Desde la entrada lateral veía la señora Moskowicz un rectángulo de césped, y en el centro se alzaba, alto y frondoso, un árbol de grandes hojas de tono verde oscuro. Un sendero asfaltado atravesaba el jardín, separando el césped de la superficie cubierta con baldosones cuadrados, sobre los cuales se hallaban diseminadas sillas y mesas blancas sombreadas por claros toldos. Unos diez visitantes se hallaban sentados, conversando suave y agradablemente con sus enfermos. Al parecer eran pacientes de un sector más elegante, distinguido y secreto, se dijo, allegados a la jerarquía, a quienes estaba destinado ese jardín en exclusividad. Hasta la forma de vestir de los pacientes le pareció aquí más agradable que en su sector. Los rostros de sus visitantes, su atuendo y su conducta eran fiel testimonio de su posición. El ambiente parecía el del jardín de un café en Europa o el de un refinado hotel en una ciudad con baños termales, más que el de ese tipo de hospital. Todos hablaban pausada y cortésmente, en el jardín reinaba un silencio de reposo y respeto, sin niños pequeños que correteaban constantemente por los pasillos de su sector, riendo, gritando, peleando ruidosamente, aun a la hora de la siesta, que desobedecían a sus padres, entraban a las habitaciones de los pacientes, se acercaban a sus camas y les clavaban curiosas miradas, malintencionadas.
Para salir a ese jardín, la señora Moskowicz debía pasar por la puerta estrecha y subir un peldaño hacia la superficie plana de la que partía en declive el sendero de cemento. A ambos lados del sendero había arbustos de flores anaranjadas. Intentó hacer girar las ruedas de la silla, avanzar, subir el escalón, lo intentó una y otra vez y no lo logró. Casi desesperaba y se resignaba a desistir, pensando ya en retroceder y volver a su sector, cuando de pronto sintió que alguien detrás de ella inclinaba la silla y lentamente la hacía subir el escalón. Antes de entender lo que estaba sucediendo y alcanzar a volver su rostro para ver de quién se trataba y agradecer la ayuda, percibió que su silla de ruedas, ya en el sendero, era impulsada desde lo alto de la pendiente hacia abajo e iniciaba el descenso, suave primero y vertiginoso después. El sendero no parecía particularmente largo, pero el descenso se prolongó tanto tiempo, sospechosos largos segundos, hasta que la silla volcó al final del sendero y ella perdió el conocimiento. Es imposible precisar cuánto tiempo estuvo en el piso hasta que volvió en sí. Trató de deshacerse del peso de la silla sobre su espalda pero no pudo. Gritó pidiendo ayuda, sin saber si alguien la oyó. Transcurrió un largo rato hasta que la silla le fue quitada, dos manos fuertes la levantaron, la sentaron en la silla y la empujaron por el sendero cuesta arriba. Ella abrió los ojos. En el jardín no había nadie. Nadie en el terreno embaldosado, las sillas blancas estaban vacías y los toldos recogidos. Sólo ella pasaba por allí ahora. Ella, y la enfermera Satana, a quien odiaba, empujaba la silla reprendiéndola desde atrás con su voz áspera, como si le rasguñara la nuca con sus uñas: «¿Qué has venido a buscar aquí? Merecías haberte muerto. Éste no es lugar para ti, es para otra gente. Vivirás otras siete veces y aun entonces no llegarás aquí». Había tanto odio en la voz de la jefa de enfermeras. A la señora Moskowicz ya no le cabían dudas de que había sido Satana quien antes la empujara a su muerte, de la que se había salvado milagrosamente. Y tampoco le cabían dudas de que volvería a intentar asesinarla.
Pasó mucho tiempo hasta que su memoria le devolvió este suceso. Entonces ya se había incorporado de la silla de ruedas y caminaba con un andador. Todas las noches después de la cena se sentaban, la señora Moskowicz y sus amigas, en las sillas a lo largo de la pared del extenso corredor, y echaban una mirada a los programas vespertinos de la televisión. Una de esas noches les contó acerca del intento de Satana de ponerle fin a su vida de manera tan cruenta. Hablaba en voz muy baja y miraba reiteradamente al corredor, por si aparecía Satana, que conocía su idioma y podía llegar a oír lo que contaba. Las amigas respondieron desapasionada e incrédulamente. La señora Moskowicz insistió en su versión y defendió la veracidad de su juicio.
Frida terció con su voz grave, de tesitura masculina: «Si en verdad esto sucedió la primera semana de tu llegada aquí, ¿por qué esperaste todos estos meses, por qué es la primera vez que nos lo cuentas?».
