(Ámsterdam, Holanda, 1971). Éste es un fragmento de la novela «El refugiado» (Tusquets, 2009).
«La niña pájaro está enferma». La mujer de Christian Beck lo despierta con estas palabras temprano una mañana de ambiente bochornoso debido al calor que se ha acumulado durante semanas en la vivienda. Lleva puesto el camisón blanco que ya tenía cuando era una niña de doce años.
Beck teme que aceche el peligro y, como no sabe exactamente de qué lado vendrá, tiene el sueño ligero. Su mujer no ha tenido que esforzarse mucho para despertarlo, ha bastado con su voz susurrante y la palabra enferma. Beck sabe que la muerte ataca donde menos lo esperas; así que, para ganarle la partida, ha decidido esperar a la muerte siempre y en todas partes. Algo en él ha muerto y él aguarda a que lo demás también muera para que así todas las partes de su cuerpo sean iguales o —claro está, eso también es posible— hasta que la parte muerta reviva, como un brazo paralizado que se mueve inesperadamente. No pierde la esperanza, pues no sabría cómo hacerlo. Si hay algo demencial en él es su esperanza, por ello ha decidido reprimirla, pues tener demasiada resulta sumamente peligroso. Aunque, por supuesto, su esperanza no se ha desvanecido del todo. Le pasa lo mismo que a la madre cuyo hijo ha desaparecido y que le dice al periodista: «Escriba que creo que está vivo, escriba que sé que está vivo».
Beck sabe que vive. Se incorpora, recuerda vagamente que ha soñado con la agencia de traducciones donde trabaja. No es la primera vez que sueña con ella. La palabra enferma no se le va de la cabeza. Enferma es como el golpe en la puerta que esperaba hace meses, y por eso le asombra que sólo ahora vengan a arrestarle. Consigue mantener la apariencia de despreocupación. «Han tardado ustedes mucho, caballeros».
Ve el rostro atemorizado de su mujer, ella aprieta su nariz contra la de él; conoce bien ese rostro, mejor que el suyo propio, ¿cuántas veces no lo habrá mirado?, ¿mejor dicho, estudiado? Igual de bien conoce su camisón, su cabello. Como otras veces a esta hora del día, su mujer lleva todavía un resto de crema de noche en la aleta de la nariz, pero el miedo es nuevo. El miedo parece deformarle la cara.
Christian Beck traduce manuales del inglés al alemán, instrucciones de uso para aspiradoras, automóviles, impresoras, fotocopiadoras, patinetes eléctricos. Es un traductor muy apreciado por su exactitud y su amabilidad. En la agencia de traducciones trabajan seis personas, incluida la coordinadora.
A veces, un traductor dice: «Hoy es mi cumpleaños, hay una tarta en la cocina». Entre manual y manual, Beck va a la pequeña cocina, corta un pedazo de tarta, aunque no le apetezca, y acto seguido felicita cordialmente al que cumple años. Casi siempre se toma la molestia de hacerle preguntas personales que no puedan herir los sentimientos de nadie. Y cuando llega su cumpleaños anuncia: «Hoy es mi cumpleaños, he dejado una tarta en la cocina».
En la agencia, los traductores van y vienen, la mayoría no se queda más de un año, a lo sumo año y medio, pues para ellos, traducir manuales es un trabajo temporal. Beck lleva más de diez años trabajando allí. En una ocasión le propusieron el puesto de coordinador, pero eso significaba que tendría que hacer jornadas más largas y que tendría que asumir más responsabilidades, aunque claro está que también ganaría más. Declinó amablemente la oferta.
Todos los traductores han tenido que firmar un formulario en el que asumen la responsabilidad por los accidentes que puedan producirse a consecuencia de sus errores de traducción, pero ésta no es la razón de la meticulosidad de Beck. Él considera que la gente tiene derecho a un aparato con un buen manual de instrucciones. Si se percata de que un traductor nuevo es descuidado, le dice: «Tómate tu tiempo, nos pagan por hora, no por palabra».
El hecho de que nunca hable de sí mismo no llama la atención a nadie ni le hace parecer un hombre misterioso ni enigmático, puesto que él es lo que aparenta ser: una persona feliz, feliz con poco. Al igual que jugar tenis o billar, ser feliz con poco es una cuestión de práctica. Beck ha practicado mucho y por fin lo ha conseguido sin recurrir a Dios ni a la meditación ni a ninguna infusión rara. Beck considera que semejantes remedios sólo están reservados a los tramposos y él no es ningún tramposo, él es de los que se encaran al abismo sin red de seguridad.
De vez en cuando, al salir del trabajo, se va con algunos colegas a beber una cerveza. Entonces es menos serio de lo que cabría sospechar al verle inclinado sobre los manuales de instrucciones. Sobre todo es una persona poco llamativa, pero lo es por elección propia. Cierta dosis de invisibilidad es una condición para la felicidad.
Beck observa el rostro de su mujer, sus cejas negras, su piel; es un hombre al que le gusta la piel, las manchas, los granitos, las escamas, el vello y también la suavidad, el calor, el sudor, los poros que se abren con el calor. Entonces, su mano derecha se desliza sobre el pequeño escritorio que hay junto a la cama, en busca de sus gafas, como si ya no viera bastante, como si quisiera ver más. Olisquea a su mujer, huele su desodorante que tiene un perfume bastante intenso, en los días de calor ese perfume le resulta casi excesivo, pero él nunca dice nada. No tiene sentido decir en voz alta todo lo que uno piensa, pues con ello sólo se consigue engendrar opiniones que no habrían tenido que nacer nunca. Peleas que degeneran, una palabra provoca la siguiente, alguien coge un tenedor o un destornillador, y ¿por qué? No hay nada que ganar.
