(Figueira da Foz, Portugal, 1971). Uno de sus últimos títulos es Los libros que devoraron a mi padre (Blackie Books, 2019)
Una mañana despertamos con un extraño ruido que venía de fuera de casa, unos chillidos entraban por la ventana de la habitación. Eran las cinco de la mañana. Nos dimos cuenta de que nuestra perra había atrapado algo. La llamé y se aproximó con resistencia.
Ya me topé varias veces con infinidad de personas que, en mensajes compartidos en las redes sociales, dicen ingenuamente que el ser humano es el único ser vivo que mata sin que tenga que defenderse o alimentarse. Según esta idea, mi perra es demasiado humana. Es común, cuando despierto, encontrar ratas, pájaros o serpientes muertas en el patio; suelen ser crías que ella caza y nunca se come.
Nos sucede con frecuencia idealizar a la naturaleza al tiempo que degradamos al ser humano, señalándolo de la forma más extraña posible: calificándolo de animal.
Cuando la perra se acercó, vimos que tenía en el hocico una pequeña liebre (no tenía idea de que las liebres hicieran esos ruidos). Conseguí quitársela. La liebre prácticamente no se movía, pero estaba viva y no tenía heridas visibles.
La causa de nuestra especial perversidad, dicen esos mensajes compartidos en las redes sociales —acompañados de bellísimas imágenes de la vida natural—, es que no nos comportamos como los animales, pues éstos jamás matarían sin necesidad. En otras ocasiones acusamos al ser humano precisamente de lo contrario, de su falta de racionalidad, de ser un animal, de comportarse como un animal, sin urbanismo o civilidad. Hay una historia china en la que Confucio, en dos ocasiones distintas, reprende a Lao Tsé por no comportarse con la dignidad de un maestro. La primera porque se baña desnudo y la otra porque está ebrio. Lao Tsé le responde a Confucio: «Primero me reprendiste porque me comportaba como un animal, después porque me comportaba como un hombre».
Improvisamos un lecho para la liebre, telefoneamos al veterinario para saber qué hacer, qué darle de comer, etcétera. Mis hijos hacían preguntas y sufrían con la situación.
Hay ocasiones en que nos sentamos en el restaurante a comer carne (liebre también) sin pensar absolutamente en nada que no sea nuestro hedonismo del momento. ¿Está sabrosa? ¿Bien cocinada? En otros contextos, no sólo defendemos la vida de éste o de otros animales, sino que sufrimos intensamente por su suerte.
A pesar de que la liebre no tenía heridas visibles, lo más seguro era que tuviera serios traumatismos internos. Acabó por morir ese día, fueron vanos todos los esfuerzos que hicimos para que sobreviviese.
Arto Paasilinna, en una novela llamada El año de la liebre, cuenta la historia de un hombre que salva a una liebre de un atropellamiento y eso le cambia por completo la vida. Nuestro accidente no tuvo consecuencias tan dramáticas, pero mi pequeño hijo, João, que debía de tener seis años cuando esto ocurrió, quiso hacer una ceremonia fúnebre, y así, bajo la lluvia, llevando João la liebre muerta en brazos, la enterramos al pie de un olivo
Traducción del portugués de José Javier Villarreal.