Ciertamente la señora Moskowicz no sabía por qué. ¿Por qué olvidó el suceso durante tanto tiempo y sólo anoche, al despertar, lo recordó vívido y punzante como nuevo? Pero bien sabe que sucedió realmente, no se trata de un sueño ni de una ficción, todo revive en ella como si hubiera sido ayer. ¿Y por qué no le creen?
Clara dijo: «Parece una película de la tele», y rió silenciosamente. «Quizás lo soñaste», bramó Frida.
«Ningún sueño, fue verdad, sucedió realmente. Fue en invierno, yo todavía andaba en silla de ruedas. Tengo el recuerdo vívido como si hubiera sido ayer».
«Supongamos que realmente sucedió», dijo Alegra con su voz tenue, siempre ronca, «¿cómo sabes que fue Satana? Tú misma dices que no alcanzaste a mirar atrás cuando eso pasó…».
La señora Moskowicz le lanzó una mirada incrédula, indignada: ¡Cómo se atreve! ¿Qué es eso de «supongamos»? ¿Acaso la considera una mentirosa? Nunca hubiera esperado de ella una reacción así, dado que la apreciaba por ser «un alma simple». No lo iba a tolerar, sobre todo viniendo de ella. ¡Qué desagradecida! Siendo que era ella quien la mantenía. Si bien no era mucho dinero, como es usual en estos días, pero ella tampoco era una persona rica y vivía de su jubilación (había sido profesora de francés en una escuela de los barrios duros de los suburbios). Pero si se tomaban en cuenta las pocas necesidades de Alegra y su difícil situación, algunos shkalim diarios no eran de despreciar a cambio de la pequeña ayuda que se requería de ella, que le alcanzara algo o lo volviera a poner en su lugar, y más aún cuando Alegra de todos modos andaba sin rumbo fijo de aquí para allá. El lavado de ropa interior fue Alegra misma quien se lo propuso cuando vio las dificultades que tenía para agacharse. En cierta oportunidad Alegra la encontró en el baño inclinada sobre la tina en que lavaban la ropa, gritando de dolor. Se arrodilló a su lado, tomó la ropa de sus manos y sin decir palabra completó la tarea. Desde entonces lavaba siempre la ropa interior de la señora Moskowicz y luego se resarcía: untaba la piel reseca de sus manos, agrietada, sufrida por el jabón abrasivo, con la crema de manos que pagaba la señora Moskowicz. Alegra la usaba a menudo, aun después de sus propios lavados, y en cualquier otro momento —y la señora Moskowicz nunca le dijo nada al respecto. Y ahora ella decía: «Supongamos que sucedió…».
«Y aun si fuera cierto», insistió Frida, formulando sus dudas, «¿quién se muere por caer de una silla de ruedas? A lo sumo se puede lastimar. ¡Pero todo ese cuento suena tirado de los pelos!».
Frida tenía familia. Su hijo, su hija y sus nietos venían a visitarla a diario. Los médicos y las enfermeras los atendían afablemente, escuchaban sus deseos y trataban de satisfacerlos. Toda queja de Frida hallaba eco en el personal. Ella no les contaba nada a sus amigas acerca de la situación económica de su familia, y, cuando le preguntaban, evitaba responder. La señora Moskowicz suponía que eran muy adinerados y de buena posición.
«¿Qué te pasa, Yolanda? ¿Qué cosas nos cuentas?», dijo Alegra.
En las palabras de su amiga se notaba una seguridad inédita, un tono de igual a igual. Se olía en el ambiente un aire de complot. La humillación por la traición de Alegra le carcomía el alma como un insecto molesto, pero no dijo nada, ni esa tarde ni después.