El horario de la agencia de traducciones es agradable, de doce a cinco. Pero Beck sale de casa ya a las nueve y media. Su mujer se dedica a la investigación científica, y desde hace unos años trabaja en casa. Él no quiere molestarla, por eso se pasea, lee algo en una biblioteca pública, y si hace buen tiempo, en un parque. Al principio, su mujer tenía un pequeño despacho en la universidad, pero era demasiado ruidoso, y en el departamento había personas que ella no soportaba. Mujeres superficiales que armaban alboroto, eso aún tenía un pase, pero es que encima no paraban de quejarse en todo el día. Por eso decidió completar su tarea investigadora en casa.
Su investigación tiene que ver con experimentos acerca de la adquisición del lenguaje en los animales; raras veces hablan de ello. Como tampoco hablan de los manuales de instrucciones. Tienen otras cosas de las que hablar. No comparten el trabajo, comparten el olor del otro, su pasado, su cama, su soledad, esto último quizá más que todo lo demás. La soledad se comparte en silencio, implica cierta resignación, pues uno sabe que esas cuantas fisuras serán las únicas que podrán abrirse en el aislamiento, sabe que ha alcanzado los límites de lo que puede llamarse «encuentro» y que no podrá acercarse más al otro. Acercarse al otro es una quimera, acercarse todavía más es peligroso.
A menudo, la gente espera injustificadamente que su pareja o su amante pongan fin a la soledad. Beck y su mujer no lo esperan, en realidad esperan poco el uno del otro, incluso comparten eso. Lo que Beck busca en una mujer es que lo conmueva, aunque es algo que tardó bastante en descubrir. No busca satisfacción ni amor expresado de forma visible y exagerada; tampoco busca confirmación —además, confirmación de qué, ¿de sí mismo?—. No, ya no la busca y el misterio tampoco es que le interese demasiado. Todo eso está bien para pasar un rato, pero a la larga sólo se puede aguantar si le conmueven a uno. Quizá lo que Beck busca es inocencia, y no sólo en la mujer. Es la inocencia lo que le conmueve, y a veces tanto, que ha de luchar contra las lágrimas, aunque nadie vea la lucha ni las lágrimas. Al igual que las opiniones que se expresan y que así adquieren vida propia, Beck sabe que las emociones que se hacen públicas pueden acabar siendo más intensas de lo que les conviene a los implicados. El amor es disciplina pura y dura, como puede serlo el asesinato en masa o el trabajo en una fábrica; el amor no es ceder a las emociones sino luchar contra ellas. Las personas que no logran dominar sus emociones son imprevisibles y muy peligrosas. Christian Beck es lo que podría llamarse un buscador de inocencia, un coleccionista de inocencia, como quien colecciona mariposas. Se alimenta de la inocencia de otros y siente melancolía porque sabe que su alimento está en vías de extinción y que él contribuye a ese proceso.
Mientras observa el rostro asustado de su mujer, y con la mano izquierda le sostiene la cabeza sudorosa, no puede reprimir la idea de que es él quien la ha hecho enfermar. Igual que se hizo enfermar a sí mismo en otro tiempo. Una enfermedad tiene que venir de algún lado; las enfermedades salen arrastrándose de él, como gusanos de abajo de una piedra.
Beck llama niña pájaro a su mujer, y a veces pajarillo, desde hace años, en realidad desde que se conocieron. En un momento dado ella adquirió la costumbre de referirse a sí misma en tercera persona. Sobre todo en los momentos más felices e íntimos. Por ejemplo podía decir: «La niña pájaro se va a comprar agua». Una costumbre que conmueve tanto a Beck como el hecho de que sea tan cuidadosa con sus cosas, que siga poniéndose el camisón que llevaba cuando tenía doce años. Raras veces tira algo, lo arregla todo una y otra vez: zapatos, camisas, vestidos, sábanas, calcetines, despertadores.
Mientras sostiene su cabeza sudorosa, sabe que debería preguntarle: «¿Qué te pasa?», pero el miedo pintado en el rostro de su mujer como gruesas capas de maquillaje parece contagiarle, le quita el aliento, hace que su lengua se vuelva pastosa y lenta. Sólo consigue pensar: «La he hecho enfermar». Esta idea no le asombra ni le preocupa. Nunca la pronunciará en voz alta, pero no se la puede quitar de la cabeza. Los reproches que uno se hace a sí mismo son los recuerdos con los que se duerme y con los que se despierta.
La cabeza de ella está más bañada en sudor que nunca. Tiene la parte posterior de la cabeza redonda porque, según le contó en una ocasión, de bebé siempre dormía boca abajo. Ahora eso está prohibido, debido al síndrome de la muerte súbita. Ella sigue durmiendo boca abajo, con los brazos medio estirados hacia arriba, como si un sueño profundo y reparador se hubiese apoderado de ella mientras nadaba a braza.
Hace calor en la vivienda, llevan años hablando de comprarse un aparato de aire acondicionado, pero cada año dicen que en esta parte de Europa los veranos no son tan calurosos, que sería tirar el dinero y que también pueden vivir sin aire acondicionado. Y sin embargo, año tras año hay días —y este año incluso semanas— en los que repiten el ritual. Acuden a las tiendas, toman medidas y cuando por fin llega el momento en que piensan: «Sí, vamos a comprarnos uno», se acaba la ola de calor.
Ayer, un periódico sensacionalista sacó en primera página: EUROPA SUCUMBE A LA OLA DE CALOR. En la cocina de la agencia de traducciones hay una pila de periódicos sensacionalistas recién salidos de la prensa cuyo objetivo es ofrecer tranquilidad y distracción a los traductores durante la pausa.
