(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Uno de sus libros más recientes es Ábaco de granizo (ERA, 2021).
Lo confirmo al leer Las moradas de Santa Teresa de Jesús o El cuaderno del bosque de pinos de Francis Ponge: el poema en prosa, antes y después de Baudelaire, ha borrado las fronteras de los géneros literarios. ¿Camuflaje, adaptación y adecuación, mimetismo? Sí y no. En realidad, bien mirado y oído, es un laboratorio permanente del cantar, el pensar y el contar. Cruza muros o líneas fronterizas sin requerimiento de aduanas a semejanza de las aves migratorias, las tormentas y la oscuridad. Posee tarjeta de circulación permanente para divagar por cualquier territorio. Especie anfibia que se desplaza bajo las aguas y se mueve en la superficie sin ningún contratiempo. ¿Cocodrilo? ¿Nutria? ¿Hipopótamo? En tales coordenadas de hibridez, puedo argumentar que el cuento es la forma poética de la narrativa. Por eso mismo, José Bergamín afirmó que el aforismo —el ensayo en su máxima destilación— es poesía en estado sólido. En el cauce incluyente del poema en prosa, confluyen todas esas voces literarias, incluso, la polifonía de la dramaturgia, el uso de los diálogos de manera sustantiva con su correspondiente dramatis personae.
La experiencia de escritura de este género ambiguo e inestable abre posibilidades y aventuras para poetas, cuentistas y ensayistas; para cada uno, sin prestigiar a priori ningún discurso, el ejercicio del poema en prosa ofrece libertad creativa, improvisación, arquitectura musical, experimentación, amalgama de registros expresivos, correspondencias del todo y sus partes, contrapuntos y fugas argumentales, así como la creación de atmósferas, microclimas y tonalidades acordes al tópico o la trama en cuestión. El poema en prosa no es necesariamente breve, aunque el tamaño «postal» o «carta» elegido por varios de sus exponentes inclina la balanza respecto de su acotada extensión. Pero no es norma. En la obra modelo de Charles Baudelaire figuran textos que rebasan las tres páginas, «Las viudas», «Las tentaciones, o Eros, Pluto y La Gloria», «Muerte heroica», entre otros. Por otra parte, Francis Ponge ha echado mano de este género todoterreno para escribir libros como El jabón y buena parte de La fábrica del prado; por su parte, Henri Michaux hizo lo propio con Un bárbaro en Asia y Juan Ramón Jiménez lo haría con esa novela fragmentaria llamada Platero y yo.
Acepto que la tentativa de conceptualizar el poema en prosa es una empresa imposible y vacua hasta cierto punto. ¿Son poemas en prosa los ensayos y relatos autobiográficos de El fin de la edad de plata de José Ángel Valente? La misma pregunta, con igual fulgor de curiosidad o recelo vale para libros como Reseña de los hospitales de ultramar y Caravansary deÁlvaro Mutis, Los cuadernos del destierro y Memorial de Rafael Cadenas, la mayoría de los pasajes de Perséfone y Mirándola dormir de Homero Aridjis. Estas obras son tan diferentes en su puesta en escena, voz narrativa, argumentos, personajes (si los hubiera), cadencia y sintaxis. Leemos sus renglones de izquierda a derecha, de arriba abajo sin importar sus cortes, tan relevantes en el verso; su escritura cubre la totalidad de la página y sus pausas están regidas por signos de puntuación. En algunos de estos casos, el hilo conductor es una anécdota que va tomando realidad en cada línea, en cada párrafo, hazañas, delirios y confusiones de uno o varios personajes o de la voz narrativa. En otros casos, una idea da pie a una reflexión que se bifurca, avanza en su proceso dialéctico, se contradice para finalmente llegar a un acuerdo o síntesis provisional. ¿Y qué sucede con libros como Léxico de afinidades de Ida Vitale o Los papeles salvajes de Marosa de Giorgio? La disposición tipográfica del texto justificado en la página, criterio acatado por todos los escritos en prosa, obviamente no extiende certificados de poemas en prosa. «El hábito no hace al monje», suele decirse. Podríamos hablar, en todo caso, de prosa narrativa o, simplemente, prosa discursiva. Piezas literarias, científicas o humanísticas hilan sus contenidos en dicha ruta evitando casi siempre el extravío y el juego, la seducción musical y tonal. O al menos esos escritos prosísticos no reparan en tales posibilidades del lenguaje. «Aunque se vista de seda, mona se queda», también sentencia el saber popular aplicable a los menesteres que aquí expongo como un alambrista que quiere demostrar, de manera contundente e irrefutable, la ley de la gravedad tras su eventual caída.
En todo caso la dicotomía, o mejor dicho el falso dilema entre la poesía y la prosa, debe transferirse al verso. La prosa, para empezar, rompe el corte de verso, desaparece esa pausa, ora un sutil doblez de ala de ave y, otras veces, abrupta y chirriante bisagra definida por una estructura métrica o silábica o dispuesta en cadencia rítmica libre. Se dice que hablamos en prosa —el sermo pedestri, dirán despectivamente los poetas latinos— mientras rezamos y cantamos en verso. Enrique Anderson Imbert nos informa que la etimología de prosa viene del adjetivo en latín prorsus o prosus-a-um, que significa «quien anda en línea recta». Pero vuelvo a insistir, la oposición entre ambos registros es un tanto artificial. ¿La danza de pasos imprevistos de la bailarina que atribuye Paul Valéry al discurso poético, a su decurso y devenir, cede su lugar al orden calculado de la marcha marcial correspondiente como símil de la prosa? Según mi parecer la renuncia nunca es total. En el poema en prosa gira y salta la bailarina con sus elipses repentinas e insospechadas, pero también, llegado el momento, el paso redoblado de la escolta o del regimiento —el símil también es del autor de El cementerio marino— toma relevo de la empresa literaria y la conduce con movimientos trazados por la regla y la escuadra hacia su destino, sea éste el de los cuarteles de invierno o el de una encrucijada que terminará en carnicería o fuga multitudinaria.
