Pensamientos de sed / Uri Orlev

 En el último año de escuela llegó un niño nuevo que no me dejaba beber agua. Cuando un grupo de nosotros rodeaba el grifo del agua fría se paraba junto a mí y me apresuraba para que terminara de beber: «¿Todavía no acabas? ¿Por qué no te tomas toda la llave? ¿Qué no ves que hay más gente esperando para beber?». Y si no me hubiera importado tanto no arruinar el placer que me daba tomar agua, le habría dado un buen golpe.

     Además, tuve la mala suerte de compartir habitación con él. Por la noche yo apagaba la luz y él se levantaba a prenderla. Entonces me levantaba y la apagaba, pero él de nuevo se levantaba y la prendía. Así que me levantaba, la apagaba y me quedaba parado junto al apagador. Entonces él se paraba, me empujaba y la volvía a prender. Y yo lo empujaba de vuelta y entonces nos olvidábamos por completo acerca del asunto de la luz y comenzábamos una pelea a golpes, sin importar si la luz estaba prendida o apagada. Daniel gritaba groserías para hacernos parar, pero Miki no decía ni una palabra. Miki también había llegado en el último año de escuela, pero nadie le prestaba mucha atención. Era pequeño, flaco y callado. Era pensativo y no siempre escuchaba cuando las personas le hablaban. Escribía poemas y era mal estudiante. Yo reparé en él un día y tuvo que ver con tomar agua.

     Yo era quien llegaba al último al grifo de agua fría, para que los niños antes que yo hubieran terminado de beber y estuvieran en otra cosa. Si hubiera llegado al mismo tiempo que los demás niños, habría tenido que esperar un rato, arreglar mis sandalias o fingir que estaba ocupado haciendo algo para poder beber a solas. El agua, cuando fluye, y especialmente cuando está siendo servida a una jarra de cristal, me parece tremendamente impresionante. Dejaba que el agua goteara y escurriera por mis manos. Luego cerraba los ojos y veía una tormenta de arena en el desierto, como las que ves en el cine. Me veía a mí mismo caminando, tropezando y volviéndome a levantar, con la boca seca y los granos de arena raspándose contra mis dientes, con los labios partidos y ardidos, y la lengua hinchada. Y en medio de ese delirio de calor trataba de susurrar: «¡Agua! ¡Agua!..». O, si no, flotaba en el mar sobre una lancha, sobre una puerta de un barco hundido. A la deriva en el mar salado y azul, con el sol quemando sin piedad desde lo alto, ahí estaba yo muriendo de sed. Y sólo entonces abría yo el grifo y bebía. Pero alguien aparecía al instante, Eldad o Daniel, o ese Rami, y me tocaban el hombro y decían:

     «¡¿Te puedes apurar?! ¡Hay otras personas que quieren beber también, hoy, de ser posible!». ¿Qué no pueden dejar que una persona mitigue su sed? Después de que me hacía a un lado, abrían el grifo, daban un sorbo y se iban.

     Entonces llegó Miki.

     Y le dije: «Pásale».

     «Está bien», me dijo, «bebo después de ti».

     «Está bien», le dije, «bebe».

     «Bebe, bebe», me dijo, «está bien».

     Enfadado, cerré el grifo. Él lo abrió y se acercó a beber. ¡No lo podía creer! Estaba pensando en la sed. De todas las personas, Miki. Podía verlo claramente: cerraba los ojos y el agua escurría por su cara, por su cuello. Me senté en el pasto. Después de terminar, regresé al grifo y él se sentó y me miró.

     Le pregunté: «Miki, ¿piensas en la sed?».

     Movió la cabeza para decir que sí.

     No volvimos a hablar del asunto. Cada vez que teníamos sed, bajábamos al patio y bebíamos del grifo del agua fría. No importaba quién lo hiciera primero.

     Un día caminamos hasta la orilla del Mar de Galilea y nadamos en el lago hasta que el agua nos llegaba hasta la barbilla. Nos quedamos parados ahí durante una hora —casi morí sobre la puerta de aquel barco hundido— y luego abrí la boca y bebí. Cuando volteé a mirar a Miki vi que su boca estaba completamente abierta; también estaba bebiendo el agua.

     «Sabes», me dijo, «estoy enamorado de esta chica».

     Me sorprendió. Después de todo, nunca antes habíamos hablado.

     Continuó diciendo: «Sabes, bebe limonada con los ojos cerrados y piensa en la sed».

     Cerré los ojos y pensé que me gustaría conocer a una chica como ésa. Le preguntaría: «¿Estás pensando en la sed?». Y luego cada quien viajaría desde lugares distintos del mundo para encontrarnos en cierto lugar, consumidos por nuestra añoranza, y beberíamos con los ojos cerrados.

     Abrimos la boca de nuevo. El agua del lago se agitó y la tragamos, azul y suave, y el sol nos quemaba. Era mediodía.

    

     Traducción de Pablo Duarte, a partir

     de la traducción del hebreo al inglés de Leanne Raday

 

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