Con las gafas puestas, Beck sonríe a su mujer, pero ella no le devuelve la sonrisa. Él ve sus mofletes de hámster y su naricita. Le limpia la crema que la noche anterior no extendió bien y se acuerda de que hoy tenía previsto comprar una maceta para una planta. La había puesto en su lista, y por si acaso había añadido: «Mirar aparatos de aire acondicionado». Quizás este verano lo consigan.
La investigación científica no aporta dinero, es más: salvo contadas excepciones cuesta dinero. Y aunque la agencia de traducciones le paga bastante bien por realizar un trabajo que en realidad no es muy complicado, siempre tienen que aplazar la compra de determinados aparatos. Viven como si fueran estudiantes, quizá como si volvieran a serlo. Beck ha abolido la idea de que en la vida es preciso avanzar. Esa idea de que hay que progresar le supera. Nada tiene que progresar, salvo quizá la investigación de su mujer, pero el resto no, nada.
Su colección de inocencia sí que progresa.
El trabajo de Beck es insignificante, el de su mujer no. La investigación es uno de los muchos objetivos que se ha fijado ella. Beck apoya sus proyectos. Y la aspiración de Beck es bastante clara: quiere hacer feliz a su mujer. Cualquiera diría que eso es un ideal viable. La felicidad no puede ser tan imposible, sobre todo la de los demás.
Durante años, Beck intentó hacerse feliz a sí mismo, pero era un callejón sin salida. Quien intenta hacerse feliz a sí mismo acaba en una vía muerta y oxidada; aspirar a la felicidad propia equivale a entrar en el infierno.
Un buen día, diez años antes, decidió que haría feliz a su esposa, aunque eso significase que debía obrar en contra de sus propios deseos. De todas formas esos deseos le parecían cada vez más ridículos, eran como insectos, absurdos en su insaciabilidad, infatigables como hormigas, una plaga, eso habían sido para él esos deseos. Y así va él por la vida, como una persona que ha resistido una plaga, alguien que durante días, semanas y años ha estado rodeado de un enjambre de abejas y que, a pesar de haber recibido algunas picaduras, ha salido relativamente indemne.
Al principio, experimentaba un placer sardónico violando sus propios deseos, aunque el verbo «violar» podría evocar asociaciones equivocadas. No es que violara sus deseos, sino que los ignoraba, había renunciado a ellos como se renuncia a un mal hábito.
De eso hacía ya diez años. Cada vez le cuesta más recordar su vida anterior, incluso la llama su otra vida, aunque es consciente de que se trata de una falacia, pues es imposible levantar un muro de Berlín entre uno mismo y su pasado. Sin embargo, el regusto que le dejó la plaga en la boca va desapareciendo, y eso no es ninguna falacia.
En el trabajo, los colegas le preguntan a veces por esa pequeña felicidad suya, con la suspicacia de las personas que creen que es un error, pero que por si acaso preguntan. Beck siempre contesta lo mismo: «La gran felicidad no existe, sólo el sufrimiento es grande, la felicidad nunca». Y luego baja rápidamente la vista y mira sus manuales de instrucciones, porque sabe que esa respuesta es demasiado simple, está demasiado orientada a poner fin a la discusión. No quiere imponer su vida a otros, ellos no han tenido que soportar la plaga, miran de otra manera las cosas cotidianas, no sienten la necesidad de mantener el mundo a distancia, porque no han experimentado lo amenazador que puede ser el mundo. Beck sabe que los demonios que le sedujeron siguen merodeando ahí fuera, y por ello le cierra la puerta al mundo, para proteger su felicidad.
Las personas no tienen que intentar sorprenderle, pues para él una sorpresa equivale a una amenaza, una violación del estricto orden de su jornada, un ataque contra su sistema que, aunque funciona, puede tambalearse, y él lo sabe. Para alguien que se ha dado cuenta de que vivir ya es pedir demasiado, resulta difícil —y quizás imposible— regresar a un mundo donde la vida es algo que se da por sentado. Beck teme el momento en que vuelva a abrumarle la idea de que está vivo. Por ello ha ideado reglas y leyes. Es un hombre que elabora listas de las cosas que hay que hacer a lo largo del día y que luego pueden tacharse. Todavía está luchando, pero prácticamente ha ganado: es feliz con poco, en realidad con mucho, pues cada vez más a menudo, ese poco le parece mucho.
Los grandes ojos de su mujer son ahora aun más grandes que de costumbre, y repite las palabras con las que lo despertó hace apenas un minuto: «La niña pájaro está enferma».
Beck quiere abrir la boca para decir algo, pero como teme que sus preguntas no tengan respuesta, se limita a apretar contra sí la cabeza sudorosa de su mujer. Se siente invadido por una rabia que descarga en ella —la inocente—, puesto que no hay nadie más con quien enfurecerse. Todo aquello con lo que podría estar enfadado está allí, lo que sostiene en la mano es su vida, y él la nota húmeda, caliente, viva, y temblorosa.
El miedo de su mujer es realmente insoportable, pues ese miedo lo convierte a él en culpable. Beck ha podido eliminar gran parte del dolor, se ha reído de él hasta hacerlo desaparecer, se lo ha quitado de encima como un efecto secundario insignificante, pero en este caso no. Aquí se acaba, pues aquí de nada sirven las palabras de alivio.
La rabia es cuestión de explotar y él explota. Una vez más. Ya ha explotado tantas veces, que sus explosiones se han convertido en implosiones.
Ella se lo lleva sin decir nada al cuarto de baño, lo lleva a rastras. Él se deja llevar. El camisón blanco revolotea a su alrededor, parece una niña disfrazada de fantasma.
Sólo entonces ve la sangre seca en la parte interior de los muslos de ella; en algunos lugares sigue goteando. «¿Por qué no tienes más cuidado?», querría gritarle. «¡Ten más cuidado!» Pero ¿de qué ha de tener cuidado? El destino no retrocede porque uno preste más atención.
