La entrada a la Place du Palet está flanqueada por dos edificios casi reflejados el uno en el otro: la Maison des auteurs a la derecha, y unas viejas oficinas a la izquierda.

El aspecto del lugar varía con la luz y la temperatura: en invierno el Bar Tabac cerrado despierta compasión, el cercado de reja que protege unos bancos resulta deprimente y los escasos árboles, revestidos de pobrísimas luces de navidad que apenas iluminan, invitan al suicidio. En primavera la piedra blanca brilla intensamente, las terracitas se llenan de gente que bebe café o cerveza y la cabeza de medusa esculpida sobre la fuente casi parece sonreír.

El edificio de mayor envergadura de la plaza es una enorme casa con tejado de pizarra, tras cuyos ventanales cuelgan cortinas de punto. A un lado de la casa se abre una calle casi como un surco accidental. Estrecha y oscura, muere pocos metros más allá, frente a un viejo caserón de piedra de dos plantas construido hace cinco siglos: la Maison des archers du roi. Los arqueros reales, que no llevaban arcos sino alabardas, formaban la guardia de la ciudad en una época en la que el patíbulo se elevaba en el centro de la plaza. Las cabezas rodaban entonces como lo hacen ahora las bolas de petanca del jardincito del mirador, y la gente se tomaba la vida con menos seriedad y formalismo.

A la izquierda de la gran casa de piedra hay otra calle, más ancha pero igual de solitaria. Es la calle donde vive Gilles. Nunca he estado en casa de Gilles, pero sé que vive aquí porque pasé casualmente el día en que subió un sofá a su apartamento. No hay muchos ascensores en el Vieux Angoulême, así que los operarios engancharon una polea a la ventana del segundo piso. Lo cierto es que ni siquiera me fijé en el sofá, no le di importancia. Ahora sé que me equivoqué.

Gilles es artista, y trabaja en la Maison des auteurs. No lo conozco mucho, pero comparte taller con mi amigo Patrice. Ha publicado un par de libros en una editorial suiza, ha ganado un par de premios y obtuvo una beca de creación con un proyecto interesante: algo sobre un planeta imaginario, unos seres irreales, un universo onírico… Sus planchas de dibujo —todas de formato desmesuradamente grande— estaban realizadas con un rotuladorcito de calibre 0.1. Sus hermosas ilustraciones, una vez terminadas, absorbían la atención del autor como lo hacen las fieras salvajes: devorando a quien las ama demasiado. No tiene sentido que las describa aquí. El lector podrá imaginárselas tras conocer la historia.

La residencia artística de Gilles en la Maison des auteurs tenía una duración de dos años. En los primeros tres meses realizó una labor titánica, fabricando escenarios con recortes de fotografías y grabados antiguos, dibujando personajes en todas las situaciones y posturas imaginables, forrando las paredes del estudio con papelitos donde casi se podía leer todo aquello que iba a ocurrir en su libro, y aun más, lo que el lector no leería nunca. Los tres meses que siguieron a éstos fueron igualmente formidables: salía de su casa a las ocho y media de la mañana, bebía un café solo en el bar al que los camioneros portugueses acuden a ver el fútbol y atravesaba la Place du Palet camino de la Maison des auteurs. Pasaba su tarjeta magnética por la ranura y desaparecía tras la puerta del edificio, silencioso y breve como un suspiro. Reaparecía horas después para recorrer el camino inverso; siempre de noche, y siempre directo a casa.

Una mañana yo tomaba café con Patrice en ese mismo bar al que Gilles acudía puntualmente y en el que jamás se detenía al final de la jornada.

—¿Sabes que Gilles ha renunciado a su beca? Ha cancelado el proyecto.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Este martes vino por la mañana y recogió sus cosas. No dijo nada a nadie, ni siquiera a la directora. A mí tampoco me avisó. Inaudito.

El martes por la mañana, un talentoso ilustrador que se encontraba a mitad de ejecución de una gran obra abandonaba. Nadie encontró explicación. Pero yo sabía que el lunes por la tarde, una agencia de transporte de muebles había subido un sofá a su apartamento.

—¿Qué le ocurre? ¿Está enfermo?

—No, que yo sepa. Además, ha renunciado a volver. Dejó libre su estudio para que pudiera ser ocupado por otro autor.

—¿Se marcha de la ciudad, entonces?

—Nadie sabe nada. La directora le llamó ayer por teléfono, y estaba en su casa.

Las semanas pasaron, y nadie en ninguna parte echó de menos a Gilles, porque antes de desaparecer completamente sólo era una sombra que salía de una callecita del Vieux Angoulême a las ocho y media de la mañana y atravesaba la Place du Palet para difuminarse tras los muros de la vieja fábrica de muebles. Ni siquiera notaron su ausencia en el bar de los portugueses. La propietaria sirvió un café menos cada día, sin percatarse de que correspondía a aquel joven artista que pagaba con el dinero justo y nunca decía adiós. Patrice me dijo hace tiempo:

—Dicen que Gilles lleva sin salir de su casa desde octubre, desde que dejó el taller. ¿Te lo puedes creer?

—Han pasado seis meses. ¿Es posible?

—Por lo visto su novia le llena la nevera y su padre le paga las facturas. ¿De qué color tendrá la piel? No entiendo qué se le ha metido en la cabeza.

—Es aquel sofá —dije yo.

Y terminé el café de un sorbo, porque era oscuro y amargo como todos los cafés que ponen allí, y maldije aquel sofá que había robado el alma de un creador, la vida que aún no había vivido y la obra que aún no había consumado. Maldije aquella tarde de octubre en la que dos tipos subieron aquel sofá tirando de una cuerda, con la brutal indiferencia con la que cinco siglos atrás otros como ellos habrían puesto a punto la horca en el centro de aquella placita de piedra blanca. Y me maldije a mí mismo, por no mirar aquel día y ver si era uno de esos brillantes sofás de piel, un sofá de tela pasado de moda o un sofá cama, de esos que siempre vienen bien para invitar amigos a casa

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