Si bien es cierto que la publicación del Gaspar de la noche de Aloysius Bertrand, en 1836, marca el nacimiento del poema en prosa como tal, hay antecedente en la literatura romántica alemana, en el Hyperion de Hölderlin o en Himnos a la noche de Novalis, por ejemplo. A su manera, también en Lo Zibaldone de Giacomo Leopardi se respira ese aire libérrimo y de múltiples correspondencias, polifónico en su decir y de varias bifurcaciones en sus tanteos discursivos. Por supuesto, la aparición de El Spleen de París, conocido también como Pequeños poemas en prosa de Charles Baudelaire, dotó a esta creatura verbal anfibia de un status artístico de obra maestra, pero asimismo, como herramienta ideal de la expresión moderna, vehículo inmejorable para el flȃneur que en sus largas caminatas en la gran urbe abre sus sentidos y su alma a los festines del caos y la locura, a la inspiración temeraria y la abyección de la razón humana.
En el pórtico del libro citado, Baudelaire confiesa su deuda con la obra de Bertrand —leído al menos en veinte ocasiones—, la cual le brindaría la oportunidad de aplicar el modelo «a la descripción de la vida moderna, o más bien, de una vida moderna y más abstracta». La imaginería medieval del Gaspar de la noche, cuyo subtítulo, «Fantasías a la manera de Rembrandt y de Callot», delata una inclinación por la imagen, se adecuó a los requerimientos de los Pequeños poemas en prosa porque precisamente en esa «prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, flexible y sacudida lo bastante para ceñirse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia». Varias décadas después, André Breton, practicante del poema en prosa, dirá entre guasón y pontífice que esta forma habrá de sustituir en poco tiempo al soneto y que todos los poetas contemporáneos caerán en las redes del poema en prosa.
Especialmente en la tradición francesa y en la de lengua española, este molde verbal se multiplicó con estilos y apropiaciones tan diferentes. Podría ser al mismo tiempo un espíritu rabioso arruinando un festín, la contemplación de los misterios de la naturaleza o la fascinación de un lago congelado, es decir, Una temporada en el infierno y Las iluminaciones de Arthur Rimbaud, la Historia natural de Jules Renard o cierta prosa metafísica de Stéphane Mallarmé. Los modernistas hispanoamericanos fueron entusiastas del poema en prosa, Rubén Darío lo puso a su servicio en varias páginas de Azul, ejemplo que replicarían poco después Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig, Juan Ramón Jiménez… Entre los llamados posmodernistas, en El minutero de Ramón López Velarde, El cielo de esmalte de José Antonio Ramos Sucre y La casa de cartón de Martín Adán coinciden la poesía y la prosa al volverse, a un mismo tiempo, pleamar y bajamar del placer y de la angustia de la vida.
Con un humor que le viene de Heine, pero también de Chesterton y France, el libro Ensayos y poemas (1917) de Julio Torri marcaría un antes y después en la literatura mexicana. La concreción verbal, la agudeza prodigiosa y la ironía de varias bandas, reconocibles en la poética de Torri, forjarían hasta cierto punto una escuela libre de varia invención. Algunas enseñanzas y complicidades es posible ubicarlas en ciertas piezas de Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Salvador Elizondo, incluso en un poeta de una generación más reciente, Luis Ignacio Helguera, autor de un libro esencial para entender, a campo traviesa, el paisaje múltiple y cambiante del género: Antología del poema en prosa en México (1993).
No sólo los contemporáneos de Julio Torri, tras la publicación de Ensayos y poemas, se preguntaron al leer y releer las mordaces y exquisitas prosas de su debut literario, ¿cuáles piezas del libro son poemas y cuáles son ensayos? Medio siglo después, en las lecturas, discusiones y acuerdos previos a la aparición de Poesía y movimiento (1966), Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis volvieron a discutir el asunto —para unos cuantos, bizantino— sobre la naturaleza y el talante líricos y ensayísticos de los textos del ateneísta. En esa ocasión, el saltillense pasó la prueba y compartió páginas con Alfonso Reyes, Ramón López Velarde y otros más de su camada. Con la misma licencia y perspectiva críticas, los cuatro antólogos abrieron también las puertas del Parnaso mexicano a Juan José Arreola, poeta especialmente en la prosa aunque también practicó el verso siendo un sonetista aplicado y correcto.
Por supuesto, los puristas atacaron tales inclusiones legando conceptos de métrica, tradición poética, retóricas de cuño modernista y demás preceptivas de épocas doradas. Con sus gargantas roncas de solemnidad y grandilocuencia posiblemente dijeron: «¿Dos polizones de la narrativa a bordo del barco ebrio de la poesía? ¡No volverán a pasar!». Después se olvidó tal «osadía» en los siguientes florilegios, cada vez más convencionales, y Torri y Arreola volvieron al redil del ensayo y del cuento. No sé si en las librerías de la época, la llegada de Ensayos y poemas de Julio Torri a sus estantes provocó en los empleados dudas sobre en cuál sección colocar los ejemplares de esta obra tan particular. O quizá no hubo tal dilema, y la mitad de los libros entregados para la venta se colocaron en la sección de ensayo y la otra mitad en poesía, dejando al lector la responsabilidad del supuesto veredicto