Beck se sienta sobre la alfombra de baño, sólo lleva unos calzoncillos, ni siquiera en pleno invierno le gustan los pijamas. La coge de los pies.
—No tengas miedo, niña pájaro —le dice—, no tengas miedo.
Pero mientras lo dice, comprende que conjura más su propio miedo que el de su mujer.
Ella se suelta los pies. —Es la regla que se me ha adelantado —le oye decir. Y él le pregunta, no, más bien exclama —¡¿Tan intensa?! —. Cuando quiere, Beck es capaz de desconectar, entonces sus respuestas salen automáticamente, igual que sus movimientos. Puede vivir como una máquina. Todo en la casa de Beck se adelanta, también las reglas.
Se levanta, llama al médico, después deja un mensaje en el contestador automático de la agencia de traducciones diciendo que, hoy, seguramente llegará más tarde.
Con una esponja natural, recuerdo de unas vacaciones, limpia las piernas de su mujer y luego la ayuda a vestirse. Le habla de la noche anterior, de un conocido común pero lejano y del calor: son ejercicios de despreocupación.
Su rabia, una constante en su vida, va en aumento. Antes apretaba el puño, pero en vista de que su puño no le importaba a nadie, dejó de hacerlo. Ése fue también un motivo para apartarse del mundo, ya no quiere vivir en medio de él, sino al margen. Es imposible ser feliz y a la vez estar en medio del mundo.
—Llama a un taxi —le ordena su mujer.
Volverá a ser un día caluroso. Beck enciende el ventilador y llama a un taxi. El camisón de su mujer está sobre la cama, bien plegado.
Su despreocupación es una pose, pero es buena; detrás de ella se esconde el peso de la violencia. Por supuesto, uno puede optar por tomarse la violencia con despreocupación, pero ¿de qué le sirve si su cuerpo piensa lo contrario?
Esperan al taxi de pie junto a la puerta principal. La cabeza de su mujer sigue empapada. Él le hace cosquillas en la nuca, pero ella aparta la cabeza. Lo que sucede ahora no puede compartirse, ni siquiera una mínima parte puede compartirse.
—¡Cuánto tarda! —exclama él. Y ella contesta: —Mira, hay niebla—. —Seguro que no es nada —dice él. Ella se hurga en el oído.
—No lo hagas —le reprocha él—, así sólo consigues taponártelo más.
—Tengo que sacar algo. Está pálida y sigue hurgando hasta que llega el taxi.
En el taxi, Beck ve el espanto dibujado en el rostro de su mujer. Le ofrece un chicle. En otro tiempo, Beck habría hecho algún comentario acerca de su aliento, pero hace mucho que dejó de lado su sinceridad agresiva. Ahora considera la amabilidad como una virtud, aunque esa amabilidad sea una falacia.
Ella masca y, dado que él se niega a conformarse con el espanto que ve dibujado en su cara, le aprieta la mano suave y rítmicamente.
La sala de espera es cómoda, casi acogedora. Beck se sienta entre una mujer mayor y una embarazada, y adopta una actitud: la de un futuro padre. Las señoras le sonríen, la secretaria les pregunta si quieren té. ¡Qué amables son aquí!
El ginecólogo está a medio camino entre un forense y un bombero voluntario. Pero irradia confianza. Si alguien puede salvarte, es este hombre.
La mujer de Beck tarda mucho en salir del consultorio, mientras tanto, él intenta imaginarse lo que sucede detrás de la puerta. Las imágenes que evoca no tienen nada que ver con el placer, más bien con la tortura, la humillación, un juego desagradable que no tiene fin. Las mujeres a su lado entablan conversación.
—¿Cuándo sale usted de cuentas? —oye preguntar a una de ellas.
Él nunca quiso tener hijos. Sus instintos biológicos no funcionan o están demasiado ocupados con otras cosas. Alguna que otra vez jugó con la idea —¡y quién no!—, pero esas fantasías acababan siempre con imágenes de niños que morían en sus manos, entre sus manos, y a menudo también por sus propias manos. Para escapar a sus presentimientos, no ha tenido hijos. No es que tenga visiones, está muy lejos de creer en ovnis y criaturas extraterrestres, pero es capaz de imaginarse cualquier cosa. Un hombre no es sólo lo que hace, sino también lo que es capaz de imaginarse que hace. Beck sabe lo fácil que es traspasar el límite entre fantasía y realidad, y que, una vez cruzado, no se regresa tan fácilmente. Por eso no tiene hijos.
—¿Y usted? ¿Ya sabe algo más?
La mujer mayor lo mira expectante. Sin duda espera oír algo acerca de una nueva vida, pues si no, ¿qué hace un hombre en la sala de espera de un ginecólogo? Él decide no decepcionarla.
—No lo sabemos —le contesta—, esperamos a ver.
Hará unos diez años, más o menos en la época en que decidió renegar de su propia felicidad, Beck dejó definitivamente la escritura. Su decisión se basaba en razones prácticas y menos prácticas. Habían insistido en que escribiera algo reconocible, algo accesible, algo desenfadado. Pero por mucho que se esforzaba en escribir algo desenfadado —pues incluso en la época en que aspiraba a su propia felicidad estaba dispuesto a hacerles un favor a los demás—, lo desenfadado se le escapaba de las manos.
—¿Es el primero? —inquiere la vecina, la mujer mayor con un bolso en el regazo.
Hay preguntas que es preferible no formular delante de Beck. Ésta es una de ellas, y su sonrisa se transforma en mueca.
—El primero —asevera—. El primogénito.
—Yo sólo he venido a que me hicieran un frotis —aclara ella, como si por un solo instante él hubiese podido pensar que lo que la había traído hasta aquí era una nueva vida, como si su edad no hubiese reducido drásticamente las probabilidades a este respecto.