La señora Moskowicz era grande y robusta, su rostro muy gastado, y entre los párpados caídos y la piel enrojecida en la concavidad bajo los ojos, a través de estrechas grietas, aparecían angostas líneas de sorprendente celeste, un celeste primigenio, límpido y claro, cual lejanos, perdidos, jirones de cielo. Enmarcando su rostro caído, sufrido, su cabello siempre teñido de castaño opaco, sin brillo, sin vitalidad, quizás por exceso de cuidado, recogido y batido, semejando más una peluca que cabello natural. Trataba su cabello con unción casi religiosa, como si ejerciera una suerte de protección sobre ella; no lo hacía para guardar las apariencias, sino en virtud de algún compromiso interno inexplicable incluso para sí misma. Hacía años ya que sus piernas enfermas se resistían a sacarla de su departamento en el cuarto piso. Vecinos y mandaderos de tiendas a las que telefoneaba atendían sus pocas necesidades. Pero la peluquera encargada de su cabello durante todos los años que pudo ir a la peluquería, una mujer insensible y codiciosa, no había aceptado venir a domicilio una vez que el estado de sus piernas se agravó, a pesar de la generosa compensación que le propuso y de sus reiterados ruegos y vanos esfuerzos por despertar su compasión. Sin embargo, la señora Moskowicz no se atrevía aún a poner en manos ajenas la corona de su cabeza. Tan era así que las únicas salidas de su casa eran esforzadas peregrinaciones al altar de la cruel déspota que pesaba sobre su cabeza, que año a año se volvían más arduas.
Cada dos semanas se fatigaba torturando sus piernas al bajar por la escalera desde el cuarto piso para abordar el taxi que había pedido y la esperaba frente a su domicilio, para llevarla hasta la peluquería de la esquina de la cuadra siguiente. Y cuando los vecinos la oían quejarse, suspirar y respirar pesadamente en los rellanos de las escaleras, sabían que la señora Moskowicz iba a la peluquería. Sacaban una silla al descanso para que se repusiera y reuniera fuerzas y bebiera un vaso de agua, mientras alguno se comedía a tranquilizar al taxista, que no cesaba de tocar la bocina impacientemente. Ella se sentaba en la silla, pálida y agitada, con su cartera colgada del brazo, llena de ungüentos y esprays para acondicionar su cabello, mostrando sus gruesos muslos, pesados, y balbuceando a media voz, quizás para sí misma o para los vecinos a su alrededor: «Como cuchillos adentro, como mil cuchillos».
En una de aquellas salidas trastabilló y cayó. Y se quebró la pierna.
Cuando despertó después de la operación, ni bien volvió en sí, su primer pensamiento fue: de haber aceptado la propuesta de la peluquera la última vez que la visitó y haberse hecho la permanente, se habría liberado de la preocupación por su cabello, por lo menos las primeras semanas de internación. La salvación sobrevino recién en el hospital G., al que fue trasladada algunas semanas después de la operación para su rehabilitación: del barrio vecino llegaba una vez por semana una peluquera equipada con todos los ungüentos y los materiales necesarios, pasaba por todas las secciones y por todas las camas de los pacientes, hombres y mujeres, cortando, afeitando, peinando y haciendo, además, de manicura y pedicura. La señora Moskowicz se había enterado por las pacientes más veteranas de que la jefa de enfermeras, Rosa, era quien había traído a la peluquera al hospital y preservaba celosamente su exclusividad allí. Hubo también quienes dijeron que la enfermera Rosa recibía un porcentaje de las ganancias de la peluquera. Pero esos rumores sólo reforzaron la confianza que la señora Moskowicz depositara en Pnina, la peluquera, una vez que hubo comprobado las bondades de su oficio, quedando tan satisfecha que le propuso que aun después de rehabilitada, cuando volviera a su casa, siguiera atendiendo su cabello en Tel Aviv. En la sección de la señora Moskowicz no eran muchas las clientas que requerían los servicios de Pnina. Algunas de las pacientes estaban paralíticas, otras tenían las piernas amputadas, y la mayoría estaban totalmente desquiciadas o ya tan arruinadas que no prestaban atención al peinado. De modo que, semanalmente, Pnina, la peluquera, le dedicaba varias horas a la señora Moskowicz.
La noche siguiente volvió a recordar la caída con la silla de ruedas por la pendiente del sendero del jardín elegante. El sonido de la risa de León en el pasillo la despertó de su sueño leve. Se alivió al comprobar que nada le sucedía ahora, que lo acontecido en el jardín había sido hacía tiempo y sólo los resabios de su recuerdo le jugaban ahora una mala pasada. Hizo un esfuerzo por desentenderse del ruido proveniente del corredor y dormirse, porque estaba muy cansada. Pero las voces se tornaron más fuertes. La señora Moskowicz podía reconocer cada una de las voces de quienes oía hablar en el corredor. Junto al mostrador de la enfermera de turno, frente a la entrada a las habitaciones, se reunían varios de ellos a mirar televisión, reír y divertirse. La voz de León masculló algo, y las enfermeras le respondieron a carcajadas. Por la risa no era difícil suponer que había dicho algo soez, les había insinuado alguna grosería o había contado algún chiste subido de tono. Muchas veces se había arrepentido la señora Moskowicz de haber confiado en León, y, en momentos en que se había ilusionado con un lazo de cercanía afectiva, hasta le había contado su vida. Él era un muchacho tosco, sin edad, de calvicie avanzada y cara redonda, grandes ojos saltones de mirada huidiza, de tez morena y mucha fuerza en sus gruesas y velludas manos. Ella supuso que, así como ella misma, también las enfermeras se sentían perversamente atraídas por lo que había en él de animal, de oscuro y de dudoso.