—Sí —asiente él—, conviene hacerlo una vez al año.
—Una vez cada cinco años —le corrige ella en tono severo y maternal. Luego saca un pañuelo del bolso. Beck cree haber oído gritar a su mujer. Quizás haya sido su imaginación, a veces oye gritos nunca emitidos.
Tiempo atrás Beck destapó algo que hubiese sido mejor no destapar, una rabia, quizás habría que llamarlo odio ciego, seguramente infundado y volcánico. Por ello decidió dejar de escribir. Christian Beck era lo bastante inteligente como para poder ser peligroso, eso era algo que sabía de sí mismo. Pero quizá no fuera una cuestión de inteligencia, quizás él, que aspiraba a mirarse a sí mismo sin ilusiones, desnudo y frío como un congelador, se hubiese visto arrastrado momentáneamente por el autoengaño. «La oscuridad, aunque tenga talento, sigue siendo oscuridad, y yo no quiero envenenar a nadie con ella», dijo en una ocasión. Ya no recuerda a quién, pues no tiene contacto con la gente de su pasado. No por antipatía, tampoco por indiferencia, sino como medida de precaución. Uno debe protegerse. La decisión tampoco le resultó difícil, pues de todas formas hacía tiempo que la mayoría de los lectores había cerrado los ojos a la oscuridad dotada de talento. Y al margen de la oscuridad, le parecía que escribir se había convertido en una ocupación irrelevante, casi absurda.
La ambición, al igual que la felicidad propia, era una plaga, una nube de insectos que revoloteaba alrededor de la cabeza y al final todos esos deseos, todas esas ambiciones, salían de la misma fuente envenenada que él había intentado cegar con tanto esfuerzo.
El ginecólogo abre la puerta de la sala de espera.
—Acompáñeme —le ordena a Christian Beck. Su voz suena amenazadora, pero bien podrían ser imaginaciones suyas.
Beck advierte que las mujeres lo miran con ansia, casi con entusiasmo. No pueden evitarlo; las debilidades ajenas, y por consiguiente, el dolor ajeno, nos confirman nuestra propia fuerza. Cuanto más se debilite la vitalidad de los demás, más fuerte será la vitalidad propia. Lo mismo sucede con la voluntad de vivir, por ello a menudo parece que un perfume erótico envuelve el sufrimiento ajeno. Lo bueno de condolerse es que nunca tiene que ver con uno mismo, cuando todo ha acabado, uno puede seguir con su vivo, fresco, alegre, y también aliviado, por todo el sufrimiento que ha podido contemplar de cerca, pero que apenas le incumbe.
—Su esposa se está recuperando —le dice el ginecólogo. Su tono es formal, a la par que cordial y comprensivo. Parece capaz de comprender muy bien un dolor que no siente—. He tenido que extirpar un trocito de tejido para hacer un análisis. Lo enviaré al laboratorio, tardará cerca de una semana.
Beck envidia al ginecólogo. Él mismo inició tiempo atrás un proyecto para intentar sentir el dolor ajeno. Bueno, decir proyecto es exagerado, son más bien ideas que asaltan a Beck mientras traduce manuales de instrucciones. Por ejemplo, hace poco estaba traduciendo un manual de instrucciones de una sierra de cadena y pensó: «Si cometo un error y un hombre se corta el brazo a causa de ese error, ¿cómo podré sentir su dolor, como podré sentirlo nunca? O quizá corte en dos a su hijo, debido a un error en el manual de instrucciones». Tal vez Beck quiera sentir el dolor de los demás porque ya no puede sentir el suyo propio. Es una posibilidad, pero él la rechaza.
Su mujer yace sobre algo que podría llamarse cama. Beck le coge la mano, la pequeña mano llena de padrastros mordisqueados.
—¿Qué tal? —le pregunta. —Bien —responde ella. A su lado hay un vaso de agua, él quiere dárselo, pero ella niega con la cabeza.
—Diez minutos más —le dice—, y nos podremos ir.
Beck se sienta en silencio al lado de su mujer. Le ha soltado la mano, los dos tienen demasiado calor y sus manos están pegajosas.
Han llegado más personas a la sala de espera, y ahora les llega el alboroto de unas mujeres que conversan, suenan alegres, como una gran promesa.
—Ha ido bastante rápido —dice él.
Ella asiente. Ha entrado y la han atendido enseguida; la rapidez es importante.
—El espéculo me hizo daño.
Él querría hacer algo para que ella se riera, pero no sabe qué. Entonces decide arrodillarse.
—¿Qué haces? —le pregunta su mujer. —Me arrodillo. —Déjate de tonterías, que va a entrar el médico. —No hago nada malo —protesta él, aún arrodillado junto a la cama—, me arrodillo ante ti. La fuente envenenada ha sido cegada y, arrodillado en el consultorio de un ginecólogo donde las mujeres se recuperan después de una intervención, comprende que idolatra a su mujer. Pero como ella prefiere que no lo haga, Beck se arrodilla en silencio.
Transcurre una semana. La hemorragia se detuvo al cabo de un día, ya no hablan de eso, parecen haberlo olvidado. Beck ha reanudado sus actividades en la agencia de traducciones y su mujer vuelve a trabajar en su investigación. En sus conversaciones hay silencios que no parecen molestarles especialmente. Cuando regresa a casa por la noche, Beck se sienta delante de la ventana y lee. Cuando uno ha dejado de escribir, tiene todo el tiempo del mundo para leer. Ser lector es menos respetable que ser escritor, apenas aporta dinero, pero, aun así, es útil. En una ocasión se lo dijo a alguien, aunque ya no recuerda a quién.
Su mujer escribe en el ordenador hasta bien entrada la noche. —¿Qué haces? —le pregunta él. —Contesto los correos electrónicos —le dice ella sin levantar la vista del teclado—, tengo que mantener el contacto con el mundo, ¿no?
Debido a las tareas de investigación de su mujer, se mudaron a Gotinga, una ciudad de provincias no lejos de Hannover, suficientemente pintoresca como para atraer a unos cuantos turistas al año. Y muy alejada del centro del mundo. Eso cuadra con la vida que ha elegido Beck, lo más lejos posible del centro. Él se limita a hojear los periódicos; antes leía cuatro periódicos al día, además de todo tipo de revistas. Ahora ha decidido pasar el resto de sus días sin noticias, o al menos sin establecer una conexión entre una noticia y otra. Lee el parte meteorológico, y en la puerta de la entrada hay colgado un barómetro; a Beck le gusta darle de vez en cuando un golpecito. «La presión atmosférica está bajando», proclama entonces. Los rituales de la pequeña felicidad. Para mayor seguridad empezó a hablar alemán también en casa. La invisibilidad es una cuestión de asimilación completa.
Beck está delante de la ventana, junto a la única planta que tienen en casa, y espera a que llegue la tormenta, pero duda que vaya a acabar realmente con el calor. El viento sigue soplando del sureste.
—¿A quién escribes tanto? —le pregunta a su mujer.
Su relación sexual se apagó hace tiempo, pero no es ninguna calamidad. Nada que le haga perder el sueño. En la cama, se abrazan alguna vez, y cuando su mujer está dormida, él le da besitos, a veces también cuando no está dormida.
La vida sexual no da la felicidad, sino que la quita. Alguna que otra vez, él aprovecha que su mujer está concentrada en su investigación para masturbarse en el cuarto de baño. Después se lava las manos y sigue leyendo. De vez en cuando pasa delante del burdel local, sin entrar en él, y hace cuatro años tuvo contacto físico con una colaboradora de la agencia de traducciones. Primero en el lavabo, después en la pequeña cocina. Eso no hizo más que confirmar sus sospechas. Fue placentero, aunque ni siquiera de eso estaba seguro, debido a las interferencias de otros sentimientos; en cualquier caso, no contribuyó a su felicidad ni a la de otros, como mucho le produjo un aturdimiento muy transitorio.
Beck ve a otras mujeres, repara en ellas, pero no pasa de ahí. No tiene ni idea de con quién se relaciona su mujer. No hay que querer saberlo todo; querer saberlo todo es para las personas inseguras.
—He recibido una carta de Holanda —dice él.
Ella deja de teclear y él le pasa la mano por el hombro para quitarle la caspa.
—¿De quién? —pregunta ella sin levantar la vista. Reanuda el tecleado, aunque con más lentitud.
Ella conoce a mucha gente, por fuerza, pues el tipo de investigación que realiza exige tener una red de contactos sociales. Además, ella es de esa clase de personas que mantienen una red de contactos sociales, más o menos como otras mantienen un huerto. Para traducir manuales de instrucciones no hace falta conocer a nadie.
—Una revista que quiere publicar un relato que escribí hace tiempo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Ni idea de por qué. Por lo visto encaja en la edición especial.
—«Edición especial».
Detecta cierto sarcasmo en la voz de su mujer. Un eco de su propio sarcasmo, que también ha desechado. Ahora ya no tiene que asesinar a nadie con su escritura, ni siquiera a sí mismo.
Ella cierra el correo electrónico.
—No sería muy coherente que ahora diera mi consentimiento. Lo dejé porque la fuente de la cual sacaba mi inspiración estaba envenenada.
Su mujer sólo lleva bragas y está sentada sobre una toalla para evitar quedarse pegada a la silla. Suspira. Le traen sin cuidado las fuentes envenenadas.
—Aunque pagan bastante bien —añade él. —¿Qué relato? —«Los hijos del Yab Yum»—. Ella se levanta. Escribe algo en la agenda, hay papelitos revoloteando por su escritorio, apuntes, números de teléfono, nombres, direcciones.
—Hazlo —le dice ella—. Ya va siendo hora de que nos refresquemos un poco y que compremos un aparato de aire acondicionado.
Se quedan un momento delante de la ventana esperando la tormenta como hacen a menudo; a sus espaldas sopla el viento del ventilador. Luego, su mujer se da un baño, pues debido al calor le ha entrado picor, y él escribe una carta a la revista dando su consentimiento para que publiquen el relato y preguntando si pueden transferir el dinero a vuelta de correo a su cuenta bancaria de Gotinga.
Examina la planta y poda algunas hojas muertas, su mujer lee una revista sobre política internacional, la espuma de baño huele a pomelo. Cuando suena el teléfono, todavía tiene las tijeras en la mano. En contra de su costumbre descuelga, y en voz baja, casi susurrante dice:
—Diga.
Es la ayudante del ginecólogo que pregunta si la mujer de Beck puede pasar por la consulta, a eso de las nueve, quizás un poco antes, a las ocho y media si es posible.
Beck le dice: —A las ocho y media va bien. —¿Le dará el recado? —Le daré el recado—. En el cuarto de baño, la niña pájaro se ha puesto una mascarilla azul. —Pareces un pitufo —le dice él—. Que si mañana podemos pasar por la consulta del ginecólogo. Beck observa las diferentes mascarillas, las cremas, los frascos de jabón líquido. —Esto me pone mala— dice ella levantando la revista sobre política internacional. Él asiente, prefiere evitar las discusiones. Prefiere evitar todo lo que pueda desembocar en groserías. Cierra el botiquín que estaba abierto, y después regresa junto a la planta. El ventilador hace circular aire caliente. El ordenador de su mujer todavía está encendido, Beck lo apaga. Toda su vida se ha esforzado por ser independiente y, en consecuencia, por estar solo. Cuando alcanzó los límites de esa independencia, volvió a una forma de convivencia que le parecía soportable, puesto que los límites estaban bien definidos. Nadie sabe que Beck comparte su casa con una mujer. Christian Beck considera que si otros supieran que vive con alguien, ya sabrían demasiado. En el trabajo lo llaman el «eterno soltero». En una ciudad pequeña se habla mucho, pero no sobre él.