Varias veces ha cambiado de parecer con respecto a León, siempre sintió rechazo ante sus groserías y la intimidaba su violencia contenida, pero siempre que él venía a ayudarla a levantarse, le extendía sus vigorosas manos, la sostenía de los codos y con un alarido de aliento la alzaba hasta que ella se paraba sobre sus pies y se apoyaba en el andador, la embargaba un sentimiento cálido hacia él y se apenaba por haberse apresurado a condenarlo, se sentía culpable (le adelantaba la mensualidad que le daba) y temía que él la odiara. Las pacientes sospechaban que estaba relacionado con los robos de dinero que ocurrían en la sección, y ella tendía a creerles, pero no tenía ninguna prueba concreta de ello. Era de ánimo cambiante. A veces incluso cambiaba delante de su vista, en un santiamén pasaba de ser un hombre jovial y de buen corazón, a otro sombrío y reservado. Más o menos así eran todos los hombres que había conocido en su vida. Al principio pensaba que tenía que ver con la suma que le había dado, después entendió que no era lo único que incidía en sus estados de ánimo, sino también cosas que surgían de su alma y de las circunstancias de su vida que ella desconocía.
«¡Por mi vida que ahora te mato! ¡Uy, no te imaginas lo que te hago!», se oyó el chillido de la jefa de enfermeras, Rosa —a quien la señora Moskowicz llamaba para sí y entre sus amigas Satana—, un grito ronco, burdo, cargado de deseo. También la voz fina y suave de Shulamit, la menuda etíope a quien la señora Moskowicz consideraba un alma pura aprisionada en una vasija negra, se oía ahora diciendo, ahogada por la risa: «¡Déjame, León, déjame!».
En esos momentos León despertaba en ella rechazo y amargura. Y así como en otras oportunidades, también esta vez decidió que en el futuro se abstendría de hacerle confesiones y mantendría mayor distancia en su relación con él.
En la cama contigua a la suya suspiró su amiga Alegra, se incorporó lentamente, meneó la cabeza de lado a lado como diciendo «No, no», se levantó y fue al baño. Alguien en el corredor dijo: «Shshsh…», y las voces se silenciaron, vaya uno a saber por qué, pero seguramente no fue porque vieran pasar a Alegra rumbo al baño. La señora Moskowicz aguardó a que Alegra regresara, y cuando se acercó a su cama la llamó en voz muy baja, le extendió el vaso vacío que tenía sobre la cajonera y le susurró un pedido. Alegra se volvió y fue hasta el baño, tardó más de lo necesario y de pronto se oyó desde allí el ruido de un vidrio al romperse, un golpe y una caída. La voz de Alegra no se oyó. La señora Moskowicz quedó alelada. Sólo tras una pausa muy prolongada logró pronunciar palabra y gritó: «¡Enfermera! ¡Enfermera! ¿Qué le pasó a Alegra allá en el baño? ¡Rápido!».
Aún le costaba levantarse sin ayuda. La dificultad estribaba en pasar de sentada a parada. Los dos aros que pendían a la cabecera de su cama la ayudaban a incorporarse, pero sus débiles rodillas no lograban sostener el peso de su cuerpo. Nadie acudió a su llamado. El bullicio procaz que se oía hasta hacía un rato se había tornado sospechoso silencio. La señora Moskowicz volvió a llamar: «¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Alegra se cayó! ¡Pronto!». Se tomó de los dos aros, se sentó en la cama, hizo un gran esfuerzo e intentó ponerse de pie. Por un momento le pareció que podría dominar el maldito peso, pero inmediatamente su cuerpo se desplomó sobre la cama. Por fin entró la enfermera Susi a la sala:
«¿Por qué gritas? ¡Despertarás a todo el hospital!».
«Alegra se cayó en el baño».
La enfermera fue al baño, y al salir llevaba a Alegra en sus brazos.