A la mañana siguiente, la sala de espera del ginecólogo está vacía.
—¿Quieres que entre contigo? —pregunta Beck. —No —le contesta la niña pájaro—, tú quédate aquí—. Beck se sienta junto a una pila de revistas. También esta vez, la ayudante le trae té. —Con un terrón, ¿no? —Sonríe satisfecha de su infalible memoria. Mientras deposita una taza de té delante de él, Beck le devuelve la sonrisa. Le gusta que las mujeres le presten atención, aunque sólo sea durante una fracción de segundo; eso le da la sensación de que él todavía cuenta teóricamente. Beck no quiere contar más que eso: teóricamente basta.
A veces es como si estuviera haciendo una prueba. ¿De cuántas cosas puede uno despedirse antes de que la vida deje de ser vida?
Hojea una revista para embarazadas. De vez en cuando, la ayudante viene a verle. Él intenta descifrar algo en su mirada, compasión quizás, preocupación, interés amable o simple aburrimiento. Al cambiar de posición en la silla, se ve reflejado durante una fracción de segundo en el espejo que han colgado en la sala de espera para dar a las pacientes la oportunidad de arreglarse rápidamente antes de entrar en el consultorio. ¿Qué verá la gente cuando le ve? Entonces se acuerda de que la gente no le ve. No tienen ningún motivo para verle. No es que no tenga rasgos llamativos, según la policía unas gafas ya son un rasgo llamativo, pero nada en él es lo suficientemente llamativo como para ser visto realmente. En una ocasión arrestaron a Beck, aunque nunca llegaron a condenarle, y por ello sabe unas cuantas cosas sobre lo que piensa la policía acerca de los rasgos llamativos.
Recuerda haber estado sentado en la misma sala de espera una semana antes, recuerda el miedo de la niña pájaro; ahora no ha visto miedo en su rostro. Se la veía segura de sí misma, alegre, despreocupada. Aunque no lo estés, tienes que parecerlo. Se había llevado algo para bordar por si tenían que esperar, pero no tuvieron que esperar.
Su mujer sale del consultorio, lleva consigo el bolso en el que guarda todas sus cosas. Agenda, móvil, peine, dinero, bordado. No hay pintalabios, casi nunca se pinta los labios. Sólo en ocasiones especiales.
Él devuelve la taza vacía a la ayudante, que le lanza de nuevo una sonrisa seductora.
—¿Volvemos a casa caminando, niña pájaro? —pregunta él. Deciden volver a casa caminando. —¿Y? —pregunta él cuando están fuera, debajo de un árbol. —Me muero —dice ella.
Él se echa a reír. Hay comunicados de los que uno sólo puede reírse. Se ríen los dos. Se ríen a carcajadas, hasta que él dice:
—No digas tonterías. Vale, algún día, pero no ahora. —Siguen caminando en silencio. —¿Te lo ha dicho el médico? —pregunta mientras esperan en un semáforo. —No, claro que no, los médicos no dicen nunca eso, los médicos lo dicen de otra manera, hablan de estadísticas, de experiencias, de expectativas que no tienen por qué cumplirse.
Compran un par de helados.
—Pasado mañana tengo que ir al hospital para que me hagan un examen detallado.
—Tú llegarás a los ciento tres años —le asegura Beck—, ciento cuatro y quizá ciento cinco: tú nos enterrarás a todos.
Pero mientras caminan con los cucuruchos de los helados en la mano, Christian Beck no puede evitar pensar que él tiene la culpa de que ella haya enfermado. Que no sólo le ha robado la inocencia, sino también la vida, como si la vida estuviera contenida en esa inocencia.
En casa, ella toma un baño y después contesta correos electrónicos, sentada sobre una toalla.
Beck se tumba en el suelo sobre una manta para así poder sujetar los pies descalzos de su mujer, y luego quedarse dormido lentamente.
—No me hagas cosquillas —protesta ella.
Mientras uno persigue la felicidad propia, lo que hace es esperar, y ésa es una de las cosas que desagradaban a Beck de la felicidad: el tener que esperar a más, mejor, más profunda, más intensa, más perfecta, más garantizada, más duradera y más verdadera felicidad. No querría perderse esta tristeza, tan entrañable y liviana a la vez. Eso de no ser nadie, de ya no pintar nada, tiene sus ventajas, es casi un alivio. Le ahorra a uno conversaciones sin sentido, eso para empezar, y también muchos disgustos.
Mientras sujeta el pie de su mujer, siente que ya ha empezado a compartirla con los doctores, las camas de hospital y las enfermeras. Un futuro del cual él formará parte cada vez menos.
En la sala de espera del hospital no le ofrecen té. Tampoco hay nadie que le sonría seductoramente.
—¿Cuánto cree que tardarán aún? —pregunta Beck a una enfermera o a una secretaria. Eso allí no está claro, hay muchas cosas que no están claras en el hospital.
—No podría decírselo —responde la mujer sin levantar la vista.
Las personas en esta sala de espera son menos atractivas que las del ginecólogo, y además están menos animadas y más enfermas, como si aquí uno ya estuviera un paso más cerca de la muerte.