Una vez que la hubo acostado en la cama, encendió la luz junto a ella, y la señora Moskowicz vio a Alegra acostada de espaldas y en silencio, y su cara bañada en sangre. La enfermera salió a traer lo necesario para atender a Alegra y la señora Moskowicz estalló en llanto. De susto, pero también por compasión. Por primera vez desde hacía muchos años no se compadecía de sí misma ni lloraba su amargo destino, sino el de su prójimo. Lloraba de amor por esa mujer, que la atendía por pocos pesos, que le servía de piernas en lugar de las suyas endurecidas. El llanto borró todo dejo del rencor que guardaba en su corazón contra Alegra, que había osado poner en duda su relato.
La enfermera volvió trayendo algodón y un frasco lleno de alcohol u otro líquido transparente que la señora Moskowicz no conocía, y comenzó a enjugar la sangre del rostro de Alegra. Al ver que la señora Moskowicz lloraba, le dijo: «No es nada, es sólo el vidrio que se le rompió en la cara. Se le va a pasar. No tengas miedo, de esto no se va a morir».
Alegra no se movió ni mostró señales de vida cuando el algodón humedecido tocaba sus mejillas y su frente. Su sangre enferma corría por su rostro. Su cuerpo escuálido, su cabeza calva por el tratamiento de su enfermedad, la hacían parecer un muchacho repentinamente envejecido. Nunca la quiso tanto como en esos momentos.
La jefa de enfermeras entró a la sala y revisó a Alegra. Miró a la señora Moskowicz y dijo: «Yolanda, ¿tienes miedo de quedarte sin sirvienta que te alcance todo lo que necesitas?». «Ella no es una sirvienta», protestó la señora Moskowicz, elevando la voz; «No sabes de qué hablas. Nosotras somos amigas y nos ayudamos mutuamente. ¿Qué no lo entiendes? ¿No sabes que soy una persona enferma de las piernas?».
«¿Y de quién es el vaso que le cortó la cara, no es tuyo? Seguramente la mandaste a traerte agua», dijo la enfermera.
«No», dijo la señora Moskowicz, «no es cierto».
Alegra empezó a moverse, abrió los ojos, miró hacia ambos lados, puso la mano en su frente y miró con extraña indiferencia la mancha de sangre en la palma de su mano. Luego miró a la llorosa señora Moskowicz y le mostró su mano manchada con sangre, anverso y reverso, y nuevamente anverso y reverso, como diciendo: «¿Qué me pasó?». Entretanto la enfermera terminó la curación, apagó la luz y volvió a su puesto en el mostrador del corredor.
«No me duele nada», se oyó decir a Alegra con su voz ronca, hablando en el idioma de ellas. «No es nada, no es nada». E inmediatamente agregó, como sorprendida: «No sé qué fue lo que me pasó. De pronto me caí. Quizá me desmayé. Nada inusual. Realmente nada». Y dado que no recibió respuesta alguna de parte de la señora Moskowicz, siguió hablando en la misma tesitura: «Ya te dije una y mil veces que no me importa morir, ni cuándo me voy a morir. Tampoco me importa si en ese momento sufro algún dolor. Sólo una cosa me aterra: morirme sola, en la oscuridad, en una habitación vacía, sin una persona a mi lado. ¡Oh! Diosito mío, sólo que no me muera sola. Sola no. Sola no. Sola no…». Así repetía y susurraba en la oscuridad con una voz exenta de todo temor. Cuando se trataba de la muerte, Alegra mezclaba palabras en ladino. Según los médicos le quedaban pocos meses de vida. Ya no se le administraba ningún tratamiento médico y en el hospital querían darle el alta dado que ya no podían ayudarla y considerando que, a pesar de su debilidad, podía manejarse sola. Por eso trataba con todas sus fuerzas de concitar la compasión de todos de modo de conjurar esa decisión, postergarla de semana en semana, porque quería morir en el hospital, junto a sus amigas. Una mujer de unos cincuenta años de edad, que conocía el idioma en que hablaban, de nombre Adela, la cuidaba y la ayudaba en todo tipo de tareas cuando Alegra aún estaba en su casa (una habitación bajo las escaleras de un viejo edificio en Ramala). Cada dos o tres días venía Adela al hospital a visitar a Alegra, le traía cocidos que eran de su gusto, le compraba lo que necesitaba, le dejaba algo de dinero del Seguro Social que se le depositaba en su cuenta bancaria y luego masajeaba largo rato, y con una suavidad indescriptible, el cuerpo enjuto, dolorido, y untaba con aceite para bebé la piel reseca, áspera, agrietada por la enfermedad […]
Traducción del hebreo de Margalit Mendelson