Beck se queda hasta las seis esperando en la sala de espera. Ha llamado unas cuantas veces a la agencia de traducciones. Por supuesto, no ha mencionado el motivo de su ausencia, pero la coordinadora le ha asegurado que no pasa nada si falta un día al trabajo, pueden arreglárselas un día sin él. Si fuera sincero, admitiría que eso le decepciona un poco, pero él no es tan sincero. También la sinceridad tiene sus límites.
A las siete la dejan marchar. Beck la está esperando fuera, delante del hospital, pues dentro ya no aguantaba más. Los exámenes la han agotado; en la parte interior del brazo tiene un moratón: la enfermera no era muy hábil con la jeringuilla.
—Todavía tiene que practicar —le dice su mujer—, pero ¿por qué conmigo?
—¿Te apetece beber algo?
—Quiero ducharme —contesta ella. Tiene mal aspecto, como si la hubiesen violado.
Mientras ella se quita de encima la suciedad del hospital, Beck lee una carta de la revista diciéndole que les complace poder publicar su relato y que no tardarán en transferir el dinero a su cuenta de Gotinga. Después pone música árabe. Música para la danza del vientre.
Los resultados del segundo examen detallado también son positivos. Más positivos no podían ser.
—¡Qué mierda! —dice su mujer. Está tranquila, más tranquila que antes. El nerviosismo parece haber desaparecido de repente. En los aviones, a veces se volvía loca pensando en un accidente, pero ahora que ha ocurrido ese accidente, ahora que es tan concreto como un bloque de hormigón, ya no hay nada por lo que volverse loco. Están en una heladería regentada por una pareja de turcos.
—Necesitamos una segunda opinión —dice Beck. —¿Y de qué sirve eso? —Los médicos cometen errores, los laboratorios se equivocan, confunden tubos, nombres, direcciones, números de teléfono. Sucede a diario. Quizá todo se base en un malentendido.
Ella no está convencida. —Tú te sientes bien, ¿no? —Sí, estupendamente —contesta ella. —Quieres vivir, ¿no? —Cómo no. Cómo no. La vida no es una taza de té sobre la cual puedas decir: «Cómo no». La pregunta exige un «sí» helado y animal, y no un tibio «cómo no». Y a partir de ese momento, él sabe que ya la comparte con la muerte, pero no quiere admitir que lo sabe. Inventa malentendidos, errores que todavía pueden rectificarse, siempre y cuando se intervenga a tiempo. Confía en los milagros, ahora que no queda nada más en qué confiar.
Con lo que le paguen por Los hijos del Yab Yum tiene pensado comprar un aparato de aire acondicionado, pero el dinero no llega. La ola de calor desaparece sin que tengan aparato de aire acondicionado, tal como viene sucediendo desde hace años.
Un tercer examen, la llamada segunda opinión, confirma los resultados de los dos primeros exámenes, aunque éste último es un poco peor. Como si después de apelar uno oyera que le han caído diez años más de condena.
En el rostro de su mujer ya no detecta espanto, ahora el espanto se le ha metido dentro. Sin duda, lo que viene después de esta vida no es nada, pero no es eso lo que la espanta. Lo que vio Beck en el rostro de la niña pájaro, aquella mañana en el taxi, fue la sospecha de que lo que hay ahora tampoco es nada, que éste es un viaje de una nada a la siguiente.
Pero la niña pájaro es algo, la niña pájaro es inocente.
Apenas catorce días después del tercer examen, la niña pájaro empieza a adelgazar a ojos vistas. Beck compra todo tipo de preparados vitamínicos en tiendas naturistas e incluso solicita un crédito permanente para costearlos. Todo en el marco de la elaboración del malentendido: «Se han equivocado de puerta, se ha cometido un error en el padrón, todo acabará aclarándose». Y además le quedan los milagros con los que uno puede soñar cuando la casa se queda a oscuras.
Beck empieza a hacer zumos de fruta, sobre todo zumo de fresa, porque a ella le encanta. A veces tiene que viajar durante una hora en tren para conseguir las fresas, pues la temporada de fresas acabó hace tiempo. Al menos los viajes le mantienen ocupado, lo distraen, alimentan su ilusión de que ganará la batalla que ha entablado contra la muerte.
Su mujer tiene algunos años más que él, pero eso nunca ha molestado a Beck ni a ella tampoco; sin embargo, ahora que su cuerpo alimenta poco a poco el abismo de la nada, Beck tiene la impresión de que está perdiendo a una niña.
—Estoy dispuesto a compartirte con todo el mundo —le dice él—, pero ¿cómo se puede compartir algo con la muerte? Nadie lo ha conseguido aún.
—«Todo el mundo», vaya, vaya —responde ella—, casi nada: «todo el mundo».
Les entra la risa tonta. Luego ella dice: —Según el médico, el tratamiento es pura formalidad, las posibilidades de éxito son nulas. Lo hago por ti, porque la terapia no es que digamos agradable.
—¡Una formalidad! —exclama él—. ¡No es en absoluto una formalidad! ¿Es que se han vuelto locos? ¿Cómo pueden decir algo semejante? ¿Acaso son funcionarios? «Formalidad», ¿de qué están hablando?
Su sistema, su dominio se está desmoronando. Mezcla perlas de ajo, preparados vitamínicos y jengibre con el zumo de fresa. A veces, cuando ella por fin se queda dormida —algo que le cuesta cada vez más—, él se arrodilla junto a la cama y lanza un grito silencioso para no despertarla.
El hospital les hace llegar una silla de ruedas, porque cada vez le cuesta más andar. El repartidor pregunta que cuánto tiempo creen que necesitarán la silla de ruedas. Beck compra un montón de frascos del jabón líquido que más le gusta a la niña pájaro, y mascarillas faciales en grandes cantidades, sobre todo la de color azul. La batalla contra la muerte se libra ahora a nivel de mascarilla facial, porque los demás niveles han fracasado
Traducción del neerlandés de Catalina Girard Féron.